Escuela de traductores de Toledo
La denominación «Escuela de traductores de Toledo» se aplica a las actividades de traducción llevadas a cabo en la península Ibérica en los siglos XII y XIII, centradas en dicha ciudad castellana, aunque no sólo en ella. Se trata, pues, de una actividad compleja, alejada de la idea que circuló un tiempo y que insistía en la existencia de una especie de «colegio de traductores», limitado cronológicamente y centrado de forma casi exclusiva en Toledo. En la actualidad se ha superado ese concepto y se entiende por tal denominación el conjunto de las prácticas traductoras de los siglos XII y XIII, desarrolladas asimismo en otros centros muy activos, tanto en la península Ibérica como en Italia y Sicilia. Es cierto, con todo, que la importante comunidad judía existente en Toledo tras la reconquista cristiana, así como la vigencia del uso de la lengua árabe hasta el siglo XIV, contribuyeron a crear las condiciones favorables para el desarrollo de una considerable actividad traductora.
El elevado número de traducciones del árabe, primero al latín y luego, principalmente, al romance, responde a dos momentos históricos: el siglo XII con mayor influencia de la Iglesia y, en definitiva, de su lengua; y la centuria siguiente, dominada por la figura de Alfonso X el Sabio, quien dio un giro más nacional y laico a la labor traductora. La caracterización de los agentes que intervinieron en los procesos de traducción en el ámbito de la Escuela de Toledo es, cuando menos, problemática. En cualquier caso, y de acuerdo con las circunstancias de la época, efectúan una labor de recreación y transformación del original, aumentando o abreviando los textos. En el siglo XII parece poco pertinente clasificarlos por su origen o nacionalidad, ya que resultan más cercanos en lo intelectual el italiano Platón Tiburtino (o de Tívoli) y el inglés Adelardo de Bath que dos hispanos como Abraham bar Hiyya, docto judío que trabajó en Barcelona, y Dominicus Gundissalinus, miembro de la diócesis de Segovia. En realidad, su actuación en el marco de la empresa de la traducción del siglo XII está condicionada por su posición en la sociedad de la época: el docto judío desempeña el papel de intermediario (oral, del árabe al romance) y el latinista cristiano cumple con su obligación de verter al latín (y de latinizar) un saber científico y filosófico nuevo.
Los textos que se traducen, tanto en el siglo XII como en el siguiente, están más vinculados con el conocimiento (tratados de ciencia y de filosofía griega comentados o reescritos por los árabes) que con la creación literaria. En la primera época se observa gran variedad temática (obras de alquimia, astronomía, geometría, filosofía, matemáticas o medicina), mientras que en el siglo XIII, a tenor de los gustos e intereses de Alfonso X, la traducción se orienta en mayor medida hacia la astronomía y la astrología.
En la primera época destacan los nombres de Johannes Avendehut Hispanus y el de Gerardo de Cremona. El primero, que aparece en los textos con otras denominaciones, como Johannes Hyspalensis o Johannes Hispanus, es un claro ejemplo de la primera generación de traductores latinos: actuó de intermediario –oral, del árabe al romance– para la traducción del tratado De Anima, que realizó con Dominicus Gundissalinus, y presenta un perfil a medio camino entre la traducción y la investigación, pues fue también autor de varios tratados de astronomía, astrología, aritmética y medicina. A esa misma generación pertenecieron los ya mencionados Dominicus Gundissalinus y Platón de Tívoli, Abraham bar Hiyya (o Abraham Savasorda), Abraham ben Ezra, Adelardo de Bath, Hermann el Dálmata, Hugo de Santalla, Pedro Alfonso (nacido Mosé Sefardi), Roberto de Chester y Rodolfo de Brujas. Gerardo de Cremona es, sin lugar a dudas, el más fecundo de los traductores del siglo XII, dada la cantidad y la variedad de traducciones que se le atribuyen, realizadas con varios colaboradores, imprescindibles seguramente para llevar a cabo tantas traducciones en temas de astronomía, filosofía, geometría, medicina y, en menor medida, alquimia. Con la desaparición de G. de Cremona en 1187 no se dieron por finalizadas las actividades de traducción.
Algunos traductores ejercieron sus actividades a principios del siglo XIII, es decir, medio siglo antes de que empezaran los trabajos patrocinados por Alfonso X, entre ellos Alfredo de Sareshel, Hermann el Alemán, Marcos de Toledo y Miguel Scott. Se trataba por lo general de extranjeros que se desplazaron a España en busca de nuevos saberes. Más tarde, en pleno siglo XIII, los trabajos encomendados por Alfonso X (en particular entre 1252 y 1284) constituyen un conjunto considerable de documentos entre los que figuran traducciones, principalmente del árabe al romance, aunque también hacia el latín y el francés. A diferencia de sus colegas de la centuria anterior, los traductores de Alfonso X formaron un grupo directamente relacionado con el soberano y de contornos mejor definidos.
En ese período los traductores judíos tuvieron un papel más relevante y sus nombres, o los de la mayoría, son conocidos: Abraham Alfaquí, Yehudà ben Mosé ha–Kohén (o Iuda filius Mossé) e Ishaq ben Sid colaboraron entre sí o con otros traductores y se les puede atribuir directa o indirectamente obras tan notables como Libro de la açafeha, Lapidario, Libro conplido en los judizios de las estrellas, Libro de la ochava sphera, Libro de la Alcora, Libro de las estrellas fijas, Tablas astronómicas. Otros traductores aparecen como secundarios: tal es el caso del también judío Samuel Levi; de Álvaro de Oviedo, perteneciente al círculo de letrados reales; de Bernardo el Arábigo, Fernando de Toledo y Juan de Aspa, que aparecen con el título de maestres y tradujeron gran variedad de obras de astronomía; de Garci Pérez, que colaboró con Yehudà ben Mosé en la traducción del Lapidario.
Estuvieron también al servicio del rey varios italianos, como Buenaventura de Siena, a quien se encargó la traducción al latín y al francés del Libro de la escala de Mahoma; Egidio de Tebaldis, notario de la cancillería imperial, que tradujo también al latín varias obras anteriormente vertidas al romance; Pedro de Reggio, que colaboró con el anterior en la traducción de un tratado de astrología de Abenragel. En cuanto a Juan de Cremona y Juan de Messina, no firmaron ninguna traducción sino que participaron en 1276 en la revisión de un tratado de astronomía para después servir al rey como secretario y compilador, respectivamente. Los trabajos latinos y alfonsíes de la llamada Escuela de Toledo ilustran, ante todo, el carácter poliédrico de la actividad traductora en la Edad Media, que encierra distintas prácticas y procedimientos y pone de manifiesto las condiciones intelectuales, aunque también sociales y técnicas, de la traducción.
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Clara Foz
[Actualización por Francisco Lafarga]