Panorama de la traducción en el siglo XII

Panorama de la traducción en el siglo XII

Julio–César Santoyo Mediavilla (Universidad de León)

 

Apenas cruzado el umbral del siglo XII, el judío converso Pedro Alfonso (Moses Sefardí, ca. 1060 – post 1121) compuso un libro clásico a lo largo de toda la Edad Media, Disciplina clericalis, miscelánea de anécdotas y aforismos moralizantes, traducidos y adaptados de fuentes árabes y hebreas. Contemporáneo suyo, aunque más joven, y también judío, fue Abraham ibn Ezra (ca. 1090–ca. 1167), poeta y constante viajero por África y Europa, traductor al hebreo, desde el árabe, de varios textos de carácter astrológico–astronómico, un tratado de geomancia (Sefer ha–Goralot) y varios textos gramaticales de Judah ben David Hayyuj y de Judah ibn Chicatilla. Por lo demás, muy escasos son los datos y textos que de otros traductores judíos de este siglo XII han sobrevivido. Quizá Moses ben Josef, traductor del árabe al hebreo del Emunot we De’ot, de Saadia (Sa’adyah), y tres o cuatro traducciones más, anónimas y nada representativas, entre ellas: De anima, de Domingo Gundisalvo, del latín al hebreo, y Fons vitae, de Ibn Gabirol, al hebreo desde la traducción latina hecha por Iohannes Interpres y Domingo Gundisalvo.1

Lo cierto es que, por lo que respecta a la historia de la traducción peninsular, el siglo XII viene determinado por una primera generación de traductores del árabe al latín que llevaron a cabo su trabajo bien individualmente, bien en colaboraciones puntuales, en ocasiones bajo el patronazgo y directrices de un mecenas; traductores a veces itinerantes, permanentes otras en un único lugar; traductores cristianos, clérigos en su mayoría, traductores judíos y colaboradores musulmanes; peninsulares unos, ultrapirenaicos otros, llegados desde Italia, Inglaterra, los Países Bajos, Escocia, Istria o Alemania. Cinco distintos puntos de actividad traductora se perfilan claramente a lo largo del siglo XII: un traductor temprano en la Limia gallega, Iohannes ibn David, que firmaba con el nom de plume de Iohannes Hispalensis (et Limiensis) y que años después se trasladó a Toledo; dos traductores más en Barcelona: Platón de Tívoli y Abraham bar Hiyya; otro traductor solitario en Tarazona: el normando Hugo de Cintheaux; otros dos, Roberto de Ketton y Hermann de Carintia, en ubicación imprecisa en localidad cercana al río Ebro («circa fluvium Hiberum»); y ya en la segunda mitad del siglo, dos traductores en Toledo, Gerardo de Cremona y Domingo Gundisalvo.

Temprana en esta centuria, a partir de ca. 1120, es la labor traductora que en Barcelona llevaron a cabo Platón de Tívoli (Plato Tiburtinus) y Abraham bar Hiyya. Platón de Tívoli, matemático, astrólogo y astrónomo italiano, tradujo del árabe y del hebreo al latín, si bien su conocimiento de las dos primeras lenguas no parece haber sido profundo. Quizá por ello colaboró con él el judío Abraham bar Hiyya ha–Nasi (ca. 1065–ca. 1148, Savasorda, Abraham Judaeus), como él autor de textos matemáticos y astronómicos. De una u otra mano salieron las versiones latinas del Quadripartitum o Tetrabiblon de Ptolomeo (1138) y varios tratados astronómico–astrológicos de al–Battani (Albategnius), Yahya ibn Ali Mansu, al–Majriti, Ali ibn Ahmad al–Imrani, Teodosio de Bitinia y Abu Ali al–Jayyat (Albohali); así como el Liber in operibus astrolabii de Abu al–Qasim ibn al–Saffar, el tratado médico Aeneas de pulsibus et urinis y el tratado de geomancia Liber scientie arienalis de judiciis geomansie (véase Boncompagni 1851). A petición de los judíos de Provenza, Abraham bar Hiyya escribió un tratado de geometría y agrimensura, del que proporcionó a Platón de Tívoli una versión romance para que este la tradujera al latín: la conocida como Liber embadorum.

El pequeño colectivo traductor que trabajó en una localidad «cercana al río Ebro», quizá Tudela, lo formaron únicamente Hermann de Carintia y Roberto de Ketton; a ellos se sumaron de forma puntual el mozárabe Pedro de Toledo y un colaborador sarraceno de nombre Mohamed. Los textos de uno y otro, Hermann y Roberto, llevan firma individual y, aunque no está excluida la colaboración ocasional, no se les conoce ninguna versión con firma conjunta. Tan sólo cinco o seis años permanecieron juntos, de 1138 a 1142. A partir de esta última fecha ambos siguieron traduciendo, pero por caminos dispares y en localidades muy distintas. Hermann de Carintia (ca. 1107–ca. 1154), natural de Istria central («Histrie tres partes: maritima et montana: in medio patria nostra Carinthia»), estudió en la escuela catedralicia de Chartres y posteriormente en París. Junto con Roberto de Ketton, parece haber recorrido un largo periplo por Francia, Italia, Dalmacia, Grecia y varios países islámicos, con prolongadas estancias en Constantinopla y Damasco, para al cabo regresar a Europa y terminar instalándose con su compañero en localidad cercana al río Ebro, donde, al menos desde el mes de octubre de 1138, y hasta 1142, lo hallamos ocupado en verter del árabe al latín, entre otras obras (Burnett 1978: 100–134): las Tablas astronómicas de al–Khwarizmi; los primeros doce libros de los Elementos de Euclides; el Liber sextus astronomie, o Pronostica, de Sahl ibn Bishr al–Israili; el Liber maioris in astronomiam y De revolutionibus nativitatum, ambas de Albumasar; un Liber experimentarius, tratado de geomancia astrológica, etc. Al tiempo, Hermann compilaba también textos de origen árabe e indio en su Tractatus de ymbrium et pluuiarum congnicione, y en De indagatione cordis. Mientras tanto su «unicus atque illustris socius», el clérigo inglés Roberto de Ketton (Robertus Kettenensis) se ocupó esos mismos años en traducciones al latín, siempre desde el árabe, del Tractatus de iudiciis astrorum o Iudicia astrologica, de al–Kindi y de varias obras de Euclides y de Teodosio de Bitinia, textos hoy perdidos; tampoco se ha conservado su versión latina del Opus astronomicum de al–Battani.

Los trabajos de traducción de uno y otro se vieron interrumpidos en la primavera de 1142, cuando a su encuentro acudió el octavo abad de Cluny, Pedro el Venerable, que se hallaba visitando los monasterios de su Orden en la Península. Muy interesado en conocer los textos religiosos árabes, sobre todo, el Corán y la vida y doctrina de Mahoma, el abad repetidamente solicitó de Roberto y Hermann que le tradujeran «del árabe al latín las obras más representativas de la doctrina del islam para su mejor conocimiento por parte de los cristianos y conseguir con ello la mejor refutación» (Martínez Gázquez 1998: 354). Reticentes ellos al principio, porque en aquel momento eran otros sus intereses, accedieron al fin a los ruegos del abad, bien es cierto que compensados por una generosa suma de dinero. A la tarea de Hermann y Roberto se sumó un mozárabe, Pedro de Toledo («peritus utriusque linguae») y un sarraceno, de nombre Mohamed, «para que ningún error estorbara nuestra completa comprensión». Las traducciones de los varios textos se llevaron a cabo a lo largo de la segunda mitad de 1142 y primeros meses de 1143, y no quedaron concluidas hasta mediados de julio de 1143, meses después de que el abad se hallara ya de vuelta en Cluny. Lo más probable, pues, es que el ejemplar del Corán latino, y los de las otras cuatro traducciones menores encargadas a Hermann (De generatione Mahumet y Doctrina Mahumet), a Roberto (Chronica mendosa et ridiculosa saracenorum de vita Machumetis) y a Pedro de Toledo (la Risala o Apología del seudo al–Kindi), le fueran remitidas al abad desde la Península durante la segunda mitad de 1143. Hoy se hallan reunidas en lo que erróneamente se conoce como Corpus Toletanum o Collectio Toletana (véase Martínez Gázquez & De la Cruz 2000).

Por lo que respecta al Corán, la tarea traductora no se repartió por igual entre Roberto y Hermann; el primero puede haber corrido con la carga mayor, mientras a su vez Hermann solo parece haber desempeñado una labor muy menor de colaboración. No de otra manera se entiende que el prólogo a esa versión lo firme Roberto en solitario, al igual que en solitario firma el colofón, sin ninguna alusión en uno y otro a su compañero, con verbos siempre en primera persona y consecuentes pronombres y adjetivos. Roberto da testimonio de una actuación traductora escrupulosa, sin quitar ni cambiar nada, algo que, no obstante, el propio texto traducido desmiente, como unánimemente ha señalado la crítica. Con todo, quizá lo que más sorprende en dicho prólogo es el espíritu de frontera, incluso de cruzada, que lo anima: el «otro» es el enemigo, religioso en este caso, al que es preciso conocer bien si se lo pretende derrotar y ante el que hay que situarse en actitud beligerante. Si Pedro el Venerable habla de actuar contra la falsedad mahometana, y de oponerle resistencia, Roberto de Ketton va más allá y siembra su prólogo de connotaciones bélicas, con un claro lenguaje de violencia, ya señalado por Martínez Gázquez (2005: 243–252), con términos que en nada desentonarían en un tratado de estrategia militar.

En 1142, mientras unos y otros llevaban a cabo estas traducciones, Hermann y Roberto se separaron y sus vidas comenzaron a seguir caminos muy distintos. Tras dejar a su compañero ocupado en la versión del Corán, Hermann se desplazó a León, posiblemente en la comitiva del abad de Cluny, que en su periplo hispano se entrevistó ese verano en Salamanca con Alfonso VII; en León firmó la versión latina de dos textos breves sobre el islam: De generatione Mahumet et nutritura eius, del que se desconoce el original árabe, aunque se ha propuesto como posible el Kitab nasab al–rasul, de Said ibn ‘Umar; y Doctrina Machumet que apud saracenos magne auctoritatis est, un diálogo de controversia judeo–musulmana sobre el Corán y el Talmud (Burnett 1978: 129). Pocos meses después, ya en 1143, hallamos a Hermann al otro lado de los Pirineos, en Toulouse y Béziers. En esta última completó Hermann a finales del mismo año 1143 la más importante de sus obras propias, De essentiis. Es muy posible que en Béziers lo encontrara Rodolfo de Brujas, que se declara discípulo suyo, y que asegura haber observado en esa localidad la latitud del sol el 24 de abril de 1144. Se desconoce cuáles pudieron haber sido las actividades de Hermann a partir de ese año.

Roberto de Ketton continuó residiendo en la Península hasta el final de sus días, y su biografía es considerablemente más detallada que la de los otros traductores contemporáneos, si bien con referencia casi exclusiva a sus ocupaciones como cargo eclesiástico en la diócesis de Pamplona y a sus ocupaciones públicas como capellán y hombre de confianza del rey navarro García IV Ramírez, y luego de su sucesor Sancho VI el Sabio. Tras unos años de constantes viajes y actividad, falleció en Pamplona después de 1157 y en la catedral de esa ciudad fue enterrado. Concluida ya la traducción del Corán, a finales de 1143 el obispo de Pamplona, Lupo de Artajona, nombró a Roberto arcediano de la diócesis, con jurisdicción sobre las iglesias del distrito de la Valdonsella: el propio Pedro el Venerable da testimonio de ello («Rotberto Ketenensi de Anglia, qui nunc Pampilonensis ecclesiae archidiaconus est»).

A partir de ese año, 1143, desaparece la firma de Robertus Ketenensis y pasa a ser sustituida por la de Robertus Castrensis, con la que ya en febrero de 1144 suscribe la traducción del tratado Kitab al kimya, atribuido a Abu Musa Jabir ibn Hayyan (Liber de compositione Alchymiae […] quem Robertus Castrensis de arabico in latinum transtulit), primer libro de alquimia traducido del árabe al latín. Bajo la misma firma (variante: Cestrensis) corre la traducción del Algebra de al–Khwarizmi, fechado en Segovia en 1145. El distinto gentilicio, Ketenensis/Castrensis, ha hecho correr mucha tinta, sin que nadie haya encontrado aún una adecuada explicación. Cierta crítica ha venido considerando la posibilidad de que Robertus Ketenensis y Robertus Castrensis fueran dos personas distintas, y ello a pesar de lo excepcional que resulta que por los mismos años centrales del siglo XII hubiera dos ingleses en el norte de la Península, que el nombre de ambos fuera Roberto, que los dos conocieran la lengua árabe, que los dos fueran traductores del árabe al latín, que las traducciones de uno y otro tuvieran las mismas características, que, si se trata de personas distintas, conozcamos con cierto detalle la biografía de uno de ellos (Robertus Ketenensis) y en cambio lo ignoremos absolutamente todo del otro (Robertus Castrensis), y, en fin, y sobre todo, que exactamente en la época en que Roberto es nombrado arcediano de Pamplona (1143) desaparezca la firma de Robertus Ketenensis y aparezca por primera vez la firma de Robertus Castrensis (febrero de 1144). La respuesta a todo ello puede estar, y así lo creo, en la propia biografía del personaje.

Como arcediano en la diócesis de Pamplona tenía jurisdicción particular sobre las iglesias de la Valdonsella, entre ellas las de la población actual de Uncastillo, cabecera de esa comarca. Uncastillo aparece en los documentos contemporáneos (y posteriormente hasta avanzado el siglo XIII) con varias grafías y denominaciones, entre ellas Castrum (1129) y Unum Castrum (1147). Mi hipótesis es que, a resultas de su nuevo estatus, cargo y jurisdicción, Roberto adoptó un «apellido», un nome de plume distinto del que usaba hasta entonces, y que de ese Castrum de la Valdonsella deriva Castrensis, que en ningún caso sería Cestrensis (variante gráfica de copistas), sin relación alguna con Chester, en Inglaterra, población de la que no se tiene el menor indicio de relación con este traductor, pero al que por ella también se le ha venido denominando Roberto de Chester.

Muy poco después de que Roberto y Hermann se separaran comienza en Tarazona, bajo el patrocinio y al servicio del obispo Miguel Cornel, la actividad traductora del clérigo normando Hugo de Cintheaux (Hugo Sanctelliensis), al que durante más de cien años se le ha venido llamando, erróneamente, Hugo de Santalla (Santoyo 2016). En 1145 y 1147 su nombre consta entre los clérigos adscritos al cabildo turiasonense, con el título de magister. Interesado sobre todo por textos de astrología y alquimia, se le atribuyen una docena de traducciones del árabe al latín, entre ellas: el Tractatus de motibus planetarum, de al–Farghani; en 1145 De secretis naturae et occultis rerum causis, también conocido como Tabula smaragdina, desde el Kitab sirr al–haliqa, tratado de alquimia del seudo Apolonio de Tiana; el Liber Aristotilis de ducentis quinquaginta quinque Indorum voluminibus universalium quaestionum; el Liber de pluviis, imbribus et ventis et de mutatione aeris, de al–Kindi; y el Liber de spatula, tratado de espatulomancia o arte de la adivinación mediante las escápulas de los animales. Se ha considerado a Hugo de Cintheaux autor de uno de los primeros tratados europeos de geomancia, el Ars geomancie, pero el inicio del prólogo ya deja constancia de que se trata también de una traducción del árabe: «Incipit prologus super artem geomancie secundum magistrum Ugonem Sanctelliensem interpretem qui eam de arabico in latinum transtulit».

El más importante traductor del siglo XII (junto a Gerardo de Cremona) sigue siendo en muchos aspectos, y a día de hoy, un enigma aún no aclarado («his identity is even provoking thought and argument today», Robinson 2007: 44); porque la crítica actual no ha logrado dilucidar aún si el traductor o traductores conocidos con una amplísima variedad de denominaciones (Iohannes Hispalensis, Iohannes Ispaniensis, Iohannes Hispalensis atque Limiensis, Iohannes Interpres, Iohannes Toletanus, Iohannes David, Iohannes Aven Daud, Avendauth, etc.) son una o varias personas. Años atrás Maureen Robinson (2003: 445, 465) insistía en que «the details of Hispalensis’s life and his true identity remain in total confusion. […] At times it is impossible to separate him from diverse other translators .

Vistas esta y otras muchas opiniones, nada extraño resulta que Clara Foz (2000: 54–55) hable de todo un «embrollo biográfico» en torno a la personalidad de este/estos traductor/es. Aun así, resulta tentador tratar de desembrollar el embrollo, porque, en definitiva, todas las denominaciones, variantes formales y trastueques gráficos se agrupan en torno a dos ejes: por un lado, un nombre de pila: Iohannes; por otro, las mil variantes (lógicas, dado el exotismo del término para los copistas latinos) de un apellido: Avendauth, Aven Daud, Avende(h)ut, etc., derivadas del patronímico Ibn Dā’ūd (hijo de David). Así, pues, y en resumen, un nombre de pila cristiano y un patronímico judío. Respecto al primero, Iohannes, desconocemos su apellido, si bien su nombre de pila viene siempre acompañado de uno o dos genticilios: Hispalensis o Hispalensis et Limiensis, es decir, «de Limia», hoy comarca de la provincia de Orense.

No cabe la menor duda de que ese Iohannes Hispalensis se hallaba hacia 1118 en el extremo noroeste de la Península, porque con esa única firma dedica su primera traducción (la Epistola ad Alexandrum de dieta seruanda, del seudo Aristóteles) a la condesa Teresa, hija de Alfonso VI de León. Su segunda versión árabe–latín, Mirabilis cura contra malum calculi, la remitió muy poco después al antipapa Gregorio VIII (Mauricio Burdino), que fuera desde 1109 arzobispo de Braga, localidad no muy alejada de la región de Limia. Las siguientes traducciones de Iohannes Hispalensis, hasta aproximadamente 1135, llevan todas la coletilla «et/atque Limiensis»: obras de Qusta ben Luqa, Umar ibn al–Farrukhan al–Tabari, Tabit ibn Qurrah al–Harrani, Masha’allah ibn Athari, Abu Ma’shar al–Balkhi (Albumasar) y al–Farghani (Alfraganus), terminada esta última en marzo de 1135, año en que parece haberse trasladado a Toledo.

Es evidente, pues, que este Iohannes era de fe cristiana (el nombre de pila así lo indica); es probable que naciera en el último decenio del siglo anterior, hacia 1090; estaba directa o indirectamente relacionado con Sevilla (¿lugar de nacimiento, origen familiar?); no pertenecía al estamento eclesiástico (no hay el menor indicio de ello); conocía desde su juventud la lengua árabe y el latín; en su juventud, y por circunstancias que desconocemos, se movió en el entorno de «les plus hautes personalités ecclésiastiques et civiles» (Lemay 1963: 652) del sur de Galicia y norte de Portugal; era intérprete o traductor de esa lengua a la lengua «hispana» y al latín; él, en solitario, primero en Limia y después de 1135 en Toledo, tradujo del árabe un número considerable de obras, sobre todo –pero no exclusivamente– de astronomía y astrología, además de un tratado De astrolabio atribuido a Abu al–Qasim Ahmad ibn al–Saffar; de nuevo en solitario, dedica al arzobispo de Toledo su traducción (revisada) del tratado de Qusta ben Luqa De differentia spiritus et animae, que inicialmente había traducido en Limia; es, muy probablemente, el mismo «interpres Ioannes» que en Toledo colaboró con Domingo Gundisalvo al menos en la traducción de La fuente de la vida de Ibn Gabirol; y probablemente también el «magister Iohannes» que con el mismo Gundisalvo colaboró en el Liber Algazelis de summa theorice philosophie; es el único traductor de este siglo que rubrica la mayoría de sus textos con una expresión, generalmente geminada, que, con variantes, los identifica como suyos: «cum/sub/in laude Dei et eius auxilio», «cum/sub laude Dei et eius adiutorio», «cum auxilio Dei et eius misericordia», «in Dei nomine et eius auxilio», «sub laude Dei», «sub Dei laude», etc.

En resumen: por un lado, un traductor cristiano, que nos dice cuál es su nombre de pila, Iohannes, pero que –no sabemos por qué– nos oculta su patronímico. Por otro lado, Avenda(h)ut o Ibn Dā’ūd: se trata, obviamente, de un traductor judío (del que desconocemos el nombre «de pila»). Que fuera de etnia judía, israelita, no excluye que fuera de fe cristiana, es decir, un converso o hijo de converso; de lo contrario no se explica que un judío, de fe judía, se dirija en primera persona al prelado toledano en la dedicatoria del Liber Avicenne de anima, cuando el cotraductor de la obra, Domingo Gundisalvo, era arcediano de la propia catedral. En resumen: un traductor de etnia judía, de apellido Ibn Dā’ūd, probable (hijo de) converso, que a su vez –no sabemos por qué– nos oculta su nombre.

¿Estamos ante una, dos o más personalidades distintas? ¿Hay constancia contemporánea de alguien en quien se unieran ambos, nombre de pila cristiano y patronímico judío, Iohannes + David (= Ibn David, Ibn Dā’ūd, Avendauth); alguien que fuera de etnia judía pero de religión cristiana, es decir, un converso o hijo de converso; alguien que, a pesar de sus notables conocimientos y dominio del latín, no perteneciera al estamento eclesiástico (algo extremadamente infrecuente en la época), probable y precisamente por ser judío; alguien con un perfil único que responda a lo hasta ahora dicho? Opiniones al respecto ha habido más que suficientes, nacionales y extranjeras, todas con distintas propuestas y sin que ninguna haya llegado a conclusión definitiva. De lo que no cabe dudar es de que en la época hubo un Iohannes David y de que esa persona, quienquiera que fuese, estuvo directamente relacionada con traducciones y traductores, porque al menos dos de éstos, Platón de Tívoli en 1137, desde Barcelona, y Rodolfo de Brujas años después, hacia 1144, desde Toulouse, le dirigen sendas dedicatorias de sus trabajos. Platón de Tívoli se dirige en un epígrafe inicial y breve epístola dedicatoria a cierto Iohannes David, al que, por los datos que ofrece, conoce muy bien y desde tiempo atrás, al que presenta como muy amigo suyo, hasta el punto de considerarlo su otro «yo» («alteri Platoni tyburtino»); alguien a quien admira considerablemente y al que colma de superlativos; del que nos dice que es de «subtilissimo ingenio» y además «a quatuor matheseos disciplinis peritissimo», es decir, todo un experto en aritmética, geometría, música y astronomía); alguien que es «in astronomia… studiosissimo», y no sólo en astronomía sino «immo in omni litterarum scientia», por lo que no sorprende que llegue incluso a solicitarle correcciones en el texto traducido que le remite, lo que a su vez no sólo le supone experto en latín, y en traducciones al latín, sino incluso en la materia tratada (in operibus astrolabii). Como ya advertía Lemay (1963: 649), «sa confiance [de Platón de Tívoli] dans le jugement scientifique et littéraire de Jean David éclate aux yeux».

Y todo ello desde bastantes años antes de 1137, momento en el que Platón de Tívoli escribe su dedicatoria. Por su parte, Rodolfo de Brujas, que se presenta como discípulo de Hermann de Carintia, dedica a Iohannes Dauid su traducción latina del comentario de al–Majriti sobre el Planisphaerium de Claudio Ptolomeo: dedicatoria dirigida a alguien a quien Rodolfo de Brujas sin duda estima (dilectissimo), aunque quizá no conoce personalmente, y a quien considera superior (domino suo): se presenta además como «Hermanni secundi discipulus», como si ese dato fuera referencia importante para el destinatario de la dedicatoria. Ninguna de las dos dedicatorias hace la menor alusión a una posible condición eclesiástica de Iohannes David. ¿Qué razón, salvo la de ser de etnia judía, podía haber para que alguien que era buen conocedor del latín no fuera clérigo? Muy pocas personalidades de esta primera mitad del siglo XII responden al «retrato robot» que estas dos dedicatorias dibujan: de nombre Juan, de patronímico David, cristiano, seglar, probable judío converso (o hijo de), muy interesado sobre todo en astronomía, intelectual conocedor de casi todos los saberes de la época, en relación con otros traductores (Platón de Tívoli, Rodolfo de Brujas, Hermann de Carintia), buen latinista, experto en el astrolabio… Qué duda cabe que se trata, de nuevo en palabras de Lemay (1963: 648, 652), de «l’un des plus remarquables personages connus du mouvement scientifique arabo–latin», un personaje «certainement complexe, éminent […], hors pair dans sa génération».

Ahora bien: si cruzamos el Iohannes Hispalensis anterior con el Iohannes Dauid de Platón de Tívoli y Rodolfo de Brujas, mi opinión personal es que ambos retratos se solapan de forma natural en un único perfil, con más que notables paralelismos e identidades: ambos llevan el mismo nombre de pila, Iohannes; ambos son conocidos, y reconocidos, en esos mismos años por otros autores y/o traductores; ambos aparecen como de edad ya madura, lo que retrotrae la fecha de su nacimiento a finales del siglo XI; ambos son cristianos (no hay la menor duda de que Ioh. David lo es), dado el tono de la dedicatoria de Platón de Tívoli; ambos son seglares: no constan como clérigos, ni que tuvieran dignidad o cargo eclesiástico; ambos son expertos en astronomía: Ioh. Hispalensis ha leído («ceteris astronomie libris perlectis») y traducido una docena de libros de esta materia; Platón de Tívoli califica a Ioh. David como «in astronomia studiosissimo»; ambos son expertos en otras muchas materias: Ioh. Hispalensis como traductor de textos de filosofía, cálculo, medicina, etc.; Platón de Tívoli considera a Ioh. David «a quatuor matheseos disciplinis peritissimo […], immo in omni litterarum scientia»; ambos saben árabe: Ioh. Hispalensis es traductor de ese idioma, y Ioh. David ha de saberlo, dado que, sin la lengua árabe, no habría podido alcanzar los saberes que el de Tívoli le reconoce; ambos saben latín (uno es traductor a esa lengua; al otro, Platón de Tívoli le escribe en latín y le solicita correcciones). Item más: tanto Ioh. Hispalensis como Avendauth ocultan parte de su nombre: Avendauth (= Ibn Dā’ūd), el «nombre de pila»; Iohannes Hispalensis, el patronímico, que sustituye por un gentilicio. Sin embargo, una y otra denominación no son excluyentes; pueden, de hecho, ser complementarias. Todo un perfil único y común que queda reflejado en el ms. Bodleian 463, ff. 139r–176r, traducción del Liber de anima, de Avicena, en el que el traductor viene identificado –identidad casi hipostática– nada menos que como «Iohannes ibn Daûd hispalensis Israelita».

Pero si se trata de la misma persona, ¿por qué habría hecho uso Iohannes Hispalensis de un gentilicio, y no de un patronímico? Para mí tengo, y es sólo una opinión (quédese, pues, en conjetura), que Iohannes David –nombre y patronímico reales– utilizó en sus traducciones (por razones que desconocemos, pero que podemos suponer) un seudónimo no marcado con el sello judío como lo era David/Ibn Dā’ūd: se trataba, en todos los casos, de traducciones al latín, hechas para lectores cristianos conocedores del latín, clérigos, pues, casi todos, si no todos, a quienes un patronímico judío podría haber resultado sospechoso o poco fiable. Y, desde luego, si Hispalensis, y más aún Hispalensis & Limiensis, era su nom de plume, es lógico que como tal no aparezca en ningún documento de la época; únicamente él se da a sí mismo ese nombre en sus escritos; lógico también resulta que los demás (Platón de Tívoli, Rodolfo de Brujas) no se dirigieran a él por ese apelativo, sino por su nombre y patronímico verdaderos: Iohannes [ibn] David.

Traductor de amplísimo espectro, las versiones árabe–latín de Iohannes David/Hispalensis (et Limiensis) durante la primera mitad del siglo XII, a partir de hacia 1118 y al menos hasta 1142, incluyen numerosos textos de medicina, filosofía, matemáticas y astrología, que se extienden a través de tres períodos distintos: uno inicial, muy breve, sin ubicación definida (quizá Braga, o Coimbra), entre 1118 y 1121, aproximadamente; una segunda etapa, desde esa fecha hasta 1135 (también aproximadamente), de versiones llevadas a cabo en la región gallega de Limia; y una tercera, con gran probabilidad en Toledo, con posterioridad a 1135. En la comarca de Limia, y quizá en su cabecera Xinzo de Limia, tradujo, con la firma compuesta «Hispalensis et/atque Limiensis», obras de Tabit ibn Qurrah al–Harrani: De ymaginibus astronomicis, Qusta ben Luqa: De differentia spiritus et animae, Umar ibn al–Farrukhan al–Tabari: Liber Haomar de nativitatibus in astronomia, Massasha’allah ibn Athari (Massallah): De rebus eclipsium, Abu Ma’shar al–Balkhi (Albumasar): Introductorium maius in astronomiam, al–Farghani (Alfraganus): Liber in scientiae astrorum, Abu al–Saqr Abd al–Aziz Al–Qabisi (Alcabitius): Ysagoge Alkabicii in libros iudiciorum astronomie, etc.

Hasta esta fecha, en torno a 1136, Iohannes Hispalensis firmó todas sus traducciones en solitario, sin que en ellas haya el menor indicio de colaboración con otra persona. También a partir de esos años desaparece de su firma toda mención a Limia, por lo que cabe deducir que trasladó su residencia a otro lugar, seguramente Toledo, aunque en ninguno de sus textos consta esa ciudad; con todo, a ese lugar apunta su colaboración con Domingo Gondisalvo en la traducción del Fons vitae de Ibn Gabirol (véase más abajo), así como la dedicatoria de uno de sus trabajos al arzobispo de Toledo don Raimundo. Entre las restantes traducciones de Iohannes Hispalensis posteriores a 1136 (en las que continúa haciendo uso de su fórmula habitual, «in laude Dei et eius auxilio», o de alguna de sus variantes), varias obras de astrología–astronomía de Albumasar, Massallah, Alcabitius (Abdelaziz) o al–Farghani (Introductio de cursu planetarum); también de al–Kindi (De intellectu); y bajo la firma de Avendauth, el Kitab al–Shifa (Libro de la curación) de Avicena, con dedicatoria al arzobispo toledano. Además, en colaboración con Domingo Gundisalvo: Fons vitae de Avicebrón (Ibn Gabirol), con la fórmula final de otras traducciones suyas, «cum auxilio Dei et eius misericordia»; Maqasid al–Falasifah de Abu Hamid al–Gazzali (Algazel). Es opinión común que tras 1142 el nombre de Iohannes Hispalensis no vuelve a aparecer como firma de una traducción o de obra propia. No obstante, persiste la duda respecto a esa fecha y resulta más prudente, por varias razones, retrasar la de su desaparición de la escena histórica hasta bien avanzados los años cincuenta, o quizá sesenta, del siglo XII.

Colaborador ocasional suyo fue Domingo Gundisalvo (Dominicus Gundisalvi), durante muchos años arcediano de Cuéllar, dependiente de Segovia y en última instancia de Toledo, adonde se trasladó a vivir hacia 1150.  Su labor traductora es toda posterior a 1140 y ha de situársela en los últimos años del arzobispo Raimundo (fallecido en 1152) y preferentemente durante los de sus sucesores, Juan (1152–1167) y Cerebruno (1167–1180). A solicitud del arzobispo de Toledo, Ibn Dā’ūd y Domingo Gundisalvo colaboraron al alimón en la versión latina del Liber Avicenne de anima seu sextus de naturalibus, que consta traducido «a Dominico archidiacono», pero cuya dedicatoria, en cambio, va redactada en primera persona por Ibn Dā’ūd. En esta precisa ocasión Ibn Dā’ūd tradujo oralmente del árabe al romance («singula verba vulgariter proferente») y el arcediano Domingo retradujo por escrito sus palabras al latín («singula in latinum convertente»).

En las tres colaboraciones con Gundisalvo que conocemos hallamos un Iohannes (dos veces) y un Avendauth (una vez). En las tres se observa el mismo proceder: la precedencia de uno de los dos traductores (Ibn Dā’ūd/Iohannis/Iohanne) sobre el otro (Dominico/Domingo/D.); en las tres la tarea mayor parece haber recaído en Iohannes/Avendauth, que asume el papel de responsable o figura principal, mientras que Domingo queda en un segundo plano de colaborador suyo. Así, en la primera de las tres versiones en común, el Liber Avicenne de anima, la dedicatoria al arzobispo la redacta y firma en solitario y en primera persona el judío del tandem traductor, y no el cristiano, que además era arcediano de la propia catedral; la única explicación posible para hecho tan singular es que la auctoritas del traductor judío era tal, y tan conocida y admitida, que a él le correspondía protagonizar en solitario el envío al arzobispo; o bien, como alternativa, que la tarea había recaído mayoritariamente sobre los hombros de Ibn Dā’ūd y el arcediano Domingo se había limitado al papel secundario de colaborador. Sea como fuere, queda patente que Avendauth (Ibn Dā’ūd) era de etnia judía, sí, pero también cristiano; si no, no se explica, como queda dicho, que un judío, de fe judía, se dirigiera en primera persona al prelado toledano, cuando el co–traductor era arcediano de la catedral; lo que de nuevo nos remite a la personalidad única de Avendauth (Ibn Dā’ūd) = Iohannes David = Iohannes Hispalensis.

Domingo Gundisalvo también firmó en solitario al menos otras diez versiones latinas, en su mayoría textos filosóficos, de al–Farabi, al–Kindi, Alejandro de Afrodisia, Avicena, Hunayn ibn Ishaq y Abu Hamid al–Gazzali. Junto a ellas, el arcediano de Cuéllar es también autor de una notable obra propia, toda ella de carácter filosófico, compuesta por los tratados De divisione philosophiae, De processione mundi, De anima, De immortalite animae y De unitate et uno.

Al arzobispo Raimundo le sucedió en la sede toledana Juan, otro clérigo de origen también francés. Para entonces es probable que ya se hubiera establecido en Toledo Gerardo de Cremona (nacido en 1114), quien, según sus colaboradores, viajó a la ciudad del Tajo porque en Italia no encontraba la principal obra astronómica de Claudio Ptolomeo, la Matematike Syntaxis, conocida en el medievo con el nombre de Almagestum, un texto por el que sentía gran interés. Su figura domina casi en solitario la escena traductora peninsular durante buena parte de la segunda mitad del siglo XII. Solo o en colaboración imprecisa con algunos socii, tradujo más de setenta obras del árabe al latín, sobre medicina, filosofía, física y mecánica, matemática, astronomía y astrología, geometría y alquimia, sin que en ninguna de sus versiones dejara constancia de su nombre.

De entre los textos que de una u otra manera han sido atribuidos a Gerardo de Cremona (bien por sus propios socii en un listado elaborado por ellos ex profeso, bien por la crítica posterior) se hallan obras últimamente griegas de Galeno (diez tratados), seudo Hipócrates, Euclides (dos), Aristóteles (cuatro), Proclo, Alejandro de Afrodisia (cuatro), Arquímedes, Menelao de Alejandría, Teodosio de Bitinia (dos), Autólico, Temistos, Hipsicles de Alejandría y Diocles; e igualmente de textos árabes de Avicena, al–Khwarizmi, Tabit ibn Qurrah al–Harrani (cinco), Muhamad ibn Abdalaqi al–Baghdadi, Abu Ali al–Hasan ibn al–Hasan ibn al–Haitam (Alhazen), Abu Abdallah ibn Mu’adh, Isaac Israeli (dos), Ibn Mussa, al–Zarqali, Ibn al–Wafid, al–Farghani, Abu Musa Jabir ibn Aflah, Abu Jafar Ahmad ibn Yusuf o Hametus (dos), Al–Kindi (seis), Abulcasis (dos), Ahmad ibn al–Jazzar, al–Farabi (cinco), Massallah (cuatro), Alcabitius (Abdelaziz), Al–Razi (siete), Abu–l–Abbas al–Fadl ibn Hatim al–Nayrizi (Anaritius), Abu Kamil, Abhabucari y Yahya ibn Sarafyun. A los socii de Cremona no les faltaba razón cuando recuerdan en su nota biográfica que había traducido «todo tipo de libros de múltiples materias […], de dialéctica y de geometría, de astrología y de filosofía, de física y de otras ciencias». Obra tan ingente no parece que pudiera haberse llevado a cabo sin la ayuda de colaboradores, de los que sólo conocemos, y con muchas dudas, a cierto mozárabe, Galippus, o Galib, y al húngaro magister Thadeus.

La crítica de nuestros días ha rebajado considerablemente el valor de las versiones latinas del de Cremona. No se pone en tela de juicio el impacto cultural que tuvieron, que fue considerable y duradero, pero sí su condición y calidad textual, como ya en el propio siglo XIII hiciera notar el franciscano inglés Roger Bacon, que califica a este traductor de ‘mediocre’ porque, entre otras razones, dice, dejaba mucho que desear tanto en las lenguas como en las ciencias. Gerardo de Cremona falleció en 1187, cuando contaba 73 años y, de ser ciertos determinados documentos, murió en Toledo y su cuerpo fue trasladado (junto con sus libros) a Cremona y allí finalmente enterrado en el monasterio de Santa Lucía. Sus socii toledanos añadieron, post mortem, un ejemplar elogio y noticia bio–bibliográfica de Cremona como apéndice a la última de sus traducciones al latín, el Tegni de Galeno.

Setenta años transcurrieron desde 1118, fecha probable de la primera traducción censada de Iohannes Hispalensis, hasta 1187, año del fallecimiento de Gerardo de Cremona. Setenta años que todo lo cambiaron, en la Península y en el resto de Europa. Nada volvería a ser igual en la cultura europea. Si, como escribe Lemay (1963: 643–644), a lo largo de todo el anterior siglo XI en la Península Ibérica «on n’a pratiquement aucun vestige d’échange scientifique ou philosophique entre Latins et Arabes ou Mozarabes», a finales del siguiente el panorama cultural era ya totalmente distinto, porque una centena larga de textos árabes, muchos de ellos de origen último griego, habían sido trasladados al latín, y desde la Limia gallega, desde Toledo, Tudela (?), Tarazona, León o Barcelona habían encontrado el camino al resto de Europa, y por toda Europa se difundieron en copias manuscritas durante los tres siglos siguientes: una nueva medicina, una nueva matemática y geometría, una nueva astronomía/astrología, un primer conocimiento de textos islámicos, también los primeros textos de Aristóteles, de Arquímedes y de Alejandro de Afrodisia, los Elementos de Euclides y el Algebra de al–Khwarizmi, buena parte de la obra de Galeno, el Almagesto de Claudio Ptolomeo, el Canon, la Metaphisica y el Liber de anima de Avicena, el Fons vitae de Avicebrón, y una larga serie de tratados de varia naturaleza de Hunayn ibn Ishaq, Qusta ben Luqa, Tabit ibn Qurra, al–Kindi, al–Farghani, Albumasar, Alcabitius, al–Razi, al–Battani, al–Gazzali y otros. Sobrado de razones escribió E. Renan (1861: 200) hace ya más de ciento cincuenta años: «L’introduction des textes arabes dans les études occidentales divise l’histoire scientifique et philosophique du Moyen Âge en deux époques parfaitement distinctes».

De otros traductores extranjeros de este siglo XII muy poco se sabe, y la moderna historiografía llega incluso a descartar la presencia de algunos de ellos no sólo en Toledo sino en cualquier otra localidad de la Península. Tal es el caso del monje inglés Adelardo de Bath, o del normando Guillermo de Conches, o de Rodolfo de Brujas (Rodolphus Brugensis), que se confiesa «discipulus» de Hermann de Carintia y también de Abraham [bar Hiyya], y que hacia 1144 tradujo al latín en Toulouse un breve tratado sobre el astrolabio. Dudas también sobre el dónde y el cuándo se ciernen sobre el inglés Alfredo de Sareshel, que a finales del siglo XII o primeros años del XIII tradujo, seguramente en la Península, del árabe al latín, De vegetalibus o De plantis, de Nicolás Damasceno, y tres secciones del Kitab al–Shifa de Avicena (De mineralibus o De congelatione et conglutinatione lapidum).

Mucho se ha escrito sobre el modus operandi de los traductores peninsulares de los siglos XII y XIII. Una de las opiniones al parecer más extendidas es la de que llevaban a cabo su trabajo en un proceso dual: el texto final era el producto de la labor cotraductora de dos personas, el arabista que traducía oralmente al romance y el latinista que por escrito retraducía al latín la previa versión oral de su compañero. Tal opinión deriva directamente, sin duda, de una de las manifestaciones contemporáneas más explícitas al respecto: la del judío Avendauth en la dedicatoria del Liber Avicenne de anima, cuando asegura, como se ha visto, que él ha traducido el texto oralmente del árabe al romance («me singula verba vulgariter proferente») y el arcediano Domingo por escrito ha retraducido cada una de sus palabras al latín («et Dominico archidiacono singula in latinum convertente»). ¿Era realmente inusitado tal modo de hacer o, por el contrario, era habitual la cotraducción, que algunos, como D. Romano, denominó traducción a cuatro manos y M.-Th. D’Alverny caracterizó como traducción con dos intérpretes? ¿Fue éste el método «generalmente seguido en la Edad Media por los traductores del árabe» (Menéndez Pidal 1951)? Un breve repaso a la actividad traductora del siglo XII, y a la de algunos protagonistas del XIII, puede arrojar cierta luz sobre el tema.

Las nueve versiones del árabe al latín que Iohannes Hispalensis firma en la Limia gallega las lleva personalmente a cabo, sin cotraductor o colaborador alguno conocido; también en solitario firma trece de las traducciones que llevó a cabo en Toledo. Avendauth traduce al latín, sin colaboración alguna, el Kitab al–Shifa de Avicena. Domingo Gundisalvo firma en solitario diez traducciones del árabe al latín; firma únicamente otras dos en cotraducción, y una más en colaboración (Fons vitae). Tras la muerte de Gerardo de Cremona sus socii insisten en atribuirle directamente a él todas las traducciones, sin mención alguna de autoría dual. A finales del siglo XII y comienzos del XIII Marcos de Toledo lleva a cabo, sin ayuda de segundas personas, sus traducciones del Corán, de Hipócrates, Galeno, Hunayn ibn Ishaq e Ibn Tumart. Y fuera de Toledo Hugo de Cintheaux tradujo en solitario en Tarazona, sin que haya referencia alguna a posibles colaboradores; y en solitario hicieron sus respectivas versiones tanto Hermann de Carintia como Roberto de Chester (salvo, quizá, una pequeña parte de los textos islámicos que les encargó Pedro el Venerable). Todo parece indicar, pues, que a lo largo del siglo XII la cotraducción no sólo no fue el modo habitual de traducir, sino que, lejos de ser la norma, fue incluso la excepción. De hecho, tres variantes se aprecian en la actuación traductora de este siglo: la individual (mayoritaria), la co–traducción (rara) y la colaboración (relativamente frecuente). Decir, por lo tanto, como con frecuencia se asegura, que desde don Raimundo siempre y generalmente se siguió la misma técnica de traducción dual resulta cuando menos exagerado, si no incierto. Y desde luego equivale a generalizar lo que en ningún caso es generalizable.

Si en otros puntos de la Península, desde Toledo a Tarazona o Barcelona, el quehacer traductor culto vertía a lo largo de este siglo XII del árabe al latín obras de medicina, astrología o filosofía, en otro nivel más popular una lengua románica, el catalán, daba también sus primeros pasos escritos de manos de la traducción, porque a mediados de esta centuria hay que fechar igualmente los primeros textos traducidos en ese idioma, todos del latín. Tal es el caso de un fragmento, versión literal del Forum Iudicum visigótico, que se conserva, ms. 1109, en la abadía de Montserrat.  En la cubierta de un libro del siglo XVI del archivo capitular de La Seu d’Urgell se descubrió un pergamino, fechable hacia 1150, con un fragmento manuscrito también traducido del Liber Iudiciorum. De las postrimerías del XII (o quizá comienzos del XIII) son los seis sermones conocidos como Homilies d’Organyà: «posiblemente adaptadas [¿traducidas?] de un sermonario de San Marcial de Limoges, [constituyen] uno de los primeros testimonios literarios de nuestra lengua» (Medina 1989: 329).

 

Bibliografía

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  1. Para un estudio más en detalle de la traducción peninsular durante este siglo véase Santoyo (1999).