Panorama de la traducción en el siglo XIII
Julio–César Santoyo Mediavilla (Universidad de León)
Sin aparente relación con ninguno de los traductores peninsulares del siglo XII, muy a finales de esa centuria y en los primeros años del XIII surge una nueva generación de traductores del árabe al latín: Miguel Escoto, de probable ascendencia escocesa, el alemán Hermann, el inglés Guillermo, el italiano Salio de Padua y los médicos Marcos de Toledo y Judah ben Moshe ha–Kohen.1
Marcos de Toledo (Marcus Toletanus), diácono en 1193, canónigo en 1198, había cursado estudios de Medicina quizá en Montpellier, donde profesores y compañeros le animaron a que dedicara sus conocimientos del árabe a la traducción al latín de tratados médicos entonces no disponibles en esa lengua. Tradujo así durante los últimos años del siglo XII y primeros del XIII cuatro tratados de Galeno, la Isagoge Ioannitii Tegni Galieni, de Hunayn ibn Ishaq y, posiblemente, también el tratado De aere, aquis et locis, de Hipócrates. En 1209 comenzó a trabajar en una nueva traducción del Corán al latín, precedida de una ‘vida’ de Mahoma. Excelente conocedor de la lengua árabe, la crítica posterior ha considerado su traducción mucho más fiel que la anterior de Roberto de Ketton. Tres años después Marcos daba término al tratado De unione Dei, versión latina de un compendio teológico del mahdi almohade Ibn Tumart.
El canónigo italiano Salione Buzzacarini, también conocido como Salio de Padua (Salio Padovano), residió en Toledo unos pocos años, a finales del segundo decenio del siglo XIII; durante su estancia en la Península, y con la colaboración del judío David («adiuuante Dauid, probo uiro & philosopho iudeo») llevó a cabo varias traducciones de obras de astrología y geomancia: el Liber de stellis beibeniis, tratado astrológico sobre las estrellas fijas que, atribuido a Hermes, conoció amplia difusión en toda Europa; el Liber Salcharie Albassarith, tratado de geomancia; y en particular una versión, «de arabico in latinum», de la obra del autor sirio Abu Bakr al–Hassan ibn al–Khasib (Albubather) Liber de nativitatibus, concluida en Toledo a finales de 1218.
Miguel Escoto (ca. 1175–ca. 1235), residió unos cinco años en Toledo, donde con la ayuda de Abuteus («cum levita Abuteo») en agosto de 1217 concluyó la traducción al latín de la obra conocida como De Sphaera, o De verificatione motuum caelestium, del astrónomo andalusí Abu Ishaq al–Bitruji (Alpetragius); y también en Toledo, la traducción de los diecinueve libros del tratado De animalibus de Aristóteles, desde la versión árabe que en el siglo IX hiciera al–Batric. Durante el año 1230 un joven médico judío, Judah ben Moshe ha–Kohen, y cierto médico inglés de nombre Guillelmus colaboraron (si bien se desconoce en qué términos) en la versión árabe–latín del Tratado de la açafeha, de al–Zarqali (Azarquiel).
Quizá el último de esa nueva generación de traductores del árabe al latín, también el más joven, fuera Hermann el Alemán (Hermannus Aleman(n)us). Entre 1240 y 1246 tradujo en Toledo cuatro obras «ex arabico in latinum», y una más en 1256. Durante ese período intermedio de diez años cursó estudios en París, donde conoció a Roger Bacon, que se declara «valde familiaris» de Hermann. Canónigo de la catedral de Toledo y de la de Palencia, en 1266 el papa Clemente IV, que fuera compañero suyo de residencia y estudios en la capital francesa («olim Parisiis noster in domo fuisti socius et in scholis»), le nombró obispo de Astorga. Allí falleció a finales de 1272 (véase Pérez González 1992). Hermann tradujo del árabe al latín: de Averroes, los Commentaria media a la Ética a Nicómaco de Aristóteles (1240); la Summa Alexandrina Ethicorum, epítome de la obra anterior (1243); también de Averroes, los Commentaria media a la Retórica (1246) y a la Poética (1256) de Aristóteles; el mismo año, los Commentaria media de al–Farabi a la Retórica de Aristóteles, versión precedida por un humilde y muy interesante prólogo.
Con frecuencia se ha subrayado la condición intermedia de Hermann el Alemán, puente que une las dos primeras generaciones de traductores de árabe al latín con la tercera, que lo fue sobre todo de traductores del árabe al castellano: suya es también, en efecto, una traducción castellana de sesenta y nueve Salmos, hecha en Palencia o en Astorga, que comienza: «Esta es la translacion del Psalterio que fiso maestre Herman el Aleman segund cuemo esta en el ebraygo». También al castellano fueron varias las versiones que desde la Vulgata se hicieron a lo largo de este siglo XIII, entre ellas las tres anónimas que alberga la biblioteca del Real Monasterio de El Escorial: el ms. I–I–8, de mediados del XIII, probablemente la traducción más antigua hoy conservada, escrita en castellano de la Rioja, que comprende el Antiguo Testamento hasta el libro de los Salmos, inclusive; el ms. I–I–6, con parte del Antiguo Testamento (desde el libro de los Salmos al final) y todo el Nuevo Testamento; y el ms. I–I–2, traducción castellana, de finales del siglo XIII, de varios libros del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Comenzaba ya, como se ve, a despuntar el castellano como lengua meta de la traducción. En la península ibérica y hasta mediados de este siglo XIII, salvo raros precedentes, la traducción se había llevado a cabo mayoritariamente del árabe al latín (y viceversa) y minoritariamente del árabe al hebreo (y viceversa). En el caso del castellano, el punto definitivo de inflexión (abandono del latín y adopción del castellano como lengua meta) hay que situarlo en la voluntad expresa de Alfonso X el Sabio, si bien la tendencia hacia un predominio del romance parecía ya imparable a mediados del siglo XIII. Nada sorprende, pues, ver cómo ya antes de 1250, siendo todavía príncipe, encarga a un médico judío, Judah ben Moshe, y a un clérigo cristiano, Garci Pérez, la traducción de un Lapidario árabe al castellano, no al latín, y ello con intención clara, y dicho de modo explícito, «por que los omnes lo entendiessen meior e se sopiessen dél mas aprouechar».
El entorno cortesano de traductores de Alfonso X lo forman hombres de fe cristiana, islámica y judía, de nacionalidad hispana o italiana, clérigos unos, como Garci Pérez o Guillén Arremón d’Aspa, alfaquines o médicos otros, como Abraham Alfaquín o Bernardo el Arábigo, notarios y escribanos otros, como los italianos Buenaventura de Siena, Egidio de Tebaldis (o de Parma), Juan de Mesina, Juan de Cremona o Pedro de Regio. A lo largo de algo más de treinta años, estos y otros traductores (varios de los cuales permanecen anónimos) vertieron al castellano (y también al francés y al latín) un amplio elenco de textos árabes que respondían al interés personal de quien financiaba su trabajo, hasta el punto de que el propio monarca intervenía y de una u otra manera se hacía presente en los varios procesos de la elaboración textual: elección del tema o texto y traductor(es), corrección de lengua y estilo, detalles de la edición final, revisión de versiones anteriores, etc. Las varias intervenciones personales del monarca quedan bien atestiguadas en varios de los prólogos, entre ellos el del Libro de la ochava espera, traducido inicialmente en 1256 y revisado veinte años más tarde, donde se lee que «despues lo endreço et lo mando componer este rey sobredicho, et tollo las razones que entendio eran sobejanas, et dobladas, et que non eran en castellano drecho, et puso las otras que entendio que conplian, et cuanto en el lenguaje endreçolo el por sise».
Escasísimos son los detalles biográficos de la mayor parte de los traductores cortesanos de Alfonso X, limitados con frecuencia a simples conjeturas; los identificados nominalmente se agrupan tradicionalmente en dos categorías: cinco italianos y once naturales del país; de estos últimos, cinco judíos, cinco cristianos y un musulmán (?) o converso (?). Italianos directamente ligados a la corte fueron Buenaventura de Siena, notario y escribano real, traductor del castellano al francés y al latín; Egidio de Tebaldis (o de Parma), notario real, traductor del castellano al latín; Juan de Mesina, notario real, que en 1276 colaboró como «ayuntador» en la revisión–refundición del Libro de la ochava espera, en cuyo prólogo se alude a él como maestre; Juan de Cremona, también notario real, que participó también en la revisión del mencionado tratado; Pedro de Regio, protonotario de Alfonso X, cargo que desempeñó al menos durante veinticinco años. Nada ha de extrañar esta breve nómina de italianos en la empresa cultural alfonsina, porque la presencia de italianos en la vida pública castellana, y en particular en el entorno cortesano, fue especialmente notable durante este reinado (Hernández & Linehan 2004: 111, 327–328).
Entre los traductores judíos hay que mencionar a Judah ben Moshe ha–Kohen, médico de Alfonso X, que entre 1250 y 1258 llevó a cabo para el monarca al menos cinco traducciones del árabe al castellano, para lo que contó con la colaboración de clérigos cristianos; Samuel ha–Levi, a quien se le conoce una sola traducción del árabe al castellano, hecha hacia 1274, y que colaboró también en la revisión del Libro de la ochava espera; Isaac ben Cid, talmudista, hombre de considerable fortuna y notable financiero, traductor del árabe al castellano de la segunda parte del Libro de lamina universal; Abraham ibn Waqar (Abraham Alfaquín), médico de Alfonso X y luego de su hijo Sancho IV, traductor del árabe al castellano entre 1250 (?) y 1277 de tres obras (una de ellas dudosa) y la revisión–corrección, junto a Bernardo el Arábigo, de un cuarto texto; Xosse, «nuestro alfaquin», parece haber colaborado en tareas de compilación y revisión de alguna de las obras científicas traducidas, el Libro de la alcora entre otras, en su redacción de 1277.
Entre los traductores cristianos peninsulares de esta época están el clérigo Guillén Arremón d’Aspa; Garci Pérez, clérigo de la catedral de Sevilla, que era «mucho entendudo en este saber de astronomia», razón (quizá) por la que colaboró con Judah ben Moshe ha–Kohen en la versión castellana del Lapidario; el clérigo Juan d’Aspa; Álvaro de Oviedo, canónigo en Toledo, traductor del castellano al latín del libro Libro conplido en los iudizios de las estrellas (hacia 1257); Ferrando de Toledo, traductor del árabe al castellano Bernardo el Arábigo, médico del monarca, probable converso, revisor–corrector junto con Abraham ibn Waqar en 1277 de una traducción hecha veinte años antes por Ferrando de Toledo.
Sin total seguridad, en muchos casos, sobre cuándo y dónde se llevaron a cabo las traducciones (¿Sevilla, Toledo, Burgos, Murcia?), la probable y aproximada secuencia cronológica de buena parte de las traducciones alfonsinas es la siguiente:
1250. Judah ben Moshe ha–Kohen termina la traducción del Lapidario o Libro de las piedras (hecha con la colaboración del clérigo Garci Pérez) para Alfonso, todavía príncipe. El prólogo ofrece detalles de la historia externa del texto.
1250. Libro de las animalias que caçan, versión en ocasiones atribuida a Abraham de Toledo.
1251 (ca.). Calila e Dimna, del original árabe Kalîlah wa–Dimna.
1253. Por deseo del infante don Fadrique, hermano de Alfonso X, se traducen del árabe al castellano los veintiséis «enxemplos» del Sendebar o Libro de los engannos e los assayamientos de las mugeres (traductor anónimo).
1254. En Toledo, Judah ben Moshe ha–Kohen comienza a traducir al castellano el Libro conplido en los iudizios de las estrellas, comentario de Abu’l Hasan Ali ibn Abi’l Rigal (Abenragel) sobre el Tetrabyblon o Quadripartitum de Ptolomeo. Colaboró varios meses en la traducción el clérigo Guillén Arremón d’Aspa.
1256. Maestre Ferrando de Toledo traduce por primera vez al romance el Libro de la açafeha, de al–Zarqali (Azarquiel).
1256. Judah ben Moshe ha–Kohen y Guillén Arremón d’Aspa traducen al castellano el Libro de la ochava espera & de sus XLVIII figuras con sus estrellas; perdida esta primera versión, sólo se conserva la revisión de 1276.
1256. Por encargo de Alfonso X se lleva a cabo la doble traducción, al latín y al castellano, de los cuatro libros del tratado de astrología, magia y talismanes conocido como Picatrix, falsamente atribuido en la época al matemático Abu al–Qasim Maslama ibn Ahmad al–Majriti y, en última instancia, remotamente relacionado con Hipócrates, de cuyo nombre, por sucesivas deformaciones (Pocrates, Puqratis, etc.), parece proceder el de Picatrix. De traductor(es) anónimo(s), ha habido quien ha estimado que la versión árabe–castellano podría deberse a la pluma de Judah ben Moshe ha–Kohen. Solo ha sobrevivido íntegra la traducción latina.
1256. El calabrés Pedro de Regio, protonotario de Alfonso X, y Egidio de Tebaldis o de Parma, también notario real, traducen al latín el texto (previamente castellanizado en 1254 por Judah ben Moshe ha–Kohen) del comentario de Abu’l Hasan Ali ibn Abi’l Rigal sobre el Tetrabyblon o Quadripartitum de Ptolomeo; la versión se hizo «de Hispanico in latinum planum et apertum».
1257 (ca.). También a petición de Alfonso X el canónigo Álvaro de Oviedo traduce del castellano al latín De iudiciis astrorum, o De iudiciis astrologiae, parte del mismo Libro conplido en los iudizios de las estrellas que Judah ben Moshe ha–Kohen había romanzado tres años antes, en 1254.
1258. Judah ben Moshe ha–Kohen traduce el Libro de las cruzes (concluido el 26 de febrero de 1259), que trataba «en las costellationes de las reuolutiones de las planetas et de sus ayuntamentos»; contó también en este caso con la colaboración de Juan d’Aspa.
1259. Judah ben Moshe ha–Kohen traduce el Libro de la alcora, de Qusta ibn Luqa, con la colaboración de Juan d’Aspa; revisado en 1277, entra a formar parte de los Libros del saber de astrología.
1263. Abraham Alfaquín (Abraham ibn Waqar), médico judío de Alfonso X, traduce del árabe al romance el Libro de la escala de Mahoma (Kitab al–Mi’râj an–nabî), que narra el viaje del profeta a Jerusalén, su visita a los infiernos y ascenso al cielo en compañía del arcángel Gabriel; texto castellano perdido, a excepción de un pequeño fragmento.
1264. En Sevilla, el toscano Buenaventura de Siena concluye en el mes de mayo el Liure de leschiele Mahomet, traducción al francés del Libro de la Escala de Mahoma, desde la previa versión castellana hecha por Abraham Alfaquín; el mismo texto contó con una versión latina del propio Buenaventura, el Liber scalae Machometi.
1270 (post). Abraham Alfaquín traduce al castellano, y adapta, el tratado de cosmografía Libro de la constitución del universo, de Abu Ali ibn al–Haytam.
1272 (ca.). Composición de la Grande e General Estoria, con inclusión de numerosos pasajes traducidos de textos latinos y árabes (vid. infra).
1274 (ca.). Samuel ha–Levi traduce del árabe al castellano el Libro de la fábrica & usos del instrumento del levamento que en arabigo se llama ataçir; perdido el texto castellano, se conversa en versión italiana hecha en Sevilla en 1341.
1275 (ca.). Isaac ibn Cid (Rabbi Çag) traduce la segunda parte del Libro de lamina universal, a partir de un original árabe de Abu’l Hasan Ali ben Khalaf ben Ahmad.
1276. Juan de Mesina, Juan de Cremona, notario real, Samuel ha–Levi, Judah ben Moshe ha–Kohen y el propio Alfonso X colaboran en la revisión–refundición del Libro de la ochava espera, castellanizado veinte años antes, en 1256.
1277. En Burgos, Alfonso X encarga a Abraham Alfaquín y a Bernardo el Arábigo la revisión, «meior et mas conplidamente», de la anterior versión castellana de la Azafea.
1277. Se compila con textos previamente traducidos la miscelánea de dieciséis tratados que componen los Libros del saber de astrología: comprende esa miscelánea, entre otros, los tratados Del alcora, De las armellas, Del astrolabio redondo, Del astrolabio plano, De la lámina universal, De la açafeha, De las láminas de los siete planetas, Del cuadrante y Del estrumento plano para fazer ataçir.
1279. Concluye la compilación de los once tratados del Libro de las formas et de las imagenes que son en los cielos.
1283. En Sevilla se lleva a cabo («començado & acabado») la traducción castellana del Libro del açedrex, dados e tablas, por deseo de Alfonso X.
No es ésta, ni mucho menos, la lista completa de las traducciones y compilaciones que se llevaron a cabo en el entorno cortesano de Alfonso X el Sabio. Baste recordar las palabras, quizá un tanto exageradas, pero no por ello menos ciertas, del propio sobrino de Alfonso X, don Juan Manuel, no mucho tiempo después, en el Libro de la caza, cuando escribe que el rey
fizo trasladar en este lenguaje de Castiella todas las sçiençias, tan bien de theologia como la logica, et todas las siete artes liberales, commo toda la arte que dizen mecanica. Otrosi fizo trasladar toda la secta de los moros porque paresçiesse por ella los errores en que Mohamad, el su falso profeta, les puso et en que ellos estan oy en dia. Otrosi fizo trasladar toda la ley de los judios et aun el su Talmud et otra sçiençia que an los judios muy escondida, a que llaman Cabala.
La corte de Alfonso X, como la de otros monarcas de la época, fue una corte itinerante: estaba donde estaba el rey, y el rey siempre estaba en camino.2 > Sevilla (6 de diciembre a final de año).] No es extraño, pues, que en 1254 hallemos a Alfonso X en Burgos, dos años después en Vitoria y en Segovia, en Lorca en 1257, en 1259 en Valladolid, en Sevilla en el 61, en el 62 y en el 65, de nuevo en Burgos en el 66 y en el 72 y de nuevo en Segovia en 1278. Para entonces ya había estado en Murcia en numerosas ocasiones, entre otras en el bienio 1272–1273; y también dos años antes, en 1270. Es así que los traductores del monarca estaban donde estaba el rey. Iban con el rey, y no por otra razón sino porque la mayor parte de ellos tuvieron su principal empleo en el entorno cortesano del monarca.
De los dieciséis traductores conocidos al servicio de Alfonso X, los cinco italianos (Buenaventura de Siena, Egidio de Tebaldis, Juan de Mesina, Juan de Cremona y Pedro de Regio) eran cada uno de ellos notario, secretario o escribano de la corte. Además de ese primer y principal oficio, tradujeron para el rey, del castellano al francés y al latín, y colaboraron en la edición de sus obras. De los cinco judíos, traductores todos del árabe al castellano, tres al menos fueron médicos o alfaquines del rey: Abraham, don Xosse y Juda ben Moshe ha–Kohen; el rey habla de cada uno de ellos como de «nuestro alfaquín», y es de suponer que no velaban por su salud a distancia. También Bernardo el Arábigo era médico del monarca. De los restantes seis traductores hispanos de fe cristiana sabemos muy poco, salvo que se trataba de clérigos: Garci Pérez, Juan d’Aspa y su probable pariente Guillén Arremón d’Aspa, Ferrando de Toledo y Álvaro de Oviedo. Miembros, pues, la mayoría de ellos de la propia corte de Alfonso X, itinerantes como el propio monarca, médicos, notarios, escribanos o clérigos suyos, directamente ligados a su persona, que iban donde él iba, de Burgos a Sevilla, de Valladolid a Cartagena.
Así se explica que fuera en Sevilla (y no en Toledo) donde en 1253 Alfonso X concedió a dos de su traductores, Guillén Arremón y Garci Pérez, clérigo de aquella catedral, 60 aranzadas de olivar y tres aranzadas y media de viñedo; que fuera también en Sevilla donde en mayo de 1264 el notario italiano Buenaventura de Siena tradujo para el rey Sabio, del castellano al francés, el Libro de la Escala de Mahoma; que, cuando en octubre de 1266 Alfonso X hace donación a su médico Judah ben Moshe ha–Kohen de varias casas «en reconocimiento a sus servicios de alfaquín y traductor», se las regala en Jerez de la Frontera, donde uno y otro se encontraban; que fuera en Burgos donde en 1277 Alfonso X mandó a dos de sus médicos, Abraham ibn Waqar y Bernardo el Arábigo que revisaran la anterior traducción castellana del Libro de la açafeha; que fuera en el repartimiento de Murcia donde, en reconocimiento por los servicios prestados, Bernardo el Arábigo recibió quince alfabas de tierra; que fuera en el repartimiento de Jerez donde Samuel ha–Levi, traductor y «ayuntador», aparece como beneficiario de una casa que le concede el rey; y así también se explica, finalmente, que de nuevo fuera en Sevilla donde en 1283 se llevó a cabo la traducción castellana del Libro del açedrex, dados e tablas, «començado & acabado en la cibdat de Seuilla».
Es más que evidente, pues, que los traductores del rey Sabio no llevaron a cabo su trabajo en Toledo. ¿Dónde, entonces? Donde estaba el rey. En Toledo, sí, pero también en Burgos, o en Sevilla, o en Murcia, ubicaciones estas últimas que bajo todo punto de vista tienen, una y otra, más derecho que Toledo a considerarse sede de los traductores alfonsinos. No se trata ya de una hipótesis, es decir, y según el diccionario, de una «suposición de cosa posible o imposible», sino de una tesis, es decir, de «una conclusión, o proposición, que se mantiene con razonamientos».
Además del amplio catálogo arriba citado de traducciones exentas (sin duda, incompleto), los colaboradores de Alfonso X el Sabio hicieron también uso, y muy abundante, de traducciones insertas, fragmentos traducidos del árabe o del latín e incluidos en la composición de la Grande e General Estoria mediante citas en el idioma original seguidas de su correspondiente traducción, o bien mediante citas, muy amplias en ocasiones, ofrecidas únicamente en traducción. Conocido, por notable, es el caso de la inclusión de la versión–adaptación en prosa de los diez libros –casi completos– de la Farsalia de Lucano en el libro V de la General Estoria. O la inclusión también de amplios pasajes derivados de las Heroidas de Ovidio. De igual manera se introdujeron textos así traducidos en la Estoria de España. Insertos asimismo en una u otra Estoria se hallan numerosísimos fragmentos textuales directamente traducidos, o bien adaptados y/o resumidos, de Rodrigo Ximénez de Rada (Historia de rebus Hispaniae), de Paulo Orosio, Eutropio y Paulo Diácono, Eusebio de Cesarea, Eusebio Jerónimo, Plinio, Pompeyo Trogo, Isidoro de Sevilla, Lucas de Tuy, Sigiberto de Gembloux, Arnulfo de Orleans, Juan de Garlandia y un largo etcétera.
Una obra ingente, pues, la de Alfonso X el Sabio y sus colaboradores, un corpus textual de prosa castellana mucho mayor que todo lo que hasta entonces se había escrito en este idioma, en su inmensa mayoría directa, indirecta o parcialmente traducido, que sentó definitivamente las bases del idioma castellano en una variedad importante de áreas –(pre)científica, técnica, histórica e historiográfica, jurídica y escriturística)– y añadió a la lengua cientos de nuevas palabras, muchas de las cuales siguen plenamente vigentes hoy en día.
A ese amplísimo corpus de traducciones, tanto exentas como insertas, parciales o completas, habría que añadir las versiones/adaptaciones de un buen número de obras de corte sapiencial y traductor anónimo, nacidas sin duda a lo largo del siglo XIII en el mismo entorno cortesano del príncipe Fadrique o de Alfonso X; y tras él, en el de su hijo y sucesor Sancho IV; entre ellas, Poridat de las poridades, Bocados de oro o Bonium, la Historia de la doncella Teodor, el Libro de Apolonio (desde la Historia Apollonii regis Tyri, aunque cristianizado y actualizado), las varias versiones y adaptaciones castellanas, todas anónimas, de Barlaam y Josafat, etc.
Además de que Toledo no fue el único lugar donde hay que ubicar las traducciones del entorno alfonsino; además de las prolongadas estancias del rey Sabio en tierras murcianas (no así en tierras toledanas); además de que la cultura murciana de aquel siglo no tenía parangón en el resto de la Península, además de todo ello, en estricto paralelo cronológico, otras regiones de la época (sobre todo el reino de Murcia) conocieron una actividad traductora propia, desarrollada al margen de la que se llevaba a cabo en la corte. Inspiradas por el empeño misionero de Raimundo de Peñafort, Maestro General de los dominicos, a partir del decenio de 1240 esta orden religiosa estableció centros de aprendizaje de árabe y hebreo en sus conventos de Murcia, Barcelona, Valencia, Játiva y hasta en Túnez, en los que preferente, pero no exclusivamente, estudiaban los propios miembros de la Orden y en los que sin duda la traducción hubo de jugar un importante papel como método de trabajo, aprendizaje y docencia. El monasterio mallorquín de Miramar albergó desde 1276 hasta 1301 una incipiente escuela de estudios orientales, en la que varios frailes franciscanos aprendieron árabe y hebreo. Y cabe igualmente recordar los estudios de latín y árabe que Alfonso X el Sabio estableció en Sevilla mediante otorgamiento fechado en Burgos a 28 de diciembre de 1254.
Murcia contó con un «studium arabicum et hebraicum» fundado por los dominicos en su capítulo provincial de 1265, en el que durante un decenio, a partir de 1266, se impartieron enseñanzas de esas dos lenguas. Por los mismos años puede haber residido en ese convento un discípulo en París de Alberto Magno, fray Raimundo Martí (muerto hacia 1284), calificado por uno de sus contemporáneos como «philosophus in arabico, magnus rabinus in hebraeo, et in lingua chaldaica multus doctus», al que algunos estudiosos consideran autor, hacia 1275, de una pionera ayuda a la traducción: el Vocabulista in arabico, un glosario latín–árabe vulgar andalusí. Es muy probable que también fuera en ese mismo estudio murciano donde, por las mismas fechas, residieron dos dominicos, Domingo Marroquino y Rufino Alejandrino, traductores del árabe al latín de un tratado sobre las enfermedades de los ojos, el Liber Isagoge Iohannicii in quaestiones medicae, y el tratado que comienza Quare fit quod urina quando tangitur. Súmese a ello el italiano Giacomo Giunta (Jacobo de la Junta o Jacobo de las Leyes), muchos años residente en Murcia: además de su casi segura participación en la redacción de las Siete Partidas alfonsinas, es autor–compilador–traductor latín–castellano de dos textos legales bien conocidos, la Summa de los nueve tiempos de los pleitos y el Doctrinal, que compuso para su hijo Bona Junta, muy joven aún, con la intención de que le sirviera de introducción a los estudios de Derecho.
Y añádanse las compilaciones y traducciones del árabe al latín de varias obras de medicina que después de 1250 hizo (o mandó hacer) el franciscano Pedro Gallego, primer obispo de Cartagena; a su vez, él mismo es compilador (si no traductor) de tres textos de clara influencia y ascendencia árabe: una Summa de astronomia, el Liber de animalibus aristotélico, y la Translatio abreuiata […] de speculatione antecer in regitiua domus (Martínez Gázquez 1995). Otro prelado, en este caso de la diócesis de Jaén, el mercedario valenciano Pedro Pascual, fue hecho prisionero en 1298 por tropas del rey de Granada y encerrado en prisión hasta su muerte en 1300. Parece ser que fue allí donde escribió en castellano un tratado antiislámico, Sobre la se[c]ta mahometana; para ello (conocía bien el árabe) tuvo acceso a textos islámicos, entre ellos el Corán y el Libro de la escala de Mahoma, que incluyó en traducción en su tratado, así como a otros textos latinos, que también tradujo al castellano. No sólo –escribe– «translade de latin en romance […] la historia de Mahomat asi como [la] falle escripta en nuestros libros […] y demas de lo que se contiene en esa historia», sino también «algunas otras cosas […] que falle escriptas en los libros de los moros».
Es todo un error, como se ve, limitar la historia de la actividad traductora de este siglo XIII (como con frecuencia se ha hecho) al entorno más o menos amplio de la corte del rey Sabio, fuera ésta itinerante o se hallara en Burgos, Toledo, Murcia o Sevilla. Junto a los ya citados en líneas anteriores, Alfonso de Paredes y Pascual Gómez, Ramon Llull, Arnau de Vilanova, Pere Ribera, Abraham Hasai, Jahuda Bonsenyor y Ermengol Blasi en tierras catalanas, las Escrituras en romance de Aragón y Valencia, los judíos de Huesca, el Vidal mayor aragonés, Juan González de Burgos y el judío Salomón en los alrededores de Toledo, los judíos errantes (Israel Israeli, Sem Tom de Tortosa, Judah ben Solomon al–Harizi, Zerahiah Gracián o Judah ben Solomon ha–Kohen ibn Matkah), Isaac Vidal en Elche, todos ellos, entre otros muchos, componen un panorama traductor mucho más complejo que el del círculo cortesano del rey Sabio.
El siglo XIII concluye así en la Península con un amplio número de versiones que, al margen ya de los intereses de Alfonso X, preludian –tímidamente aún– los nuevos aires culturales que comenzaban a llegar desde el otro lado de los Pirineos: la traducción castellana que el físico Alonso de Paredes y el escribano Pascual Gómez llevaron a cabo hacia 1292 del Libro del tesoro, de Brunetto Latini, desde el original francés Livres dou Tresor; también desde el francés, la Grant conquista de Ultramar, que en última instancia deriva de la Historia rerum de partibus transmarinis gestarum, de Guillermo, arzobispo de Tiro; el tratado de Séneca De ira (Libro de Séneca contra la ira e la saña), etc. Pero fue sobre todo en la Corona de Aragón donde se registra, en los decenios postreros del siglo XIII, un amplio elenco de traductores y traducciones del latín, del francés y del árabe.
Ramon Llull (1232–1316) es, por derecho propio, uno de los más notables traductores (y autotraductores) del siglo XIII. Viajero incansable por París, Génova, Chipre, Armenia o Túnez, redactó en árabe la primera de sus obras, la lógica de Algazel, para luego traducirla al latín, Compendium logicae Algazelis, y tiempo después «de lati en romanç» catalán. La más extensa de sus obras, el Libre de contemplació en Déu, también parece haber sido escrita en árabe y posteriormente refundida y traducida por su autor al catalán en 1272; en 1298 el propio Llull donó a la cartuja de Vauvert, cerca de París, los tres volúmenes de su traducción latina (Liber contemplationis). En Montpellier, en torno al 1300, compuso los ciento ocho pareados catalanes de su Dictat, de los que se conserva también la correspondiente versión–adaptación latina con el título de Compendiosus tractatus de articulis fidei catholicae. Por las mismas fechas daba término al Libre del Es de Déu, en cuyo prólogo manifiesta su intención de traducirlo al árabe para usarlo en sus debates con los judíos, sarracenos y paganos: la misma idea que veinticinco años antes, hacia 1275, le había inspirado el Libre del gentil e los tres savis, en cuyo prólogo apunta a una previa redacción del mismo tratado en lengua árabe.
Nada extrañará, pues, que quien se definía como «arabicus christianus» pasara los últimos años de su vida en el norte de África. Desde allí, en julio de 1315, remitía carta a Jaime II de Aragón solicitándole la presencia en Túnez de fray Simón de Puigcerdà para que le ayudara a traducir al latín varias obras que tenía escritas en catalán. Accedió fray Simón a acudir a Túnez y en los meses siguientes ambos dieron allí término al Liber de Deo et mundo, al Liber de majori fine intellectus amoris et honoris y al Ars consilii, en cuyo colofón se lee que su primera redacción fue en árabe, que Llull lo tradujo a la lengua romance y que finalmente fue vertido al latín. Es tradición que al año siguiente, 1316, Llull murió martirizado en Bugía (Túnez). No fueron los citados los únicos títulos propios que Llull tradujo o ayudó a traducir. Buena parte de su extensa obra fue escrita en un idioma (catalán, árabe o latín), en ocasiones simultáneamente en dos, y luego vertido al otro o a los otros dos. A los títulos ya citados cabe añadir, entre otros varios, el Ars amativa, en latín y en catalán, y el Ars inventiva veritatis, compuesto en Montpellier en 1289 y tres años más tarde traducido en Génova al árabe (véanse Peers 1969: 227, 370–71; Bonner & Badía 1988: 19, 122).
Contemporáneo suyo fue uno de los más famosos médicos de la Cristiandad medieval, Arnau de Vilanova (ca. 1240–1311), que lo fuera de Pedro III y de Jaime II de Aragón. Conocedor del árabe y del latín, en 1282 tradujo a este idioma varios tratados médicos en árabe, el primero de ellos una obra de Galeno, Liber de rigore et tremore et iectigatione et spasmo, a partir de la versión que de ella se hiciera en el siglo IX en Bagdad, probablemente por Hunayn ibn Ishaq. Su catálogo de traducciones, que no es amplio, incluye asimismo un escrito hipocrático, De lege, el opúsculo Liber de viribus cordis et medicinis cordialibus, y De physicis ligaturis, de Qusta ibn Luca, además de un tratado sobre medicamentos simples del médico andaluz Abu’l Salt Umaiya ibn Abd al–Aziz (De medicinis simplicibus).
A Pere Ribera de Perpinyà se le ha venido atribuyendo la traducción, hacia 1276, de la Historia gothica (Historia de rebus Hispaniae), del arzobispo de Toledo Rodrigo Ximénez de Rada. También se trasladó al catalán, entre los años 1268 y 1283, una versión reducida de la Gesta comitum Barcinonensium et regum Aragoniae, escrita por los monjes del monasterio de Ripoll (Crònica dels comtes de Barcelona i dels reis d’Aragó). En el Rosellón se hizo una versión catalana (Vides de sants rosselloneses) de parte de la Leyenda áurea del dominico genovés Jacopo da Voragine. A los mismos años corresponden los Diàlegs del papa Gregorio I (Dialogorum libri IV). Entre 1287 y 1290, el jurista hebreo Jaume de Montjuïc, secretario de Jaime I, dirigió un pequeño grupo de colaboradores que vertieron parte de la Biblia del francés al catalán («in idioma nostrum»), por encargo de Alfonso III de Aragón; fallecido Montjuïc tres años después, es muy posible que la traducción quedara interrumpida, y luego abandonada. A esos mismos años asigna Riquer (1980) la anónima traducción–adaptación catalana en más de tres mil versos eneasílabos (desde un texto francés en prosa) de la colectánea de exempla moralizantes que constituyen el Libre dels set savis de Roma. Armengaud de Blaise (Armengol o Ermengol Blasi), sobrino de Vilanova, fue como él profesor de Medicina en Montpellier y médico de Felipe IV el Hermoso de Francia, de Jaime II de Aragón y del papa Clemente V; por los mismos años que su tío, hacia 1284, tradujo del árabe al latín (o hizo traducir) en Montpellier el Cántico o Poema de la Medicina y el comentario que sobre él hiciera Averroes, resumen práctico que los alumnos debían aprender de memoria y el profesor comentar y desarrollar en clase. Armengaud parece haber encargado (si no hecho) otras traducciones al latín de varios tratados astronómicos de Jacob ben Machir ibn Tibbon, y médicos de Averroes y Maimónides, entre ellos, de este último, uno sobre el asma.
En 1298 Jaime II de Aragón encomendaba a otro médico barcelonés, Jahuda Bonsenyor, la traducción al catalán del Llibre de paraules e dits de savis e filosofs, compilación de setecientos cincuenta y tres proverbios; el monarca ya conocía el dominio de la lengua árabe de este galeno judío, porque cuatro años antes, el 13 de diciembre de 1294, lo había nombrado único traductor jurado de árabe en Barcelona y todo su territorio. Años más tarde, en noviembre de 1313 el mismo monarca ordenaba el pago a Bonsenyor de mil sueldos, cantidad ciertamente elevada, por la traducción del árabe al romance de un tratado médico de Abu al–Qasim al–Zahrawi (Albucasis). Quizá se trate del mismo texto, veintiocho capítulos del Tasrif, que muy a finales de este siglo XIII (o comienzos del siguiente) tradujo Berenguer Eimeric del árabe al catalán y luego del catalán al latín. Eimeric, valenciano, estudiaba en la Facultad de Medicina de Montpellier y llevó a cabo esta traducción, con la probable colaboración de un hablante de árabe, a solicitud de uno de sus maestros, el escocés Bernard de Gordon. Aunque se desconoce de qué original árabe procede, también de medicina trataba el texto que en los últimos años de este siglo, en 1296–1297, y por encargo de Jaime II, sus dos médicos Vidal Benvenist Saporta y Benvenist Avenbenvenist tradujeron al romance, tarea a la que dedicaron quince meses. En resumen: que aunque desde luego no fueran numerosas, no deja de parecer excesiva la contundencia con que Márquez Villanueva (2004: 231) asegura que «no se realizan durante todo el siglo XIII traducciones del árabe al catalán porque ni didáctica, ni ciencia, ni historiografía se sentían allí como vitalmente necesarias». Es evidente que tal afirmación no puede aplicarse, entre otras, a la ciencia médica.
Mientras esta actividad traductora se desarrollaba en tierras catalanas y valencianas, Juan González de Burgos y el judío Salomón traducían hacia 1277, del árabe al latín y por encargo del entonces obispo de aquella diócesis, Gonzalo Pétrez Gudiel, cinco de los ocho tratados que conforman el Kitab al–Shifa de Avicena: De caelo et mundo, De generatione et corruptione, De actionibus et passionibus, De meteorologicis y el incompleto De sufficientia physicorum.
También al navarro–aragonés se traduce a finales del siglo XIII la obra de Vidal de Cañellas († 1252), consejero de Jaime I y obispo de Huesca en 1236, In excelsis Dei thesauris, conocida ya como Vidal mayor, compilación de los fueros y leyes del reino de Aragón. Perdido el original latino, se conserva la versión romance realizada por el notario de Pamplona Miguel López de Zandio, que firma el texto también como copista.
Además de estos traductores cristianos hubo otros muchos de fe judía dispersos por toda la geografía de la Península, trotamundos errantes y viajeros incansables muchos de ellos por Europa, en su mayoría traductores únicamente del árabe al hebreo, es decir, al servicio de sus propias comunidades lingüísticas. Acaso el más notable de todos, y el más temprano en este siglo, fuera el poeta Judah ben Solomon al–Harizi, buen conocedor del hebreo, del árabe, del arameo y sin duda también de alguno de los romances hispanos. Trasladó al hebreo el Libro de los aforismos de los filósofos, de Hunayn ibn Ishaq, y varios tratados de Galeno, del seudo Aristóteles y de Maimónides; escribe: «Yo traduzco en la mayoría de los lugares palabra por palabra, pero me apresuro a alcanzar primeramente el sentido. […] No se puede traducir un libro en tanto que [el traductor] no conozca tres cosas: el secreto de la lengua desde cuyo dominio traduce, el secreto de la lengua a la que traduce y el secreto de la ciencia cuyas palabras interpreta». Por su parte, Judah ben Solomon ha–Kohen compiló en árabe un extenso tratado de carácter enciclopédico, La búsqueda del saber, que él mismo –caso temprano de autotraducción– vertió al hebreo con el título de Midrash ha–Hokhmah.
La versión hebrea del Comentario sobre la Mishnah, que Maimónides redactó en árabe, es obra de otros cinco judíos hispanos del último decenio de este siglo XIII: Josef ben Isaac ibn Alfual (o al–Fawwal), Jacob ben Moses Abbasi, Hayyim ben Solomon ibn Baqa y Solomon ben Josef ibn Ayyub de Granada. La nómina de traductores judíos es ciertamente amplia e incluye, entre otros a Zerahiah Gracián, con varias obras de Aristóteles, entre ellas la Física, la Metafísica y el tratado De anima, y textos médicos de Avicena, Galeno y Maimónides; Sem Tob ben Isaac de Tortosa, traductor del tratado médico de Abu al–Qasim al–Zahrawi (Abulcasis) Kitab al–Tasrif > Sefer ha–Shimmush; Abraham ben Samuel ha–Levi ibn Hasdai, poeta y traductor prolífico del seudo Aristóteles, al–Gazzali, Isaac Israeli y Maimónides; así como a Sem Tob ben Josef ibn Falaquera, Jacob ha–Qatan, Isaac Albala, Israel Israeli y otros.
Es obvio que, en cualquiera de sus variantes (escrita, oral, compendiada, etc.), la traducción se extendió en la Edad Media peninsular a ámbitos mucho más amplios que los puramente librescos, ámbitos casi todos de carácter pragmático, puntual e inmediato, lo que equivale a decir que se hallaba presente también casi a diario en la escuela, en la iglesia, la corte, escribanías, monasterios, juzgados, rutas de peregrinación, puertos, chancillerías, relaciones internacionales y transfronterizas… La presencia de esas formas prácticas o cotidianas de traducción no ha quedado, desde luego, tan bien documentada como la de las traducciones de carácter cultural, según la dicotomía de D. Romano. Y, sin embargo, los muy numerosos testimonios medievales de la práctica cotidiana de la traducción tienden todos a demostrar que se trataba de un factor consuetudinario, habitual en los últimos siglos del medievo. Al margen de ámbitos específicos de actuación traductora, como la iglesia y la escuela, hay otros muchos en los que la traducción fue también instrumento frecuente de comunicación entre partes, circunstancia que, en cambio, rara vez la crítica y la historia han tenido en cuenta.
Los ejemplos de este tipo de traducciones documentales del latín al romance abundan ya a lo largo del siglo XIII e incluyen: repartimientos de tierras, como el de Mallorca en 1232, cuyo texto se conserva en tres lenguas: latín, catalán y árabe; testamentos bilingües; privilegios de catedrales y colegiatas; cartas de monarcas extranjeros, como las cinco del rey de Marruecos, traducidas en 1272 por Alfonso Pérez de Toledo y Vasco Gómez para Alfonso X; concesiones de indulgencias en el Camino de Santiago; acuerdos y concordias entre monasterios, como el firmado en 1210 entre los de Sahagún y San Pedro de las Dueñas, en León, y traducido al castellano en 1253; fueros con texto original en latín y traducción posterior al romance, como el de Córdoba (1241), que Fernando III mandó traducir «in vulgarem», el de Palencia (1256), el de Castrojeriz (1299), traducido «por razon que el dicho privilegio es en latin, e no lo pueden los legos entender»; los de Bermeo (hacia 1225) y Lastenosa (1287), versiones romances del de Logroño; «els Furs de València», recopilados por primera vez en 1261, que el mismo año Jaime I ordenó traducir al romanç valenciano; el de Alcaraz, que en 1272 Millán Pérez de Ayllón, escribano de Alfonso X, recibe el encargo de ampliar y traducir al castellano; etc.
Mientras en el norte y centro peninsular las traducciones de esta naturaleza se hacían mayoritariamente del latín al romance, en el sur y levante el diario quehacer requería sobre todo trujamanes (traductores e intérpretes) de árabe. David Romano (1956, 1978) censa un buen número de trujamanes judíos de lengua árabe y/o hebrea en el reino de Aragón a lo largo de todo el siglo XIII, muchos de ellos, si no todos, al servicio de las cancillerías reales de Jaime I, Pedro el Grande, Alfonso el Liberal y Jaime II; entre ellos, Bahiel Alconstantini, vecino de Morvedre (Valencia), intérprete de árabe: en tal condición participó en la negociones previas a la rendición de Xátiva (1241); Abrahim Abenamies, al que Jaime II confirmó en 1291 su nombramiento como «scriptor noster et tursimany»; en Barcelona, año de 1294, Salomó Corayef y Jacob Gavio, intérpretes de catalán y árabe («intelligebant et loquebant idioma catalanorum et dictorum sarracenorum»); y Jahuda Bonsenyor, alfaquín, trujamán de Alfonso III y Jaime II de Aragón entre 1294 y 1313.
Bibliografía
Bonner, Anthony & Lola Badia. 1988. Ramon Llull: vida, pensament i obra, Barcelona, Empúries.
González Jiménez, Manuel. 2002. «Itinerario de Alfonso X, rey de Castilla y León: 1252–1257» en C. M. Reglero de la Fuente (ed.), Poder y sociedad en la Baja Edad Media hispánica. Estudios en homenaje al profesor Luis Vicente Díaz Martín, Valladolid, Universidad de Valladolid, II, 759–796.
Hernández, Francisco J. & Peter Linehan. 2004. The Mozarabic Cardinal: The Life and Times of Gonzalo Pérez Gudiel, Florencia, Sismel–Edizioni del Galluzzo.
Márquez Villanueva, Francisco. 2004. El concepto cultural alfonsí, Barcelona, Ediciones Bellaterra.
Martínez Gázquez, José. 1995. «Traducciones árabo–latinas en Murcia», Filologia Mediolatina 2, 249–257.
Peers, E. Allison. 1969. Ramon Lull: A Biography, Nueva York, Burt Franklin.
Pérez González, Maurilio. 1992. «Herman el Alemán, traductor de la Escuela de Toledo. Estado de la cuestión», Minerva. Revista de Filología Clásica 6, 269–283.
Riquer, Martín de. 1980. Historia de la literatura catalana, Barcelona, Ariel, II.
Romano, David. 1956. «Los hermanos Abenmenassé al servicio de Pedro el Grande de Aragón» en VV. AA., Homenaje a Millás–Vallicrosa, Barcelona, CSIC, II, 243–292.
Romano, David. 1978. «Judíos escribanos y trujamanes de árabe en la Corona de Aragón (reinados de Jaime I a Jaime II)», Sefarad 38: 1, 71–105.
Santoyo, Julio–César. 1999. «De cortes itinerantes, de libros y documentos, de traductores e intérpretes: el siglo XIII» en J.–C. Santoyo, La traducción medieval en la Península Ibérica, ss. III–XV, León, Universidad de León, 161–236.