Panorama de la traducción en los siglos V al XI
Julio–César Santoyo Mediavilla (Universidad de León)
La historia de la traducción en la Península Ibérica da comienzo con la llegada de los primeros ejércitos romanos hacia 217 a. C.1 «Fue la integración de Hispania en el mundo romano la que creó unas condiciones favorables para el surgimiento de epígrafes bilingües» (Beltrán & Estarán 2011: 12), o lo que es lo mismo inscripciones con textos en dos idiomas, traducción uno del otro, uno de ellos siempre el latín. Aunque sean escasas las que han sobrevivido, aún se cuentan hoy, entre otras, dos estelas con inscripciones ibero–latinas en Sagunto y Cástulo, una greco–latina en Ampurias, tres más ibero–latinas en Tarragona, etc., de igual manera que se conservan microtextos bilingües ibero–latinos en unas cuantas leyendas o rótulos monetales paleohispánicos.
Aun así, esa escasez de inscripciones es abundancia si se la compara con la inexistencia de todo tipo de documentación sobre traducciones y traductores durante los siglos hispano–romanos de antes y después de nuestra era: una carencia documental que apenas si comienza a disiparse bien avanzado ya el siglo III. Hay constancia, por ejemplo, de que durante ese siglo los cristianos de Hispania hacían uso exclusivo de la traducción latina de las Sagradas Escrituras, sin que en ningún momento se mencionen originales griegos o hebreos. Las cartas de Cipriano de Cartago, por ejemplo, y las actas del martirio de Fructuoso, obispo de Tarragona, unas y otras de mediados del siglo III, hacen alusión a conocidos textos bíblicos, en latín. Tal es el caso de la carta 67 de Cipriano de Cartago, en la que escribe «a Félix y a los fieles de León, Astorga y Mérida» a propósito de dos obispos, Basílides y Marcial, que al parecer habían apostatado. En esa larga misiva abundan las citas directas, siempre en latín, de varios libros del Antiguo y Nuevo Testamento, sin duda en la versión conocida como vetus latina, anterior a la versión vulgata de Eusebio Jerónimo. No cabe duda de que los clérigos hispanos de esos primeros siglos, que hablaban latín, pero que desconocían el griego, manejaban textos religiosos o profanos traducidos de este segundo idioma. Sirva de muestra, a finales del siglo III o comienzos del IV, la versión latina incompleta del Timeo de Platón que Calcidio (probablemente hispano) llevó a cabo a instancias de Osio, el obispo de Córdoba que en el año 325 presidió el concilio de Nicea. En su dedicatoria de la traducción y del comentario anexo, Calcidio dejó constancia de que «primas partes Timaei Platonis […] non solum transtuli, sed etiam partis eiusdem commentarium feci».
Con todo, es muy probable que el primer episodio traductor de esta historia sea el protagonizado por Lucinio a finales del siglo IV, testimonio de que en aquellas fechas, y en vida del propio Eusebio Jerónimo, ya se conoció en Hispania gran parte de su traducción del Antiguo y Nuevo Testamento. Lucinio y su esposa Teodora, cristianos de la Bética hispana, quizá de Utrera como sostiene la tradición, habían tenido noticia de las nuevas traducciones latinas de la Biblia y de otros textos religiosos que Eusebio Jerónimo estaba llevando a cabo en su retiro de Belén y, en un gesto inusitado para la época, enviaron allí, año 397, a seis amanuenses para que sacaran copia de aquellas versiones y volvieran con ellas a la Bética (Valero 1993: 737). Regresaron al año siguiente, cumplido el encargo, y con ellos una carta de Eusebio Jerónimo para Lucinio, con interesantes comentarios:
Respecto de mis obras, que no por su propio valor sino por tu benevolencia deseas tener, según dices, ya se las di a tus hombres para que las trasladaran, y las he visto ya copiadas en los cuadernos; no me he cansado de advertirles que las cotejaran con todo cuidado y las corrigieran. […] Si encuentras erratas o se ha omitido algo que impida al lector la inteligencia [del texto], no deberás achacármelo a mí, sino a los tuyos y a su ignorancia, porque copian no lo que tienen delante, sino lo que entienden, y mientras pretenden corregir errores ajenos, ponen de manifiesto los propios.
Lucinio también le había pedido copia, dice Eusebio Jerónimo, de «todo cuanto yo he escrito desde mis días de juventud hasta hoy», traducciones no bíblicas, por ejemplo, de textos de Josefo, de Papías de Hierápolis y de Policarpo de Esmirna, que por entonces se atribuían a Eusebio Jerónimo; pero este le contestó que era «falso el rumor que te ha llegado de que yo los haya traducido, pues ni tengo tiempo ni fuerzas para pasar obras tan importantes a lengua distinta sin que se pierda la elegancia original». No sabemos si Lucinio llegó a leer esa carta de Eusebio Jerónimo, porque falleció aquel mismo año 398. Al conocer la noticia de su muerte, Eusebio Jerónimo remitió a su esposa una larga misiva consolatoria, fechada en el 399 y llena de elogios para «nuestro querido Lucinio».
No habían transcurrido aún veinte años desde esa fecha cuando surge el que quizá sea el primer traductor de nombre conocido en la Península Ibérica, Avito de Bracara (la actual Braga, en Portugal). Avito, sacerdote de esa diócesis, se hallaba en el año 415 en Jerusalén asistiendo a un sínodo contra Pelagio. En diciembre de ese año, un sacerdote de nombre Luciano descubrió en su iglesia de Kaphar–Gamala la tumba, hasta entonces desconocida, del protomártir Esteban. El descubrimiento conmocionó a las iglesias de Oriente, que supieron de él por el relato de los hechos que enseguida escribiera en griego el propio Luciano. Fue aquel texto griego el que, a comienzos del 416, Avito de Bracara tradujo al latín. Gennadio de Marsella recordará años más tarde en su obra De viris illustribus: «El presbítero Avito, hispano de nacionalidad, tradujo al latín dicha obra del presbítero Luciano y, junto con una carta, la remitió por mediación del presbítero Orosio a las iglesias de Occidente».
En el estado actual de nuestros conocimientos, hasta los primeros decenios del siglo XII la historia de la traducción en la Península Ibérica es un oscuro período de más de seiscientos años, apenas de vez en cuando interrumpido por brevísimos destellos de luz. Desde la traducción de Avito en el 416 más de un siglo había de transcurrir hasta encontrar las primeras versiones hechas ya en tierras hispanas, de la mano también esta vez de dos clérigos de la misma diócesis de Braga, Martín y Pascasio. Martín de Dume, natural de Panonia, llegó a la Península hacia el año 550. Había estudiado griego y peregrinado a Tierra Santa, quizá también había visitado Roma y la tumba de Martín de Tours. En alguno de esos viajes debió tener conocimiento de la condición herética y todavía medio pagana del pueblo germánico de los suevos, en el noroeste peninsular, y hacia allí encaminó sus pasos, para acabar estableciéndose en la capital de aquel reino suevo, la Bracara Augusta de la Hispania romana. En sus proximidades, en el pueblecito de Dume, Martín fundó un pequeño monasterio, del que fue primer abad. En el 556 fue consagrado obispo de Dume, luego nombrado arzobispo de Braga. Falleció («migravit ad Dominum», escribe Gregorio de Tours) el año 579/580, y fue enterrado en su propio monasterio de Dume, «con llanto grande de su pueblo» («magnum populo illi faciens planctum»), en palabras del mismo autor.
Aquel conventículo de Dume fue el escenario del primer episodio documentado de traducción medieval en la Península Ibérica. Martín sabía latín, lo que es obvio, y sabía también griego, lo que ya no lo era tanto. Además se lo enseñó a otro monje de su pequeño cenobio, y cuando consideró que éste, un joven diácono de nombre Pascasio, estaba ya preparado para la labor, le encargó la traducción de una obra conocida como Verba seniorum, colección de preceptos, dichos morales y exempla edificantes atribuidos a los anacoretas del desierto egipcio. Poco después el propio Martín se puso a la tarea de traducir, también del griego al latín, otro texto, algo más breve, las Sententiae Patrum Aegyptiorum: diálogos sentenciosos, muy concisos, entre un monje que pregunta y el abad o anciano que responde. Dada la naturaleza de ambos textos, todo indica que uno y otro se hicieron con el propósito de que sirvieran de regla de conducta monacal en Dume. En su tarea traductora cuenta también con una colección de ochenta y cuatro cánones de diversos concilios que, bajo el título de Capitula ex orientalium patrum synodis, Martín retradujo del griego al latín, porque –escribe– le pareció necesario «volver diligentemente a su ser, con palabras llanas y sin tacha, tanto las cosas que los otros traductores han expresado con oscuridad como las que los copistas modificaron».
Nuevo silencio durante casi cuatro siglos, que ni siquiera se vio interrumpido por la labor enciclopédica de Isidoro de Sevilla. Por lo que respecta a la traducción, sus Etimologías, compiladas en los primeros decenios del siglo VII, se limitan a recoger la definición de intérprete («el que está en medio de dos [inter partes] lenguas distintas y traduce de la una a la otra»), y a resumir, muy brevemente, la historia de las traducciones bíblicas, desde la legendaria de los Setenta en Alejandría hasta la Vulgata de Eusebio Jerónimo, que Isidoro elogia y claramente prefiere a todas las demás.
El reino visigodo se derrumba en el 711 ante la invasión musulmana de la Península. Sólo sobreviven en el norte montañoso unos pequeños reductos cristianos. En uno de ellos nació Teodulfo (ca. 750), que fuera monje benedictino, probablemente aragonés y que estuvo radicado en tierras galas, obispo de Orleans en 798 y, junto con Alcuino de York, uno de los más notables intelectuales de la corte de Carlomagno. Poeta, teólogo y educador, se ocupó también de revisar y corregir el texto de la traducción latina de la Biblia, en la versión de Eusebio Jerónimo, que a lo largo ya de cuatro siglos de sucesivos copistas había acumulado numerosas variantes y errores. Vivía aún Teodulfo cuando el año 813 se reunió en Tours un sínodo de obispos. Entre las varias disposiciones allí acordadas, el canon xvii estableció, por primera vez en la historia, la necesidad de que las homilías, hasta entonces predicadas en latín, se tradujeran (transferre) a la lengua del pueblo, según fuera ésta el primitivo romance francés en unos territorios o el antiguo alemán en otros («in rusticam Romanam linguam aut Thiotiscam»), y ello para que «más fácilmente puedan entender [los fieles] las cosas que se les dicen». Partida de bautismo de la traducción en el ámbito de las lenguas románicas y germánicas, no se sabe de medida similar en los territorios cristianos de la Península Ibérica, pero no hay duda de que, con preceptos como el de Tours o sin ellos, la situación no pudo ser aquí muy diferente.
Por lo que a los territorios islámicos respecta, no deja de sorprender la casi total ausencia de documentos y testimonios traductores de cierta sustancia todo a lo largo de los siglos VIII y IX, y ello en una sociedad que por fuerza hubo de ser, durante mucho tiempo y en muchos aspectos, diglósica. No fue hasta muy avanzado ya el siglo X cuando comienza a haber noticias ciertas de actividad traductora, si bien siempre muy escasas e inconexas. Así, en la Córdoba musulmana y en torno al 946 un mozárabe, Ishaq ibn Balasq al–Qurtubi (Isaac de Velasco, el Cordobés), hizo una versión de los cuatro evangelios al árabe. El mismo Velasco puede haber sido el traductor al árabe de las epístolas de Pablo de Tarso. En el colofón del texto evangélico traducido se lee (Simonet 1983b: 753): «Acabóse la parte cuarta del evangelio de Juan, hijo del Zebedeo, el Apóstol […], y con su terminación concluyen los cuatro Santos Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan contenidos en este libro». Casi cincuenta años después de esa traducción, hacia 989, Hafs ibn Albar al–Quti (hijo de Alvar el godo) traducía del latín al árabe los salmos de David. Es ésta una traducción en verso, en cuyo prólogo al–Quti critica duramente una anterior versión árabe en prosa del salterio, porque su autor, inexperto y testarudo –dice–, había querido hacerla palabra por palabra, y su ignorancia de las normas lingüísticas había echado a perder los significados.
Hay constancia de otras dos versiones de los salmos, ambas en prosa, y de una traducción de los evangelios distinta de la de Isaac de Velasco, posterior también a ella, y de una versión árabe de la epístola paulina a los gálatas, fechada esta última a finales del siglo IX o comienzos del X. El polígrafo cordobés Abu Huhammad Ali ibn Hazm (994–1064), autor de El collar de la paloma, manejó para la redacción de su Historia crítica de las ideas religiosas una traducción del Nuevo Testamento que incluía al menos los cuatro evangelios, el Apocalipsis, quince epístolas de Pablo de Tarso y los Hechos de los Apóstoles (López López 1999: 312). Nada extraño hay en que los cristianos que vivían en territorios musulmanes necesitaran de tales traducciones al árabe, dado que no conocían el latín; baste recordar la queja de Álvaro de Córdoba en su Indiculus luminosus del 854: «Heu pro dolor, legem suam nesciunt christiani et linguam propriam non aduertunt latini». Prueba complementaria de la existencia entre los mozárabes de traducciones, implícitas o explícitas, es el Glossarium latino–arabicum de la biblioteca de Leiden, un protodiccionario latino para uso de cristianos hablantes de árabe.
Por los mismos años (948–949) en que Ishaq ibn Balasq traducía en Córdoba los evangelios llegó a esa ciudad una embajada del emperador Constantino VII Porfirogéneta. Como presente para Abderramán III traía un ejemplar en griego del famoso texto farmacológico de Dioscórides Acerca de la materia medicinal, «maravillosamente escrito en letras de oro y adornado de hermosos dibujos que representaban las plantas citadas en el texto» (Ribera 1928: 191). Un reducido grupo de intelectuales recibió el encargo de mejorar con ese texto la traducción árabe que ya existía de la obra, entre ellos el físico y diplomático judío Abu Yusuf Hasday ben Yshaq ibn Shaprut, conocedor del hebreo, árabe y latín, y el también físico Ibn al–Katani. A ellos se sumó el clérigo mozárabe, futuro obispo de Córdoba y Elvira (Iliberris) Recemundo, conocido como Rabi ibn Zaid al–Usquf al–Qurtubi, muy distro también en la lengua árabe. Sin embargo, dado el escaso o nulo conocimiento del griego que tenía ese grupo, el califa solicitó de Bizancio que enviaran a alguien experto en esta lengua.
Así fue como se unió a ellos el monje bizantino Nicolás, y con él otro musulmán siciliano que hablaba griego (Vernet & Samsó 1996: 251). El monje Nicolás traía consigo una misiva del emperador en la que indicaba a Abderramán III que «este [monje] os podrá valer para la traducción de Dioscórides; en cuanto a la obra de Orosio, latinos tenéis entre vosotros que puedan leerla en su texto original y trasladarla del latín al arábigo» (Simonet 1983a: 637). La embajada bizantina, en efecto, también había obsequiado al califa con un segundo códice, éste en latín, con la obra de Paulo Orosio Adversus paganos historiarum libri septem, que conoció traducción contemporánea al árabe. En ella intervino el ya citado Recemundo y el cadí andaluz, historiador y geógrafo, Abu Muhammad al–Qasim ibn Asbagh, conocido como al–Bayani (el baenense). De la excepcionalidad de esta traducción árabe de Orosio ya comentó Levi della Vida (1965: 687) que se trata de «l’unica opera latina della quale rimanga (e anche consti quando e da chi sia stata fatta) la traduzione in arabo».
Ecos quedan pocos de otros momentos traductores, datos todavía menos. Algo más tarde, ca. 961, el obispo Recemundo ofrecía a al–Hakam II, sucesor de Abderramán III, el denominado Calendario de Córdoba o Libro de la división de los tiempos (compendio de temas agrícolas y meteorológicos), con doble texto en árabe y latín, que no siempre ofrece lo que podría denominarse correspondencia exacta. Hay noticias también de que al–Hakam II encargó a cierto Joseph, quizá judío, la traducción de la Torah al árabe, pero, si la hubo, tal texto no se ha conservado. Como tampoco ha sobrevivido la revisión de una anterior versión árabe del Planispherium de Ptolomeo, en la que se dice que colaboró el matemático y astrónomo andaluz Maslama al–Majriti (muerto hacia 1007) y sobre la que escribió un comentario.
Por las mismas fechas, segunda mitad del siglo X, en territorios cristianos tan sólo hallamos microtextos traducidos en forma de glosas: las glosas árabes del códice de los Morales del papa Gregorio I, escrito con posterioridad 945 en el monasterio de Santa María de Valeránica, en la comarca burgalesa de Lerma; las 353 glosas en árabe (más tarde de 960) de la biblia visigótico–mozárabe de la basílica de San Isidoro, en León, denominada Codex Visigothicus o Codex Biblicus Legionensis, que fuera copiado por el presbítero Sancho y decorado por el miniaturista Florencio, también en el scriptorium de Santa María de Valeránica, y glosado posteriormente por otro clérigo que tenía el árabe como lengua materna. El códice contiene una Vulgata completa (salvo los libros de Tobías y Judith, que pertenecen a la vetus latina). Sancho y Florencio concluyeron el códice en el año 960. Comenta López López (1999: 312, 317):
Respecto al carácter de las glosas marginales arábigas hemos de decir que sólo dos de ellas son auténticas glosas. […] El resto son todas mera traducción de uno o varios vocablos que […] vienen señalados en el texto latino con una pequeña vírgula sobrescrita. […] Todo indica que estas anotaciones son producto de una intensa labor de estudio del texto bíblico realizada por un clérigo mozárabe que fue anotando, en los márgenes del códice, la correspondencia arábiga de muchas palabras latinas que no conocía o que tenían para él algún interés específico. Sólo en contadas ocasiones encontramos notas que son traducción de una pequeña frase. […] Su labor la llevó a cabo tomando como base una traducción [árabe] de las Escrituras preexistente. […] Estas glosas fueron realizadas, no en el monasterio de Valeránica, en que este texto se copió, sino en el monasterio de San Miguel de Escalada.
Algunos años posteriores parecen ser las glosas en castellano y en vascuence primitivos (ca. 975?) que hallamos en códices de los monasterios de San Millán de la Cogolla y de Silos, que constituyen los primeros testimonios de esas dos lenguas. La más extensa de las glosas de San Millán es la traducción (bastante libre, por cierto) del colofón de un sermón de Agustín de Hipona: «Adjubante domino nostro Jhesu Christo cui est honor et jmperium cum patre et Spiritu Sancto jn secula seculorum», traducido como «conoajutoio de nuestro dueno, dueno Christo, dueno Salbatore, qual dueno get ena honore, equal duenno tienet ela mandatjone cono Patre, cono Spiritu Sancto, enos sieculos delosieculos».
Quizá estaban aún por escribir las glosas emilianenses cuando en el 967 Borrell II, conde de Barcelona, visitó la abadía de Saint–Géraud, en Aurillac. Su abad pidió al conde que llevara consigo, de vuelta a la Marca Hispánica, a un muchacho de pocos años, de nombre Gerberto, natural de Auvernia, que había destacado allí en sus estudios. Borrell dejó al joven Gerberto al cuidado de Ató, obispo de Vic, en cuya escuela catedralicia estudió durante casi tres años, hasta que en el otoño del 970 el conde y el obispo acudieron a Roma en peregrinación: con ellos iba también Gerberto. A lomos de caballería, Vic dista de Gerona o Barcelona dos jornadas de viaje, y en un día puede llegarse hasta el monasterio de Santa María de Ripoll. Por los años en que Gerberto estuvo en Vic (967 a 970) la escasa biblioteca monástica de Ripoll contaba con lo que, en palabras de Millás Vallicrosa (1960: 93–96), «venía a ser un Corpus de tratados de ciencia natural, aritmética, geometría, astronomía, computística, para uso de los escolares del mismo monasterio».
La novedad de tal corpus con respecto a compilaciones semejantes que pudo haber en otros monasterios de la época, tanto peninsulares como europeos, era que la mayor parte de los textos contenidos en los 102 folios que componen el corpus ripollés son traducciones o reelaboraciones latinas de originales árabes: De mensura astrolabii, De utilitatibus astrolabii, Geometria incerti auctoris, Capitula horologii Regis Ptolomei, De horologio secundum alkoram, De astrolabii compositione, De divisione igitur climatum quae fit per almucantarath, etc., textos ciertamente hoy muy breves, casi todos fragmentarios, que en su estado actual (Archivo de la Corona de Aragón, ms. 225) hay que considerar como restos supervivientes de una compilación sin duda más amplia y completa: así, De mensura astrolapsus consta de un solo folio, al igual que De horologio secundum alkoram; folio y medio ocupan las Astrolabii sententiae; el texto más amplio, De astrolabii compositione, se extiende a lo largo de veinte folios.
No fueron éstas las únicas traducciones que a finales del siglo X se hicieron en la Marca Hispánica, ni las únicas que pudo conocer Gerberto de Aurillac. Aquellos años de estudio en Vic, con visitas casi seguras a Ripoll, Gerona y Barcelona, dejaron en el joven monje un imborrable recuerdo bibliográfico. A comienzos del año 984 solicitaba desde Reims a Miró Bonfill, obispo de Gerona, que le enviara un ejemplar del pequeño tratado De multiplicatione et divisione numerorum, traducido del árabe al latín por el español José («a Joseph Ispano editum»). De hecho, por los mismos años Gerberto escribía una obra propia, Regulae de numerorum abaci rationibus, pionera en la difusión europea del nuevo sistema árabe de numeración, cómputo y cálculo, que acabaría sustituyendo al romano. Años más tarde Gerberto también escribía a cierto Lupitus Barchinonensis (muy probablemente el arcediano de la catedral de Barcelona Sunifred Llobet o Lubetus Seniofredus) para pedirle un tratado de astrología que éste había traducido del árabe al latín («librum de astrologia translatum a te»). De la misma época, segunda mitad del siglo X, es el Liber Alchandrei philosophi, también conocido como Mathematica Alhandrei, del que sólo se sabe que fue traducido del árabe al latín en la Marca Hispánica, aunque ignoremos dónde, cuándo y por quién. Librum de astrologia llama Gerberto al traducido por Lupitus, y de astrología trata este anónimo Liber Alchandrei, considerado el más antiguo tratado astrológico en redacción latina.
Tras las noticias de traducciones hispanas del siglo X que nos llegan en la correspondencia de Gerberto de Aurillac, el silencio vuelve a extenderse a lo largo de casi cien años sobre la historia de la traducción peninsular, silencio que durante todo el siglo XI queda apenas interrumpido unos instantes por brevísimos testimonios de versiones del latín al árabe. Una de tales traducciones, años 1049–1050, es la de una amplia «colección de cánones y decretos pontificios, dispuestos didácticamente por orden de materias» (Simonet 1983a: 720), 430 folios en pergamino, obra del presbítero mozárabe Vincentius, que la dedica a cierto obispo también mozárabe, Abdelmelic (Adb al–Malik). El propio Vincentius informa también a ese prelado que próximamente va a enviarle los libros bíblicos de Jeremías y Ezequiel, y, aunque no se hace mención de ello, es de suponer que la referencia es a ambos textos en versión árabe.
En cuanto a las primeras traducciones del y al hebreo de la mano de eruditos judíos, nada hay en ello de casual: conocedores de una y otra lengua, tampoco fue infrecuente durante el medievo que, además del romance, conocieran el latín. Etnia políglota por excelencia, fieles a su fe o conversos a la cristiana, los ejemplos que pueden citarse a lo largo de toda la Edad Media peninsular son tan numerosos que más parecen norma que excepción. Y su presencia cultural, innegable. Sin su aportación a la historia de la traducción en la Península Ibérica, no cabe duda de que tal historia sería muy distinta. No es casual que el sepulcro sevillano de Fernando III el Santo, aunque de fecha muy posterior, presente la misma larga inscripción en hebreo, árabe, castellano y latín. Esa larga tradición de traductores de y al hebreo se abre en el último tercio del siglo XI con Isaac ibn Reuben al–Barceloni y Moseh ben Semuel ha–Kohen ibn Chicatilla. El primero de ellos, nacido hacia 1043, poeta, juez en la comunidad judía de Denia, fue también uno de los más tempranos traductores peninsulares del árabe al hebreo: su versión pionera de un tratado de Rav Hai Gaon sobre cuestiones jurídicas y de compraventa, el Sefer ha–miqqah we–ha–mimkar, lleva fecha de 1078. Tradicionalmente se le ha atribuído asimismo la traducción al hebreo del Kitab al–Usul (Sefer ha–Shorashim), del gramático y lexicógrafo cordobés ibn Janah.
De la vida de Moseh ibn Chicatilla (Chiquiteilla, Gikatilla) son muy pocos los datos que se conocen, salvo su nacimiento en Córdoba en la primera mitad del siglo XI y su residencia durante muchos años en Zaragoza. En los últimos decenios del siglo tradujo, también del árabe al hebreo, una obra del gramático Judah ben David Hayyuj sobre los verbos hebreos, que Martínez Delgado (2002: 120, 128) califica como «la primera traducción del árabe al hebreo que se realizó en al–Andalus. […] La traducción de Ibn Chiquitilla es bastante libre y está salpicada de comentarios y adiciones del traductor para facilitar la comprensión a alguien que no esté a la altura de los conocimientos que exige el tratado». También parece haber llevado a cabo la traducción al árabe de varios libros del Antiguo Testamento, que acompañó con extensos comentarios exegéticos, si bien solo se conserva, y parcialmente, su versión árabe del Libro de Job. Muy escasos traslados, pues, entre el hebreo y el árabe a lo largo de todo el siglo XI, y más escasos aún al latín. No parece sino que se hubiera hecho realidad la «advertencia» de Ibn Abdûn, redactor de las ordenanzas de policía (hisba) de la ciudad de Sevilla, a finales del siglo XI o quizá comienzos del XII: «Ni a los judíos ni a los cristianos se les deben vender los libros de ciencia, salvo aquellos que tratan de su propia fe; porque, en efecto, traducen después los libros de ciencia y atribuyen su paternidad a sus correligionarios y a sus obispos, ¡cuando resulta que son obra de musulmanes!» (Márquez 2004: 193).
Salvo estas raras muestras de versiones latín–árabe y árabe–hebreo, el XI es un siglo yermo de traducciones. Según Vernet (2006: 163), «hay muy pocos testimonios, por no decir ninguno, de las traducciones que procedentes del árabe pudieran hacerse en el siglo XI en la Península Ibérica». Y es que no fue en la Península, como tampoco en el resto de Europa, un siglo particularmente propicio para el cultivo de las artes, menos aún de las letras. Fue un siglo que en sus inicios contempló el saqueo del monasterio de San Millán de la Cogolla por las tropas de Almanzor; que fue testigo de la desintegración del califato de Córdoba en más de treinta taifas locales, mayores y menores, siempre en perenne conflicto unas con otras; un siglo de lucha constante entre los cristianos del norte y los musulmanes del sur, con la reconquista cristiana de Calahorra (1045), Coimbra (1064), Madrid (1083), Toledo (1085), Segovia (1088), Valencia (1094) y Huesca (1096), pero también con un buen número de derrotas cristianas frente a los nuevos invasores almorávides en Sagrajas (1086), Consuegra (1097), Cuenca (1098) o Malagón (1100); un siglo a su vez nada memorable en la historia de la Iglesia, que vio la sucesión de veintidós papas y cuatro antipapas y que sufrió la primera gran división de su historia con el cisma de la Iglesia de Oriente propiciado por el patriarca de Constantinopla Miguel Cerulario. Un siglo de hierro… En tales circunstancias no es de extrañar que escaseen las traducciones, cuando ellas son el primer y más importante testimonio de intercambio cultural. El resultado esperable es, como anota Lemay (1963: 643–644), que «no hay prácticamente ningún vestigio de intercambio científico o filosófico entre latinos y árabes o mozárabes durante todo el siglo XI».
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