León, Luis de (Belmonte, 1528–Madrigal de las Altas Torres, 1591)
Poeta y traductor en lengua castellana. Con quince años ingresó en el convento de los agustinos de Salamanca, donde se formó. En 1551 obtuvo la licenciatura en teología y comenzó su carrera docente en Soria. Más tarde estudió hebreo en Alcalá con Cipriano de la Huerga. Fue catedrático de filosofía y teología en Salamanca. Sus disputas personales, académicas y teológicas con los dominicos están en el origen de los procesos inquisitoriales que sufrió y de los que salió absuelto. En 1580 se publicó su comentario al Cantar de los Cantares, y en 1583 dio a las prensas De los nombres de Cristo y La perfecta casada. Al parecer, cuando en 1580 escribió su «Dedicatoria a don Pedro de Portocarrero» tenía preparada una edición de sus obras poéticas que incluía, en el mismo volumen, sus traducciones, proceder harto habitual entre los poetas de su tiempo. El libro no se imprimió, de modo que la obra de Fray Luis fue rescatada para la imprenta en 1631 por Francisco de Quevedo. El comentario del Libro de Job, por su parte, no se imprimió hasta 1779.
El caso de fray Luis de León, aunque no el único, es uno de los ejemplos que de forma más gráfica ilustra el debate filológico y teológico en torno a la traducción en el siglo XVI en España. El dictado de la ortodoxia católica, aferrado a la traducción latina de la Biblia y a la preceptiva (seguida a rajatabla e interpretada al pie de la letra) de san Jerónimo, excluía de la traducción bíblica la exégesis filológica, y acusaba a cualquier versión o traslación que empleara métodos hermenéuticos de leerse como traducción libre y, en consecuencia, de falsear la palabra divina. En el fondo de tales argumentaciones y de esta disputa se encontraba una lucha por detentar el poder del sentido del texto y, desde este punto de vista, las circunstancias de los traductores áureos de textos bíblicos constituyen uno de los más interesantes debates en cuanto a la función, labor y obligaciones del traductor para con el texto, aun cuando en lo personal supusiera que muchos de estos traductores sufrieran persecuciones, cárcel o destierro. El conflicto tuvo como pretexto la traducción y comentario que, entre 1560 y 1561, realizó Fray Luis del Cantar de los Cantares, a instancias de la monja Isabel de Osorio. En 1572, y ante la presión de dominicos y jerónimos, quienes sostenían que la exégesis bíblica menoscababa la autoridad de la Vulgata y de la Septuaginta –y haciendo caso omiso, sea dicho de paso, de otros pasajes de la famosa Epístola a Pammaquio de san Jerónimo– comenzó la persecución de aquellos a los que se atribuían lecturas heterodoxas de la Biblia, aun cuando sus estudios e interpretaciones estuvieran fundados en la más sólida tradición filológica. En dicho año fue detenido y permaneció en prisión cuatro años, hasta que fue declarado inocente.
Pero Fray Luis no solo fue un exegeta bíblico; su obra poética es uno de los pilares fundamentales de la lírica áurea de la segunda mitad del siglo XVI, y en ella se advierten las influencias horacianas, virgilianas y petrarquistas. Éstas reflejan tanto su conocimiento de la poesía italiana como de su métrica y formas; la lección de los clásicos, por su parte, le aportó una visión de entronque con la Antigüedad a la par que un aprendizaje creativo y como traductor, pues vertió al castellano las diez Églogas de Virgilio, los dos primeros libros de las Geórgicas, veintitrés odas de Horacio, la Oda i de Píndaro y la Elegía iii de Tibulo, entre otras obras y autores clásicos grecolatinos. Para Fray Luis, como para otros poetas de su tiempo, estas versiones formaban parte de su obra poética original y como tal fueron tratadas al proyectar la edición de sus poemas, que nunca llegó a imprimir. Se trata, según se ha dicho, de una situación típicamente diglósica: la imitación (y la traducción) de los temas y textos horacianos y virgilianos acomodados a la métrica italiana; es éste un modo de traducir el verso en un metro similar y trasladar el sentido del original, que comienza a hacerse práctica habitual a partir de 1550. Aun entendida la importancia que tuvieron las versiones de los clásicos latinos, es obvio que su tarea como traductor es recordada, y comentada, sobre todo, en el ámbito de los textos sagrados: su versión del Cantar de los Cantares, la del Libro de Job (que, al parecer, hizo en la cárcel entre 1572 y 1576) y los Salmos.
Las desafortunadas circunstancias del Cantar, que corrió en copias manuscritas y llegó, incluso, a América, fue causa de su detención; aun así, la obra completa (traducción y exposición) no fue impresa hasta 1798. Se trata de una versión directa del hebreo para la que el agustino redactó un «Prólogo» en el que detalla las dificultades de su labor y expone, asimismo, lo que había sido su poética de la traducción («Solamente trabajaré en declarar la corteza de la letra así llanamente, como si en este libro no hubiera otro mayor secreto del que muestran aquellas palabras desnudas y, al parecer, dichas y respondidas entre Salomón y su esposa»).
En cuanto a su método, advierte de la necesidad de ser fiel a un registro expresivo verosímil (lo cual encajaba con las teorías literarias de la época) y, a la hora de verter el texto, actuar en dos fases, la primera la traducción literal y la segunda la explicación o comentario de los lugares oscuros. Es más, en su prólogo advierte de la distancia que debe existir entre quien «traslada escrituras de tanto peso del que las explica y declara». La traducción y su poética fueron objeto del proceso que se siguió contra el agustino, que tuvo una parte de disputa teológica y otra, quizá de más calado, de disputa filológica, en la que el traductor dio respuesta por escrito, conservado entre los legajos del proceso. Aunque sus argumentos se apoyan en la autoridad de san Jerónimo, viene a sostener que la palabra divina se halla en el original hebreo y no en la traducción del santo que, como la suya, no es más que una versión. Su alegato de defensa, y su lección filológica, contiene una frase célebre: «No quise descubrir más la llaga porque no era para aquel lugar, ni para la persona a quien se escribía aquel libro [la monja Isabel Osorio]; y lo que callé allí, diré aquí, adonde hablo con solos los hombres buenos y doctos».
La Exposición del Libro de Job contiene la exposición en prosa y la traducción en verso, desde el hebreo, de los 42 capítulos del Libro. Al parecer, algunas partes y argumentos fueron añadidos por fray Diego González. Aun cuando la obra no vio la luz en vida del fraile agustino, su realización es una muestra más de la convicción y la firmeza con la que éste defendió sus argumentos filológicos, así como de la obstinación de uno de los traductores más señalados del siglo XVI español, tanto por la importancia de las obras traducidas como por ser éstas (sobre todo las bíblicas) un capítulo necesario del debate en torno a los métodos de traducir y, sobre todo, de la confrontación teórica entre las argumentaciones basadas en razonamientos extraliterarios y la postura filológica que el maestro agustino defendió.
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José Francisco Ruiz Casanova