Bretón de los Herreros, Manuel (Quel, 1796–Madrid, 1873)
Escritor y traductor en lengua castellana. Si se exceptúan la aventura de su huida para ponerse a salvo del ejército francés del duque de Angulema (1823) y el incidente que le dejó tuerto del ojo izquierdo, su existencia transcurrió en el sosiego de una dorada mediocridad burguesa. Vivió dedicado por entero a su oficio de escritor y a sus empleos de bibliotecario y director de la Biblioteca Nacional, administrador de la Imprenta Nacional y director de La Gaceta de Madrid (1843–1847). Elegido miembro de la Real Academia (1837), fue su secretario perpetuo desde 1853. De su producción destaca, sobre todo, la de autor dramático, pues compuso con éxito ciento setenta y siete obras entre originales, refundidas y traducidas. Siguiendo el ejemplo de Leandro Fernández de Moratín, su declarado maestro, con Marcela o ¿A cuál de los tres? (1831) llegó a crear una fórmula cómica nueva y personal, caracterizada por la observación de las costumbres burguesas de su época, la habilidad teatral y métrica, el lenguaje rico y espontáneo y el sentido de la caricatura y del humor. También contribuyó alguna que otra vez al drama romántico (Elena, 1834). Escribió muchas composiciones poéticas, sobre todo satíricas, y desarrolló una intensa actividad periodística –reseñas teatrales, textos de teoría teatral, artículos de costumbres– en numerosos periódicos, como El Correo Literario y Mercantil, La Abeja, El Universal, La Ley, La Aurora de España, El Boletín de Comercio, El Semanario Pintoresco.
Su labor de traductor se concentró entre 1823 y 1836. Fue más intensa al principio, no sólo debido a problemas económicos, sino también a su empeño por encontrar modelos que le permitieran construir su propia fórmula cómica. No todas sus versiones están publicadas: muchas quedan manuscritas y se conservan, en su mayoría, en la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid y en la Biblioteca del Instituto del Teatro de Barcelona. Para sus traducciones –algunas de ellas firmadas sólo con las iniciales, y en contados casos con sus seudónimos, Beltrán Muneo y Otel Remigio y Ron– eligió, sobre todo, piezas cómicas y dramáticas de autores franceses. Hoy en día esta faceta de su actividad, tras un largo período olvidada o infravalorada, cuenta con muchos estudios. Una atención particular han recibido sus muy numerosas traducciones de vodeviles de E. Scribe (sobre todo Un paseo a Bedlam, 1828), reconocidas como las mejores entre las realizadas en la época por otros dramaturgos. Pero también han sido estudiadas las de C. Delavigne (Los hijos de Eduardo, 1835), Marivaux (Engañar con la verdad, 1828; El legado o El amante singular, 1831), Beaumarchais (Ingenio y virtud o El seductor confundido, 1828), Houdard de la Motte (Inés de Castro, 1826), Lebrun (María Estuarda, 1828), Maffei–Voltaire (Mérope, 1835), V. Alfieri (Antígona, 1827), A. Dumas (Pablo el marino, 1839) e Iffland (La paterna autoridad, 1828), ésta a través de una versión italiana. Sin embargo, muchas son las de otros autores –Molière, Racine, Destouches, Ancelot, Ducange, La Touche, Le Franc de Pompignan, Monvel, Desvergers, Hugo–, que quedan por estudiar, así como la mayoría de las diversas reseñas de sus versiones teatrales editadas en varios periódicos de la época.
Muy crítico hacia las malas traducciones realizadas por los «adocenados» escritores coetáneos, Bretón defendió la dignidad y la importancia artística, moral y social de esta actividad, que juzgaba difícil, en muchas reseñas a su propia labor y, en particular, en el artículo «Las traducciones» (de El Correo Literario y Mercantil de 1831), en el que, tras enunciar las competencias que debe tener un buen traductor de obras de teatro –excelente dominio de la lengua de la que vierte y de su propio idioma, conocimiento de los hombres y del gusto del público a quien se dirige–, concluye afirmando que difícilmente podrá serlo quien no sea capaz de escribir las originales. Con todo, sólo incluyó dos traducciones, Los hijos de Eduardo y María Estuarda, en la edición definitiva de sus Obras (1883).
Seleccionó las piezas para verter basándose en su comprobado éxito, y aún más en cierta afinidad y empatía con sus autores, particularmente en los casos de Scribe y de Marivaux. En muchas ocasiones se preocupa por precisar que sus versiones son libres, acomodadas al teatro español, o arregladas. En efecto, casi nunca realiza traducciones literales, sino más bien adaptaciones y hasta reconstrucciones –caso de Ingenio y virtud o El seductor confundido–, aunque sin desfigurar el original. Todas reflejan su intuición ante la complejidad semiológica del texto teatral.
El comediógrafo somete el texto original a una reelaboración que atenta a los gustos y a la sensibilidad del público español –pero también a las dotes escénicas de los cómicos, cuya profesionalidad siempre estimuló–, busca el efecto teatral y la verosimilitud. Los cambios afectan a la estructura, a los caracteres, al lenguaje utilizado, a las acotaciones del texto fuente –que, en general, aumenta o detalla– y, sobre todo, a su alcance didáctico, para él imprescindible, debido a su ideología ilustrada. Las intervenciones del traductor responden al criterio de connaturalización o españolización, común en la época: adaptación del nombre de los personajes, ubicación de la acción en España, etc. De mayor interés son los cortes o los cambios realizados principalmente debido al rígido control de la censura, en particular en las obras vertidas durante la Ominosa Década (1823–1833), pero también a su propia ideología burguesa y conservadora. Las supresiones o modificaciones afectan a cuestiones políticas, morales y religiosas, a expresiones contrarias a las buenas costumbres, al matrimonio, a la familia, al patriotismo español, o despectivas hacia algunas categorías sociales (funcionarios, militares, curas). La consumada habilidad poética de Bretón se revela en su soltura en el manejo del lenguaje coloquial; sus traducciones no escasean en giros populares, modismos y frases hechas, refranes, todos genuinamente españoles. Siempre usa un castellano castizo y correcto, exento de los galicismos tan frecuentes en las traducciones contemporáneas. En definitiva, puede decirse que toda su labor de traductor resulta perfectamente coherente con la teoría y la práctica de su producción original.
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Patrizia Garelli
[Actualización por Francisco Lafarga]