La interpretación en espacios de frontera en la Edad Media1
Mercedes Abad Merino (Universidad de Murcia)
Introducción. Espacios de frontera en la Corona de Castilla
Durante la Baja Edad Media (siglos XIII–XV) existía en la Península una frontera bien delimitada entre los reinos de Castilla y Granada. Se trataba de una demarcación viva y dinámica, con momentos de guerra y momentos de treguas, pero permanente y estable por lo que tenía de identificable, que propició una convivencia peculiar, más relacionada con las necesidades de una vecindad obligada que con el enfrentamiento de civilizaciones tan opuestas, como en este caso la cristiana y la musulmana. Fue una situación compleja en todas las dimensiones –política, social, religiosa–, pero también en el de la lengua usada, pues son dos mundos distintos que se expresaban de forma diferente. Así, el empleo del árabe y el castellano fue la consecuencia lingüística lógica, que propició una complicada situación comunicativa, aunque no conflictiva, en la que fue necesaria la intervención habitual de intérpretes y traductores para mantener las relaciones interfronterizas, pues reinos vecinos requieren contactos frecuentes y obligados. Esta época se conoce como «periodo fronterizo».
Después, una vez conquistado el reino nazarí de Granada e incorporado a la Corona castellana en 1492, y tras la breve etapa mudéjar (1492–1501), la situación cambió profundamente durante lo que denominamos «periodo morisco» (1501–1568). No se respetaron las capitulaciones firmadas entre los monarcas de los reinos, aumentó la presión sobre la población musulmana y se llegó en 1501–1502 a la Conversión General o bautismo forzoso, lo que no contribuyó a su asimilación a la cultura y forma de vida cristianas, ni tampoco al uso de la lengua del conquistador. La Corona, a través de diversas Pragmáticas (1526 y 1566) intentó, entre otras medidas asimiladoras, imponer el castellano como única lengua de relación válida, con el veto del árabe en público y en privado, los libros y escrituras en esa lengua o incluso los nombres propios, pero no obtuvo demasiado éxito entre los moriscos, que las ignoraban y seguían sin aprender castellano. En estas circunstancias, las diferencias lingüísticas se convirtieron en un conflicto y las distintas lenguas se reforzaron como instrumentos de identidad. La situación se complicó progresivamente y la población morisca, sometida a grandes presiones, se rebeló en 1568. Después de destierros y dispersiones, en 1609 se decretó la expulsión general.
Tanto en la etapa fronteriza como en la morisca, el papel del intérprete fue constante y fundamental, aunque su figura no haya recibido en todas las ocasiones la atención que merece. Siempre ha habido intérpretes en las tierras de frontera, pues cuando dos lenguas diferentes se ven forzadas a coexistir y los hablantes de una de ellas desconocen la de los otros, es inevitable la intervención del intérprete para asegurar y resolver la comunicación entre ambos mundos. Otro aspecto diferente es que no se les nombre en todas las ocasiones en la documentación, aunque intervengan, pero necesariamente actuaban como intermediarios entre musulmanes y cristianos primero, y entre moriscos y cristianos viejos después. Serán mencionados de muchas maneras: «exeas», «alfaqueques», «lenguas», «intérpretes», «romanceadores», pero, como veremos a continuación, todos intervinieron en la solución de esa necesidad comunicativa básica, ya fueran cargos con nombramiento oficial, o sencillos hablantes que conocían las dos lenguas por estar en contacto con ellas a diario. En cualquier caso, fueron mucho más que simples agentes lingüísticos, pues junto con esa codiciada competencia lingüística tenían que poseer un profundo conocimiento de los códigos culturales de los dos mundos.
Es necesario señalar que hemos seleccionado precisamente esta zona geográfica porque constituyó el espacio fronterizo por naturaleza y presentaba unos perfiles peculiares y distintos a otros lugares donde también hubo población musulmana y después morisca, como en Aragón, Cuenca u otras zonas de Castilla, en los que estaba muy asimilada y castellanizada. En ellos las relaciones entre ambas comunidades eran diferentes, como también lo eran los grupos sociales a los que pertenecían el mudéjar y el morisco o la representatividad de su grupo en el contexto más amplio en el que se inscribía. A esto hay que añadir que no se puede hablar de comunidad musulmana, mudéjar o morisca como si se tratara de un todo homogéneo en cada lugar, ya que nos encontramos ante una comunidad heterogénea con perfiles lingüísticos muy diferentes según la zona geográfica considerada (Vincent 2005, Domínguez Ortiz 2009).
Pero hay otro espacio menos conocido e igualmente ilustrativo desde el punto de vista de la interpretación, pues esa situación referida en la frontera castellana con el reino de Granada se va a repetir en los presidios castellanos del norte de África, donde, desde finales del siglo XV, presentó unos perfiles específicos aún más destacados si cabe, en un entorno geográfico completamente distinto y alejado, ya que en esta ocasión se trató de enclaves aislados, separados por una franja de mar, y donde el vencedor cristiano permanece alejado de las bases castellanas inmerso en un contexto de mayoría musulmana. En el mar de Alborán encontraremos de nuevo figuras e instituciones semejantes a las que se generaron en la frontera granadina. La “frontera de allende” será, pues, una réplica de la “frontera de aquende” que también merece un acercamiento porque en ella la figura del intérprete se institucionalizó plenamente y adquirió un protagonismo más que notable.
Se trata, como veremos, de un momento histórico en el que los frecuentes contactos y las relaciones sistematizadas entre ambas comunidades no pueden concebirse sin la presencia de intérpretes y traductores. Sin ellos, no se puede entender el periodo fronterizo ni el periodo morisco posterior. La traducción cotidiana, meramente funcional y utilitaria desempeñará en este periodo un papel primordial.
Cabe destacar que este trabajo se basa principalmente en documentación histórico archivística original, pues consideramos que para estudiar esta situación lingüística desde una perspectiva global e integradora, es fundamental contar con fuentes primarias que nos permitan acceder a testimonios coetáneos y a referencias válidas. No obstante, las dificultades que entraña la elaboración de una base documental de estas características no son pocas, pues no hay un tipo documental específico o más adecuado para abordar cuestiones de traducción e interpretación; las referencias a la lengua y a esta situación de lenguas en contacto, o los ejemplos directos no son frecuentes, por lo que hemos tenido que buscar en todo registro en el que se nombren cuestiones moriscas y en los que no se hace de manera explícita pero, por las fechas o la localización, pudieran ofrecer alguna información valiosa. Los ejemplos que se mencionarán en las próximas páginas proceden de archivos tan diversos como el Archivo General de Simancas (A. G. S.), Archivo de la Real Chancillería de Granada (A. R. Ch. Granada), Archivo Histórico Nacional (A. H. N.), Archivo de la Real Academia de la Historia (R. A. H.), Archivo Municipal de Vera (A. M. Vera) o Archivo Municipal de Lorca (A. M. Lorca), y principalmente de pleitos civiles por cuestiones de límites territoriales, o de cartas reales, aunque no exclusivamente.
De ejeas y alfaqueques. La interpretación en el periodo fronterizo
Antes de la conquista de Granada, como hemos dicho, la frontera señala el límite entre dos estados distintos con dos visiones de mundo muy distantes, dos religiones diferentes como son la cristiana y la musulmana y, por supuesto, dos lenguas mutuamente ininteligibles. Pero estas circunstancias son las habituales cuando nos referimos a reinos vecinos, aunque la vida en la frontera era especial y las prácticas no eran las mismas en tiempos de paz que en tiempos de guerra. La captura de cautivos, por ejemplo, era un hecho habitual en guerra, pero estaba completamente prohibido durante las treguas.
Se trata, pues, de territorios vecinos, por lo que los contactos fueron frecuentes y la comunicación necesaria, aunque se llevó a cabo a través de personajes distintos según se tratase de relaciones intrafronterizas o interfronterizas, ya que, en el primer caso, dentro del territorio musulmán, de los tratos con agentes externos a la comunidad se encargaba normalmente el alfaquí de la aljama, que era la persona de autoridad. Pero cuando los contactos habían de establecerse a ambos lados de la frontera, hecho, por otra parte, muy frecuente y plenamente sistematizado, se recurrió a la presencia de una figura que actuase como intermediario y facilitase la comunicación. Las relaciones entre ambos lados de la frontera en estas circunstancias solo fueron posibles gracias a las figuras que actuaron como puente entre las dos comunidades cuando la competencia lingüística en la lengua del otro era escasa o nula.
Lo más frecuente en la Baja Edad Media es que las funciones de intérprete fueran desempeñadas por quienes se veían obligados o tenían necesidad de conocer la lengua del otro, habitualmente por causa de su oficio o de su cargo político, y muy especialmente entre la minoría musulmana vencida ante la mayoría cristiana. Dentro de estas comunidades, los alcaldes moros, por ejemplo, solían desempeñar este papel, aunque el protagonismo de los mercaderes judíos es indudable. Pero, sin duda, hay otras figuras que encontraban su explicación y debían su desarrollo a la existencia misma de la frontera, como era el caso de los exeas y los alfaqueques, con nombramiento real en algunos casos o concejil en otros.
El alfaqueque era el encargado de negociar y tratar el canje o la redención de los cautivos cristianos mediante el pago de un rescate (Torres Fontes 1975), pues hemos de tener presente que el cautiverio en tiempo de guerra era una práctica habitual a uno y otro lado de la frontera. En las Partidas de Alfonso X (Partida II, título XXX, ley I) se regula el nombramiento de esta figura y allí se explica cuál era su cometido y quiénes eran: «alfaqueques tanto quiere decir en arauigo, como ome de buena verdad, que son puestos para sacar captivos». El hecho de que se legislase la figura y, al mismo tiempo, la institución, daba cuenta de la importancia que encarnaba el cargo. Por otra parte, en los alfaqueques debían concurrir muy diversas cualidades: que fueran hombres de buena fe, que no tuvieran codicia, que no fueran malquerientes, que fueran esforzados y sufridos o que tuvieran bienes propios. Puesto que se caracterizaban por su habilidad para la negociación y para generar confianza, así como por la facilidad de palabra, en esa ley alfonsí se recoge explícitamente la necesidad de que conozcan las diversas lenguas: «e si sabidores fueren de las lenguas, entenderan lo que dixeren amas las partes, e sabran responder a ello, e decir otrosi a cada vno lo que conviene». De esta manera, más allá de la costumbre o la práctica, quedaba legislado, en cierto modo, el papel del intérprete, aunque fuera implícitamente.
Este oficio era el equivalente al «ejea» de Aragón, puesto que las funciones que se les encomendaban eran las mismas. El «exea», al igual que veíamos en el caso anterior, era mucho más que un intérprete, pero su oficio solo podía desempeñarse si entre sus cualidades figuraba el conocimiento de las lenguas, por lo que podría asumirse que se trata de un intérprete por necesidad, aunque su valor no se midiese por la calidad de sus traducciones, sino por el éxito en las negociaciones para liberar cautivos.
Nebrija lo define como «explorator», pero advierte que es voz antigua. A partir de esa definición, en el diccionario de Covarrubias y en el de Autoridades se hará una interpretación no del todo acertada, en opinión de Corominas (1997), para quien la verdadera interpretación es la que se recoge en el fuero latino de Teruel, donde se indica que se trata de un guía cuya misión era conducir ganados del territorio musulmán al cristiano y viceversa, así como llevar cautivos rescatados en ambas direcciones. Él lo define como «guía o mensajero que se enviaba a tierra de moros», de ahí que necesitara una competencia lingüística suficiente para negociar a ambos lados de la frontera. Pero en esta voz, probablemente exclusiva del catalán y el aragonés, aunque que se extendió por tierras meridionales castellanas (Abad Merino 2004: 45), se incluye otra cualidad que ha de tener el intérprete: la confianza que debe transmitir, pues es «el que establece relaciones amistosas», aspecto esencial para que la negociación concluya con fortuna.
En esta situación el éxito del intérprete no residirá en la precisión de las palabras o en el traslado ajustado del mensaje, sino en la consecución del objetivo propuesto; es decir, en asegurar la comunicación entre los interlocutores, en que se llegase a conseguir el rescate o la liberación del cautivo.
Podría decirse que la interpretación en estas circunstancias se hace desde el caballo o la mula y en el medio oral, no mediante textos escritos elaborados; al menos, eso parece desprenderse de los testimonios de quienes presenciaron estas actuaciones. Hemos podido acceder a ellos a través de un tipo documental particularmente útil para abordar estas cuestiones: el pleito de límites. Los testigos de estos procesos judiciales son una fuente de información muy importante, porque se trata de aquellos ancianos que recordaban cuáles eran los límites de su territorio antes de la conquista, o si había algún tipo de amojonamiento que los delimitara con el fin de estructurar los nuevos términos municipales. Por las zonas en las que vivían y por su avanzada edad, muestran perfectamente cómo se desarrollaban estos encuentros y en qué condiciones. Un buen ejemplo es el testimonio del testigo 21 en el pleito entre Lorca (Murcia) y Vera (Almería) por el campo de Huércal, quien dice que por saber la lengua castellana fue con los alfaqueques a intercambiar cautivos a Fuente la Higuera, o el del testigo 31, especialmente descriptivo:
porque este testigo mas de tres vezes, por mandado del dicho cabdillo [Abdilbar], porque sabia la lengua castellana, fue con los dichos alhaqueques moros a destrocar cativos cristianos por cativos moros, e hizieron e hazian los destruecos con los de Lorca en la dicha Fuente la Figuera los dichos alhaqueques moros le dezian que en la dicha Fuente la Figuera que dixo ques entre Lorca e Vera se partian los dichos términos de Vera e Lorca. (A. R. Ch. Granada, 454–1. Pleito entre Lorca y Vera por el campo de Huércal, 1511–1519)
Ejeas y alfaqueques eran, por lo tanto, los intermediarios entre estos dos mundos a ambos lados de la frontera. Intérpretes, pues, de facto, avalados de iure por lo establecido en los Fueros y las Partidas (Abad Merino 2004: 50).
Lenguas o intérpretes a partir de la Conversión General de 1502
Tras la conquista, cuando desapareció el sultanato de Granada y se integró como un territorio más en Castilla, sobre todo tras la conversión forzosa de 1501, se desarrolló otra etapa de interpretación necesaria entre vencedores y vencidos, entre cristianos viejos y moriscos en las más diversas situaciones, aunque con perfiles diferentes en el ámbito rural y en el ámbito urbano. Contamos con una petición de 1503 a la reina Isabel, en la que se le solicitaba que autorizase la provisión de un intérprete para el concejo de Granada. En este documento queda magníficamente reflejada la situación lingüística tan complicada que se estaba viviendo en el momento por parte de los moriscos (Abad Merino 2017: 28), pues en pocas líneas se exponen los agravios y dificultades a las que este grupo debía enfrentarse por causa de no saber castellano, incluso en cabildos y ayuntamientos:
Sepades que por parte de los regidores desa dicha çibdad nuevamente convertidos a nuestra santa fee catolica, me fue fecha relaçion diziendo quellos estan puestos [tachado: jus] juntamente con los otros regidores desa dicha çibdad para ver e prover en las cosas del regimiento e governaçion della. E que entran en los cabildos e ayuntamientos. Que a cabsa de no entender la lengua, no saben ni entienden cosa alguna de lo que se habla e prouee en el dicho regimiento. E que por esta cabsa, no dan paresçer ni voto en los cabildos e ayuntamientos. E sy le dan, tanpoco se entiende lo que dizen. E si algo les paresçe que se deue proueer, no tyenen ynterpetre que lo diga. Lo qual es cabsa quellos no pueden vsar de sus ofiçios commo deuen ni dar dellos la cuenta que deuen. E me suplicaron e pidieron por merçed sobrello mandase prouer mandandoles dar vn ynterpetre, persona fiable que supiese la vna lengua e la otra, que estuviese en los dichos cabildos e ayuntamientos e les dixese las cosas que se platycasen e fordenasen en ellos para que ellos diesen su voto e paresçer o que sobre ello proueyse [sic] commo la mi merçed fuese. (A. G. S. Registro General del Sello. 1503, febrero, fol. 39)
Con el paso del tiempo, en la ciudad de Granada la castellanización se extendió con más rapidez que en el resto del antiguo reino, marcando con esto diferencias muy acusadas entre las distintas zonas y entre el ámbito rural y el urbano. Las cartas de última voluntad son un buen ejemplo e índice de la situación lingüística a la que nos referimos (García Pedraza 2002: 472), donde las necesidades comunicativas formaban parte del paisaje cotidiano y explícitamente se hace mención a ello y al papel que los más variados agentes tenían en este proceso de la traducción, como cuando el escribano granadino Alonso Gabano escribió al final de uno de estos documentos, que dio a «entender en lengua arábiga a la dicha otorgante todo lo contenido en este dicho testamento; la qual aviéndolo entendido, dixo que así lo otorgaba e asimismo lo di a entender a los testigos de esta carta en lengua castellana. E de ello doy fe».
Pero cuando salimos de la ciudad de Granada y nos acercamos a los límites de la antigua frontera con Murcia, la documentación nos muestra otra situación diferente en lo que se refiere al protagonismo de estos intérpretes, oficiales u oficiosos (dependiendo del contexto en que nos movamos). En el ámbito judicial, cuando los testigos moriscos ancianos habían de responder a las preguntas formuladas por el juez, se hacía necesaria la presencia del intérprete, aunque no siempre es mencionado en la documentación, a pesar de que por la edad y condición de los deponentes difícilmente hablarían castellano y todo el proceso no podría llevarse a cabo sin su presencia. Es paradójico que en estos casos se transcriban los testimonios y las preguntas en castellano sin ninguna indicación, pues no encontramos referencia alguna a la diferencia de lenguas. Este hecho nos lleva a presuponer necesariamente a un intérprete latente y, a veces, «agazapado» (Abad Merino 2005: 19), pues, de repente, puede surgir tímidamente su figura, como en el caso del pleito entre Lorca y Vera por el campo de Huércal (1511–1519), cuando solo en el testimonio del testigo número 30, puede leerse la siguiente referencia, aunque en ningún momento anterior habían sido nombrados:
[los términos] se han partido e parten a una fuente que se dize la fuente Chirrichila donde ay arrayhanes en la misma fuente estava a dos leguas poco mas o menos de la dicha Fuente la Higuera y los dichos ynterpetres seyendo preguntados sy quiere desir algo Chirrichila dixeron ques nonbre propio e que no sabe que quiere desir o que se dize asy. (A. R. Ch. Granada, 454–1. Pleito entre Lorca y Vera por el campo de Huércal, 1511–1519)
Otras veces sí se menciona explícitamente su presencia o la necesidad de su intervención, y así, podemos conocer cuál era la tarea que tenía encomendada, como sucede en las múltiples referencias que se pueden hallar en diversa documentación histórica conservada en el Archivo Municipal de Lorca (Murcia), donde se requiere a Fernando de Cárdenas, intérprete solicitado tanto para gestiones fiscales como para cuestiones judiciales:
Mandaron en el dicho ayuntamiento que con el reçebtor vayan a aser la provança el bachiller letrado de la çibdad e un ynterprete que sea esperto en la lengua e en lo demás. E asimismo que vaya Juan Avellan, escribano, con el bachiller Pareja e Fernando de Cárdenas por ynterprete. (A. M. Lorca, Libro de actas capitulares 1511–12, sesión 19–XI–1511, fol. 32v)
En este periodo las habilidades del intérprete cobraban una nueva dimensión, puesto que de la traducción precisa de un término o de la exactitud de la equivalencia de una expresión dependía, muchas veces, la fortuna de un concejo, la propiedad de un impuesto y tantas otras cuestiones que requerían traducción para unos hablantes que desconocían conceptos y realidades para las que había que procurar una aproximación a sus respectivos mundos. La palabra poseía tanto valor como el rescate del cautivo y el intérprete tendrá el poder en sus manos.
Pero la traducción no era solamente una práctica profesional alojada en los tribunales, sino que, dada la situación lingüística de la época, cualquier hablante conocedor de las dos lenguas, en mayor o menor grado, podía desempeñar espontáneamente las funciones de intérprete en cualquier lugar, en medio de la calle, sin ir más lejos, como cuando un vecino estaba castigando y reprendiendo a un esclavo en la calle: «e porque mejor lo entendiese que llamó a un crhistiano nuevo que sabia el algarabia para que mejor entendiese, e delante del interprete, juro Jorge de Vergara que si era fiel y nadie no se quexase de el» (A. G. S. Cámara de Castilla. Personas. Leg. 30, 1504– VIII– 5, Lorca).
Como decimos, el intérprete no siempre lo era de oficio, pues en muchas ocasiones lo era por casualidad o por necesidad. En este sentido, el clero desempeñó un papel muy destacado porque el anhelo de convertir a la fe católica al pueblo conquistado hizo que se diseñara una estrategia en la que el empleo de la lengua árabe facilitaría esa labor misional. En los pueblos pequeños en los que la mayor parte de los habitantes eran cristianos nuevos, era normal que desempeñara estas funciones de interpretación el párroco de la iglesia, pues solía conocer la lengua romance y el árabe dialectal de la zona, ya que era la mejor forma de evangelizar a la población autóctona, por lo que saber hablar algarabía era un mérito en la provisión de vacantes. El testimonio de fray Jorge de Benavides (1554), quien pasó toda su vida evangelizando en las Alpujarras, es el mejor exponente de esta realidad:
Vuestra merçed sabra que después que se convirtieron estos christianos nuevos del reyno de Granada, el señor alçobispo de Toledo y mis prelados me mandaron estar en las Alpuxarras para que predicasse y confesase e instuyesse a los christianos nuevos, porque hallaron que yo sabia muy bien la lengua arauiga, porque estuve aqui captivo en rehenes del comendador Sauiote. (A. G. S. Cámara de Castilla. Leg. 0345. 26 de septiembre de 1554)
Pero el panorama estaría incompleto si no mencionáramos también la importancia que tenían los romanceadores o traductores en el medio escrito en el siglo XVI, aunque en esas fechas solo el castellano tuviera la condición de lengua oficial. Se trataba de una dimensión distinta, pero es necesario nombrarlos por el prestigio que llegaron a alcanzar. No se movían en el plano de la inmediatez comunicativa, pues sus funciones eran requeridas para el traslado al castellano de documentos escritos en árabe, y para ello, el dominio de las dos lenguas y también de su escritura debía ser pleno, mientras que el intérprete o lengua no siempre sabía escribir en una de las lenguas o en ninguna de ellas. Normalmente tenían nombramiento real y en ellos debían concurrir una serie de cualidades que no estaban al alcance de cualquiera; disfrutaban de un nivel profesional y social bastante elevado y en eso se diferenciaban del intérprete. Hay ejemplos muy célebres, como los romanceadores de escrituras arábigas en Granada, Juan Rodríguez o Alonso del Castillo, quienes gozaban de una excelente reputación en su oficio (Abad Merino 2011). No representaban el espíritu fronterizo al que nos referimos, pero eran también, en cierto modo, una consecuencia de este espacio geográfico y cultural.
Frontera de allende. Las últimas fronteras de Castilla
La frontera se prolongó en el espacio y en el tiempo, y cruzó el Estrecho. En los presidios del mar de Alborán surgieron y se consolidaron unas instituciones y unos personajes que, como veíamos en el caso granadino, no hallan parangón en ningún otro contexto, pues justificaban su razón de ser en la existencia misma de la frontera que, mucho más que un límite territorial, era una forma de vida con valores propios y alejados en muchas ocasiones de los de la sociedad no fronteriza.
En esta franja de la costa magrebí, como ya ocurriera en la zona granadina, los hombres eran el mejor botín, tanto si se convertían en esclavos, como si se trataba de cautivos por los que había que pagar un rescate. Así, de nuevo cabe preguntarse quién o quiénes desempeñaban los papeles que ya mencionamos en el periodo fronterizo: quiénes negociaban la liberación y, al mismo tiempo, aseguraban la comunicación entre cristianos y musulmanes.
Los tratos de frontera eran un negocio lucrativo en esta franja de la costa norteafricana, que se encontraba en manos de muchos participantes y sin ningún tipo de regulación, por lo que la Corona decidió tomar las riendas de la situación para no quedar al margen; con tal fin, se recuperó una antigua institución, ya en desuso en aquel momento, especializada en negociaciones de frontera: la alfaquequería real. De esta forma volvemos a encontrarnos con esta institución en tierras fronterizas, aunque la reina Juana I, a principios del siglo XVI, amplió el marco de actuación que se recogía en las Partidas al incluir también las fronteras marítimas como ámbito de competencia para el alfaqueque mayor. Esta evolución de los oficios es destacable por cuanto suponía para el conocimiento de las lenguas, lo que ponderaba su importancia social y política: estos intérpretes, desde nuestra perspectiva, se convierten en los verdaderos protagonistas de este contexto por su habilidad en los idiomas que manejaban.
Por lo que se refiere a la competencia lingüística y a las labores de interpretación, hay que señalar que en esto serán los alfaqueques concejiles y otros alfaqueques menores quienes gozaron de mayor protagonismo en el ámbito de las relaciones directas y en la resolución de las necesidades comunicativas cotidianas.
En esta frontera del mar de Alborán renació también la figura institucional del «adalid mayor», establecida en las Partidas alfonsíes y potenciada por los Reyes Católicos. Serán principalmente los «adalides menores» quienes pongan su conocimiento de las costumbres del enemigo y su competencia con las lenguas (en muchas ocasiones se trataba de tornadizos o musulmanes) al servicio de la Corona, pues entre sus funciones estaba también la del espionaje y se introducían en las filas enemigas para «tomar lenguas».
Otro tanto sucede con el «almocadén», que en los siglos XV y XVI se dedicó principalmente a servir de guía y también de espía y trujamán, ya que muchos de ellos, por sus orígenes, tenían competencia lingüística en árabe y en castellano.
En esta sociedad fronteriza de Berbería también ocupó un lugar especial el «mogataz» o «almogataz», normalmente un soldado moro que servía en las filas del ejército español como guía o explorador precisamente por su conocimiento del idioma y las costumbres, aunque no tenía paralelo en la frontera granadina, pues es una aportación exclusiva norteafricana. Era sin duda un espía apreciado y eficaz.
Otro personaje específicamente fronterizo en este espacio geográfico era el «elche», renegado cristiano o descendiente de alguno, pero era persona de poca confianza por la deslealtad probada con su grupo de origen, aunque muy apreciado por su valor y sus conocimientos militares. Lógicamente, el dominio de ambas lenguas los convertía en los personajes de mayor doblez en las fronteras, en el más amplio sentido de la expresión.
Todos ellos, de un modo u otro, desempeñaron labores de interpretación que podríamos llamar oficiosa, frente a la oficial con nombramiento; pero cuando había necesidad de intercomunicación se acudía a su servicio, dentro y fuera del campo de batalla, y era su competencia en árabe y castellano lo que los hacía tan necesarios.
También hay que destacar que en estas lejanas tierras de la corona castellana se reservó un lugar destacado para otro tipo de interpretación más formal, pues en los presidios del mar de Alborán también cobró una importancia inusitada la interpretación oficial, por cuanto la sociedad de estas plazas norteafricanas era mucho más diversa que la peninsular, ya que, a su llegada, los castellanos se encontraron con la población musulmana autóctona y también con una importante comunidad judía, mucha de origen sefardí; pero además, allí se dieron cita grupos de las más variadas procedencias por causa del intenso comercio de su puerto, lo que hará del intérprete una figura imprescindible.
Así, ya en 1512, Fernando el Católico, como regente de Castilla, autorizó la presencia de tres judíos en Orán: un intérprete o lengua y dos recaudadores y, desde ese momento, el cargo de intérprete oficial recayó en manos de judíos. Puesto que llevaban años en el norte de África junto a la población musulmana, habían aprendido a hablar y a escribir su lengua, lo que unido al conocimiento del hebreo y el castellano, los convertía en los intérpretes más codiciados para llevar a cabo todo tipo de gestiones políticas, sociales y económicas, y no solo por el dominio de las lenguas, sino también por su familiaridad con los distintos grupos que allí se daban cita, fruto de la convivencia durante tantos años. Concretamente en el caso de Orán, el cargo estuvo vinculado a la familia Cansino durante más de cien años. Estos intérpretes llegarán a disfrutar de gran influencia social y de enorme poder. Contamos con un valioso documento anónimo de la época sobre el oficio de intérprete en Orán y Mazalquivir, que ofrece una interesante información sobre sus obligaciones y competencias, sin olvidar la importancia de la discreción:
El oficio de lengua y interprete propia cosa es interpretar de una lengua a otra, y si se mirase a este fin solo qualquiera que supiese hablar la arauiga lo puede ser y el General valerse de quien mejor le pareçiese en qualquiera ocasión, suponiendo que siempre elixirá para esto la persona de mas secreto. Que en quanto a la interpretaçion vasta para decir lo que el moro en arauigo y responder lo que el General mandare siendo fiel a la interpretación. (R. A. H. 8. 689, fol. 93r/s.f.)
A finales del siglo XVI, ante la gran influencia y acumulación de competencias de que gozaba el intérprete judío, se creó un segundo cargo de intérprete que obligatoriamente debía desempeñar un cristiano, puesto que, con el paso de los años, ya había algunos que dominaban la lengua, la lectura y la escritura en árabe. Es interesante comprobar, no obstante, que los testimonios de la época no conceden el mismo crédito a estos intérpretes cristianos que a los judíos, a los que consideraban mucho más capacitados: «por las mismas causas que no ocurren en los christianos que, aunque se supone mayor fidelidad en ellos, no pueden tener las inteligencias de los judíos». No obstante, el segundo intérprete era necesario para poder contrastar la veracidad de las traducciones del primero y poder garantizar así la seguridad de la Corona en asuntos importantes.
Del oficio de intérprete. Requisitos y procedimientos
En estos espacios de frontera, como se comprueba, podemos hablar de una traducción «urgente», de una traducción efectiva por cuanto ha de conseguir resultados prácticos. No es traducción literaria, ni se lleva a cabo en el ámbito escrito a través de textos cuidados o artísticos. No obstante, tiene el mismo valor porque nos habla de una necesidad comunicativa resuelta y, por tanto, de la presencia de estas figuras que ejercían como puente entre los dos mundos situados a ambos lados: los intérpretes o lenguas se desenvolvían en el medio oral preferentemente, pues solían intervenir en situaciones cotidianas y se les requería inmediatez. Estaríamos ante «una traducción de índole diaria, no erudita, sino estrictamente práctica en su misma cotidianidad» (Santoyo 2004: 70).
En la ciudad de Granada, las ordenanzas de 1500 ya regulaban la figura oficial del intérprete, con un sueldo de 2000 maravedís. También hubo escribanos en árabe, pero desaparecieron en 1525, por lo que todo el poder se concentró sobre los escribanos en castellano, que abusaron de su situación privilegiada frente a la población morisca desconocedora del castellano. Fuera de la ciudad de Granada, la situación era diferente y no hubo nombramientos de esta naturaleza, aunque habrá intérpretes reconocidos en distintas localidades, solicitados por su buen hacer.
No siempre era fácil encontrar un buen intérprete. Tenemos el caso de Fernando de Chinchilla, alfaquí de Oria y cristiano nuevo, que es un ejemplo de las condiciones que debía reunir un intérprete en el desempeño de su trabajo, pues lo encontramos reiteradamente en distintos actos judiciales y en causas menos formales, además de contar el juramento que hizo para su nombramiento en una causa, en el que se detallaban sus obligaciones como intérprete, entre las que destacaban la claridad y objetividad en la traducción, pero también la confidencialidad:
E después de lo susodicho, en la dicha villa de Oria, en el susodicho dia, mes e año susodicho, el susodicho Juan Merino dixo que nonbrava e nombro por ynterprete para desaminar los testigos que en esta cabsa se presentaren, que no supieren la lengua castellana, a Fernando de Chinchilla, christiano nuevo, vezino de la villa de Oria, e alcalde della. E luego yo, el dicho receptor, tome e resçibi juramento en forms de derecho al dicho Fernando de Chinchilla, ynterprete susodicho, sobre la señal de la cruz e por las palabras de los Santos Quatro Evangelios, que clara e abiertamente e syn macula ninguna diría a los testigos de quel fuese ynterprete todo lo que yo le dixese que les dixese. E que asimismo me diría e respondería todo lo que los dichos testigos le dixesen a las preguntas que yo les hiziese sobre lo tocante a lo que fuesen preguntados por testigos. Al qual dicho juramento e a la confesion del luego el susodicho Fernando de Chinchilla dixo sy juro e amen. E luego yo, el dicho receptor le dixe que so cargo del juramento que avia fecho, que tuviese e guardase secreto de todo lo que los dichos testigos le dixesen en sus dichos e yo le preguntase, fasta tanto que fuese hecha publicación. E el susodicho Fernando de Chinchilla asi lo prometio. (A. R. Ch. Granada, 1893–6)
La fidelidad, el secreto y, en suma, la lealtad eran y son tan importantes como la competencia lingüística, o incluso más, de tal manera que un intérprete podía ser recusado si faltaba al secreto que había prometido en el juramento. La integridad era otra de las cualidades que debía tener el intérprete, por lo que cuando se sabía que podía manipular a los testigos o intervenir en los testimonios, perdía la reputación y la confianza de la otra parte en el caso de que se tratase de un litigio. Son muchos los testimonios que lo retrataban como manipulador. En el pleito entre el marqués de los Vélez y la ciudad de Baza por los límites entre Oria y Cúllar, en 1535 (A. M. Baza. Leg. 90), hay buenos ejemplos de ello, pues del intérprete de oficio de los testigos, Francisco Hernández, se dice que «rogava e importunava a un cristiano nuevo que iba con el que jurase e dixese su dicho en cierto pleito. E que el dicho cristiano nuevo le respondia que el no sabia nada de aquello que le decía el dicho Francisco Hernandez, e que queria que jurase». Es evidente que también había intérpretes honestos que llegaban a advertir al juez de la poca fiabilidad de la declaración de algún testigo.
En la documentación quedan recogidos implícita o explícitamente algunos de los procedimientos habituales que se llevaban a cabo en las labores de interpretación. La repetición de la traducción en voz alta era práctica común. Así, en los pleitos de límites, por ejemplo, tras la declaración del testigo morisco en árabe que el intérprete había traducido al castellano para que fuera recogida por el escribano, el mismo intérprete tenía que volver a traducirle al árabe lo ya traducido para que el testigo pudiera confirmar la veracidad de lo transcrito y firmar la declaración:
E asi como acabó de decir este dicho testigo este su dicho, se le fue mostrado e leydo por mi, el dicho reçebtor, por lengua del dicho Fernando de Chinchilla, christiano nuevo, e dixo que todo lo que dicho e declarado tiene en este su dicho es asi la verdad, segund e como en ello tiene dicho e por eso dixo que en ello se referia e refirió e afirmava e afirmo. (A. R. Ch. Granada, 1893–6)
La pregunta realizada al testigo debía ser traducida al árabe por el intérprete y la respuesta recibida se trasladaba al castellano. Este procedimiento, que puede considerarse una traducción consecutiva, queda recogido de forma habitual mediante la fórmula «por lengua de»: «Fuele dicho e mandado de parte de sus altezas por mi, el dicho reçebtor, por lengua del dicho Fernando de Chinchilla, christiano nuevo, que tenga e guarde secreto deste su dicho e no lo diga e descubra cosa ninguna ni parte de ello».
Al intérprete se le pedía rigor en la traducción por encima de cualquier otro aspecto, pues de la exactitud con que trasladase las palabras dependía la suerte de las partes litigantes en un pleito, o los intereses de la Corona, noble o concejo si se trataba de impuestos; pero no siempre era posible establecer una equivalencia exacta. Los topónimos son un buen ejemplo de esto, ya que muchas veces no tenían correspondencia y significaban algo. Y, por otra parte, en esta nueva configuración territorial que supuso la incorporación del antiguo reino granadino a la corona castellana, los lugares de época andalusí cambiaron su nombre por otro de cristianos, lo que complicaba la situación del intérprete cuando debía preguntar a los testigos moriscos por la identificación de los límites de cada término antes de la conquista. Se dieron situaciones como la que presentamos en interrogatorio transcrito con anterioridad acerca de la fuente Chirrichila en el pleito entre Lorca y Vera («los dichos ynterpetres seyendo preguntados sy quiere desir algo Chirrichila. Dixeron ques nonbre propio, e que no sabe que quiere desir o que se dize asy»).
Otras veces las dificultades procedían del hecho de que habían de establecerse equivalencias entre instituciones, conceptos o términos inexistentes en la lengua fuente con otros que no siempre son asimilables a la lengua meta, pues cada lengua tiene una forma particular de organizar el mundo y de ver la realidad. Una vez más, la intervención del intérprete será primordial para que una de las partes obtenga beneficio frente a la otra, lo que daba lugar a manipulaciones y a traducciones interesadas en algunas ocasiones.
En el ámbito fiscal esta circunstancia presentaba una importancia mayúscula, pues las recaudaciones dependían de los tipos de impuestos y tras la conquista no siempre convenía, desde un punto de vista económico, transformar los impuestos que se pagaban hasta ese momento al marco castellano (Galán 2016). Así, dependiendo de qué se entendiese por «almagrán», los moriscos tendrían que tributar como moros o como cristianos, o «el derecho del talbix», que se incorporaba como pregunta en uno de los pleitos de límites para que quedase claro quién pagaba el impuesto y a quién.
En las traducciones se establecían este tipo de adaptaciones culturales, con la utilización de conceptos castellanos que no encontraban equivalente exacto en la cultura musulmana, como «concejo» del lugar por «aljama o consejo de ancianos». Otro tanto sucede con las medidas itinerarias, pues si el testigo habla de «millas», el intérprete establece la equivalencia en «leguas». Sin duda el intérprete desempeñaba con éxito su papel no solo por sus saberes lingüísticos, sino también por su familiaridad con ambas culturas.
Conclusiones
La comunicación entre cristianos y musulmanes durante el tiempo en que coexistieron la corona de Castilla y el sultanato nazarí fue difícil por las distancias que los separaban, tanto políticas como religiosas, pero también lingüísticas. Cuando el reino granadino se incorporó a las estructuras de organización castellanas, esas dificultades se mantuvieron e incluso se acrecentaron. El mudéjar pasaba a ser morisco, cristiano en teoría tras la Conversión general, y la forma más visible de su asimilación era la desaparición de su de su religión y de su lengua. El árabe, idioma del «infiel enemigo» de la Cristiandad, y, por lo tanto, lengua sospechosa por naturaleza, se prohibió. Las diferencias de lengua podían interpretarse como diferencias de voluntades y, ante la resistencia de los cristianos nuevos a aprender el castellano, nació el conflicto. Cuando la corona castellana extendió sus fronteras hasta las plazas norteafricanas como Orán, Mazalquivir o Melilla, se enfrentó a una situación comunicativa semejante que tuvo que resolver a través de la experiencia que ya había adquirido en las fronteras peninsulares, con la réplica de recursos y personajes.
En todo este tiempo, desde el siglo XIII hasta el XVI, el intérprete fue una figura fundamental e imprescindible para garantizar las relaciones entre ambas comunidades, como nos transmiten los testimonios que han llegado hasta nosotros, que nos muestran cómo esta labor se llevaba a cabo en las relaciones en todos los niveles, desde el más local de las diferentes poblaciones fronterizas hasta el central encarnado por los intereses de las dos monarquías, pero también y fundamentalmente, en todo tipo de situaciones cotidianas. La traducción no siempre tenía aspiraciones estéticas o científicas, y en muchas ocasiones estuvo motivada por necesidades comunicativas básicas. La función de intérprete, por otra parte, no puede separarse del momento histórico y de las circunstancias socioculturales en que se lleva a cabo, por lo que todos estos actos de interpretación estuvieron impregnados por los valores culturales del vencedor, donde el vencido tuvo que adaptarse, con diferente grado de resistencia, a la visión del mundo cristiano.
Estos intérpretes fueron el puente entre las dos orillas, tan cercanas geográficamente, pero tan alejadas desde el punto de vista cultural y social, pues con su intervención facilitaron las relaciones y fomentaron así la comunicación.
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