La traducción jurídica e institucional en los siglos XX y XXI
Carmen Valero Garcés (Universidad de Alcalá)
Introducción
La traducción de textos jurídicos y administrativos podría acogerse dentro de varias denominaciones existentes, aunque con límites difusos entre ellas: traducción jurídica, traducción institucional, traducción legal o traducción jurada, por citar algunas. Existe, sin embargo, cada vez un mayor consenso a la hora de considerar que la traducción jurídica e institucional (TJI) –denominación que adoptamos en este capítulo para referirnos a la traducción de textos jurídicos y administrativos– constituye una especialización dentro de los Estudios de Traducción.
Los rasgos principales que se le atribuyen son: fidelidad, neutralidad y exactitud (ver Mayoral 1999, Lobato 2007: 159–169, Baixauli 2012: 196–200, Martín Ruano 2014 y 2019: 241). Sin embargo, estas etiquetas se aplican de hecho a una amplia gama de prácticas de traducción heterogéneas y con objetivos diferentes que van desde producir textos traducidos (TT) con fines meramente informativos a otros con posibles efectos jurídicos y que pueden o no coincidir con los inicialmente atribuidos al texto original (TO), e incluso puede llegar el TT a tener el estatus de TO. Todo ello hace de la traducción jurídica e institucional un fenómeno complejo y polifacético que requiere ser examinado desde ángulos y perspectivas también diferentes. Comenzaremos por la investigación y la formación para concluir con la práctica.
Formación e investigación en traducción jurídica e institucional
La historia de la traducción jurídica e institucional como práctica podría remontarse a la época colonial (Cáceres 2004, Martín Ruano 2006), si bien como investigación académica sistemática es relativamente reciente, y no comenzó a consolidarse hasta el último cuarto del siglo XX. Entre los autores que adoptan una perspectiva histórica para seguir la evolución de la reflexión académica sobre la traducción jurídica cabe citar a Borja (2003), Valderrey (2009) o Sterck & Valderrey (2013). Prieto (2014) distingue tres etapas principales en la reflexión académica contemporánea sobre la traducción jurídica: un período inicial desde los años 70 hasta mediados de los 1990, que contribuyó a identificar las dificultades de la traducción jurídica y propuso técnicas para superar los problemas sirviéndose, sobre todo, de enfoques comparativos; un segundo período que estaría a caballo entre finales del siglo XX y comienzo del XXI y que Prieto califica de crucial y «catalizador», y en el que las perspectivas funcionalistas y otras teorías recientes de la traducción allanaron el camino para los enfoques comunicativos de la traducción jurídica; y un tercer período todavía en curso que venimos experimentando desde mitad de la primera década del siglo XXI, en el que han proliferado los estudios interdisciplinarios y se ha avanzado en la consideración de la Traducción jurídica como una especialidad diferenciada en los Estudios de Traducción. Este impulso a la investigación coincide, según el autor, con los años posteriores a la adhesión de España a la Unión Europea en 1986 y la proliferación de programas específicos de formación de traductores en las instituciones de enseñanza superior en España.
A lo largo de este largo viaje se han ido adoptando diversas metodologías de investigación cuyos resultados, en muchos casos, se han aplicado a la formación de futuros traductores e intérpretes jurídicos, convirtiéndose las publicaciones académicas en testigos de su evolución. Así encontramos en un principio enfoques prescriptivos y/o didácticos orientados al desarrollo de la competencia práctica (San Ginés & Ortega Arjonilla 1996a y 1996b; Campos 1999; Borja 1999 y sus posteriores textos sobre traducción jurídica, en Borja 2000, 2007a), para pasar a enfoques funcionales–descriptivos que abogan por modelos de traducción más orientados a un paradigma comunicativo: Valderrey (2004), Monzó & Borja (2005), Ortega Arjonilla (2008), Baigorri & Campbell (2009) o la serie de Alonso, Baigorri & Campbell (2010, 2011, 2012, 2013) y Borja & Prieto (2013) que, ya en la segunda etapa, avanzan hacia perspectivas más críticas, con influencias sociológicas y postestructuralistas, y la incorporación de temas relacionados con el estatus, el poder, la ideología o las identidades, como Way (2005), Monzó (2002, 2005a, 2005b, 2005c y 2015: 194) y Engberg (2016: 54) o la incorporación de la mediación intercultural, ya en pleno siglo XXI, como Pérez González (2005: 136), Toda (2010), Le Poder (2010: 181). Todas estas percepciones diferentes, pero complementarias, sobre la traducción jurídica e institucional no son sino un reflejo de las tendencias que se observan en general en los Estudios de Traducción.
Martín Ruano (2019: 271) ejemplifica dicha evolución, citando las publicaciones del especialista en la materia, Enrique Alcaraz. Su primera publicación fue El inglés jurídico (1994), al que siguió El inglés jurídico norteamericano (Alcaraz, Campos & Giambruno–Day 2001) y finalmente el Español jurídico (Alcaraz & Hughes 2002a), donde se defiende un acercamiento más comunicativo y dirigido a la praxis, y que culmina con Legal Translation Explained (Alcaraz & Hughes 2002b).
En cuanto a la metodología utilizada en la investigación, se observa un amplio abanico de métodos, que van desde lo microscópico hasta lo telescópico y más allá. Por ejemplo Vázquez (2006) y Macías Otón (2013) se centran en la traducción de dobletes y tripletes; Holl (2012) y Orozco (2014, 2017) proponen técnicas para el tratamiento de terminología especializada; Andrades Moreno (2013) trabaja con unidades mayores y complejas, mientras la lingüística de corpus, presente en un buen número de trabajos (Corpas 2002, López Arroyo 2011, Monzó 2015), lleva a enfoques contrastivos a nivel textual como es el caso del grupo GITRAD (Borja 2007b y 2013) y su proyecto GENTT (Géneros Textuales para la Traducción) o Prieto (2019) y el proyecto LETRINT (Legal Translation in International Institutional Settings: Scope, Strategies and Quality Markers).
Investigaciones recientes recogen estudios sobre la formación de traductores jurídicos e institucionales en ejercicio (Way 2005, Vigier 2008, Monzó 2015), incluyendo propuestas de reformas significativas en tanto en cuanto se apela al empoderamiento de los traductores e intérpretes como agentes sociales expertos y se incide en la especialización de la traducción jurídica.
En cuanto a las lenguas cooficiales, se siguen las mismas tendencias de aplicación de la investigación en la formación. Por ejemplo, los trabajos de Duarte (1989), Monzó (2005b), Salvador (2007) o Baqué et al. (2010) ofrecen una visión general de la traducción jurídica e institucional en el contexto de habla catalana; García (2007 y 2010), Rodríguez & Miramontes (2004) y Rei–Doval (2004) se centran en el gallego; y Biguri (2007) analiza la traducción jurídica e institucional en el País Vasco.
En definitiva, en este siglo XXI la TJI se presenta como un campo de investigación fructífero y variado, que trata de explicar un fenómeno complejo y polifacético desde una gran variedad de enfoques y metodologías. Biel, Engberg, Martín Ruano y Sosoni (2019: 1), en la introducción al estimulante libro Research Methods in Legal Translation and Interpreting, hablan ya de refinamiento y sofisticación metodológica del trabajo de algunos autores incluidos en el volumen, como son Bestué (2019: 130–147), Monzó (2019: 187–211) o Prieto (2019: 29–47). Sus investigaciones muestran cómo al combinar diferentes perspectivas se amplían los límites de la TJI y los papeles que desempeñan sus practicantes desde una perspectiva interdisciplinar. Los resultados ponen de manifiesto que, al incorporar nuevos factores que inciden en la práctica social, los traductores e intérpretes pueden ser analizados como mediadores lingüísticos e interculturales que se ocupan de una rica variedad de textos jurídicos; como comunicadores del conocimiento y constructores de saberes especializados; como agentes sociales que desarrollan una actividad social; como responsables de la toma de decisiones y agentes sujetos y redefinidores de las relaciones de poder; o como actores políticos que conforman las culturas jurídicas y negocian las identidades culturales, así como su propia identidad profesional.
El desarrollo de la investigación orientada a la enseñanza de la traducción jurídica e institucional demuestra este cambio de percepción en el diseño de propuestas formativas, así como en la progresiva ampliación de temas en las publicaciones académicas. Se ha pasado del debate recurrente sobre el perfil «ideal» del traductor de textos jurídicos y administrativos en las primeras etapas a estudios encaminados a establecer metodologías para el desarrollo de las múltiples competencias necesarias para una práctica profesional satisfactoria.
Ejercicio profesional: etapas
Este breve repaso de la evolución de la TJI en investigación y su influencia en formación o a la inversa, presenta, sin embargo, otras características en el ejercicio profesional. Para ello proponemos un estudio en tres etapas diferentes meramente orientativas y con límites difusos, cercanas a la distinción de Prieto (2014), con el simple objetivo de facilitar su estudio: una primera, desde comienzos de siglo hasta 1986, año de entrada de España en la UE; una segunda, desde esa fecha hasta 2010, aprobación de la Directiva 2010/64; una tercera, hasta nuestros días,
Comienzo de siglo hasta 1986 (ingreso de España en la UE)
Para tener una visión más clara de la situación actual conviene remontarse a la historia y hablar de la Oficina de Interpretación de Lenguas, el máximo órgano de la Administración en materia de traducción e interpretación. Conviene además aclarar que, en la Administración, traducción e interpretación van generalmente unidas, aunque en la actualidad se admita que se trata de dos profesiones diferentes que requieren, junto a habilidades comunes, otras específicas en cada caso. La razón se halla, como señalan Cáceres & Pérez González (2003: 19) en la etimología del término ya que en el siglo XVI –época en la que se creó la Secretaría de Interpretación de Lenguas (1527)– y durante mucho tiempo, los términos «traducir» e «interpretar» se emplearon indistintamente.
La Secretaría de la Interpretación de Lenguas fue, sin duda, pionera en su época y el germen de la actual Oficina de Interpretación de Lenguas dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores. La organización y funciones de esta oficina fueron reguladas por el Real Decreto 2555/1977 de 27 de agosto, que se modificó mediante el Real Decreto 752/1992 de 27 de junio.
En 1991 se creó el Cuerpo de Traductores e Intérpretes adscrito al Ministerio de Asuntos Exteriores, que asumió las funciones del anterior Cuerpo de Interpretación de Lenguas, ya extinguido. La Oficina es también la encargada de otorgar el certificado oficial de intérprete–traductor jurado. En 1997 el Ministerio de Educación y Ciencia aprobó una orden por la que los entonces licenciados (no los actuales graduados) en Traducción e Interpretación podían solicitar el título de traductor e intérprete jurado si hubieran cursado determinadas materias específicas. Esta institución continúa siendo el máximo órgano lingüístico en España, encargado de las actividades de mediación lingüística para los gobiernos y autoridades oficiales.
La situación desde mediados del siglo pasado ha cambiado sobremanera, en general, en toda la Administración, con nuevos clientes (inmigrantes, refugiados), nuevas lenguas y nuevas necesidades. Ello debería haber implicado cambios, tanto en la práctica como en la formación de profesionales, que, sin embargo, no se han producido, por lo que la Oficina ha perdido ese carácter pionero que la caracterizaba, al mostrar falta de agilidad para adaptarse a los nuevos tiempos que el siglo XXI ha traído.
Fuera del ámbito de la traducción jurada, en la década de 1980 tuvo lugar una intensa labor traductora, la cual se incrementó con el ingreso de España en la UE en 1986. Antes de esa fecha ya se había traducido al español el llamado acervo comunitario, constituido por el derecho primario (los Tratados) y el derivado (toda la legislación vigente en una gran variedad de campos) y, tras el ingreso, se intensificó aún más la traducción de normas y terminologías.
La traducción en esa época se llevó a cabo fundamentalmente por especialistas procedentes de la Filología, dada la falta de formación traductora en nuestro país. La proliferación de Facultades de Traducción e Interpretación a partir de entonces vino a llenar ese vacío (Kelly 2008). En cuanto a la interpretación judicial, y al igual que en el caso de la traducción e interpretación jurada ya comentado, se observaba una disfunción entre la legislación existente y la prestación del servicio. La norma en vigor era la antigua Ley de Enjuiciamiento Criminal, del año 1882, y donde se estipulaba ya un sistema básico de nombramiento de intérpretes judiciales para los casos en los que un testigo o encausado no hablara el idioma español, pero que no se fue adaptando a los cambios de la sociedad. Ello ha llevado, como apunta Gascón (2011) a que, un siglo más tarde, las condiciones en las que se desarrolla la interpretación judicial en nuestro país sean desastrosas.
Tal situación deriva, en parte, del hecho de que la Constitución española no recogió expresamente el derecho a ser asistido por un intérprete, sino que estableció y formuló una serie de mecanismos y amplios principios fundamentales de los que se infiere ese derecho.
Años 1986–2010 (aprobación de la Directiva 2010/64)
En este segundo período, el proceso de transferencia de competencias a las comunidades autónomas (CC. AA.) en materia de sanidad, educación o administración de justicia provocó también cambios significativos. En relación con el Ministerio de Justicia, la legislación española garantizaba el derecho a un acceso igualitario a la justicia y con ello la presencia gratuita de un intérprete o traductor, si la persona no hablaba o no comprendía la lengua empleada en la Audiencia o Tribunal. En materia de elección de intérprete en los ámbitos judiciales penales, la legislación quedaba recogida en la Ley de Enjuiciamiento Criminal y en la Ley Orgánica del Poder Judicial. El derecho al intérprete gratuito, de oficio, sólo se permitía en la jurisdicción penal; en la jurisdicción de lo civil era –y es– la parte interesada la obligada a contratar los servicios de un intérprete, a menos que sea un caso de justicia gratuita, es decir, respecto de quienes acrediten insuficiencia de recursos para litigar.
Este proceso de transferencia de competencias a las CC. AA. en materia de justicia finalizado en 2002 dio lugar a situaciones nuevas y variadas; así, la Comunidad Autónoma de Madrid, por ejemplo, tiene las transferencias concedidas desde el 1 de julio de 2002 y los traductores e intérpretes adscritos en ese momento a la Audiencia Provincial y al Decanato de Madrid fueron transferidos a la Comunidad, sin cambios en el sistema de contratación o requisitos de acceso. Otras comunidades autónomas (Castilla–La Mancha, País Vasco, Valencia) subcontrataron estos servicios a empresas privadas mediante licitación pública.
En esta segunda etapa son tres las figuras que intervienen en la Administración de Justicia: el traductor–intérprete de plantilla o fijo, que surgió en la década de 1980 (está regulado por el Convenio Colectivo para el Personal Laboral de la Administración de Justicia de 1996, al que remite el Convenio Colectivo Único de 1998); el traductor–intérprete contratado o interino, procedente por lo común de las listas de desempleo del Instituto Nacional del Empleo; y el traductor–intérprete ocasional (profesional freelance o autónomo), que trabaja para la Administración cuando se requieren sus servicios. El acceso a dicha plantilla se realizaba por pruebas que los propios Ministerios convocaban; los requisitos de acceso eran mínimos, no se exigía preparación previa y las tareas que se les encomendaban eran múltiples, si bien los salarios no eran –ni son– muy atractivos (Aldea Sánchez et al. 2004: 91, Way 2004).
Al igual que en toda la Administración del Estado y en otros servicios públicos, hasta finales de siglo, se produjeron grandes cambios, motivados, en gran parte, por la llegada de población inmigrante, y de forma más visible y necesaria en la Oficina de Asilo y Refugio y en las comisarías de policía. Los temas y lenguas de trabajo cambiaron necesariamente: cantidad ingente de documentación variada, falta de recursos y tiempo material para traducir a las lenguas de los usuarios documentos oficiales o informativos y cumplir con el derecho constitucional de asistencia (Ortega Herráez 2010).
Cabe reseñar el lento movimiento que se ha ido perfilando desde dentro entre los propios intérpretes y traductores y que va calando en los responsables de los Ministerios. Por ejemplo, en las últimas convocatorias públicas para la provisión de traductores e intérpretes en el Ministerio del Interior se han ido modificando los requisitos para poder presentarse y las pruebas selectivas fueron más específicas (Vigier 2019).
A finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI se advertía cierto desorden, poco control de calidad en los servicios prestados, escasa remuneración, desigualdad en cuanto a zonas y servicios prestados, cierta falta de interés por parte de la Administración, pero un aumento del carácter reivindicativo de los traductores e intérpretes que hace prever cambios en un futuro próximo. En otros servicios públicos como son la sanidad o la educación, la situación era –y es– todavía más deficitaria al no existir –ni haber existido– un cuerpo de traductores profesionales que atendiesen a las demandas de usuarios que no hablaban castellano. La ayuda de familiares o voluntarios que conocían las lenguas requeridas ha sido la forma habitual de cubrir tal necesidad.
A comienzos del siglo XXI se introdujeron modificaciones, siendo la recalificación de los profesionales una de las más comunes y urgentes. Para dar respuesta a las necesidades descritas muchas CC. AA. subcontrataban a empresas privadas mediante licitación pública (Aldea et al. 2004: 96, Zaragoza 2003: 208). Dicha tendencia se ha intensificado en la actualidad, convirtiéndose en norma, si bien no parece ser tampoco la solución idea, como veremos en el siguiente apartado.
La descripción de Sali (2003: 153–154), traductor del Ministerio de Justicia, sobre la actuación de un intérprete–traductor en un proceso penal es muy ilustrativa de la situación de la TJI en esa época. El intérprete o traductor podía ser requerido en cualquier momento del proceso para prestar sus servicios y entre las tareas que se le podían asignar estaban: interpretación consecutiva bilateral o de enlace, interpretación de chuchotage y traducción de todo tipo de documentos y con un volumen más que considerable (citaciones, interrogatorios, declaraciones, textos legales de naturaleza penal, informes económicos, médicos, documentos notariales, sentencias judiciales y un largo etcétera). A ello habría que añadir documentación no jurídica si ésta formaba parte de un procedimiento judicial, y podía ser tanto un prospecto de un medicamento como una carta personal o la transcripción de cintas, tarea odiada por la mayoría, dada la mala calidad de las grabaciones y la cantidad de tiempo que se necesitaba. Además, y aunque fuese de forma puntual, podía ser requerido para cualquier tarea relacionada con la comunicación lingüística, ya fuera en el servicio de información para atender a un extranjero o hacer de escribiente en la redacción de denuncias hechas por personas que no hablaban español.
La situación para los traductores e intérpretes jurados también cambió. Una buena parte de sus clientes eran inmigrantes y exiliados, con variedad de lenguas y culturas, en gran medida con una posición social baja, sin medios económicos, con escaso nivel de alfabetización, con desconocimiento de la lengua española y también de las lenguas en las que sus documentos venían redactados. Los destinatarios de sus necesidades de traducción no eran solo los miembros de la Administración (policía, registro civil, jueces, oficinas ministeriales) sino también el sistema de atención sanitaria, los servicios de asistencia social y las ONGs (Mayoral 2000 y 2003).
Con respecto a la policía, la situación no era mejor. Ortega & Foulquié (2005: 182–190) describen una situación similar en la contratación de los intérpretes y traductores y en la falta de formación de los traductores e intérpretes. Nieto (2005: 193), por su parte, llamaba también la atención sobre la escasez de textos traducidos a las lenguas de mayor necesidad: los formularios y documentación para leer los derechos al detenido solían reducirse al inglés, francés, alemán, italiano y en algunos casos chino y árabe y la localización de traductores e intérpretes, sobre todo de esas lenguas minoritarias, se efectuaba a través de una lista elaborada a partir de particulares, que iban a la comisaría a ofertar sus servicios.
Una mayor necesidad de traductores e intérpretes y una mayor variedad de lenguas era un hecho fácilmente observable y al que se trataba de dar solución de esta forma. La convocatoria del 2003 del Ministerio del Interior, de 109 plazas como traductor e intérprete por promoción interna para algunas comisarías de la Policía Nacional y comandancias de la Guardia Civil así lo prueba. Sin embargo, en muchos casos, las combinaciones de idiomas para un mismo puesto eran exigentes, pues el candidato debía contar con hasta cuatro o cinco idiomas de origen diverso, como por ejemplo: inglés–ruso–neerlandés–chino o inglés–francés–somalí–italiano. Para estos puestos el requisito de titulación exigido es el título de bachillerato o equivalente. En el caso de los intérpretes que se contrataban por un período de tiempo determinado, éste solía coincidir con la época estival (junio–octubre), sobre todo en las zonas costeras o con mayor afluencia de turistas o inmigrantes o cuando surgen necesidades puntuales, como los atentados del 11M.
A estos intérpretes ad hoc no se les hacia ninguna prueba para comprobar su nivel de idioma, tanto en español como en el otro o los otros idiomas. Tampoco se les ofrecía ningún tipo de formación in situ sobre el trabajo que iban a desempeñar, ni tan siquiera se les exigía que contaran con el título de bachillerato o equivalente, como ocurre con los intérpretes en plantilla. Sin duda, todo ello propiciaba el cometer errores y dañaba terriblemente la imagen que el público en general tiene del trabajo realizado por los traductores e intérpretes (Nieto 2005: 193–201). En definitiva, todo ello indicaba que era necesaria una adaptación a los nuevos tiempos, tanto en lo relativo a los servicios prestados como a la formación de profesionales.
Desde 2010 hasta la actualidad
Tal y como se ha apuntado, la Constitución española no recogió expresamente el derecho a ser asistido por un intérprete, sino que estableció y formuló una serie de mecanismos y amplios principios fundamentales de los que se infiere ese derecho. Fuera de la Constitución española, las seis leyes más importantes que trataban el derecho a la traducción e interpretación judicial eran la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (artículo 231.5), la Ley de Enjuiciamiento Criminal (artículos 123 y ss., 441 y 762.8), la Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de la víctima del delito (artículos 4, 5 y 9), la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (artículo 143), la Ley 1/1996, de 10 de enero, de Asistencia Jurídica Gratuita (artículo 50.1.a), y la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social (artículo 22).
La publicación en la Unión Europea de la Directiva 2010/64/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 20 de octubre, relativa al derecho a interpretación y traducción en los procesos penales marcó un antes y un después en el tema de la traducción y la interpretación en sede judicial y policial. La Directiva contempla medidas que afectan a la TJI desde el punto de vista de la legislación y de la provisión de servicios. Tal Directiva incluye también medidas para garantizar la traducción e interpretación en los tribunales de justicia y para la formación de traductores, intérpretes y operadores judiciales, la creación de sistemas de acreditación y registros, así como la consolidación del perfil profesional. La Directiva 2010/64 era parte de un plan de trabajo diseñado por la UE en el que se incluyen otras tres directivas que consideran el derecho a la traducción e interpretación una garantía de facto para que víctimas y encausados puedan hacer efectivos sus derechos.
Mientras tanto en España se sigue aplicando la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECr), promulgada en 1882, y como señala el Libro blanco de la traducción y la interpretación institucional (RITAP 2011: 19): «Los artículos de la LECr se han quedado obsoletos, son propios del siglo XIX y no reflejan la transformación que ha sufrido la sociedad española» y «por otra parte, la Ley Orgánica del Poder Judicial, en su artículo 231, establece que los jueces y magistrados tienen potestad para nombrar intérprete a cualquier persona durante las actuaciones orales». Cabe mencionar que al amparo de este marco legal actual tan desfasado y permisivo han ido surgiendo modelos de provisión de servicios, y que se resumen en dos:
– Modelo tradicional, en el que conviven los traductores–intérpretes en plantilla que acceden al puesto mediante un concurso–oposición) con traductores–intérpretes freelance, a los que se recurre cuando la carga de trabajo es muy elevada y cuando se requiere interpretación en idiomas para los que no hay intérpretes en plantilla.
– Subcontratación de servicios «modelo de contratas», que es el que se está imponiendo: las administraciones publican una licitación a la que se presentan empresas privadas (Blasco & Del Pozo 2015). Este modelo de contratas está redundando de forma muy negativa en la calidad de las interpretaciones, así como en la percepción social que se tiene de la profesión y está llevando a que muchos profesionales de la traducción e interpretación hayan dejado de prestar sus servicios en los tribunales (Foulquié–Rubio, Vargas–Urpi & Fernández–Pérez 2018: 7).
El año 2015 marcó un importante punto de inflexión. Con varios años de retraso, España traspone varias directivas que inciden directamente en los derechos procesales anteriormente expuestos. A raíz de la adopción de estas directivas, se reformó la Ley de Enjuiciamiento Criminal, creando un nuevo capítulo denominado «Del derecho a la traducción e interpretación», que recoge expresamente el derecho a ser asistido por un intérprete (Gascón 2014).
España traspuso parcialmente la Directiva 2010/64/UE a la legislación nacional mediante la Ley Orgánica 5/2015, de 27 de abril, por la que se modifican la Ley de Enjuiciamiento Criminal y la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial al posponerse la creación de un registro oficial de traductores e intérpretes para garantizar la calidad. Ello, junto a otros puntos como por ejemplo la formación de los operadores judiciales, hace que estas modificaciones sean insuficientes. Son varios los documentos publicados por asociaciones profesionales y otras entidades denunciando casos de mala praxis y la progresiva precarización de los servicios de traducción e interpretación, debido en gran parte al proceso de subcontratación de los mismos en la administración mencionados.
La creación de un registro de traductores e intérpretes para garantizar la igualdad de todos en conformidad con la ley y la calidad de los servicios de traducción e interpretación sigue siendo, por tanto, una reivindicación constate. Un ejemplo de ello es el Informe sobre la transposición de la Directiva 2010/64/UE del Parlamento Europeo y del Consejo relativa al derecho a interpretación y traducción en los procesos penales, elaborado en 2013 por la CCDUTI (Conferencia de Centros y Departamentos de Traducción e Interpretación del Estado Español); o el comunicado de prensa titulado «Oportunidad perdida: interpretación judicial sin garantías» (nota de prensa 17/4/2015, publicada en 2015 por Vértice (Red de asociaciones de profesionales de la traducción, interpretación y corrección con presencia en España) y APTIJ (Asociación Profesional de Traductores e Intérpretes Judiciales y Jurados) y CCDUTI, ahora conocida como AUnETI; o la queja formal presentada por APTIJ ante el Defensor del Pueblo español en relación con la prestación de servicios de interpretación y traducción jurídica. La denuncia fue apoyada a nivel nacional por la firma de las asociaciones de traductores e intérpretes de España y a nivel internacional por la FIT (Federación Internacional de Traductores) y EULITA (Asociación Europea de Intérpretes e Intérpretes Jurídicos). Gascón (2017) da cuenta del estado de la cuestión. Sigue faltando también la formación de los operadores judiciales contemplada en la Directiva 2010/64 y la colaboración entre juristas e intérpretes profesionales, una reivindicación antigua del colectivo de intérpretes judiciales profesionales españoles.
Las redes académicas y las asociaciones profesionales como la red Comunica, que ha creado un Observatorio de la Traducción e Interpretación en los Servicios Públicos, o la APTIJ (Asociación Profesional Española de Traductores e Intérpretes Judiciales y Jurados, asociada a EULITA, también desempeñan un papel fundamental en el seguimiento de los avances y retrocesos en la evolución de la traducción jurídica e institucional, así como en la identificación de los retos futuros.
Conclusiones
El breve recorrido por la historia de la traducción de textos jurídicos y administrativos (o traducción judicial e institucional) a lo largo del siglo XX y en este siglo XXI muestra, a grandes rasgos, una evolución acorde con los cambios y avances de la sociedad y en la investigación, si bien con diferencias sustanciales entre la investigación y formación y la práctica. En la práctica, dos fechas son importantes, 1986, año de entrada de España en la UE y 2015, publicación de la Ley Orgánica 5/2015, de 27 de abril, por la que se modifican la Ley de Enjuiciamiento Criminal y la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial.
En la investigación el siglo XXI también trajo en sus inicios una reorientación del objeto de estudio hacia posiciones más interdisciplinares, influida por los cambios en la sociedad y la preocupación por el respeto de las diferencias culturales y de las identidades en estudios sobre traducción jurídica (Biel 2014: 13; Martín Ruano 2019), que, según va avanzando el siglo, coexiste –y a veces choca– con una mayor automatización de la profesión (Bestué 2016) y los procesos de estandarización y tendencia al literalismo en algunos entornos profesionales. En este sentido, los formadores se enfrentan a la paradoja de tener que responder a los retos pedagógicos de la formación de profesionales, por un lado, altamente especializados y por otro, profesionales flexibles capaces de trabajar en un amplio espectro de situaciones en una sociedad globalizada y multilingüe. En la práctica, mientras las investigaciones académicas y lo medios sociales reclaman una mejor regulación de una profesión poco regulada con la creación de registros profesionales y códigos de ética, la administración sigue estancada al traspasar su responsabilidad a empresas privadas a través del sistema de contratas cuyos objetivos difieren de los profesionales de la traducción e interpretación jurídica y de los usuarios. Tampoco se ha avanzado en la oferta de formación en traducción jurídica y judicial ni en la oferta de lenguas más allá de las tradicionales. La oferta sigue siendo escasa y en la mayoría de los casos se limita a unos módulos específicos dentro de los programas generales de grado y posgrado, con escasas excepciones como el Máster en Comunicación Intercultural e Interpretación y Traducción en los Servicios Públicos, de la Universidad de Alcalá ofertado desde 2005 en diez combinaciones lingüísticas (Valero Garcés 2015 y 2019). En definitiva, la realidad de la TIJ, en cuanto a la práctica, no ha variado sustancialmente y sigue siendo muy similar a la anterior de la transposición en 2015 y objeto de cierto protagonismo en los medios de comunicación, los cuales, desgraciadamente, no acostumbran a hacerse eco de los logros sino de las carencias de este servicio.
Por otro lado, en cuanto a la investigación, los avances son significativos y la cantidad de trabajos públicos muestra la vitalidad de una especialización que clama ya por su independencia dentro de los Estudios de Traducción. La investigación, sin duda, ha contribuido al descubrimiento de la traducción jurídica e institucional no sólo como un campo heterogéneo con prácticas variadas en entornos diversos, sino también como una profesión multifacética y en constante cambio. Se plantea así el eterno debate entre la falta de compromiso entre la teoría y la práctica. Esperemos que logren acercar posiciones en décadas futuras.
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