Blanco López

La traducción del teatro latino en el siglo XIX

Salomé Blanco López (IES Francisco de Quevedo, Madrid)

 

Introducción

Durante el siglo XIX se llegaron a publicar miles de obras teatrales (alrededor de veinte mil, según González Subías). Algunos autores encontraron inspiración en las obras de los autores clásicos grecolatinos, sobre todo en los comediógrafos, como veremos. Pero, aún así, las traducciones de los originales latinos al castellano fueron muy escasas por muy variados motivos sociales. El teatro latino que se ha conservado es muy fragmentario, llegando hasta nosotros solamente obras completas de tres autores, dos comediógrafos (Plauto con veinte comedias y Terencio con seis comedias) y un trágico (Séneca, a quien se le atribuyen ocho obras teatrales).

Podemos compilar lo que consideramos traducciones propiamente de textos plautinos, separándolas de lo que fueron adaptaciones teatrales, o tema de inspiración para otras composiciones o refundiciones. La relación de traducciones castellanas que se hicieron en el siglo XIX, y a las que tuvo acceso el público general (véase Bravo 1989 y Blanco López 2010) comprende: El anfitrión de Plauto y la Andriana de Terencio (Madrid, F. de P. Mellado, 1859) por Salvador Costanzo; La botijuela. Comedia escrita en latín hace mil seiscientos años por Marcus Accius Plautus, y traducida al castellano por Bin–tah (Nueva York, 1863) por Ramón Emeterio Betances; La Aulularia, publicada en Revista de Andalucía (1877) y en versión bilingüe poco después (Granada, V. Sabatel, 1878) por Antonio González Garbín. Esta traducción fue publicada posteriormente con Los cautivos, por el mismo traductor: La marmita, o el avaro. Los cautivos (Granada, V. Sabatel, 1880) y La Aulularia y Los Cautivos (Madrid, Biblioteca Universal, 1887; Madrid, Hernando, 1928). Marcelino Menéndez Pelayo, por su parte, se ocupó de traducir Los cautivos (Madrid, Fortanet, 1879). A mediados de siglo se reeditó la versión del Amphytrion que había publicado Francisco López de Villalobos en 1515, al ser incluida por Adolfo de Castro en sus Cuestiones bibliográficas. Colección escogida de obras raras de amenidad y erudición, con apuntes biográficos de los diferentes autores (Madrid, 1855–1857).

La traducción al castellano de todo el corpus de Terencio se llevó a cabo en el siglo XVI y aquella traducción ha llegado hasta el mismo siglo XX. Pero, aparte del trabajo de Pedro Simón Abril, también hay otras traducciones, de comedias sueltas, publicadas durante el siglo XIX: así, La Hecyra (en Poesías, Madrid, Imprenta Nacional, 1842) por José Somoza y Muñoz (Menéndez Pelayo 1950–1955: VIII, 263–266); La Andriana, que acompañaba a El anfitrión de Plauto (Madrid, Mellado, 1859) por S. Costanzo; Adelfos, en las Comedias (Madrid, Biblioteca Universal, 1884) por Ángel Lasso de la Vega. También se reeditaron Las seis comedias de Publio Terencio Africano (Madrid, Viuda de Hernando, 1890) que había traducido Pedro Simón Abril, en refundición de Víctor Fernández Llera.

Traducido desde el siglo XIV en España, tanto la obra filosófica como las tragedias de Séneca recibieron atención por parte de profesores y estudiosos de todas las épocas, aunque dicho interés no redundó en la producción de traducciones, pues en el siglo XIX solo constan la de Hipólito (Madrid, Imprenta de La América, 1870) por Eugenio de Ochoa (Sánchez García 2016) y la de Tragedias, si bien solo se incluye Medea (Madrid, Biblioteca Universal, 1883) por Á. Lasso de la Vega.

 

La comedia hasta mediados de siglo: una lectura romántica de Plauto y Terencio

La nueva forma de pensar romántica, la que Gilbert Highet denomina «la era de la revolución», favoreció a ciertos autores clásicos que hasta entonces habían sido descartados por la Ilustración. La novedad se sitúa, por tanto, en que, por primera vez, en los tratados sobre teatro latino se incluye a Plauto como autor a tener en cuenta y estudiar en profundidad. El primer defensor de Plauto había sido ya el alemán G. E. Lessing, quien en 1750 había publicado sus Beyträge zur Historie und Aufnahme des Theaters para reafirmarse en el reconocimiento de Plauto que había escrito en la introducción a su versión de Captivi. Se trataba de una defensa acompañada de muchas críticas, pero era el primer paso para ver al autor latino con otros ojos.

Terencio apareció en libros nuevos tres veces: la traducción de Andria por S. Costanzo de 1859; la versión en verso de Adelphoi de Ángel Lasso de la Vega en 1884; y la traducción completa de Simón Abril, en una versión refundida por el catedrático del Instituto de Murcia Fernández Llera, en 1890. Solo consta una representación y se trata de una obra francesa inspirada en Terencio: El chismoso (Le médisant) de Destouches, traducción de Francisco Meseguer estrenada en el Teatro de la Cruz de Madrid en enero de 1801.

Frente a la tradicional primacía de Terencio Afer como comediógrafo latino ejemplar (véase Bravo 2001 y Marqués 2003), en el siglo XIX Plauto irrumpiría en las imprentas nacionales con fines muy dispares y con mucha más presencia que el Africano. Sería adaptado, traducido, imitado, representado, novelizado, refundido y defendido, para acabar el siglo siendo protagonista de las clases de Literatura Latina de las Universidades. Contamos con el testimonio de Pérez Galdós, estudiante de la Universidad Central de Madrid que asistió a las clases de Alfredo Adolfo Camús. Este profesor explicaba cronológicamente la literatura latina, desde las Doce Tablas, pasaba a Plauto y Terencio para acabar el curso con Virgilio. En La Crónica de Madrid, de febrero de 1866, publicó Galdós una semblanza de su maestro en la que muestra la predilección de Camús por Plauto: «después nos presenta al infortunado Plauto dando vueltas a una noria para ganarse el sustento […]. Sus desventuras son narradas por el profesor de letras, que manifiesta una particular predilección por este poeta bajo, casi tabernario, pero más intencionado y correcto que el culto y aristocrático Terencio».

Siguiendo el orden cronológico, puede decirse en primer lugar que Plauto fue inspiración para alguna de las novelas de Pablo de Olavide que se publicaron entre 1800 y 1817 como Los gemelos (aunque es posible que sea una traducción francesa como propone Sebold (1995: 176); también se representaron la anónima Anfitrión en 1802 (aunque en realidad es una traducción de la homónima de Molière), La maleta de Antonio Valladares de Sotomayor en 1804 (publicada en 1820), y Los gemelos en 1810 (publicada en 1817), traducción de Miguel de Serralde de una obra de Regnard; se conserva un manuscrito inédito de una adaptación teatral, La Aulularia o sea la Olluelaria, por Miguel Zorita o fray Miguel de Jesús María en 1810; se publicó el sainete Soldado fanfarrón del mencionado González del Castillo en 1811, 1816 y 1821 y se representó en los teatros entre 1840 y 1849 en más de cincuenta ocasiones; se produjo la disquisición que conocemos como el Plauto vascongado surgida entre 1826 y 1829; se adaptó a novela de nuevo Menaechmi con el título Matilde y Teodoro o Los dos gemelos por Jorge Montgomery en 1829; se reeditaron las adaptaciones teatrales renacentistas de Juan de Timoneda de Anfitrión y Menemnos en 1830 y 1838; se representó en 1837 Pablo y Paulina o Los dos gemelos de F.–A. Duvert, traducida y arreglada por L. Fontecio e I. Goli; se fecha en 1849 la traducción que Andrés Bello realizó de parte de Rudens, pero que no se publicó entonces; ven la luz un par de estudios, el de Vendel–Heyl Ensayos analíticos y críticos sobre la primera edad de la literatura romana, y particularmente sobre Plauto (Santiago de Chile, 1850) y el de Valladares y Garriga, Teatro latino. Estudios sobre Plauto (París, El Correo de Ultramar, 1855–1856); se reeditó la traducción renacentista del Anfitrión de Villalobos en dos volúmenes (1855–1857); apareció la traducción nueva El anfitrión (Madrid, F. de P. Mellado, 1859) de S. Costanzo; se publicó la traducción de Aulularia con el título La botijuela por Ramón Emeterio Betances (Nueva York, 1863); surgieron nuevas traducciones como Captivi (que se representó en latín en el Teatro Español de Madrid en 1879) y las de González Garbín, Aulularia (1877) y Captivi (Granada, Imprenta de V. Sabatel, 1880), reimpresas en 1887; en 1883 se publicaron los fragmentos de obras plautinas traducidos al castellano por Pedro Paz Soldán; se representó en 1889 en Sevilla el juguete cómico Los gemelos de Domingo Guerra y Mota; en la serie «Historietas Morales» publicó el editor Bastinos (Barcelona) Los hermanos gemelos en 1894, sin nombre de traductor; apareció una traducción nueva, aunque no se puso a la venta, de Cistellaria por Antonio Jimeno Caridad en 1896, etc.

De todos estos datos vamos a revisar dos casos concretos. El primero tuvo lugar en la década de 1820, cuando se originó una singular polémica entre eruditos vasco–franceses y vasco–españoles suscitada por el profesor francés Fleury de Lécluse, quien en su Dissertation sur la langue basque (Toulouse, 1826), criticó que algunos autores vascos habían propuesto que su lengua podría ser una evolución del cartaginés. El segundo caso, mucho más importante, es que en 1859 aparecieron el Anfitrión de Plauto y la Andriana de Terencio de S. Costanzo.

El caso del Plauto vascongado puede parecer un episodio anecdótico, pero también es sintomático de los cambios que se estaban produciendo en el incipiente Romanticismo español. La primera parte de la disertación de Lécluse revisa esta polémica a través de los documentos a que dio lugar y la razón por la cual varias personas eruditas decidieron pasar su tiempo discutiendo sobre diez versos en lengua púnica que aparecen en Poenulus, una de las comedias de Plauto que, a la sazón, nunca se había traducido al castellano ni a ninguna otra lengua peninsular (véase Blanco López 2015). Lécluse, consultó con sabios vascos como fray Bartolomé de Santa Teresa, Juan Ignacio Iztueta y Juan José Moguel Elquézabal, e interesó a personalidades políticas de la época. Recibió dos respuestas a su petición de comprobar si los versos cartagineses del inicio de Poenulus podían ser lengua vasca o precursores de esta. La propuesta de traducción que le envía Iztueta no tiene sentido ni guarda relación con el argumento de la escena de la comedia. En cambio, el trabajo de fray B. de Santa Teresa consigue ofrecer una versión de los versos plautinos que concuerda con lo que debe decir el personaje, pero, debe realizar muchos cambios en los versos originales para poder acomodar su sentido.

Así, Lécluse en su Manuel de la langue basque (Toulouse, 1826) concluye que, definitivamente, los versos que dice el personaje cartaginés, Hanno, en Poenulus no guardan ninguna relación con la lengua vasca. Lo interesante de esta cuestión es que Lécluse proponga semejante investigación sobre los versos de Plauto y que los sabios vascos consultados no se sorprendan ante tal propuesta. También se interesaron por la posible traducción púnico–vasca el cónsul francés en Bayona, Mr. Graslin, y el subprefecto, vizconde Panat. Este reconocimiento de Plauto es una clara defensa de un autor que todavía a finales del siglo XIX sería para muchos «pornográfico» (La Iberia del 13 de febrero de 1887). Por ello es más reseñable que ninguno de los protagonistas de esta disquisición desestime al comediógrafo latino como fuente fiable de la lengua cartaginesa. Es más, es el único testimonio escrito de la lengua coloquial púnica que existe y así lo aceptan. Este hecho ya convierte a Plauto en un autor a tener en cuenta, a ofrecerle un lugar en la historiografía de la lengua latina y cartaginesa, pues es un texto valioso para los estudiosos románticos que rastrean afanosamente el origen de las lenguas.

Dejando ya atrás el caso del Plauto vascongado, conviene recordar que la comedia Anfitrión se había traducido por primera vez a nuestra lengua en 1515; y, la Andriana, con el título más habitual en castellano, Andria, en 1577. Ya se ha comentado que la comedia de Terencio se vio reeditada y traducida nuevamente dos siglos más tarde, gracias a los esfuerzos de los ilustrados Gregorio Mayans y Manuel Dequeisne. En cambio, como también hemos comentado, la comedia Anfitrión de Plauto no volvió a despertar el interés de traductor alguno hasta que la vertió al castellano Costanzo.

Recién estrenado el siglo XIX, en 1802, aparece fechada una nueva traducción anónima que resume la obra plautina para llevarla al teatro, pero se trata del Anfitrión del dramaturgo Molière, una traducción que cosechó prácticamente tantos éxitos en los teatros franceses como en los españoles y, cuya traducción, posiblemente, debemos al propio censor Santos Díez González.

Al revisar los escritos de Costanzo se percibe que las comedias de Plauto y Terencio que aparecen en el libro de 1859 son, en realidad, un extracto del apéndice «Adiciones y aclaraciones» del volumen IV de su Historia universal, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días (Madrid, 1858b). La idea de incluir en una obra de historia la traducción de dos piezas de teatro latinas no era nueva. Ya lo había hecho su compatriota Cesare Cantù en su Storia Universale, publicada en veinte tomos entre 1840 y 1847. Pues bien, a la Storia Universale acompañan, editados aparte, unos Documenti que la completan, siguiendo las nuevas ideas románticas sobre cómo debe escribirse la historia. Cantù y su método historiográfico eran bien conocidos por Costanzo, que tradujo al español la Historia de cien años, 1750–1850 de su compatriota (véase Costanzo 1858a).

Para Cantù y Costanzo tiene sentido incluir en sus libros de historia documentos «reales» de las épocas sobre las que tratan. Por ello, los dos acompañan sus tomos de historia con diversos materiales como, por ejemplo, comparativas entre las diversas religiones, biografías, catálogos de historiadores, compendios sobre cronología o traducciones de obras filosóficas y literarias. Aun así, se establece una clara diferencia entre las obras literarias que interesa traducir a Cantù y las que traduce Costanzo. Cantù propone como ejemplo de literatura latina fragmentos de la tragedia Edipo de Séneca, comparándola con Edipo Rey de Sófocles. No le interesa la comedia. De hecho, en el apartado «Drammatica», a propósito del teatro latino dice lo siguiente: «Perchè Plauto riscuote battimi? Perchè mesce al latino dell’aristocrazia i riboboli bizzarri della pubblica piazza. Perchè Terenzio è fischiato? Perchè usa il latino pretto. […] Il riso non esige cultura: al contrario le lagrime».

Para Costanzo, en cambio, los textos de Plauto y Terencio tienen valor por ser muestra del arte original romano, el primero del siglo III, el segundo del siglo II a. C., pero, además, son los herederos de aquellos autores de teatro aún más antiguos, de los que tan solo se conservan fragmentos. Por otro lado, conviene a la Historia universal de Costanzo que cada uno de estos autores escriba de forma distinta, pues así nos muestran dos puntos de vista complementarios sobre el pueblo, sobre la vida de la sociedad romana. De esta forma lo explica al comienzo de las «Adiciones y aclaraciones»: «El Anfitrión de Plauto y la Andriana de Terencio, nos ofrecen el tipo más elocuente y original del arte dramático en Roma, bajo los dos puntos de vista que lo distinguen, a saber el popular y chistoso, que raya algunas veces en modos plebeyos y poco comedidos y el noble, que tiene algo de aristocrático y grave».

Entre las razones que llevan a Cantù a no traducir ni siquiera un fragmento de comedia y las que llevan a Costanzo a volcar en español las dos comedias completas ha habido un cambio de pensamiento. El afán del primero está más cercano a los ideales estéticos de la Ilustración dieciochesca; mientras que el afán del segundo se aproxima a los del Romanticismo. Nos ilustra García Jurado (2011: 215): «el renovado interés por la comedia latina, en especial la de Plauto, es ya un indicio característico de la época romántica, que ve en él un exponente del lenguaje popular». A este respecto, más concretamente acerca de la diferente valoración que le merece Plauto a Cicerón y Horacio, nos dice Costanzo en su Manual de literatura latina:

En el ánimo de Cicerón, pues, los chistes populares y el colorido democrático de Plauto tenían que despertar necesariamente admiración y deleite; pero en el ánimo de Horacio no despertaban más que los sentimientos contrarios, porque la democracia se había ahogado en la sangre de las últimas guerras civiles; y la dominación de Augusto exigía más bien el oropel de formas elegantes y de pensamientos cortesanos, que los chistes punzantes y revestidos con frecuencia de un tinte democrático. (Costanzo 1862: 41)

 

La comedia a finales de siglo: la ciencia filológica

Entre las circunstancias que contribuyeron a la recuperación de los textos de Plauto y Terencio en el siglo XIX posiblemente se encuentra el que aparecieran las tres ediciones críticas en latín de Friedrich H. Bothe (Berlín, 1809–1811; Halberstadt, 1821, y Stuttgart, 1829–1839) (Olivar 1934: xix). Estas ediciones surgían impulsadas por el nuevo método científico aplicado a la filología que idearon e impulsaron Karl Lachmann y Joseph Bédier.

Esas ediciones críticas de Plauto vinieron marcadas, sin duda, porque el cardenal Angelo Mai publicó hacia 1815 una primera lectura apresurada del palimsepsto Ambrosiano descubierto poco antes (véase Questa & Raffaelli 2008: 221, 235 y 236). Se trata de un pergamino del siglo IV que encontró Mai posiblemente en Bobbio, y que se conserva en Milán. Contenía las veintiuna comedias que Varrón atribuyó a Plauto, en verso según la colometría antigua, aunque finalmente no se pudieron leer todas, y los comentarios de Elio Donato a las seis comedias de Terencio; la edición completa del palimpsesto no vería la luz hasta 1889 (Bravo Díaz 2005: I, 90–91). La repercusión en España de todos estos hechos se dejó notar en la reedición de las traducciones de Plauto y Terencio que se habían hecho en el siglo XVI y en la aparición de traducciones nuevas y versiones parciales de las comedias.

Nos ocuparemos principalmente de dos cuestiones: por una parte, del volumen de comedias de Terencio, traducido por Ángel Lasso de la Vega (1884); por otra, de las dos traducciones firmadas por Antonio González Garbín: Aulularia (1877) y Los cautivos (1880).

Terencio. Comedias traducidas en verso por Don Ángel Lasso de la Vega (Madrid, Dirección y Administración, 1884) se publicó como tomo 99 de la «Biblioteca Universal. Colección de los mejores autores antiguos y modernos, nacionales y extranjeros». En el inicio del libro aparece una noticia titulada «Terencio. Su vida –sus obras– carácter que estas ofrecen». A continuación encontramos lo esperable bajo este título: un resumen de los datos de la vida del autor latino, un recuento de sus obras y del éxito que tuvieron en su estreno, o estrenos, y una disquisición que compara a Terencio con Plauto, sin que ninguno de los dos resulte finalmente mejor que el otro, sino diferentes. Por ejemplo, se comenta que Terencio no tiene tanta fuerza cómica como Plauto, que estaba más consagrado a su público; que Terencio es más de diálogos largos, de pensamientos profundos; «sirven sus obras para educar». Para demostrar que esto es así añade que «en los Adelfos se juzga y discurre por los dos hermanos, acerca de la educación de los hijos». También defiende el traductor la lengua de Terencio con el siguiente comentario: «Según un inteligente crítico “este es el Virgilio de la comedia latina”; ofrece en sus escritos un fenómeno muy singular. Casi contemporáneo de Claudio y Ennio, su dicción parece más moderna que la de Lucrecio; había adivinado, más de cien años antes, el lenguaje del siglo de Augusto» (Lasso de la Vega 1884: I).

Llama la atención la defensa de la lengua de Terencio en una edición monolingüe en castellano, pero valga para informar al lector de que si se acerca al texto original encontrará buen latín. En la introducción nos comenta Lasso de la Vega (1884: I, xxi) que «se incluyen dos comedias en este volumen», aunque solo contiene Adelfos. Los hermanos. Como en la portada se anuncia que se trataba del primer tomo, debemos entender que el proyecto de publicación debió ser más ambicioso, pero por alguna razón no se incluyó una segunda comedia en este primer tomo, ni existió un segundo en la misma colección ni en ninguna otra de la autoría de Lasso.

Creemos que lo que ocurriera para no completar el proyecto editorial no tuvo relación con la calidad de la adaptación en verso de la obra terenciana. El texto, en endecasílabos, se ajusta al texto latino, aunque ciertamente, el verso, para los lectores actuales, no ayuda a la comprensión rápida de la trama de la obra y quizá los lectores de 1884 también estaban perdiendo la costumbre de escuchar y leer teatro versificado. Pero no fue la única traducción de teatro latino que Lasso de la Vega realizó en verso. En la misma colección se halla Séneca. Tragedias traducidas en verso.

La traducción de Lasso de la Vega es de las pocas que se han llegado a hacer en verso de los comediógrafos latinos en nuestro país. Solo tenemos otras dos comedias completas de Terencio traducidas en verso, La Andria, por Dequeisne (1776), y La Hecyra, por Somoza (1842). De Plauto nos consta que se completara en verso Aulularia, que tradujo Zorita en romance (1810), pero no fue publicada.

Asimismo, hemos encontrado varios fragmentos traducidos en verso de un comediógrafo y otro. Para Plauto los del venezolano Andrés Bello (el prólogo de Rudens) y del peruano P. Paz Soldán (Miles gloriosus, Amphitruo, Captivi, Menaechmi y Rudens). En cuanto a Bello, Menéndez Pelayo, que transcribe en su Bibliografía hispano–latina clásica el prólogo que tradujo el venezolano en endecasílabos, concluye: «Después de leer este magistral fragmento, que con arte exquisito se adapta a los giros y sinuosidades del original más fielmente que lo haría ninguna traducción en prosa, cualquier humanista debe lamentar que no se descifre y publique la versión entera que será como de tal maestro, y vendrá a acrecentar el caudal no muy copioso de nuestras traducciones de Plauto» (Menéndez Pelayo 1950–1955: VII, 343)

En cuanto a Pedro Paz Soldán, que usó el pseudónimo Juan de Arona, el mismo erudito en su obra citada comenta de los fragmentos de Miles gloriosus: «Está en octavas reales, metro que parece a primera vista de los menos adecuados para la comedia. Merece transcribirse, sin embargo, por el desenfado con que está hecha, y por ser el trozo más feliz entre los conatos de traducción plautina de Juan de Arona» (Menéndez Pelayo 1950–1955: VII, 343)

En la intención de acercarse lo más posible a los textos originales debemos encuadrar estos trabajos, sobre todo el de Paz Soldán, que, aunque solo nos ha dejado fragmentos de sus traducciones de Plauto, podemos ver en ellos la adaptación al castellano incluso de los nombres de los personajes, de forma que, al igual que sucedía con los nombres originales en griego o latín, fuesen también nombres «parlantes». Así, encontramos que sus fragmentos de Miles gloriosus están protagonizados por Rompemuros (en el original es Pirgopolinices, compuesto griego que se podría traducir por «vencedor de ciudades fortificadas» o «vencedor de muchas ciudades») y Roepán (en el original es Artotrogo, compuesto griego traducible por «roepán» o «devorapán») (Bravo Díaz 2005: II, 77). Sin duda son dos nombres que contribuyen a la comicidad de la obra, por eso los escogió Plauto y por eso Paz Soldán los traduce, cosa que no hace con los personajes de los fragmentos que traduce de Rudens o Amphitruo, donde conserva el nombre que les dio Plauto, siguiendo, además, la tradición de las traducciones plautinas al castellano.

Pero también ocasionalmente se tradujeron en verso algunos pasajes de los comediógrafos latinos que estamos estudiando, según menciona Menéndez Pelayo en la Bibliografía hispano–latina, en el apartado de «Traducciones ocasionales» (1950–1955: VII, 383). Al siglo XIX pertenece únicamente la de Fernando Casas, publicada en Cádiz en 1841, y que contiene fragmentos de Andria, que aparecen en el De amicitia de Cicerón (Menéndez Pelayo 1950–1955: VIII, 115), mientras que las restantes pertenecen al XVIII.1 Estos traductores ocasionales prefirieron el metro endecasílabo, como hizo Lasso de la Vega, para trasladar los versos latinos al castellano, con la excepción de algún par de versos en heptasílabos.

La opinión de Menéndez Pelayo sobre la traducción de los clásicos en verso la podemos leer en una carta que envió el 4 de mayo de 1909 a Luis Segalá y Estalella felicitándole por su traducción en verso de la Ilíada de Homero:

Además, las traducciones en verso, que en mi concepto deben seguir haciéndose, como las hacen los alemanes, los ingleses y los italianos, acercándose cada vez más al ritmo original, lo cual no es imposible en nuestra lengua, no excluyen, sino que, al contrario, reclaman imperiosamente la competencia, o, por mejor decir, el concurso de las traducciones en prosa, en las cuales cabe siempre un grado mayor de literalidad. (Menéndez Pelayo 1981–1991: XX, carta 245)

Por otro lado, el profesor montañés había traducido en verso dos tragedias de Esquilo, Prometeo (1878) y Los siete sobre Tebas (1879), parte de un proyecto que había acordado con Juan Valera para realizar una versión poética de todas las obras del autor griego, pero que quedó inconcluso. Las tragedias aparecieron, junto a otros escritos en el volumen Odas, epístolas y tragedias (1883) (Martín Puente 2010: 251).

Por los mismos años aparecieron dos traducciones de Plauto, obra de Antonio González Garbín, que señalan un hito en la consideración y recepción del comediógrafo latino en nuestro país. Encontramos en estos trabajos hechos curiosos, pues a la vez que se publicaba la primera de las comedias que tradujo, Aulularia, como un trabajo erudito, dado que vierte a Plauto al castellano pero publicándolo junto al texto latino y con abundantes notas y comentarios, al mismo tiempo aparecía en la Revista de Andalucía (1877, tomo X), a modo de folletín, solo la traducción, aunque se mantenían las notas, pero ya sin prólogo ni estudio, lo cual pareció más adecuado para la publicación periódica. Pero a lo largo de las diversas ediciones que se realizaron de estas traducciones en libro ocurrió el hecho significativo de que desapareciese el texto latino, junto a los comentarios, y finalmente apareciese publicado solo el texto castellano (con muy pocas notas) de las obras Aulularia y Captivi. De este modo, entre 1877, fecha de la primera edición de las traducciones de González Garbín, hasta 1928, publicación por la Editorial Hernando, se puede constatar el cambio en la consideración de Plauto.

En cuanto a las traducciones que nos ocupan, podemos leer en el prólogo a la primera las razones que movieron a González Garbín a realizarla. Expresa el traductor su compromiso como profesor de lenguas clásicas, que consiste en «popularizar el conocimiento de las literaturas antiguas, por medio de traducciones en lengua vulgar, con las ilustraciones y comentarios indispensables, para que sean más fácilmente comprensibles por aquellas personas poco o escasamente versadas en estos estudios». De esta manera, sigue don Antonio, se presta un servicio a la patria, así que se propone llenar ese vacío de nuestra literatura hispano–clásica «y hoy vamos a comenzar la publicación de las Comedias del famoso dramático latino Maccio Plauto» (González Garbín 1878: 5–7).

Este prólogo señala, por tanto, los mismos aspectos que resaltan traducciones anteriores al castellano, como las ilustradas de la Andria de Dequeisne y la del historiador Salustio por el infante don Gabriel, es decir, poner al alcance del público, que ya no conoce el latín, las obras clásicas. Pero también se parece a las intenciones de Costanzo, románticas, cuando menciona la necesidad de «popularizar» las obras clásicas. En el mismo sentido hace un llamamiento a recordar el Renacimiento, pues recoge las enseñanzas del profesor Alfredo Adolfo Camús y las ideas románticas que rescatan el momento en el que el cristianismo y las lenguas vernáculas toman el relevo a las lenguas clásicas aprendiendo de ellas a través de la imitación.

En el apartado siguiente repite de nuevo que su intención es traducir todo el teatro plautino y ha decidido comenzar por una de las obras de Plauto que más éxito han tenido en Europa El avaro o como él la denomina Aulularia, la Comedia de la marmita, porque, en efecto, es el protagonista un pobre ridículo viejo avariento, que guarda en una olla o marmita un tesoro» (González Garbín 1878: 18). Esta traducción nace con la intención de ser un trabajo erudito. No es un acercamiento solo para divulgar las obras, sino un instrumento de estudio y, es más, una muestra de que en España también se pueden traducir obras latinas acompañadas de todo el aparato crítico que presentan las versiones preparadas por filólogos extranjeros.

Dos años después de publicar la Aulularia, publica su traducción de Los cautivos, en la que no justifica de modo tan claro por qué es necesaria la traducción. En cambio, tras resumir en las primeras páginas la obra completa, se defiende la obra en sí, con argumentos como:

si no como la mejor del repertorio plautino, cual la juzgaba ha dos siglos el reputado humanista Samuel Werenfels, puede considerarse como de las más apreciables […]; cuántas escenas interesantes no surgen de aquel complot imposible e inverosímil […]; no es posible […] censurar esta obra de la antgüedad romana con la misma severa crítica con la que juzgaríamos una composición teatral de nuestros tiempos […]; lo que sí sabemos ciertamente es que la representación de Los Cautivos obtuvo en la antigua Roma un éxito estrepitoso; que después de veinte siglos en la docta Alemania se ha representado con gran aplauso; y que recientemente la culta república de las letras españolas se ha regocijado con ver ejecutada en nuestra escena esta hermosa producción. (González Garbín 1880: 8–10)

Y a continuación, en nota, da noticia de la representación de Captivi en Madrid, en 1879 «bajo la dirección de mi sabio maestro el Doctor D. Alfredo Adolfo Camús», representación a la que nos referiremos más adelante.

Se obtiene más información sobre la forma de trabajo y la intención de la traducción de González Garbín de estas dos obras de Plauto si se presta atención a las notas que, en estas ediciones, aparecen reunidas al final de los libros respectivos. Un hecho llamativo es que las notas de la Aulularia ocupan diez páginas (53 notas), mientras que las de Captivi ocupan exactamente la mitad, cinco páginas (21 notas). Estos datos muestran que la primera publicación salió de las manos del profesor con la intención de ser un instrumento de estudio sobre Plauto, pero que tras esa edición pareció más interesante poner a la venta la segunda obra descargada de notas y de prólogo personal para hacerla, quizá, más asequible o de lectura más llevadera para un público no especializado. Posiblemente fuese esta circunstancia la que desmotivó a González Garbín de continuar en su esfuerzo de traducir todas las comedias de Plauto: no hubo muchas ediciones, por lo que suponemos que no tuvieron gran éxito de ventas, y tampoco, que nos conste, fueron acogidas por parte de los estudiosos como obras de referencia.

 

Representaciones de comedias latinas

En el siglo XIX eran frecuentes las representaciones de obras plautinas en los teatros europeos. Qué duda cabe que estas representaciones inspiraron la que a finales del siglo XIX se puso en escena, como queda dicho, de Captivi de Plauto en el Teatro Español, a cargo de los alumnos de la Facultad de Letras de la Universidad Central. Juan Quirós de los Ríos también se refiere a ella en esa introducción a la que aludimos:

En España tuvo, no hace muchos años, ilustrados imitadores la culta Alemania. Entre los diferentes espectáculos realizados en Madrid, en socorro de los inundados de Murcia, fué uno de los más notables la representación, por los estudiantes de la Universidad, de la misma comedia latina Los Cautivos, puesta en escena bajo la sabia dirección de nuestro respetable y querido maestro el Doctor D. Alfredo Adolfo Camús. (González Garbín 1887: 17)

El texto fue traducido por Menéndez Pelayo para la ocasión, y hemos comentado que la representación recibió elogios en la prensa. El motivo de la representación, recaudar fondos para ayudar a las víctimas de unas recientes inundaciones en Levante, catástrofe que conmovió a la opinión pública, consiguió los esperados apoyos institucionales.2 De no ser así, habría sido muy difícil que un teatro se hubiese prestado a acoger un espectáculo de estas características.

Algunos periódicos señalaron lo curioso que les parecía la elección de la obra Captivi, una comedia en la que no aparecen cortesanas ni escenas de adulterio, como era habitual en el teatro antiguo y en la mayoría de las obras de Plauto. En uno de ellos podía leerse:

La elección de la comedia respondía a varias exigencias de la representación: no era fácil encontrar damas que hicieran su papel en latín, y se buscó una comedia que sólo tuviese hombres: la moral de la obra era la que convenía a las doctas personas que intervenían en su desempeño, si bien, de ponerse en escena obras inmorales, producen menos escándalo y son menos peligrosas las que están escritas en latín. (La Ilustración Española y Americana, 15 de diciembre de 1879, 2)

Algo parecido se encuentra en una larga reseña de El Imparcial, firmada por su director José Ortega Munilla, que anunciaba la preparación de esta representación plautina:

Plauto no era, por lo común, muy casto en sus obras. Pintaba al desnudo y amasaba sus estatuas del más abyecto barro. Las más desenfadadas creaciones de la moderna escuela naturalista desde Nana a Une fille Elisa son estampitas de un libro de devoción comparadas con las heroínas de sus comedias Mostellaria y Cistellaria. Al retratar a un pueblo corrompido, mojaba sus pinceles en cieno. / Pero qué sublime moralidad interior. El espíritu de Plauto vertia su dulce luz sobre el museo de deformidades encerrado en sus obras, e iluminaba, como Juvenal, el camino de la redención. La comedia de Plauto elegida para ser representada se titula Captivi y nada hay en ella que no pueda escuchar una joven inocente. / Sobre todo, si no sabe latín. (El Imparcial, 17 de noviembre de 1879, 3)

Son notas escritas en el último cuarto del siglo XIX y reflejan, por un lado el pensamiento predominante en las instituciones, que elegían Captivi y, por otra parte, el pensamiento de unos periodistas conocedores y amantes de la obra plautina en general, y en este caso en particular por haber asistido a las clases del profesor Camús. Conocen al autor latino, conocen sus obras y, uno de los redactores comenta, quizá con nostalgia, que lo considera «un amigo de la infancia», lo que establece una relación con Plauto que estaba muy extendida entre los antiguos estudiantes de la Central.

Siguiendo la estela francesa, fue estrenada la noche del 16 de febrero de 1909 en el Teatro de la Comedia de Madrid Los gemelos de Tristan Bernard, basada en la de Plauto y adaptada por Antonio Palomero (Madrid, Sociedad de Autores Españoles, 1909).

La reseña del estreno apareció en la prensa de Madrid como La Ilustración Española y Americana (15 de febrero, 10), El Imparcial (17 de febrero, 2), Respetable Público (21 de febrero, 6) y La España Moderna (1 de marzo, 160–169). Las cuatro coinciden en que lo mejor de la representación fue el prólogo compuesto por Palomero, pues la función dejó mucho que desear debido a la mala interpretación de los actores. Es más, en el artículo firmado por Eduardo Gómez de Baquero en La España Moderna se lee:

Palomero, que en su donoso prólogo nos aseguró no saber latín, tiene por su cultura y por su fino y depurado gusto, mucho más espíritu de humanista que algunos que conocen la lengua del Lacio, y hasta podrían escribir en latín más o menos macarrónico. Pero aunque haya traducido los Menaechmi y los haya comparado con el arreglo de Tristán Bernard, Los gemelos no son los Menaechmi. Estos disfraces a la moderna de las obras clásicas las desnaturalizan por completo. […] Plauto quedó en reputación de un vulgar vaudevillista, cosa injusta y poco satisfactoria para un clásico. (1 de marzo de 1909, 165 y 166)

Teniendo en cuenta que muchas veces los autores teatrales se inspiraban en obras antiguas o extranjeras, y que muchas traducciones no se señalaban como tales sino como obras originales del autor que las llevaba a la imprenta (Pegenaute 2004: 360), hemos buscado en los archivos títulos teatrales del siglo XIX y principios del XX inspirados en Plauto. De esta manera, hemos encontrado de Antonio Valladares de Sotomayor La maleta comedia en tres actos y prosa (1804), que luego se incluyó en Tertulias de invierno en Chinchón editado en Madrid en 1820 (Herrera 1993: 456); o el sainete en tres partes El soldado fanfarrón de Juan Ignacio González del Castillo, del que constan varias reediciones por Adolfo de Castro entre 1811 y 1845 y una publicación de la Real Academia entre las Obras completas del autor en 1914 (Herrera 1993: 222).

De traducción menos libre propuso Adrià Gual la representación en Barcelona y Madrid del proyecto Teatre Íntim, para poner en escena lo que llamó El genio de la comedia. Ciclo histórico teatral que incluía en su programa: «I. Disertación (prólogo). – II. Los griegos. – III. El escenario griego. – IV. Los latinos.– V. La Edad Media. – VI. Albores del Renacimiento. – VI. El Renacimiento. – Conclusión» (La Vanguardia, 13 de abril de 1912, 13). Incluía fragmentos teatrales de todas las épocas, también de Plauto, pero no nos consta que este autor llegase finalmente a ser representado nunca por su compañía.

La trama de la comedia de Plauto Menaechmi (Los gemelos), en particular, alcanzó notable éxito en la dramaturgia europea moderna; varias de las imitaciones o inspiraciones se representaron en teatros españoles en el siglo XIX y primeros años del XX. Fue de original francés la comedia Pablo y Paulina o Los dos gemelos (Madrid, 1837). El autor fue Félix–Auguste Duvert, y la tradujeron y arreglaron L. Fontecio e I. Gali y Busa, seudónimo de Isidoro Gil y Baus, miembro de la Sociedad de Autores Dramáticos, tal como se menciona en las reseñas de La Iberia (17 de septiembre de 1855, 4).

En el cambio de siglo se encuentran cuatro comedias: Los gemelos de Domingo Guerra y Mota, juguete cómico en un acto y en prosa, estrenado en Sevilla en abril de 1889 y publicado el mismo año en dicha ciudad (por José M. Ariza); Los hermanos gemelos, comedia dramática en cuatro actos y prosa, obra de Manuel Deporta (Sevilla, Gutiérrez y Bernabeu, 1901); Hermanos gemelos, juguete cómico en dos actos y prosa de Federico Palomera (Madrid, Sociedad de Autores Españoles, 1906), estrenado en Madrid en enero del mismo año; y la mencionada Los gemelos, versión de la comedia de Tristan Bernard Les deux jumeaux de Brighton por Antonio Palomero, en tres actos y un prólogo (Madrid, Sociedad de Autores Españoles, 1909).

 

La tragedia en el siglo XIX: una aproximación a Séneca

«¿Se deduce, sin embargo, de lo dicho, que es justo ni aun explicable el desdén con que nuestra literatura ha tratado a Séneca el trágico, no ofreciendo ni una sola edición estimable, ni traducción alguna (que yo sepa a lo menos) de sus obras completas? Ni lo creo justo, ni aun me lo explico siquiera; digo más, lo considero una mengua para nuestra bibliografía. ¡Cosa verdaderamente singular!». Así se expresaba en un periódico de 1871 Eugenio de Ochoa, traductor incansable de literatura latina durante el siglo XIX, y lo curioso es que en pleno siglo XXI se verifica esa impresión del traductor decimonónico, pues señala A. Pociña (2021):

González de Salas publicó en 1633 una exposición de la teoría aristotélica sobre la tragedia, a la que añadió como ejemplo su versión de Las Troyanas. / Dando un salto hasta el siglo XX, autorizado por el escaso interés de la difusión de Séneca en castellano en el período intermedio, el número de traducciones resulta notable a lo largo del siglo pasado, en el que, además de las aportaciones nuevas, se reeditaron a menudo versiones antiguas.

En el siglo XIX, contra lo que podría pensarse por sus tramas truculentas y sus imágenes violentas y crueles tan apreciadas por los espíritus románticos más arrebatados, las tragedias de Séneca no tuvieron una opinión favorable. Aún así, en 1845 se publicó la primera opera omnia de Séneca que incluía las tragedias (Didot, 1844), hasta entonces publicadas siempre por separado de su obra filosófica y otros tratados (Luque 1979: 9). Según señala Luque, «la llegada del Romanticismo supondría para Séneca […] casi la ruina: en sus tragedias se empezó a ver solo una monstruosa acumulación de motivos retóricos y una complacencia morbosa en lo macabro y horripilante» (Luque 1979: 72).

Revisando la recopilación del escrupuloso polígrafo Marcelino Menéndez Pelayo, volvemos a encontrar testimonios de la poca atención que la obra trágica de Séneca recibió en el siglo XIX. Menciona en el apartado de traducciones de su Bibliografía hispano–latina clásica, en primer lugar la versión de Las Troyanas por Agustín Santayana, que se publicó en la Revista Peninsular de Lisboa en 1857, en tres entregas correspondientes a los números 9, 10 y 11 del volumen II. Posteriores son otras dos traducciones que tuvieron algo más de difusión entre el público lector al ser publicadas por reputadas editoriales: la de Hipólito, obra de Eugenio de Ochoa (Madrid, Imprenta de La América, 1870) (Sánchez García 2016), y la de Medea, única pieza que contiene el volumen titulado Tragedias, traducida en verso por A. Lasso de la Vega en 1883, aparecida en la «Biblioteca Universal».

Desconocida para el público del siglo XIX fue la traducción que hizo el propio Menéndez Pelayo de Agamenón en 1872; apareció entre sus papeles y fue impresa en 1912, después de su muerte (Menéndez Pelayo 1956–1958: I, 135).

También señala obras teatrales escritas a imitación del trágico latino. En el apartado «Miscelánea», acompañada del comentario irónico «De este esperpento dramático dio cuenta con excesiva benevolencia el Memorial Literario de aquel mes» (Menéndez Pelayo 1950–1955: VIII, 70), se menciona el drama trágico Séneca y Paulina, obra de Luciano Francisco Comella, que se estrenó en 1801. También alude a una tragedia inédita sobre Medea, compuesta por Juan Eugenio Hartzenbusch en sus juveniles años, con algunas modificaciones en cuanto a la caracterización de la protagonista. Así como a una Polixena de José Marchena, «que nunca fue representada, ni quizá impresa del todo», de la que solo conoció los cuatro fragmentos insertos en sus Lecciones de filosofía moral y elocuencia (1820) (Menéndez Pelayo 1950–1955: VIII, 130). Finalmente, como traducción ocasional indica un fragmento de Medea (el vaticinio), traducido en octavas e incorporado por el mexicano Rafael Gómez en su ensayo épico Cristóbal Colón o El descubrimiento del Nuevo Mundo (México, 1892).

El propio Menéndez Pelayo quiso escribir una tragedia al modo de las de Séneca. Se trata de la obra inconclusa Séneca, que en 1877 confesaba haber comenzado, pero de la que solamente consiguió versificar tres escenas, publicadas en el Boletín de la Biblioteca Menéndez y Pelayo en 1922 (IV, 1–10).

En cuanto a la representación teatral de obras de Séneca en los teatros españoles, no solo en España, sino en toda Europa, Citti lo resume así:

The negative judgment of authors like Schiller, Lessing and Schlegel greatly affected Seneca’s influence on nineteenth–century theater. However, significant examples of his influence are still evident. On one hand, the strong passion and family conflicts that characterize Senecan characters often emerge in the violent dramas of Shelley and Heinrich von Kleist. On the other hand, Senecan elements come together in some rewritings of his tragedies, in particular of Oedipus (as in the case of the neoclassical Martínez de la Rosa); Medea (sorceress and solitary heroine in Franz Grillparzer); and Phaedra (antipuritan heroine in Swinburne, Titanic in Gabriele D’Annunzio, and Christian in Miguel de Unamuno). (Citti 2016: 255)

Efectivamente, en los teatros se estrenó Edipo de Martínez de la Rosa en 1830, pero se trataba de una obra neoclásica, para la cual el autor se basó en la tragedia del griego Sófocles, aunque había leído la de Séneca, igual que había hecho con las de Corneille, Voltaire, La Motte, Dryden o Lee (Gallé 2020: 7). Por tanto, no podemos señalarla, con Citti, como una adaptación de la tragedia latina.

En cuanto a Fedra de Unamuno, se estrenó en 1918 (Pérez Lambás 2015: 238), por lo que se escapa al objeto de estudio de este artículo, pero inaugura, sin duda, la recuperación de las tragedias de Séneca para los teatros de todo el mundo que comenzaría a partir de 1920 (Citti 2016: 255) y que en España alcanzaría una gran resonancia al inaugurarse el teatro de Mérida en los años 30 con la representación de Medea, adaptada por Unamuno, a cargo de la compañía de Rivas Cherif y Margarita Xirgu (Pòrtulas 2004).

 

Conclusiones

Toda la obra plautina no sería traducida al español hasta bien entrado el siglo XX, en contraste con lo ocurrido con Terencio y Séneca, que ya contaban con traducciones de su corpus teatral al completo desde el Humanismo y el Renacimiento. Pero la abrumadora presencia de documentos relacionados con Plauto, en comparación con los relacionados con Terencio o con Séneca, a lo largo del siglo XIX, son testimonio de las novedades que estaba creando en España la llegada, aunque tardía, de forma más tenue y siempre tamizada por el catolicismo mediterráneo, del pensamiento romántico europeo. Concretamente, a la influencia que el método historiográfico tuvo en la nueva forma de ver la historia, y por tanto la historia de la literatura. Surge con fuerza el interés por la lengua latina arcaica, de la que solo es testimonio Plauto en el ámbito coloquial, y también surge la defensa de los valores del pueblo, un sentimiento propiamente romántico que influyó en el interés por la traducción de su obra y ponerla al alcance del público general.

 

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  1. Se trata de la glosa a Plauto (Trinumus, Stichus) y la versión de fragmentos de Terencio (Adelphos) por Beatriz Cienfuegos en su periódico La Pensadora Gaditana (1764); unos versos firmados por cierto P. F. de Truculentus y Milite gloriosus de Plauto publicados en el Diario de Valencia en 1700; los versos de Eunuco, Andria, Heautontimorumenos y Adelphos de Terencio, sin firma, aparecidos en 1781 en el periódico El Censor; el pasaje de Terencio que Cicerón incluye en el discurso Pro Blanco (Eunuco), traducidos en verso en 1790 por José Nicolás de Azara.
  2. La iniciativa debió tener éxito, pues en 1885, con motivo de otra catástrofe similar en Andalucía, se propuso la representación de otra comedia de Plauto en latín para recaudar fondos (El Imparcial de 7 de enero, 3).