Catalán, traducción al

Traducción al catalán

Desde el punto de vista cultural, el período comprendido entre mediados del siglo XII y el fin del siglo XV es complejo y se pueden distinguir en él momentos muy distintos. Se tradujo, esencialmente, del latín al catalán, pero, dejando al margen algunos casos en la dirección inversa, las traducciones de otras lenguas románicas, y las traducciones de las versiones catalanas a otras lenguas son harto significativas del lugar que ocupaba la cultura catalana en el mundo románico y de las relaciones culturales que se establecieron entre la Corona de Aragón y los territorios vecinos o bajo su influencia. Los más antiguos monumentos del catalán escrito son traducciones de textos latinos. El carácter pragmático de esas primeras traducciones dominó la actividad traductora hasta mediados del siglo XIV, cuando una nobleza ávida de novedades culturales puso en circulación nuevos textos y nuevas formas de lectura.

Los testimonios más antiguos son textos jurídicos (dos fragmentos del Fuero juzgo visigótico de mediados del siglo XII y, posiblemente, una traducción perdida de los Usatges de Barcelona), a los que siguieron versiones de los Usatges, los Furs de València y del tratado De batalla de Pere Albert, así como de la Gesta comitum Barcinonensium y de la Historia de rebus Hispaniae de Rodrigo Jiménez de Rada (perdida), que se hicieron paralelamente a la emergencia de la historiografía original. Entre los textos religiosos destacan las Homilies d’Organyà, sermonario de la primera mitad del siglo XIII, dependiente de fuentes latinas y occitanas, y entre este siglo y el siguiente, la versión de la Legenda aurea de Jacobo de Vorágine, los Dialogi de san Gregorio o la Somme le roi de fray Laurent. La fortuna del viaje al más allá tiene su reflejo en la traducción del Tractatus de Purgatorio Sancti Patricii, primero por obra del jurista Ramon Ros, y más tarde, a finales del xiv, por Ramon de Perellós, que la incluyó en su Viatge al Purgatori de Sant Patrici. También se tradujeron las visiones escatológicas de Drictelm, Tnugdal o de Louis d’Auxerre.

En cuanto a las traducciones bíblicas, ya en el siglo XIII existieron versiones del Nuevo Testamento, pero hasta el reinado de Pedro III no se constituyó la llamada «Biblia del siglo XIV», basada en la Vulgata latina y relacionada con una Biblia francesa del XIII. Merecen mencionarse asimismo la llamada Biblia rimada, compendio de materiales diversos, entre ellos los salmos en prosa de Romeu Sabruguera; el Gènesi, compilación histórico–bíblica de fines del XIII, así como la Vida de sant Alexi y el Llibre dels set savis de Roma, procedentes de textos provenzales. Lo más singular de este período son los romanceamientos de textos de medicina y de filosofía natural, como el del Regimen sanitatis de Arnau de Vilanova por Berenguer Sarriera, o el de la Cirurgia de Teodorico de’ Borgognoni por Guillem Corretger. También se tradujeron en la misma época obras de carácter enciclopédico y divulgativo como el Sidrac francés, el Secretum secretorum latino y sus derivaciones o el Dragmaticon philosophiae de Guillermo de Conches. No hay que olvidar que son los años de actividad y producción de Ramon Llull, muchas de cuyas obras fueron divulgadas en doble versión, latina y catalana, en ocasiones promovidas por el propio autor.

Las notables transformaciones culturales acaecidas en la segunda mitad del siglo XIV, favorecidas por la actividad de la corte real y la creciente presencia de una nobleza y un patriciado urbano ávidos de saber, produjeron un aumento de las traducciones, orientadas hacia campos nuevos, como la historia, la filosofía y la literatura clásicas. Así, puede mencionarse como ejemplo paradigmático la traducción del Speculum historiale de Vincent de Beauvais, incluida en la crónica universal Compendi historial de los dominicos Jaume Domènec y Antoni Ginebreda, al tiempo que veían la luz traducciones anónimas del Chronicon mundi de Guillaume de Nangis y de las crónicas de Saint–Denis, dos versiones distintas de la Histoire ancienne de Gauchier de Denain y muy especialmente la de la Historia destructionis Troiae de Guido delle Colonne por Jaume Conesa (1374). En cuanto a la historia antigua, se tradujeron obras de Flavio Josefo y la Historia de preliis Alexandri Magni de León Arcipreste, y en particular de los tres historiadores latinos mayores: Salustio, representado por una anónima versión del Bellum Iugurtinum; Valerio Máximo, traducido por A. Canals, y Tito Livio, con la versión anónima de la primera Década, sobre la francesa de Pierre Bersuire. Este tipo de literatura convivió con la de tema artúrico, traducida a mediados del siglo XIV (se ha conservado una Queste del Graal completa y fragmentos del Lancelot y del Tristan).

A medio camino entre el interés histórico y el teológico hay que situar la traducción del comentario de Thomas Waleys al De civitate Dei de san Agustín, realizada sobre la de Raoul de Presles. También se vertieron textos de carácter técnico, enciclopédico o didáctico, como los Stratagemata de Julio Frontino y el Epitome rei militari de Flavio Vegecio, y, entre los modernos, el Arbre des batailles de Honoré Bouvet y el escolástico De regimine principum de Egidio Romano, traducido por Arnau Estanyol. Los intereses geográficos y geopolíticos están representados por las traducciones de la Lletra del preste Joan (a partir de un texto francés o provenzal), La flor de les històries d’Orient de Hetoum o Aitón de Gorigos, el Voyage d’outremer de John Mandeville y el Llibre de les províncies e de les encontrades de Marco Polo. Ocupa un lugar destacado en este contexto la versión del Llibre del tresor de Brunetto Latini por Guillem de Copons, mientras que la cultura cortés se hace presente en la traducción del De amore de Andrés el Capellán. La corte no había abandonado su patronazgo científico: de ella surgió la única versión del Opus agriculturae de Paladio, realizada por F. Saiol.

La última década del siglo XIV fue especialmente rica en traducciones de literatura clásica latina: a Canals se debe la versión del De providentia de Séneca; Guillem Nicolau dio una traducción de las Heroidas de Ovidio (1390); un traductor anónimo realizó una versión de las Tragedias de Séneca, de quien se tradujeron también las Epistulae ad Lucilium a partir de una versión francesa. De las dos traducciones de la Consolatio philosophiae de Boecio, la que se ha conservado fue realizada, entre otros, por los dominicos Pere Saplana y A. Ginebreda. Otras obras de moral traducidas fueron los compendios de Juan de Gales Communiloquium y Breviloquium de virtutibus, las obras de Albertano de Brescia De amore et dilectione Dei, De consolatione et consilium y De arte loquendi et tacendi, los Disticha Catonis, los sermones de san Agustín y los seudoagustinianos Soliloquia animae ad Deum y Speculum peccatoris. Los nombres de san Bernardo, san Buenaventura, Hugo de San Víctor, Hugo de Saint–Cher, Joan de Rocatalhada o Jean Gerson dibujan un amplio panorama del interés por la religiosidad contemplativa. La orientación penitencial aparece en las traducciones de obras de Inocencio III (De miseria humanae conditionis, Expositio in septem Psalmos poenitentiales, ésta debida al franciscano Joan Romeu). En el terreno de la literatura ejemplar resultan singulares la traducción del Alphabetum narrationum de Arnaldo de Lieja, y del Liber de moribus de Jacobo de Cessolis. Bernat Metge, el máximo escritor laico de esta época, tradujo el libro segundo del poema latino medieval seudovidiano De vetula y la narración Griseldis que Petrarca vertió del toscano al latín.

En la primera mitad de siglo XV se produjo una sustancial ampliación del público lector, que coincidió con la multiplicación de los materiales clásicos traducidos, especialmente filosóficos, y la incorporación de la modernidad italiana. De G. Boccaccio, además de las versiones del Corbaccio (por Narcís Franch) y de la anónima de la Fiammetta, la del Decameron, también anónima (1429), constituye un caso aparte por su calidad y por el esfuerzo de adaptación del complejo estilo del autor. El mismo año Andreu Febrer puso fin a su versión de la Commedia de Dante, en verso, que mantiene la forma métrica del original y se aproxima al texto original desde el literalismo; finalmente, el franciscano Joan Pasqual en su Tractat de les penes particulars d’infern tradujo buena parte del comentario de Pietro Alighieri al Inferno. En lo que respecta a Petrarca, a la versión de la Griseldis hay que añadir el Escipió e Aníbal de A. Canals, traducción semiconfesada del Africa, la Familiar xii, 2, conocida como Lletra de reials costums, un florilegio con materiales del De remediis utriusque fortunae y, ya más tardía, una traducción del comentario a los Trionfi que escribió Bernardo Ilicino. Otros textos italianos traducidos fueron Specchio della croce y Trattato della pazienza del dominico Domenico Cavalca, por el benedictino Pere Busquets; las Alegorías de Giovanni del Virgilio a las Metamorfosis por Francesc Galceran de Pinós, en un momento de moda ovidiana.

En cuanto a las traducciones de obras filosóficas clásicas, a las ya citadas cabe añadir la Ética de Aristóteles, el De officiis de Cicerón (por el franciscano Nicolau Quilis) y las Paradoxa del mismo autor, con dos versiones, una de ellas de F. Valentí, con un interesante prólogo. En el ámbito religioso, en los años centrales del siglo destacan la versión anónima del Excitatorium mentis ad Deum de Bernat Oliver, y la de la Regla de san Benito de Arnau d’Alfarràs; también a mediados de siglo Francesc Oliver vertió el poema de Alain Chartier La belle dame sans merci, adaptando su métrica y su lenguaje poético a los de la poesía catalana.

En las últimas décadas del XV, coincidiendo con la introducción de la imprenta, pareció disminuir la producción de traducciones. Martí de Viciana tradujo, con comentarios, la Económica seudoaristotélica a partir de la versión latina de L. Bruni, y se le atribuye también la versión de la colección seudosenequiana De moribus; Francesc Prats vertió la Visión deleytable de Alfonso de la Torre; Jordi de Centelles, el De dictis et factis Alphonsi regis Aragonum de Antonio Beccadelli, el Panormita; Lluís de Fenollet, la Història d’Alexandre de Quinto Curcio a partir de la versión toscana de Pier Candido Decembrio; y Francesc de Santcliment, los Fiori di virtù. Fue también la imprenta la que divulgó la única versión conservada de la historia de París y Viana, probablemente del italiano, y la adaptación de Lluís Gras de La mort Artu, convertida en Tragèdia de Lançalot. Al mismo tiempo se imprimieron viejas traducciones de textos científicos o morales, como el De regimine principum de Egidio Romano.

En este período destaca la propagación del modelo de lengua literaria creado a mediados de siglo por Roís de Corella. Aunque, como traductor de los salmos bíblicos y de la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia, Corella renunció a su compleja retórica de creador de prosas mitológicas y hagiográficas, otros traductores siguieron este camino incluso ante obras de muy distinto carácter: es el caso de Miquel Peres, que tradujo la Imitatio Christi de T. Kempis y obras hagiográficas y, sobre todo, de Bernardí Vallmanya, cuya traducción de la Cárcel de amor de Diego de San Pedro (Barcelona, 1493) seguía el estilo retórico que aplicó también a sus versiones de obras de carácter religioso. En lo que respecta a la Biblia, frente a la diversidad de textos y versiones en circulación, la Biblia en catalán impresa en Valencia en 1478 pretendía imponerse como versión «oficial» y canónica, y quizás por ello los responsables de la edición la atribuyeron a Bonifacio Ferrer, hermano de san Vicente; lo cual no impidió que fuera destruida por orden de la Inquisición. El último nombre importante en este recorrido es F. Alegre, a quien se debe la traducción de los Commentaria tria de primo bello punico de L. Bruni (1472) y, sobre todo, la de las Metamorfosis de Ovidio (1494), en la que el texto va seguido de unas Al·legories procedentes de las Genealogiae deorum gentilium de Boccaccio.

Las nuevas posibilidades de difusión que ofreció la imprenta y la multiplicación de las relaciones culturales en la Edad Moderna dieron un nuevo impulso a las traducciones. Además, el rigor filológico que trajo el Humanismo y el fino sentido estilístico que conllevaba el íntimo contacto con las retóricas clásicas generó traducciones atentas no sólo al contenido del original sino también a su forma, un nuevo «arte de traducción» a menudo exhibido orgullosamente en los prólogos. La traducción de los clásicos grecolatinos desempeñó un papel relevante en el Renacimiento. En el último tercio del siglo XVI Rafael Moix, médico de Juan de Austria, tradujo al catalán varias obras de Cicerón: se conservan el Pro lege Manilia y algunas de las Epistolae ad familiares, y se ha perdido el Somnium Scipionis. A pesar de no haber dejado trazas textuales, el teatro latino debió representarse en catalán a lo largo de dicho siglo; cuando menos, el repertorio que aparece en el cartel que en 1542 redactó el actor Andreu Solanell incluye un Eunuco en catalán. En el Barroco cabe destacar la labor traductora del helenista valenciano Vicent Mariner, aunque sus versiones fueron al latín y al castellano; en catalán, Francesc Fontanella recreó algunos versos del libro séptimo de las Metamorfosis de Ovidio y de la novena elegía del libro primero de los Amores, y Agustín Eura, fiel a la estética barroca ya en pleno XVIII, algunos pasajes de las Metamorfosis. En ambos casos el verso ovidiano se amplifica con figuras retóricas y oposiciones léxicas de claro gusto barroco.

Durante la Ilustración, se tiene noticia de una traducción de la Eneida a cargo del gramático Josep Ullastre, pero más interés ofrecen las versiones de Cicerón, Virgilio, Fedro, Horacio y Ovidio del ilustrado menorquín A. Febrer y Cardona por su notable pulcritud y la fina sensibilidad lingüística que delatan. La Ilustración introdujo también nuevos instrumentos que contribuyeron al rigor y la calidad de las traducciones: desde gramáticas y métodos de aprendizaje de lenguas hasta diccionarios bilingües o plurilingües y tratados sobre el arte de la traducción, entre ellos el Diccionari menorquí, espanyol, francès i llatí del mencionado Febrer.

También los clásicos europeos de la Edad Moderna se tradujeron, aunque en buena medida al castellano (caso de Bernardo Pérez, Martín Cordero, Francisco de Tamara, Juan Boscán y otros). En catalán, aunque a través de copias manuscritas, se difundieron las prosas Dels fets e dits del gran rey Alfonso de Antonio Beccadelli, traducidas por Jordi Centelles a finales del siglo XV, y las Epístolas familiares de Antonio de Guevara, en los primeros años del XVII. Durante el Barroco destacan las versiones poéticas de Marco Girolamo Vida y de versos del canto xii de la Gerusalemme liberata de T. Tasso a cargo de F. Fontanella.

En la segunda mitad del XVIII y a inicios del XIX el Rosellón y Menorca ofrecen una eclosión de traducciones al catalán de grandes autores europeos, singularmente franceses. En el Rosellón el benedictino Miquel Ribes tradujo Polyeucte (1789) de Corneille y Athalia (1788) y Esther (1792) de Racine; el franciscano Sebastià Sabiuda y el P. Antoni de Banyuls de Montferrer tradujeron separadamente la Zaira de Voltaire (1770 y 1780–1782). En Menorca, en los años de dominación inglesa se tiene noticia de la traducción de varios autores ingleses, aunque sólo se ha conservado la Saphira de J. Addison, en versión de Joan Soler; durante el dominio francés se tradujeron las comedias Les plaideurs de Racine y Le malade imaginaire de Molière; y bajo el dominio español, Febrer y Cardona tradujo al catalán obras de Claude Fleury, J.–B. Rousseau, Claude Buffier, así como varias piezas teatrales. Con todo, el mejor exponente menorquín fue V. Albertí Vidal, traductor de piezas de Molière, Goldoni, Moratín, Beaumarchais y Metastasio.

En contraposición a la literatura más innovadora, la literatura de raigambre tradicional, sobre todo la destinada a fomentar la educación religiosa y la piedad popular, siguió traduciéndose a la lengua más accesible para toda la población, la catalana. Por el perfil de su traductor, cabe destacar la Dança de la mort traducida en 1497 por el archivero Pere Miquel Carbonell. En 1670 en Mallorca y en 1679 en Barcelona se estamparon los Casos raros de la confessió del P. Cristóbal de Vega, traducidos por Ignasi Fiol. Más elaborada estilísticamente es la traducción anónima de la obra del jesuita italiano Carlo Gregorio Rosignoli Veritats eternes (1761).

La traducción en lengua catalana a lo largo del siglo XIX estuvo absolutamente condicionada por el carácter y las limitaciones del movimiento de la Renaixença en lo concerniente al uso culto del catalán, lo que, a causa también de otras circunstancias históricas, determinó asimismo el volumen y las características de la edición en lengua catalana. Hasta los años 60 puede destacarse, como resultado de un encargo de la British and Foreign Bible Society, una traducción de Lo Nou Testament de Nostre Senyor, de Josep Melcior Prat (1781–1855), de la que se realizaron cuatro ediciones entre 1832 y 1888. El traductor, un liberal exiliado en Inglaterra, partió del texto de la Vulgata, que contrastó con versiones en otras lemguas. Del resto de las traducciones, puede señalarse la de La fuggitiva de Tommasso Grossi, realizada en 1834 probablemente por Miquel Anton Martí Cortada (muerto en 1864), y La pagesa virtuosa o Vida de Lluïsa Deschamps, anónima, publicada en 1858, de la también anónima Vie de Louise Deschamps.

Coincidiendo con el despliegue de determinadas plataformas de proyección de la Renaixença, como los Juegos Florales y la prensa, en los años 60 se publicaron algunas traducciones de textos literarios contemporáneos, como Mirèio de Frédéric Mistral, a cargo de Francesc P. Briz (1864). La aparición de prensa en catalán, como Lo Gay Saber, La Llumanera de Nova York, Diari Català o L’Avens, contribuyó a la difusión de determinados textos y autores extranjeros en una amplia gama que comprendía desde Anacronte o Eurípides hasta É. Zola, con especial hincapié en las manifestaciones de signo romántico. Excepcionalmente se creó la «Biblioteca del Diari Català», que publicó tres títulos: Viatje d’un naturalista alrededor del mon fet a bordo del barco «Lo Lleber» (The Beagle) de Ch. Darwin, que tradujo Leandre Pons Dalmau; La Iliada a cargo de Conrat Roure, y Noveletes escullides, recopilación de textos de B. Harte y E. A. Poe. En la última década del siglo La Renaixensa activó el folletín de «Novelas Catalanas y Extranjeras» (1892–1902), que acogió traducciones de consumo y autores más acordes con un criterio de modernidad, como Maupassant, Dickens, Gógol, Tolstói, Turguénev, Dostoievski, Bjørnson y Strindberg.

Corresponden también a los primeros tiempos de la Restauración las primeras traducciones a otras lenguas de las grandes figuras de la literatura catalana ochocentista, Jacint Verdaguer, Àngel Guimerà y N. Oller. En la primera etapa del Modernisme (1892–1900) la literatura catalana contó con el apoyo de una intelectualidad dispuesta a construir una cultura nacional, moderna y europea, preocupada por establecer las bases de formación y reinvención de un público lector en catalán. Muy pronto la plataforma de L’Avenç (1891–1893) empezó a editar libros catalanes y extranjeros según las pautas de la reforma ortográfica propuestas por P. Fabra. La auténtica transformación del criterio comercial en la edición en catalán surgió a principios de siglo con iniciativas editoriales que respondían a un programa consciente de culturalización de un público amplio. Se trataba de colecciones de características y precios económicos, y editadas de forma serializada, entre ellas la «Biblioteca Popular de L’Avenç», la «Biblioteca Joventut» y la «Biblioteca de El Poble Català». Éstas y otras colecciones literarias y teatrales cumplieron la doble función de recuperar un retraso de más de medio siglo en relación con el resto de las literaturas europeas, y de fortalecer la normalización del catalán mediante la traducción.

En comparación con la actividad traductora ochocentista, se produjo un giro importante en los criterios estéticos de selección y en los gustos literarios de la cultura receptora. Así, la incorporación de autores anglosajones, germánicos y nórdicos fue mucho más significativa que la presencia tradicional de escritores en lengua francesa, del mismo modo que la narrativa, el teatro y el ensayo se tradujeron más que la poesía. En relación con la política editorial en materia de traducción, se pueden señalar algunos datos: de los ciento cuarenta y tres volúmenes editados por la«Biblioteca Popular de L’Avenç», cincuenta y seis corresponden a traducciones que comprenden desde Dante a Maeterlinck, Ibsen,   Whitman, Tolstói y O. Khayyám, pasando por Molière, Shakespeare, Goethe, Novalis o una recopilación de cuentos japoneses. Por otra parte, se publicaron las primeras traducciones catalanas de O. Wilde, A. France y N. Hawthorne, a cargo de la «Biblioteca de El Poble Català». Y hay que añadir la presencia de Strindberg, Hauptmann, Björnson y Ruskin en la «Biblioteca Joventut».

Al fuerte impulso dado por la intelectualidad modernista a la traducción se sumaron también escritores ochocentistas como Apel·les Mestres (1854–1936), que publicó una traducción de Intermezzo de Heine (1895), o N. Oller, que tradujo obras dramáticas de Goldoni, Ostrovski, Turguénev, Giacosa o Henri Becque. La actitud del movimiento modernista se distinguió por incorporar las manifestaciones literarias más de moda a finales del siglo XIX y primera década del XX. Si Nietzsche, Goethe y Novalis son esenciales para comprender la trayectoria intelectual y la obra literaria de Joan Maragall, lo mismo puede decirse de Maeterlinck en relación con la irrupción del simbolismo, o la influencia de Ibsen en la configuración del teatro de ideas. Asimismo, el entusiasmo por Wagner condujo a la creación de la Associació Wagneriana, encargada de dar a conocer al público, gracias a traductores como J. Pena, Antoni Ribera, Jeroni Zanné y Xavier Viura, el conjunto de su producción operística. Del mismo modo que D’Annunzio influyó en la poesía y la elaboración de un determinado modelo de teatro poético.

En lo que concierne a la incorporación de autores y obras clásicas, conviene señalar el interés por Cervantes, el humanismo y Shakespeare. En relación con Don Quijote hay que destacar el papel de Antoni Bulbena (1854–1946), que realizó hasta diez versiones del Quixot (completas o parciales, inéditas y publicadas); al P. Ildefons Rullan se debe también otra traducción íntegra del Quixot en dos volúmenes (1905–1906). La «Biblioteca d’Humanistes», dirigida por J. Pin i Soler, publicó diez volúmenes de seis autores inéditos en catalán: Erasmo (Elogi de la Follia, Col·loquis, Llibre de civilitat pueril), Thomas More (Utopia), Juan Luis Vives (Diàlechs), Richard de Bury (Philobiblon), Antoni Agustí (Diàlechs de les armes) y Macchiavelli (Lo Príncep, Castruccio Castracani, Mandragola y L’ase d’or). Las traducciones se llevaron a cabo siempre a partir del texto original, a veces en edición bilingüe, y con un mayor respeto al espíritu que a la letra del original para facilitar al lector una mejor comprensión de los textos.

En cuanto a Shakespeare, Artur Masriera (1860–1929) fue el primero en traducir íntegramente Hamlet sin ningún tipo de modificación o arreglo, como era habitual en la época, mientras que la «Biblioteca Popular dels Grans Mestres» fue el primer intento de divulgación amplia de Shakespeare en catalán. Se tradujeron dieciséis obras, entre ellas El somni d’una nit d’estiu, Les alegres comares de Windsor y La tempestat por J. Carner; Macbeth por Dídac Ruiz, Juli Cèsar por Salvador Vilaregut y La feréstega domada por Josep Farran i Mayoral. A C. Montoliu se le debe un Macbeth, editado por L’Avenç, con un notable Assaig de traducció crítica, literal i literaria de la gran tragedia shakespeariana. Montoliu realizó una traducción minuciosa y documentada, con un modelo de lengua literaria asequible para un lector amplio; una opción muy distinta a la desarrollada por Alfons Par en su traducción de Lo rei Lear (1912) al reconstruir un catalán medievalizante.

Si se examina la nómina de traductores surgidos en el Modernisme, puede apreciarse, en primer lugar, el papel realizado por escritores que, como N. Oller o J. Maragall, utilizaron la traducción, entre otras razones, como complemento de la propia obra de creación literaria. En segundo lugar, también se aprecia la presencia significativa de escritores dedicados exclusivamente a la traducción de textos literarios como M. de Montoliu y C. Montoliu; sobre todos ellos, Maragall encarna el paradigma de las propuestas y los logros de la traducción de la literatura universal durante el Modernisme. En resumen, la firme voluntad de modernización de la cultura catalana por parte de un grupo de intelectuales modernistas desbrozó el camino y sentó las bases para que, a partir del Noucentisme, se llevara a cabo una sólida política cultural de carácter institucional, con apoyo de la iniciativa privada, a favor de la recepción y traducción de las literaturas extranjeras.

Efectivamente, a inicios del siglo XX, el propósito del movimiento noucentista, teorizado por Eugeni d’Ors, era hacer posible una cultura «integral» (es decir, normal, institucionalizada, equiparable a las de Europa occidental) en lengua catalana. A dicho propósito se orientó la política cultural de Enric Prat de la Riba, y fue en una de las instituciones por él creadas, el Institut d’Estudis Catalans (1907), donde P. Fabra pudo llevar a cabo la necesaria reforma de la lengua catalana, en un sentido de fijación y depuración, para dotarla de las posibilidades comunicativas y la fuerza de identidad de una lengua de cultura moderna. La concepción de Ors del «Humanismo» que convenía a los nuevos tiempos hacía coincidir la «plenitud de la vida material» con la «plenitud de la vida intelectual»; y en ésta la traducción desempeñaba un papel importante. A esta línea de pensamiento contribuyeron escritores como J. Carner, que insistió en los beneficios que se derivan de la traducción, tanto para el enriquecimiento de la lengua y la tradición literaria como para la formación del escritor.

Algunas iniciativas editoriales intentaron hacer realidad estas virtualidades de la traducción. La más importante fue la Editorial Catalana, dirigida por el propio Carner entre 1918 y 1921: organizada en colecciones que se ofrecían por suscripción a los lectores de La Veu de Catalunya, aspiraba a satisfacer los intereses de entretenimiento e instrucción de los lectores burgueses a los que iban dirigidas, al tiempo que los educaba en el buen uso de la lengua literaria culta. En la colección «Enciclopèdia Catalana» se tradujeron obras de ensayo y divulgación, sobre todo inglesas. En la «Biblioteca Literària» se quiso incorporar «las obras señeras de las literaturas de todos los tiempos y de todos los países […] en traducciones directas del original hechas por los primeros escritores de nuestra tierra», según un anuncio del diario. Carner perseguía la calidad literaria de la traducción y privilegiabaun propósito educador en las obras traducidas: por una parte, los clásicos antiguos (la Eneida en endecasílabos por Llorenç Riber o la primera versión de la Odissea por C. Riba) y los modernos (Shakespeare, Molière, La Fontaine, Goethe); por otra, novelas de tradición inglesa y francesa (de Eliot y Dickens a Kipling y A. Bennett, de Musset a Erckmann–Chatrian) y obras «infantiles» y «juveniles» que pertenecían de pleno derecho a la gran literatura (Grimm, Andersen, M. Twain, Lagerlöf). Tales obras debían contribuir a la renovación de la novela catalana y al perfeccionamiento en sentido apolíneo de la sensibilidad y el buen gusto. Entre los traductores, además de los citados y del propio Carner, se encuentran escritores que compartían su concepción cultista y refinada de la lengua literaria: M. Morera i Galícia, C. Riba, M. Manent.

La dictadura de Primo de Rivera (a partir de 1923) señaló el fin de la Mancomunitat como proyecto político y cultural, e instauró la censura para todo tipo de publicaciones. Hasta la proclamación de la República y la Generalitat (1931) no se pudo reemprender la construcción de una red institucional que favoreciera la enseñanza y la lectura en catalán; sin embargo, el panorama editorial pudo renovarse gracias al mecenazgo y a la demanda social. Una iniciativa importante en lo que respecta a las traducciones fue la Llibreria Catalònia (editorial y librería): absorbió a la «Biblioteca Literària», que ahora, bajo la dirección de Joan Estelrich, reunió a autores catalanes y extranjeros (Manzoni, Defoe, Conrad), y creó la «Biblioteca Univers», dirigida por Carles Soldevila, que se propuso incorporar a los clásicos modernos sin restricciones (Goethe, Baudelaire, Tolstói, Dostoievski, Wells, Gógol, Poe, Maurois, Chéjov, Hugo, Balzac, Dickens, Verga, Gorki).

Otro frente lo proporcionó el mecenazgo de Francesc Cambó: con la Fundació Bernat Metge (1922) se creó una biblioteca representativa de los grandes autores de la Antigüedad grecolatina, en ediciones bilingües destinadas a un público amplio, buscando ante todo la calidad literaria; con la Fundació Bíblica Catalana (1922) quiso ofrecer una traducción de los textos bíblicos rigurosa y de valor literario. Paralelamente se iniciaron otras dos biblias en catalán: la de los monjes de Montserrat, a partir de 1926, buscaba la máxima fidelidad al sentido observable en los originales; la del Foment de Pietat, a partir de 1928, proponía una edición «ordenada al ministerio espiritual».

En época posterior cabe reseñar otras tres iniciativas editoriales: «Els Clàssics del Món», de la editorial Barcino, que promovió la serie de obras completas traducidas iniciada con las de Shakespeare (por C. A. Jordana) y Molière (por A. Maseras); la «Biblioteca A Tot Vent» (Edicions Proa), dirigida por Joan Puig i Ferreter, que incorporó la mejor novelística del xix y del xx en traducciones literarias muy cuidadas, con obras de Turguénev y Chéjov (por F. Payarols, Andreu Nin y otros), Dickens (por P. Romeva y J. Carner), Balzac y Zola (por A. Maseras y otros), y también Hardy, Schnitzler, Huxley y Zweig; y los «Quaderns Literaris» y la «Biblioteca de la Rosa dels Vents», creados por el editor Josep Janés, aprovechando traducciones existentes y encargando otras nuevas, tanto de clásicos modernos como de autores contemporáneos (Mansfield, Gide, Woolf, Hemingway). Otras iniciativas editoriales cubrieron el flanco de las publicaciones infantiles y juveniles (en especial la Editorial Joventut, con obras de L. Carroll, Thackeray, Grimm, Andersen, Stevenson, Verne, Barrie y Collodi, en traducciones de J. Carner, C. Riba, M. Manent, etc.) y el de la literatura de consumo popular, en especial la colección de novela corta «La Novel·la Estrangera», con obras de Stendhal, Hoffmann, Poe, Hawthorne, Eça de Queirós, etc., traducidas también por escritores conocidos: Josep M. López–Picó, C. Riba, C. A. Jordana, Tomàs Garcés, Josep Pla y Ventura Gassol. La nómina de traductores del período 1923–1939 es mucho más amplia que la del período anterior. Cabe destacar a J. Cabot, C. Capdevila, J. V. Foix, C. A. Jordana, J. Lleonart, A. Maseras, C. Montoriol, A. Nin, F. Payarols, P. Romeva, J. M. de Sagarra, M. A. Salvà y Rafael Tasis.

Por el número, importancia y calidad de las traducciones hechas durante estos años, y a pesar de que la literatura catalana nunca dejó de encontrarse con sus propios límites –editoriales, de público, de hábito de lectura y escritura en la propia lengua–, puede decirse que la Guerra Civil sobrevino cuando se estaba alcanzando una primera normalidad. Al imponer la prohibición absoluta sobre los usos cultos y públicos de la lengua, el régimen dictatorial de Franco relegó a la clandestinidad a toda la literatura de expresión catalana. Las traducciones recibieron una condena implícita, al ser consideradas innecesarias: las primeras que se permitieron fueron encargos privados, por medio de los cuales algunos mecenas subvencionaron la actividad de escritores de prestigio, y se publicaron en edición de bibliófilo (el teatro de Shakespeare por J. M. de Sagarra, en 1945–1953; la segunda Odissea firmada por C. Riba, en 1948; El paradís perdut de Milton por Josep M. Boix i Selva, en 1950; La divina comèdia por J. M. de Sagarra, en 1950; y el primer volumen de las Tragèdies de Sófocles por C. Riba, en 1951).

La normalidad editorial, dentro de lo que permitía la censura, no se alcanzó hasta 1957. Con anterioridad pudo reanudar su actividad la Fundació Bernat Metge, y Josep M. Cruzet obtuvo para la editorial Selecta algunas autorizaciones muy limitadas. De 1953 data el inicio de la colección «Clàssics de Tots els Temps» (Alpha), que reeditó traducciones que se habían publicado en edición de bibliófilo, y fue añadiendo otras nuevas: Sonets, cançons i madrigals de Petrarca (Osvald Cardona), Poesia anglesa i nord–americana (M. Manent), L’Eneida (M. Dolç), Els Lusíades de Camões (Guillem Colom y M. Dolç), Tragèdies de Racine (B. Vallespinosa), Faules de La Fontaine (X. Benguerel) y La Ilíada (Miquel Peix). También publicaron traducciones, a menudo recuperadas de publicaciones de antes de la guerra, editoriales como Juventud (literatura infantil y juvenil), Balmes (literatura piadosa) y Barcino (clásicos del pensamiento y la literatura).

A partir de 1962, aprovechando cierta liberalización del régimen, se produjo un cambio importante: las editoriales dejaron de limitarse a las reediciones y se lanzaron a publicar traducciones de obras recientes. Joan Sales y X. Benguerel recuperaron de una iniciativa anterior la colección «El Club dels Novel·listes» en 1959: a Coolen y Casantsakis se unieron Dostoievski, Lampedusa y Salinger, y otros autores de zonas lingüísticas minoritarias, en traducciones firmadas por J. Sales, J. Oliver, X. Benguerel y Joan Fuster, que buscaban ampliar el público lector en catalán, también por medio de una lengua literaria alejada del purismo. Josep Queralt recuperó desde París (1951–1964) la «Biblioteca A Tot Vent» (con obras de Stevenson, George Sand, Steinbeck y Camus); después la dirigió en Barcelona J. Oliver (con traducciones de clásicos de la novela recuperadas o reeditadas, y con otras nuevas: Pavese, Morante y Moravia; Huxley, Greene, Murdoch y Amis; Mauriac, Malraux, Sartre y Beauvoir; Th. Mann y Kafka; Faulkner, Hemingway, Dos Passos, Capote y Salinger). La colección «Quaderns de Teatre» de la Agrupació Dramàtica de Barcelona incorporó a partir de 1958 a los grandes dramaturgos contemporáneos (de Wilde y Chéjov a Brecht, Ionesco, T. Williams, Dürrenmatt, Beckett y Anouilh). La iniciativa más importante corrió a cargo de Edicions 62 tras la incorporación de Josep M. Castellet como director literario en 1964: publicó novela policíaca, ensayo, narrativa juvenil y, sobre todo, la novelística más reciente: Pratolini, Pavese, Pasolini, Vittorini y Calvino; Faulkner, Mailer, Scott Fitzgerald, Dos Passos y Capote; Greene y Sillitoe; el nouveau roman; Brecht, Böll, Grass y Solzhenitsyn.

Entre 1962 y 1975 la traducción recuperó, pues, su papel activo en la institución literaria, como instrumento de recepción, y ayudó a constituir nuevos horizontes de expectativas entre el público lector. Permitió, además, la entrada de dos nuevas promociones de traductores: pertenecen a la primera Avel·lí Artís–Gener, A. Bartra, Lluís Ferran de Pol, B. Vallespinosa y M. Villangómez; a la segunda, J. Arbonès, M. A. Capmany, G. Ferrater, R. Folch i Camarasa, J. Fuster, Josep M. Güell, Josep Palau i Fabre, M. de Pedrolo, J. Sales, Jordi Sarsanedas, C. Serrallonga y Francesc Vallverdú.

A la espera de que la perspectiva histórica las confirme, se pueden indicar ya algunas constantes de los últimos veinticinco o treinta años, sin duda el período en que las letras catalanas han contado con una actividad traductora mayor y más extendida por todo el dominio lingüístico. La primera es la ampliación y diversificación de la oferta editorial, con una presencia normal de las traducciones. A ello han contribuido la entrada de la lengua en el sistema educativo y en los medios de comunicación, y las ayudas institucionales a la edición en catalán. La literatura catalana es ya receptora habitual de las novedades literarias en otras lenguas, aunque tiene que competir con una industria editorial en castellano de dimensiones mucho mayores. La segunda constante es la creciente institucionalización de la actividad traductora. A los escritores se suman hoy los traductores profesionales. Por la intensidad de su dedicación y por las consideraciones que a menudo la acompañan, cabe destacar los nombres de M. À. Anglada, M. Carbonell, N. Comadira, M. Desclot, J. Fontcuberta, F. Formosa, P. Gimferrer, J. Llovet, J. Mallafrè, J. F. Mira, S. Oliva, M.–A. Oliver, X. Pàmies, J. Sellent y Ll. M. Todó. Por último, se observa en el seno de la literatura catalana una reflexión cada vez más madura sobre el papel que en ella ejerce la traducción.

 

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