Roberto Castrovido: «Proteccionismo literario»
La Voz, 18 de febrero de 1925, 1.
Para evitar, o, cuando menos, a fin de disminuir las traducciones de obras teatrales extranjeras, ha ideado la Sociedad de Autores Españoles la imposición de un arbitrio proteccionista de la literatura nacional, de una especie de arancel. La intención es buena; los resultados, acaso sean funestos, y, de seguro, contraproducentes. No se traduce únicamente porque sea más fácil –a veces no lo es si se traduce bien– traducir que inventar. Se traduce para traer ideas o maneras nuevas a una literatura, para injertar especies exóticas a las más o menos gastadas de nuestro huerto; para remediar escaseces en la producción indígena; para enseñar, enriquecer, mejorar. En lo intelectual, como en lo material, son precisos a veces los cruzamientos con seres vivos de otras familias, de otros climas y países. ¿Que se traduce principalmente por lo que baila el perro, por dinero y por pan? Conforme; mas si se gana traduciendo, por algo de lo que dejo escrito será.
Desengáñense los arbitristas: para hacer innecesarias, poco remuneradoras, ruinosas, las traducciones, no hay más que producir mucho y producir mejor que los extranjeros. De importadores nos convertiríamos en exportadores. Ya lo fuimos en el siglo XVII. Del frondosísimo teatro español sacaron esquejes para practicar injertos autores franceses, algunos, no todos, de la talla de Corneille y Molière. Se me argüirá con un argumento muy generalmente admitido como cierto. Si la literatura española (no sólo el teatro) influyó durante el siglo XVII en el universo, fue porque el imperio español dominaba con la política y las armas. Añádese invariablemente el ejemplo de Shakespeare, de quien se dice que, no obstante ser un genio, no hubiese alumbrado al mundo con sus rayos de no ser contemporáneo de Isabel.
Considero, con perdón, un sofisma eso que pasa por axioma. El esplendor de nuestro teatro fue en plena decadencia diplomática, política y militar, en el reinado de Felipe IV. No era una nación Polonia cuando el Quo vadis? alcanzó por el mundo boga superior a su mérito. Y Noruega no fue Estado árbitro de Europa cuando Ibsen lo fue del teatro europeo. Bastan esos ejemplos, sin acudir al de Grecia, dominada por Roma; al del notorio influjo del arte de los italianos en españoles, franceses, ingleses y tudescos, mucho antes de existir la nación italiana, campo de guerras la Península y dominada por el Papa y por soberanos extranjeros. No va unido el poder literario al poder político. Si influyó el teatro español en el francés, es porque España producía entonces más y mejor que Francia.
Pronto se cambiaron las tornas, y como coincidió esa variación con la supremacía de Luis XIV, se da por comprobada la tesis que rechazo en cuanto se da como dogma infalible, revelado y verdad matemática.
Moratín arregló al castellano comedias de Molière, y tradujo el Sr. García Suelto El Cid, que Corneille compuso con los dramas del valenciano Guillén de Castro a la vista y en la cabeza.
Se levantó la esclusa, y las traducciones inundaron el teatro español. ¿Fueron esas aguas devastadoras o fecundadoras? Se tradujo mucho malo, indigno no ya de ser traducido, sino escrito en la lengua original; pero se tradujo también mucho bueno, y no sólo de ingenios y hasta de genios franceses como de Racine, Corneille, Voltaire, sino de los italianos Alfieri y Metastasio, del clásico Sófocles y del inglés Guillermo Shakespeare.
De Shakespeare se tradujo entonces mucho. El sainetero D. Ramón de la Cruz, que fue traductor fecundo, adaptó el Hamlet, que ya había traducido D. Leandro Fernández de Moratín; Julieta y Romeo, con esta transposición, fue traducida por Dionisio Solís, famosísimo refundidor de nuestro teatro y traductor del extranjero, y D. Teodoro de la Calle tradujo el Otelo.
Un drama de Beaumarchais, el de El barbero de Sevilla, tradujo García Suelto, con el título de La Eugenia, muy digno de recuerdo, porque está inspirado en las aventuras que corrió en España su autor, el francés Beaumarchais, y en su desafío con el español Clavijo, lance que inspiró nada menos que a Goethe el drama Clavijo, traducido al castellano por Gustavo Adolfo Bécquer, nada menos también.
En todo el siglo XIX y en el cuarto de siglo XX que llevamos andado se ha traducido mucho, y no siempre seleccionando, si no es a la inversa, como decía Alfredo Calderón que se seleccionaba en política.
Don Nicasio Gallego, si no tradujo, inspiró su Óscar en el de Arnault. Luis XI fue traducido por D. José María Carnerero, famoso por Fígaro. El amigo de Espronceda, D. José García de Villalta, tradujo mucho, y de sus traducciones merecen ser recordadas la de Macbeth, de Shakespeare, y la del Edipo, de Voltaire. Un amigo de Zorrilla, D. José María Díaz, arregló, dicen que maravillosamente, La dama de las camelias, variando ese título por el más ético que estético de Redención.
Gorostiza tomó de una obra de Lessing asunto para su Emilia Galotti, y el autor de comedias y fácil y castizo versificador D. Manuel Bretón de los Herreros tradujo de autores célebres, como Racine y Schiller (si bien aprovechó la versión francesa de María Estuardo, que a principios de este siglo tradujeron Félix Llana y Francos Rodríguez), de autores mediocres ya más o menos olvidados y de Scribe, que abasteció el teatro nacional con traducciones de Ventura de la Vega, Ramón de Navarrete y otros menos nombrados ingenios.
El autor de Marcela hizo un arreglo muy encomiado de Los hijos de Eduardo, de Delavigne, también proveedor de obras traducidas. Su obra original ¡Muérete y verás! recuerda vagamente Catalina Howard, de Dumas. Tamayo y Baus fue un arreglador de mérito, que mejoraba lo que le servía de base inspiradora. Así Ángela y Lo positivo.
Los más grandes autores románticos no se desdeñaron tampoco de traducir. Don Antonio García Gutiérrez imitó a Lessing en Un drama a muerte, y tradujo de Dumas y del consabido Scribe; de éste, una comedia política, La pandilla, o La elección de diputado, además de El vampiro. De Dumas tradujo el Don Juan de Mañara, que leyó seguramente Zorrilla antes de escribir su Tenorio.
Hartzenbusch, que en sendas farsas francesas inspiró sus casi originales comedias de magia La redoma encantada y Los polvos de la madre Celestina, tradujo hasta comedias de Scribe. Y Larra, el gran crítico y el romántico autor de Macías, tradujo Roberto Dillon, Don Juan de Austria, El arte de conspirar, Un desafío, Felipe, Partir a tiempo, y arregló No más mostrador, Tu amor o la muerte y no recuerdo cuáles más obras francesas. Fígaro, que renegó de las malas traducciones, encomió la que de Hernani hizo D. Eugenio de Ochoa.
El afán de traducir ha cegado a ciertos traductores, al extremo de verter al castellano lo que en Castilla tuvo origen: El alcalde de sí mismo, de Lope de Vega, y Casa con dos puertas mala es de guardar, de Calderón de la Barca.
Ha acontecido también que al ir a un teatro muy popular a leer una traducción del alemán se han encontrado los traductores con que su traducción era una obra de repertorio que por original de un muy célebre autor se tenía, y que había traducido del francés, porque no sabía alemán.
El aspecto legal e internacional de esto intento proteccionista lo ha tratado admirablemente, agotándolo, mi compañero Luis Araquistáin. Otros muchos tiene el arancel teatral: el picaresco de favorecer la industria de los que dan por original lo traducido, gato por liebre; el anticultural de privar al español que desconozca idiomas del conocimiento de obras extranjeras; el antiestético, el antiliberal (el arancel es una barrera económica que dificulta lo que impidió Felipe II), el xenófobo, que hasta en lo más universal, el arte, levanta fronteras, y otros muchos, entre los cuales he de apuntar únicamente el argumento de los librecambistas, de los ilustres oradores de aquella Junta para la reforma de los aranceles (Figuerola, Gabriel Rodríguez, Sanromá, Azcárate, Moret), encaminado a probar que la protección debilita la producción y la riqueza, aquello mismo que desea fomentar.