Tomás Segovia: «Un lenguaje intraducible»
Plural 8 (mayo de 1972), 32–35
Fuente: Miradas al lenguaje, México, El Colegio de México, 2007, 35–50
[35] La poesía, suele decirse, es intraducible. A esta afirmación generalmente aceptada y frecuentemente repetida hay sin embargo quien opone objeciones: una de las innovaciones más desconcertantes de la escuela creacionista consistió precisamente en la pretensión de que la poesía es perfectamente traducible. Pero esto es un planteamiento del problema en otro nivel, al que haremos luego alguna referencia, pero que por ahora es mejor dejar de lado. En los términos en que de costumbre se plantea, la afirmación parece en principio válida. Por poco que reflexionemos, nos daremos cuenta en seguida de que esta circunstancia no es fortuita: en ella se manifiesta un rasgo fundamental del uso que la poesía hace del lenguaje.
Señalemos de inmediato que esta resistencia a la traducción no se encuentra solo en el lenguaje poético, sino en cualquier tipo de lenguaje. Y sin embargo no tiene exactamente el mismo sentido en la poesía que en otras maneras de utilizar la lengua. La traducción de poesía tropieza con todas las dificultades a las que se enfrenta la traducción de prosa (de las que no es el momento de ocuparnos ahora), y además con otras que la traducción de prosa no conoce. Por ejemplo: para el traductor de un artículo sobre cardiología, el hecho de que la palabra española «corazón» tenga tres sílabas mientras que la palabra inglesa heart o la francesa cœur solo tienen una no presenta ningún problema importante. Para el traductor de poesía, esta circunstancia tan fortuita, arbitraria e insignificante representa todo un rompecabezas.
Dije antes que el carácter intraducible de la poesía no es un rasgo fortuito, y hablo ahora de unos elementos fortuitos con que tropieza el traductor de poesía. Esta contradicción puede enseñarnos mucho sobre la actividad poética. La lengua, tal como la define [36] la lingüística, es un sistema de signos, y el signo es una entidad de dos caras a las que llamamos significante y significado (o, en la terminología de Hjelmslev, plano de la expresión y plano del contenido). Son dos caras, pero es un solo signo, o sea que el significado y el significante, aunque miran en direcciones opuestas, coinciden exactamente. (Una aclaración: esta coincidencia, que para Saussure se da en cada signo, para Hjelmslev se da entre dos planos, de tal modo que en cada plano los elementos se configuran según estructuras diferentes, pero estas estructuras de cada plano se cubren exactamente: expresión y contenido no pueden describirse por referencia mutua, sino que cada una de las caras de un signo se describe por referencia a la estructura del plano al que pertenece.)
Definida así la lengua, lo que el problema de la traducción de poesía muestra inmediatamente es que la dificultad consiste en tener que «traducir» simultáneamente algo que es lengua y algo que no es lengua. Sabemos por la lingüística que todo lo que es lengua es signo, y que todo lo que es signo es significante y significado. Pero acabamos de ver que el traductor de poesía se enfrenta a unos fenómenos insignificantes que sin embargo no puede descartar. El hecho de que una palabra tenga más o menos sílabas, o de que se parezca fonéticamente, en todo o en parte, a otra palabra totalmente diferente, o el hecho de que dos frases distintas tengan un mismo ritmo acentual, y mil otros hechos de este tipo, algunos bastantes complejos, son, para la lengua, insignificantes. Constituyen la inevitable materialidad de la lengua, en la que esta no puede dejar de apoyarse pero que sin embargo es para ella contingente y exterior. Pues la lengua es significación, es decir, un fenómeno relacional, y las relaciones por su parte son entidades puramente inmateriales aunque se establezcan entre cosas materiales.
Para facilitar la comprensión de todo esto usaremos de una comparación. En el juego de ajedrez, cada pieza tiene una significación, definida por el conjunto de las reglas del juego, o sea por su relación puramente inmaterial con las otras piezas y con el [37] tablero. Al mismo tiempo, cada pieza tiene una realidad material en la que se expresa esa significación pero sin dejar por ello de ser independiente de ella. Es decir que para el funcionamiento del juego no tiene la menor importancia la materia de que estén hechas las piezas, ni su color con tal de que sean dos colores distinguibles (u otro rasgo cualquiera igualmente distinguible), ni las variantes de forma, etcétera. Podremos incluso, si a nuestro tablero le faltan piezas, sustituir una torre por un botón o un alfil por un garbanzo, y hasta invertir el uso de todas las piezas si nos ponemos convencionalmente de acuerdo en llamar torres a los alfiles, alfiles a los caballos, y así el resto.
Pensemos ahora en la traducción de un poema: nos encontramos frente a un juego de ajedrez donde el material de las piezas, su tamaño, su color, sus detalles de forma y mil otras pequeñas circunstancias tienen su importancia. Es como si tratáramos de reproducir en nuestro tablero una de esas partidas que publican de manera formularia las revistas, pero nos encontramos con que no basta adelantar dos casillas el peón de rey, sino que además tiene que ser un peón de madera de cerezo, de dos centímetros de alto, de siete gramos de peso, pintado de un matiz preciso y con un contorno particular; características que además cambiarían no solo para cada pieza sino también cada vez que la pieza se mueve entre diferentes casillas –que a su vez tampoco serían iguales ni con caracteres fijos.
Las dificultades del traductor nos han mostrado de qué manera desconcertante, de qué manera propiamente bárbara usa la lengua la poesía. Podemos ahora dejarle descansar (cosa que siempre le hace falta a un pobre traductor) y quedarnos directamente frente al poeta para preguntarle por qué se entrega a esas prácticas bárbaras con el lenguaje. Porque es en efecto una práctica bárbara querer ganar una partida de ajedrez gracias al tamaño de nuestras piezas o a lo impresionante de sus formas o la delicadeza de sus colores. El poeta, para decirlo con una fórmula condensada, utiliza las palabras a la vez como lengua y como lenguaje. Cosa que sucede [38] también todo el tiempo, por supuesto, en la vida cotidiana, donde cualquier conversación es una mezcla inextricable de lengua y varias clases de lenguajes: gestos, tonos de voz, onomatopeyas, miradas, pausas, señalamientos. Pero esta comprobación no hace sino subrayar el enigma de que ese recurso a un lenguaje no lingüístico, tal vez inevitable y «natural» en la vida cotidiana donde todo se mezcla, donde las cosas y las personas están presentes y donde sería probablemente un empobrecimiento prohibirnos recurrir a ellas para aislarnos en un mundo de puras palabras –que ese recurso quiera introducirse en la escritura, es decir justamente en un mundo que por definición es de puras palabras aisladas en una página de todo contexto y toda voz. […]
[47] Sin duda todo lo que en un sistema de significación no es significativo (como la forma de las piezas en el ajedrez) puede organizarse según otro sistema de significación, y esto puede hacerse también con la parte no significante de las palabras. Un ejemplo elemental: un soneto acróstico, donde algo que no entra en el sistema de la lengua y ni siquiera en el de las reglas del soneto o de la poesía en general: la primera letra de cada verso, se organiza según otras reglas para producir una significación lateral o parásita. Lo que se hace entonces es superponer un código sobre otro ya existente sin alterarlo, procedimiento conocido igualmente por la teoría de la información que utilizan los ingenieros de comunicaciones. Procedimiento también, dicho sea de paso, que utilizan los sueños en la teoría de Freud para superponer un mensaje del inconsciente sobre el mensaje consciente. En todos estos casos (y hay otros mil ejemplos en los juegos lingüísticos, en los mensajes cifrados dentro de otros mensajes) se aprovecha, y a la vez se pone de manifiesto, la esencial inadecuación de todo sistema significativo. Esencial porque es en este residuo, en este margen de no coincidencia de lo que significa y lo que es significado donde reside el fenómeno mismo de la significación. Este aprovechamiento de la ganga del mensaje (de la corporeidad de las piezas de ajedrez para hacer tallado), esta colonización de un código por otro opera sin embargo en una sola de las caras del signo: el significante que es la única manifestación del mensaje.
Las dificultades del traductor de poesía y las del crítico estilístico son paralelas, aunque no siempre van en el mismo sentido. La posibilidad de colonización de un código por otro es para el traductor una dificultad insuperable. La parte de significante que excede a la significación («redundancia» se llamaría en teoría de la información) es en principio arbitraria: de un sistema a otro, de una lengua a otra, no tiene común medida. El juego de palabras es [48] intraducible. También lo es el juego de fonemas, el juego de connotaciones, todos los «juegos» que hacen pasar un mensaje por la materia casual con que está hecho otro mensaje. Para el crítico estilístico en cambio está en su mejor oportunidad: si descubre otros códigos desplegados sobre esa materia casual (un acróstico, por ejemplo) tiene alguna base objetiva para sus interpretaciones. Inversamente, lo que he llamado sentido es el dominio del traductor: la tentativa de adivinar el sentimiento sin código que rodea a una configuración verbal, la tentativa de preparar un sentimiento comparable en la configuración con que traduce aquella son, más allá de las tareas mecánicas de verter de una lengua a otra, sus verdaderos acicates. Mientras que para el crítico estos problemas, inexpresables en fórmulas, son los que dan a sus interpretaciones ese aspecto arbitrario y a la vez impreciso que a menudo se le reprocha.
Estas diferencias se deben a que el crítico, que opera dentro de una lengua, aborda sus problemas a partir de un verdadero sistema de verdaderos signos estructurados. El traductor por su parte se mueve entre dos sistemas: cada vez que no pasa mecánicamente del uno al otro, hay un momento de suspensión de los sistemas, un momento en que el texto se desestructura antes de estructurarse en otro texto. En esos momentos el traductor se remonta a un estado anterior a las palabras: intenta situarse en la posición del hablante original antes de haber hablado, y desde allí volverse hacia otra lengua para hablar en ella como el primer hablante habría hablado en la suya. Es lo que se formula empíricamente en el consejo que se da a menudo para la traducción de captar el «sentido» del original y expresarlo después en la lengua a que se traduce. El crítico también hace algo de eso, por supuesto (porque la crítica tiene también algo de «traducción»); pero en ese momento es infiel a la estilística, cuyo objeto es estrictamente lo ya dicho, el texto en su presencia y sin pasado hipotético.
El signo pues es una relación entre dos entidades que se rebasan mutuamente por todas partes. Pero mientras que la significación [49] propiamente dicha consiste en la pura coincidencia de esas dos caras, llamo sentido a otra forma de comunicación o de pensamiento simbólicos que se da en su no coincidencia. Esta comunicación o este pensamiento solo se captan en estado naciente, inestable, como halo sin fronteras precisas, como ámbito luminoso y no como objetos iluminados, como tránsito del sinsentido al sentido y de lo no dicho a lo dicho. Puede fijarse la notación de esa captación, pero no la captación misma: fijada, se convertiría o en signo, o en símbolo convencional (otros lingüistas dirían «icono»). Son dos formas de convención arbitraria: la regla lingüística (u otra) que delimita y estructura la significación de los signos; la convención particular que decide establecer un nexo entre una forma aislada y una idea aislada (lo cual excluye toda estructura); la cruz y el cristianismo, el negro (o el blanco) y el luto. (Una diferencia esencial: la primera es inconsciente, la segunda consciente.)
Pero el sentido no es una convención; por el contrario, es la condición de toda convención. No es ni consciente ni inconsciente: es el puente entre ambos –o el intervalo irreductible que permite su oposición. Es el fondo contra el que aparece toda significación y que nunca podría fundirse con ella. A la vez solo es ese fondo porque sobre él se destaca esa significación. El sentido de un poema solo puede darse con ese poema mismo, como un más allá de sus palabras que solo por esas palabras se nos da. Pero las palabras no lo dicen como dicen sus significados lingüísticos; lo manifiestan como lo no dicho. La ciencia misma destaca sus significaciones de transparencia idealmente absoluta y sin ambigüedad contra un fondo de sentido imposible de fijar en una significación (cosas como el sentido de espacio, tiempo, etc., etc.). Solo como fondo en el que se destacan sus nociones claras se nos da el sentido de lo que la ciencia «intuye» (según la expresión habitual) como espacio, como tiempo, etc. Pero también solo contra ese fondo se ilumina la transparencia de sus significaciones.
La poesía hace eso en la lengua natural y con experiencias «naturales». No solo muestra que lo dicho puede decir a la vez otra [50] cosa; más profundamente aún, hace de lo no dicho la finalidad de lo dicho. Afirma que lo que no puede expresarse puede sin embargo manifestarse (y «contagiarse»). No es literalmente «la cosa misma», como quería Juan Ramón Jiménez (pero él no lo decía literalmente); tampoco es, como quieren algunos críticos, la estructura misma (por sí misma). Es la «cosa» entrando en nuestro mundo de significaciones pero todavía (o ya) no disuelta en él; es la estructura de las significaciones mostrando por sus agujeros el trasfondo de silencio en que flota. Antes o después de las palabras (depende de cómo se mire) la poesía pone en juego un silencio. No hace falta decir que es inefable; basta admitir que puede decirse, pero solo como la parte indecible de lo que se dice; como lo que no se expresa en lo que se dice, sino en el acto mismo de decirlo. Mi poema quiere decir a la vez lo que te digo y lo que quiere decir decírtelo.