Rusa, Literatura

Rusa, Literatura

La literatura rusa llegó a Europa occidental después de que tuviera lugar el fenómeno inverso, es decir, que las grandes literaturas de los países occidentales más avanzados (Francia, Alemania e Inglaterra) penetraran en el gigante eslavo, bien por afinidades en sus sistemas políticos (despotismo ilustrado), bien por intereses culturales y tecnológicos (Alemania, Holanda). A pesar de la existencia, aunque de forma intermitente, de relaciones diplomáticas entre España y Rusia (desde la segunda mitad del siglo XVII) y de un intercambio de viajeros (muchísimo más intenso por parte de Rusia), la literatura rusa no tuvo una presencia continuada en España hasta finales del siglo XIX. La literatura rusa llegó a través de Francia, si bien el lector culto y versado en lenguas ya había podido trabar conocimiento con la literatura y cultura rusas desde la primera mitad del siglo XIX mediante publicaciones francesas, inglesas o alemanas. A la tímida, titubeante y discontinua penetración y difusión de la literatura rusa en España a lo largo del siglo XIX, siguió el auténtico aluvión de traducciones de finales de dicha centuria, centradas principalmente en las obras de I. S. Turguénev, F. M. Dostoievski y, sobre todo, L. N. Tolstói. En Francia las traducciones del ruso se multiplicaron entre 1885 y 1887, y en España no tardó en traducirse casi todo lo que se publicaba en París, de ahí que la fecha «oficial» de la recepción y difusión de la literatura rusa en España se haya fijado en los años 1887–1888. De vital importancia en la recepción de la literatura rusa en España fueron las conferencias de Emilia Pardo Bazán en el Ateneo de Madrid en 1887, que fueron posteriormente recogidas en su libro La revolución y la novela en Rusia. Sin embargo, con anterioridad a esos años aparecieron algunas traducciones que hicieron las veces de etapa preparatoria a la entrada oficial de la literatura rusa en España. De hecho, la primera obra rusa traducida al castellano fue la oda del poeta ilustrado Gavrila Derzhavin (1743–1816) Al Ser Supremo, que se publicó en la revista barcelonesa La Religión en 1838; en 1884 esta traducción volvió a ser publicada en Madrid en la Revista Contemporánea.

A la traducción de Derzhavin, siguieron las de tres Relatos de Belkin y La hija del capitán, obras de A. S. Pushkin. El primero de los relatos que se tradujo en territorio español fue El turbión de nieve (La nevasca) en 1847 en El Fénix, importante revista valenciana. Esta misma traducción volvió a aparecer en 1848, esta vez en la Revista Hispanoamericana de Madrid. La susodicha traducción, realizada del francés, reapareció varias veces junto a otros relatos de Pushkin en los años 60 y 70. En 1865, El Diario de Barcelona publicó los poemas dramáticos de Pushkin. A finales de la década de los 80 del siglo XIX, el gran público español pudo conocer a los grandes maestros del realismo ruso, Tolstói, Turguénev y Dostoievski. Sin embargo, éste tuvo que esperar unas décadas para poder gozar de la fama y reconocimiento que tuvieron Tolstói y Turguénev desde el mismo momento en que sus obras llegaron a suelo español. De los dos escritores rusos mencionados anteriormente, fue, sin lugar a dudas, Tolstói el preferido entre los lectores españoles. Anna Karénina fue la primera obra del gran novelista ruso que se tradujo en España. Eso fue en 1887–1888 y la versión castellana, a juzgar por el título que aparece en portada, Anna Karenine, se basó en una traducción francesa. A partir de ese momento, la popularidad del escritor ruso crecerá imparable entre el público español hasta el día de hoy.

El único autor que pudo competir en popularidad con Tolstói no fue, muy al contrario de lo que en estos momentos nos pueda parecer, Dostoievski, sino Turguénev. Las primeras publicaciones de Turguénev son anteriores a las de Tolstói, pues varias de sus obras ya aparecieron publicadas en revistas entre 1858 y 1883 (Rudin, Humo, Nido de nobles). Un lugar secundario ocupaba por entonces el ahora omnipresente Dostoievski. En 1889 apareció La novela del presidio (traducción de las Memorias de la casa de los muertos), que tuvo varias reimpresiones en años sucesivos. En la década de los 90 salieron varios cuentos como El muijik Maréi, La centenaria, Cálculo exacto y alguna obrita secundaria más. Hubo que esperar al término de la primera Guerra Mundial para poder ver en las librerías sus grandes obras (Humillados y ofendidos, Los hermanos Karamázov, El idiota, Apuntes del subsuelo, etc.).

Los años comprendidos entre 1900 y 1918 resultaron un período bastante estéril, pues aparece realmente poca literatura rusa en España. Quitando los tímidos intentos de penetración en el mercado editorial español de autores como Vladímir Korolenko (1853–1921) o A. Chéjov, el autor ruso que más atrajo la atención de editores y lectores fue M. Gorki, gracias a sus obras prerrevolucionarias. Durante la primera década del XX ya se podían leer en España obras como Tomás Gordéiev, Cain y Artemio, Los exhombres y otras muchas. Cabe mencionar el curioso caso del geógrafo, teórico anarquista y pensador político Piotr Kropotkin (1842–1921), cuyas obras Campos, fábricas y talleres, Memorias de un revolucionario y La conquista del pan, principalmente escritas en inglés y francés, gozaron de cierta popularidad a finales del siglo XIX y principios del XX.

Con el final de la primera Guerra Mundial y la toma del poder por los sóviets en Rusia, llegaron hasta España emigrados rusos que insuflaron nueva vida al entonces marchito mercado editorial del libro ruso. Traductores como G. Levachov, N. Tasin o Tatiana Enco de Valera comenzaron a traducir con asiduidad las obras literarias de sus compatriotas, lo que por un lado enriqueció la oferta, pues aparecieron nuevos nombres que se unieron a los ya conocidos por el lector español, pero por otro empobreció el texto, debido, principalmente, a las prisas y al estilo ampuloso y artificial. Entre lo más destacado de esta década cabría mencionar la aparición de las dos grandes obras de N. Gógol, Almas muertas y la pieza teatral El inspector, que vinieron a agregarse a las escasas traducciones de este autor que se habían realizado con anterioridad y que se reducían a varias publicaciones de Taras Bulba, la más antigua de 1880. Tras un primer período de modesta presencia en España, en los años 20 comenzaron a aparecer las grandes novelas de Dostoievski (El adolescente, Humillados y ofendidos, Crimen y castigo, Los endemoniados), que con el paso del tiempo fueron adquiriendo, de una forma cada vez más definitoria, la aprobación del lector español. Por otra parte, se fue afianzando, aunque de forma mucho más lenta y pausada, la obra literaria de Chéjov. A mediados de los 20 vieron la luz en castellano algunos de sus más famosos relatos (La cerilla sueca, La dama del perrito, etc.), así como sus piezas teatrales más destacadas (El jardín de los cerezos, El tío Vania, Las tres hermanas). Durante esta década también experimentó una boga pasajera la obra de Aleksandr Kuprín (1870–1938): se editaron sus composiciones más señeras (El duelo, El capitán Rybnikov y La pulsera de rubíes), aunque acabó desapareciendo del panorama español en la década siguiente.

Por esta época también se tradujeron a aquellos escritores y obras surgidos con la revolución bolchevique en Rusia, como por ejemplo: El tren blindado 14–69 de Vsévolod Ivánov (1895–1963), Los tejones de Leonid Leónov (1899–1994), Las ciudades y los años de Konstantín Fedin (1892–1977) o Así se forjó el acero de Nikolái Ostrovski (1904–1936). La agitada década de los 30, con el advenimiento de la segunda República y el posterior estallido de la Guerra Civil, no fue la época más fructífera para la traducción. Aunque la labor de los traductores no cesó en ningún momento, las tiradas y la variedad de las publicaciones descendieron bastante; Latinoamérica fue la encargada de recoger el testigo de la difusión de la literatura rusa en castellano. Aparte del éxito de ventas que suponía Gorki, hay que destacar el que cosechó en aquellos tiempos la obra de Leonid Andréiev (1871–1919), un éxito tan intenso como efímero y que, aunque gestado en los años 20, alcanzó su cenit en los 30.

De Andréiev se tradujeron tanto su teatro como su prosa y uno de sus principales traductores fue, sin lugar a dudas, Rafael Cansinos Assens. Resulta obligado destacar el gran papel que este traductor desempeñó en la difusión de la literatura rusa durante los años 30, 40 y 50 vertiendo profusamente a autores como Tolstói, Gorki, Andréiev y, sobre todo, Dostoievski. Las tres décadas que siguieron al final de la Guerra Civil española y a la segunda Guerra Mundial vinieron a demostrar que los principales representantes, por número de publicaciones, de la literatura rusa en España eran Tolstói, Turguénev y Dostoievski; este último, tras superar sus renqueantes inicios, acabó por convertirse en el autor ruso más publicado, junto a Tolstói, entre las décadas de los 20 y 60, honor que consiguió a expensas de Turguénev, cuyas ediciones, en relación con su dos grandes coetáneos, se fueron estancando con el tiempo.

Las décadas de los 40, 50 y 60 también demuestran que autores como Pushkin, Gógol o Chéjov van afianzándose y ganando posiciones entre los lectores españoles de una forma lenta y costosa. Este período también supuso la muerte o letargo editorial de otros muchos escritores rusos que tuvieron su momento álgido durante décadas anteriores, pero que una vez pasado el ecuador del siglo XX fueron extinguiéndose rápidamente del mercado editorial, cual es el caso de Andréiev, Korolenko, Gorki o Kuprín. Durante la década de los años 50 y 60 las editoriales comenzaron a publicar, casi de forma sistemática, colecciones y selecciones de literatura rusa e incluso obras completas de los grandes escritores. Este fenómeno, aunque tuvo sus inicios durante los años 20 y 30, alcanzó su apogeo durante los 50. Así pues, se observa cómo salen a la luz antologías de cuentos populares rusos que obtuvieron gran éxito, ya que se publicaron varias colecciones entre los años 30 y 60. Aparte de las recopilaciones de cuentos aparecieron compilaciones de teatro selecto y de obras escogidas. Éste es el caso, por ejemplo, de Iván Bunin (1870–1953) en 1957 (cuando se publicaron en un tomo todas las traducciones realizadas durante los años 20 y 30), Korolenko en 1959 (en lo que se puede considerar su canto de cisne en el panorama editorial español), Ostrovski en 1958 (cuando aparece su única publicación en castellano, compuesta por tres de sus grandes obras teatrales), Pushkin en 1946 o Turguénev en 1951.

Otros autores como Tolstói, Gógol, Andréiev o Dostoievski tuvieron la suerte de ver publicadas sus obras «completas» (aunque casi nunca lo eran), sobre todo en la editorial Aguilar (Madrid). A la publicación de obras escogidas y obras completas de los autores anteriormente mencionados, habría que añadir la aparición de antologías de la literatura rusa, uno de cuyos máximos referentes es, sin lugar a dudas, Maestros rusos, un gigantesco corpus literario ruso, compilado en doce tomos y editado entre 1959 y 1974 por Planeta (Barcelona). Esta colección, quizás la más amplia y completa publicada hasta el momento, abarca siglo y medio de literatura rusa, desde Pushkin hasta Shólojov, y contiene novelas, relatos y teatro de un total de sesenta y un escritores. En sus tomos se recogen tanto traducciones antiguas, sobre todo de los clásicos, como nuevas, principalmente de los autores más contemporáneos. En las siguientes décadas fue aumentando la nómina de autores rusos traducidos al castellano, a la vez que aparecieron traducciones de nuevas obras de los clásicos, nuevas versiones de las ya existentes o simplemente reediciones o reimpresiones de las ya conocidas.

Desde mediados de los años 60 y 70 comienzan a editarse, aparte de los clásicos, autores que en Rusia estaban prohibidos bien por ser disidentes, bien por caer víctimas de la represión estalinista. Entre ellos podemos destacar a Boris Pasternak (1890–1960), Mijaíl Bulgákov (1891–1940), Mijaíl Shólojov (1905–1984) y A. Solzhenitsyn. Éste, gracias a la obtención del premio Nobel en 1970, se convirtió en un gran fenómeno editorial de los 70, década en que se editaron en varias ocasiones obras como Agosto de 1914, Un día en la vida de Iván Denísovich y su gran éxito, Archipiélago Gulag. Shólojov, gracias también al premio Nobel obtenido en 1965, consiguió ver sus grandes novelas traducidas al castellano. Es curioso observar que existen obras de determinados autores que fueron traducidos a finales de los 50 o 60 y que han conseguido llegar hasta la última década del siglo XX, tal vez por su volumen o dificultad, sin ser apenas corregidas o actualizadas. Especial relevancia en esta etapa tuvieron los «niños de la guerra», que comenzaron a regresar a España a finales de los 60 y pudieron traducir directamente ruso con profesionalidad y rigor. Durante la década de los 80 y principios de los 90, cabe destacar el esfuerzo realizado por las editoriales Alfaguara y Planeta por mantener al lector al tanto de la literatura rusa moderna y contemporánea a través de algunas colecciones (como la «Biblioteca de autores soviéticos contemporáneos»), las cuales, a pesar de su corta vida, por lo menos familiarizaron al lector español con nombres como Anatoli Rybakov (1911–1998), Venedikt Yeroféiev (1938–1990), M. Bulgákov, Vladímir Makanin (1937–2017), Daniil Granin (1919–2017), Chinguiz Aitmátov (1928–2008), en lugar de anclarle en los clásicos de siempre.

Hubo que esperar hasta prácticamente los 90 y la caída del bloque soviético para que el lector de habla hispana pudiera entablar conocimiento con los escritores y poetas que el régimen soviético censuró o silenció: es el caso de Anna Ajmátova (1889–1966), Ósip Mandelshtam (1891–1938), Aleksandre Blok (1880–1921), Marina Tsvetáieva (1892–1941) y otros. Quizás Serguéi Yesenin  (1895–1925) y Vladímir Maiakovski (1893–1930) fueron los autores de las vanguardias poéticas que, en comparación con sus contemporáneos, mejor suerte corrieron, pues sus obras, aunque en pequeñas tiradas, ya pudieron leerse a mediados de los 70. Desde la última década del siglo XX, el mercado editorial español se ha ido ajustando a la literatura contemporánea, con nombres como Joseph Brodski (1940–1996), Serguéi Doblátov (1941–1990), Aleksandra Marínina (1957), Borís Akunin (1956), Víktor Pelevin (1962), Dmitri Alekseievich (1979), Alekséi Varlámov (1963), Liudmila Ulítskaia (1943) o Anna Starobinets (1978), sin olvidar la apuesta segura que suponen los clásicos. Ha habido incluso intentos por rescatar a aquellos autores que con el paso del tiempo cayeron en el olvido, no despertaron demasiado interés o fueron silenciados en su país. Tal es el caso de Nikolái Leskov (1831–1895), Iván Goncharov (1812–1891), Andréi Platónov (1899–1951), Alekséi Apujtin (1840–1893), Nikolái Strájov (1828–1896), Vladímir Odóievski (1803–1869), Vsévolod Garshin (1855–1888), Kuprín, Alekséi K. Tolstói (1817–1875), Mijaíl Zoschenko (1894–1958), Iliá Ilf (1897–1937) & Yevgueni Petrov (1903–1942), Varlam Shalámov (1907–1982), los hermanos Arkadi (1925–1991) y Borís (1933–2012) Strugatski, y otros.

Contrariamente a lo que podría esperarse, la difusión de las letras rusas no comenzó con la publicación de las grandes obras narrativas, normalmente voluminosas y de impacto indudable, sino con la publicación de escritos cortos (relatos, cartas, novela corta, cuentos) e incluso poesía, todos ellos traducidos de otras lenguas europeas occidentales. Debido a las dificultades lingüísticas resulta escasa la poesía en castellano. Por lo general, la obra poética traducida o bien no respetaba las características formales poéticas, o bien estaba directamente traducida en prosa. Tan sólo a partir de los 90 del siglo XX, con la estabilización e intensificación de las relaciones culturales y sociales entre los dos países y gracias a la aparición de traductores de lenguas eslavas sólidamente formados, se pudo contar en España con cierta calidad en las traducciones poéticas. El teatro ruso ha tenido una evolución irregular, discriminatoria e inestable. Tan pronto surgían períodos repletos de antologías de teatro ruso: Teatro revolucionario ruso (1919), Teatro soviético (1923), Teatro grotesco ruso (1929), Teatro ruso (1957), etc., o colecciones dedicadas íntegramente a la producción dramática de un autor en concreto (el caso de Andréiev y la editorial Maucci en los años 30), como ha habido épocas de sequía que han durado décadas y que en muchas ocasiones han dejado en la cuneta a más de un gran autor teatral ruso, por ejemplo, Alexsandr Griboiédov (1795–1825) y N. Ostrovski. Por norma general, la traducción del teatro ruso al castellano venía condicionada por dos factores: que no estuviera escrito en verso y que fuera obra de los grandes nombres de las letras rusas (Pushkin, Chéjov, Gorki, Gógol). Todo dramaturgo y pieza teatral que no cumpliera con estos dos requisitos estaban condenados al ostracismo traductológico. Sin embargo, un hecho que llama poderosamente la atención es el triunfo del cuento ruso en España. Este hecho salta a la vista en las muchas antologías y colecciones de cuentos rusos, pertenecientes tanto al folclore como a autores concretos: Cuentos y leyendas de la vieja Rusia (1928), Cuentistas rusos (1931), Cuentos de hadas rusos (1933), Cuentos ucranios (1952), Cuentos populares rusos (1954), Cuentos cosacos (1956), Cuentos rusos (1958), Antología de cuentos populares rusos (1963). Y es que, a decir verdad, el éxito de la literatura rusa durante su etapa más temprana en España dependió casi exclusivamente de las narraciones breves impresas en publicaciones periódicas. Así pues, las primeras traducciones de los grandes escritores rusos como Turguénev, Gógol, Tolstói y Dostoievski eran versiones libres, abreviadas y retraducidas de géneros breves (ensayos, cuentos, novela corta, cartas, etc.) del tipo de los Relatos de Belkin de Pushkin, Rudin de Turguénev, La sonata a Kreutzer de Tolstói, etc. El motivo habría que buscarlo en el tipo de editor (revistas como La España Moderna, Revista Contemporánea), el tamaño, los costes, el tiempo, etc. Además de esto, las primeras traducciones españolas, hechas en su mayoría a partir de versiones francesas, arrastraban las leyes del buen gusto con las que los traductores franceses perseguían proporcionar a sus versiones un estilo fino y pulcro, pero que, por desgracia, en muchas ocasiones propició la publicación de versiones abreviadas o mutiladas del original ruso. Así nacieron pequeñas obras extraídas de otras más voluminosas, como es el caso de Natacha, tomada de Guerra y paz; El pobrecito Iliucha y Los muchachos, procedentes de Los hermanos Karamázov; Sonia o El diario de Raskolnikov, sacados de Crimen y castigo; Alma de niña y Años de humillación de Humillados y ofendidos; Katiuska de Resurrección, etc. Otro vicio fue el cambio de título; el caso más significativo es el de Memorias de la casa de los muertos de Dostoievski, que ha aparecido en castellano como Cuadros carcelarios, Memoria de la casa de los muertos o La novela del presidio.

También destacable es la aparición de un número nada desdeñable de recopilaciones y antologías en torno a un género literario o una determinada temática como, por ejemplo: Pioneros de la ciencia ficción rusa (2 vols.); Ciencia ficción rusa y soviética (hasta el momento solo vol. I); Los mejores cuentos para niños, Los mejores cuentos bélicos, El primer peldaño y otros escritos sobre el vegetarianismo de Tolstói; Los mejores cuentos de misterio, Los mejores cuentos de amorNueve cuentos sin final feliz de Chéjov o Tres tormentas de nieve. Las editoriales también han hecho esfuerzos por publicar obras completas y ediciones íntegras de alguna voluminosa obra o género  cultivado intensamente por algún escritor como, por ejemplo: Cuentos completos de Chéjov (4 vols.), Relatos de Kolymá de V. Shalámov (6 vols.), Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn (3 vols.), El diario de un escritor y Obras completas de Dostoievski (hasta el momento sólo vol. I) o Cuentos completos de Gógol. Desde los 90 han aparecido editoriales como Acantilado, Alba, Galaxia Gutenberg–Círculo de Lectores, Nevsky Prospects, Páginas de Espuma, Minúscula, Nórdica o Gadir que se han unido a las más clásicas (Bruguera, Planeta, Alianza, Cátedra) en la labor de difusión de la literatura rusa en español. Estas nuevas editoriales se encargan, en primer lugar, de renovar las ya clásicas traducciones rusas que por edad están empezando a quedarse obsoletas; en segundo lugar, trabajan en la publicación de obras de los grandes maestros rusos que, aunque editadas, llevaban más de cincuenta años en el más absoluto de los silencios editoriales y, en tercer lugar, pretenden acercar a los lectores españoles los nuevos nombres de la literatura rusa. En esta última etapa, han contado con un nuevo plantel de profesionales de la traducción (Ricardo San Vicente, Selma Ancira, Lydia Kúper de Velasco, Marta Rebón, Víctor Gallego Ballestero, Fernando Otero, Marta Sánchez–Nieves, Joaquín Fernández–Valdés, etc.), cuyo dominio de ambos idiomas permite la creación de traducciones competentes y rigurosas con respecto al original.

En definitiva, podría apuntarse que la literatura rusa en España se conoce tan sólo a partir de la obra de Pushkin, es decir, a partir del siglo XIX; con anterioridad a esa fecha apenas existían y existen ediciones que se ocupen de la literatura hasta el XVIII. Aunque la primera obra que se tradujo al castellano haya sido un poema, el género lírico no ha gozado, ni muchos menos, de la fortuna que tuvo la narrativa rusa. El teatro fue alternando épocas de gran boga con otras de olvido y siempre estuvo a expensas de que aquel que lo escribiera fuera uno de los grandes clásicos. En una situación bastante peor tenemos a los autores de la crítica social realista rusa (Kikolái Dobroliúbov, Dmitri Písarev, Nikolái Chernyshevski, Aleksandr Hertzen o Visarión Belinski), de los que apenas hay libros traducidos, y si los hay son extremadamente difíciles de conseguir. Sin embargo, parece que el destino de la literatura rusa empieza a cambiar su signo.

 

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Roberto Monforte Dupret