La traducción de la poesía portuguesa en el siglo XIX
Xosé Manuel Dasilva (Universidade de Vigo)
Introducción
El traslado de textos poéticos portugueses al español en el curso del siglo XIX no puede calificarse ciertamente de abundante. La causa es que esta práctica se vio condicionada de forma inevitable por la historia de los intercambios entre ambos idiomas en períodos antecedentes. Así, conviene recordar que las obras portuguesas circulaban en nuestro territorio durante el siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII, como consecuencia del llamado «bilingüismo luso–castellano», a través no solo de traducciones alógrafas, sino en especial por medio de creaciones alófonas de no pocos autores portugueses que empleaban el español en calidad de vehículo de expresión y de autotraducciones (Dasilva 2017b). Sucesivamente, es preciso tener en cuenta que la Restauração, con la que se puso fin a la etapa de União Ibérica (1580–1640), dio lugar a un paulatino distanciamiento de los dos países, hasta el punto de afianzarse el concepto de que se encontraban divorciados culturalmente. Pilar Vázquez Cuesta, a este particular, resaltó con buen criterio que a partir de la independencia lusitana «se hace casi total el desconocimiento mutuo entre los dos reinos peninsulares dentro del campo de la literatura» (1976: 7).
En realidad, no suman un número reducido los testimonios de intelectuales insignes que fueron poniendo de manifiesto a lo largo del siglo XIX la enorme brecha que se había abierto en la segunda mitad del siglo XVII y en el siglo XVIII (Dasilva 2006b). Por ejemplo, el político y periodista Antonio Romero Ortiz, en el prólogo de su monografía La literatura portuguesa en el siglo XIX, lamentaba que no existía en España quien se ocupase de las letras lusitanas. Añadía que resultaba legítimo asegurar, sin ninguna clase de exageración, que «ni París, ni Londres, ni Washington distan tanto de Madrid como Lisboa» (1869: 6). A su vez, Leopoldo Alas deploraba tener que llamar foránea a una cultura que a diversos títulos «parece nuestra» (Clarín 1882a). En otro artículo, el autor de La Regenta denunciaba que la literatura portuguesa era «muy poco conocida, aún de aquellos que en España estudian libros extranjeros» (Clarín 1882c). Por su parte, Emilia Pardo Bazán (1884: 70) declaraba, sin la menor reserva, que «vivimos sepultados en la más crasa ignorancia respecto a Portugal». A propósito de esta incapacidad de conexión, Juan Valera sostenía rotundamente que «no proviene solo de nuestra desidia, sino de cierto menosprecio vulgar e injusto» (1890: 14). En una nueva contribución, el escritor y diplomático andaluz se quejaba con pesar del «descuido y la desatención con que los españoles hemos mirado, por lo común, la literatura portuguesa de nuestros días» (Valera 1891).
La idea del alejamiento hispano–portugués tanto se potenció que se hizo corriente como símil, para definirla con persuasiva elocuencia, la imagen de la muralla china. José de Espronceda (1841), quizá por primera vez, enunció que se erguía ante los portugueses «una barrera que, como la muralla de la China, los separa completamente de nosotros». Solo unos meses después, António Feliciano de Castilho (1841) exclamaba que las patrias ibéricas estaban divididas «por uma bruta muralha de completa indiferença, mais maciça e alta que o muro que afasta a China da Tartária». Pasadas algunas décadas, el lusitanista Gonzalo Calvo Asensio (1870: 144) volvió a poner énfasis en aduanas que se construían «a semejanza de una impenetrable muralla de China», con el aciago impacto de que impedían «toda relación» y se oponían «a toda inteligencia». En fin, el hispanista José Simões Dias, por los mismos años, condenaba taxativamente que se estimaba poco a la nación vecina, «porque a não conhecemos melhor que a China» (1879: 13). Una ligera variante del símil ejemplificado se percibe en esta apreciación del periodista y crítico literario Eduardo Gómez de Baquero: «Prefiero pedir libros al Japón; es mucho más fácil y más breve. Parece que entre ambas naciones se alza un invisible muro que trueca su vecindad en apartamiento» (1900: 154).
Por influencia de las circunstancias mencionadas, los contactos transfronterizos se reanudaron justamente en los albores del siglo XIX, intensificándose desde entonces de manera gradual. A mediados de la centuria, la Revista Popular, desde Lisboa, se enorgullecía no en vano de que, por encima de la dificultad de las vías de comunicación y de la equivocada política de los gobiernos de aquí y de allá, los vínculos literarios «entre Hespanha e Portugal vão–se amiudando e estreitando cada vez mais» (Sin firma 1851). En este nuevo ciclo, la traducción alógrafa se instauraría como fórmula normal para el tráfico de textos portugueses entre nosotros (Fernandes 1986). Una clara evidencia de la decadencia del bilingüismo pretérito se constata en estas expresivas palabras de Romero Ortiz, antes citado: «Hubo un tiempo en que los escritores lusitanos cultivaban con preferencia nuestro idioma. […] Hoy no tendría más lectores que sus cajistas, el que osase arrostrar la mayor de las impopularidades dando a la estampa una sola página en castellano» (1869: 6). Ahora bien, según indicábamos al principio, no se llevarán a cabo todavía en esta época versiones en una cantidad copiosa, y menos en el género poético, a pesar del peso sustancial que ostentaba este en la literatura portuguesa, probablemente por su inferior dimensión social y comercial en comparación con los géneros teatral y, sobre todo, narrativo. No es de extrañar que el poeta y traductor Manuel Curros Enríquez, en el prólogo de La Lira Lusitana, se desahogase con esta amarga acusación cuando no faltaban más que unos años para que el siglo se cerrase: «España no se toma el trabajo de traducir el portugués» (1912: 18).
Un factor coetáneo, por añadidura, que repercutió de modo negativo en la escasez de versiones fue la ideología iberista, tan viva en distintos momentos, la cual propugnaba incluso la fusión de los estados. Este movimiento provocó en buena medida como efecto contrario, paradójicamente, que la interrelación cultural no lograse la fluidez deseable (Utt 1988a: 784, Pérez Corrales 2003: 89). Por lo demás, el transvase de textos portugueses al español se vio perjudicado por la proximidad lingüística tan estrecha del portugués y el español, que propició que se reputase superfluo el cultivo de la traducción. Juan Valera, otra vez, planteaba la siguiente interrogación: «¿Qué español, medianamente entendido, no comprende, leyendo, la lengua portuguesa, casi tan bien como la castellana?» (1890: 10). Análogamente, Romualdo de Lafuente, traductor de Almeida Garrett, se anticipaba a quien pudiese preguntarle por qué había gastado sus energías en una «obra escrita en un idioma tan parecido al nuestro» (1861: 3). Lamberto Gil, padre de una versión de Os Lusíadas, invocaba que cambiando la ortografía quedaba la mitad del poema en español, por lo que «no se necesita más que traducir la otra mitad» (Gil 1818a: 18). Es oportuno apuntar, en cuanto a esto, que Clarín haría recensiones de libros originales en portugués en publicaciones periódicas (Ibarra 1973), como Lira Íntima, de Joaquim de Araujo (Clarín 1882a), Sonetos de Antero de Quental (Clarín 1882b) y A Musa em Férias, de Guerra Junqueiro (Clarín 1882d).
La retraducción de autores clásicos
A decir verdad, un repaso panorámico a los textos poéticos portugueses transferidos al español en el siglo XIX debe prestar atención, inicialmente, a las retraducciones de autores clásicos, entre los que sobresale la figura de Luís de Camões con un protagonismo sin parangón (Dasilva 2014, 2015 y 2016). En lo que atañe a la vertiente épica, se acometieron versiones íntegras de Os Lusíadas en una valiosa cifra, aparte de algunas fragmentarias (Martins 1972). Por la transcendencia política de la obra, estas entregas estuvieron acompañadas a menudo por un discurso ideológico con el que se buscaba atenuar las connotaciones de signo patriótico (Canalejas 1872, Sánchez Moguel 1894, Castelar 1897). Juan Valera, de nuevo, contemplaba no en balde que la epopeya camoniana entrañaba «el mayor obstáculo a la unión futura de ambas naciones» (1855: 433). En otro lugar, proclamaba que Camões «se levanta entre Portugal y España, cual firme muro, más difícil de derribar que todas las plazas fuertes y los castillos todos» (1862). Por otra parte, es pertinente señalar que las versiones españolas de Os Lusíadas fueron objeto, por su rango estético, hasta de un discurso crítico nada despreciable que profundizaba en las características de las mismas (Goyri 1880, Vidart 1880).
Lamberto Gil dio a la imprenta en 1818 la primera traducción del siglo XIX de Os Lusíadas (Madrid, Miguel de Burgos, 2 vols.), tras haber permanecido más de ciento cincuenta años sin haber visto la luz en español (Dasilva 2014, 2015, 2016). Se abría con un «Prólogo del traductor» que está en deuda patente, por sus coincidencias más que notables (Menéndez Pelayo 1952: 125), con el prefacio «Vida de Camões» de la monumental edición del poema elaborada por José Maria de Sousa Botelho, conocido como Morgado de Mateus (Os Lusíadas, París, Officina Typographica de Firmin Didot, 1817). En dicho preámbulo, Gil ponía el acento en la carencia de versiones españolas durante todo el siglo XVIII, una fase en que Os Lusíadas disfrutó de una acogida afortunada en otros ámbitos geográficos, y sometía a revisión las traducciones previas de los siglos XVI y XVII (Gil 1818a: 11–12). Después de trazar las pautas a las que se sujetó su tarea, confesaba sin rubor que no había evitado censurar el texto épico primordialmente en el canto IX, donde se plasma el atrevido episodio de la Isla de los Amores (Gil 1818a: 13–14). En esta edición aún se proporcionaban otros paratextos, como el retrato biográfico «Vida de Luis de Camoens» y el ensayo «Juicio crítico de Los Lusíadas, poema épico de Luís de Camoens» (Gil 1818 y b).
El quehacer traductor de Gil ha suscitado división de opiniones a través del tiempo. Tildado alguna vez de «neoclásico» (Peláez 1979: 124), Menéndez Pelayo ponderó que su versión exhibe «notable esmero, con penetración del espíritu del original, y hasta con talento poético en ocasiones», garantizando categóricamente que era «la mejor que poseemos en castellano» (1952: 126). Para Rafael M. de Labra, la virtud decisiva radicaba en que «ofrece la ventaja de ser casi una reproducción literal de la obra portuguesa» (1889: 139). Inversamente, Adolfo Bonilla y San Martín (1925: 109) dictaminaría que Gil ejecutó su cometido «com bem pálido engenho». Entretanto, Luis Vidart valoró que la traducción «no es tan mala», si bien matizaba que «carece por completo de la elegancia y brío, de la armonía y sonoridad que constituyen las cualidades esenciales de la elocución poética» (1880: 8–9). Nicolás Goyri determinó, en contraste, que esta versión de Os Lusíadas se erigía en la que «mejor da a conocer en español el poema», puesto que «sacrifica a la dicción la fiel expresión de los pensamientos» (1880: viii).
En la antepenúltima década del siglo XIX, con motivo del tercer centenario de Os Lusíadas (Vázquez Cuesta 1982–1983), salieron ediciones en verso de Juan de la Pezuela, conde de Cheste (Madrid, A. Pérez Dubrull, 1872) y en prosa, literales en su mayor parte, de Carlos Soler y Arqués (Badajoz, J. Santamaría, 1873) y Manuel Aranda y Sanjuán (Barcelona, La eación, 1874). Se contabiliza una traducción inédita de Gabriel García Tassara y se tiene noticia de otras, en paradero ignorado, de Luis de Bretón y Vedra, por una parte, y Emilio Bravo y Federico Pérez Molina, por otra. En la visión de Goyri, el conde de Cheste no logró un mejor resultado que aquellos que le habían precedido (1880: viii). En cambio, Vidart ensalzó que representaba «la mejor traducción castellana en verso de Os Lusiadas» (1880: 9). En fecha más próxima, Elena Losada Soler observó que supone, desde el punto de vista estilístico, una aportación «claramente epocal, que entronca con el gusto barroco y recargado de una parte del romanticismo tardío español» (2006: 284). Con relación a la versión de Soler y Arqués, es de significar la presencia de un diáfano espíritu iberista. Como se exteriorizaba en una nota, se anhelaba con ella «prestar algún servicio a las dos nobles naciones, cuyas banderas, aunque distintas, han cobijado y cobijan sin embargo unas mismas tendencias, un mismo entusiasmo y una misma alma» (Camões 1873: iv).
En lo que concierne a Camões, es obligado registrar que de los primeros años del siglo XIX data la primera traducción extensa en español de su inspiración en el género lírico, abordada por Lamberto Gil nuevamente, en el volumen Poesías varias o Rimas (Madrid, Miguel de Burgos, 1818). En un esclarecedor prólogo, el propio traductor se revelaba consciente de que su edición atesoraba un carácter inaugural, puntualizando que se hacía verdaderamente extraño que «nadie haya pensado hasta ahora en traducir estas poesías» (Gil 1818c: 14). Más adelante, admitía con franqueza las deficiencias que su labor no disimulaba, las cuales atribuía al cansancio acumulado por haber trasplantado anteriormente Os Lusíadas. Gil recogió sonetos, la paráfrasis «Sobre os rios que vão», la composición en octavas «A Santa Úrsula» cuyo incipit es «De uma fermosa virgem desposada», églogas, canciones, odas, elegías, sextinas, el poema también en octavas «Senhora, se encobrir por alguma arte» y textos de tipo tradicional. En total, ciento treinta y tres poesías que deparan un mosaico cabal del excelso poeta en esta parcela (Dasilva 2019).
Adicionalmente, no se puede dejar de subrayar que se incorporaron versiones del celebrado soneto «Alma mina gentil, que te partiste» (Lisboa, Typographia Elzeviriana, 1886) y de las famosas endechas «A Bárbara escrava» (Cunha 1893) en recopilaciones de naturaleza políglota (Dasilva 2003b). Por otro lado, se traspasaron diferentes poesías en los tomos Granos de oro (Madrid, Góngora, 1883) por Jaime Martí-Miquel, Poesías líricas (Sevilla, E. Rasco, 1895) por José Lamarque Novoa y Líricas de Luís de Camões (Lisboa, Imprensa Nacional, 1898), con traducciones francesas y castellanas de José Benoliel. En la de Lamarque se daban seis sonetos y la redondilla «Os bons vi sempre passar», mientras que en la de Benoliel había dos versiones de «Alma minha gentil, que te partiste», bajo el título común «Por la muerte de Nathercia», y otra de «A Bárbara escrava». Finalmente, hay que anotar que en la sesión de la Real Academia Española de 15 de febrero de 1872, con ocasión de la visita de don Pedro II, emperador de Brasil, Leopoldo Augusto de Cueto, marqués de Valmar, leyó una traducción del soneto «Quando os olhos emprego no passado» (Dasilva 2017a).
La traducción de poetas modernos
En lo que respecta propiamente a los poetas portugueses contemporáneos, una prueba palmaria de la exigüidad de productos traducidos estriba en el hecho de que ninguno de los nombres más distinguidos contó con obras trasladadas en el propio siglo XIX. La única salvedad es la que encarna António Feliciano Castilho, que se benefició de la versión Los celos del bardo, de Gonzalo Calvo Asensio, editada significativamente en Oporto, no en suelo español. El traductor aseveraba con cautela en un conciso apunte preliminar: «Ojalá pudiera dar una traducción tan acabada como el original merece; pero ya que esto no, sea este ensayo muestra del afecto que me inspiran las letras portuguesas» (Castilho 1870: 8). Antes hacía hincapié en la fama que había ganado en su tierra el original, aludiendo a la condición de invidente de Castilho: «Merecido renombre ha alcanzado el pequeño poema, que vertido al castellano presento: el ciego autor describe como pocos las maravillas de la creación a que no asiste sino con el alma». Los autores restantes, del primero al último, dispusieron solamente de versiones aisladas en cabeceras periódicas o en antologías colectivas.
Siguiendo fielmente las convenciones más extendidas de la historia literaria portuguesa, de los integrantes de la denominada primera generación romántica Almeida Garret fue, sin duda, el más trasladado. Al margen de varias versiones del drama Frei Luís de Sousa (Dasilva 2001a, 2003a) y de una traducción de la narración Viagens na Minha Terra (Fernández García 2008), se computan profusos vestigios en lo tocante a su patrimonio poético de, entre otros, José Beloniel («As minhas asas» y «Olhos negros»), Carolina Coronado (el soneto «Camões náufrago»), Nicolás Díaz de Benjumea (algunos versos del poema largo Camões), Isidoro Gil («Bernal francés», «O chapim del rei ou parras verdes» y el romance «Miragaia»), Luis Vidart («Conselho») y Teodosio Vesteiro Torres («As minhas asas»), todos ellos consignados hace décadas por Henrique de Campos Ferreira de Lima (1940). De Juan Valera se conoce una versión inédita de «O anjo e a princesa», de 1850, destinada en primera instancia a su hermana, que se rescató en sus obras completas (Carvalho 1999). Alexandre Herculano, el otro miembro ilustre de la primera generación romántica, gozó de adversa fortuna como poeta, a diferencia de lo acontecido con su faceta de narrador, divulgada en español en grado aceptable (Posada–Curros 1993). Rafael M. de Labra ya comentaba resueltamente en su momento: «El mérito de Herculano está, más que en sus versos, en sus novelas y cuentos históricos, y a la postre en su Historia de Portugal» (1889: 190).
De la segunda generación romántica, António Feliciano Castilho recibió el favor de ser en exclusiva, según hemos dicho, el escritor lusitano con un libro poético puesto en español en el siglo XIX. Los celos del bardo contenía al comienzo un soneto con estrambote, firmado en Lisboa el 7 de julio de 1870, que se ofrendaba «al inspirado autor» con el título «A el Homero portugués António Feliciano de Castilho». En él no se defendía, curiosamente, que la cercanía de las dos lenguas dispensase el ejercicio traslativo, sino que se justificaba la versión, al contrario, exactamente por la falta de comprensión del original. En efecto, en los primeros versos se alegaba: «[…] el sin igual tesoro / del portugués Parnaso enriqueciendo, / en la lengua de Herrera ahora pretendo / de nuevo presentar, porque es desdoro / que al canto portugués que tanto adoro / responda el español: No le comprendo» (Castilho 1870: 5). No se localizan rastros en español dignos de reseñar de otros componentes del mismo grupo generacional, como João de Lemos, António Augusto Soares de Passos, Luís Augusto Palmeirim, Francisco Gomes de Amorim, Raimundo António de Bulhão Pato, Tomás Ribeiro y José da Silva Mendes Leal. Este último llegó a manifestarse así en una especie de pórtico de presentación del primer número de la lisboeta Revista Peninsular, con vocación iberista meridiana: «Coisa singular! As duas nações, que dão fraternalmente as mãos na Península Ibérica, conhecem–se menos do que geralmente se conhecem as que lhes ficam mais distantes» (Mendes Leal 1855: 3).
Consecutivamente, de João de Deus, la voz más señalada del estadio de transición al Realismo, no se efectuaron versiones. Miguel de Unamuno juzgaba a João de Deus «intraducible», mayormente por su «sencillez suma» (1911: 18). Superior resonancia adquirió Antero de Quental, máximo exponente de la pulsión realista, aunque sin una excesiva intensidad. Se ha llamado la atención, acertadamente, sobre el hecho de que «dada a vizinhança geográfica e a abertura histórico–cultural verificada nessa altura em que sopravam ventos favoráveis à União Ibérica», no hubiese sido en absoluto «brilhante, no fim do século, a atenção crítica espanhola relativamente a Antero de Quental» (Brito 1992: 229). Entre el moderado catálogo de referencias, hay que dar cuenta, en primer lugar, de la traducción que el poeta gallego Manuel Curros Enríquez confeccionó de la serie de seis sonetos Elogio da Morte, que se insertó como apéndice en la edición, organizada por el historiador y político Joaquim Pedro Oliveira Martins, Os Sonetos Completos de Antero de Quental (Quental 1890, 141–146).
Es interesante detenerse en la génesis de esta iniciativa por su importante calibre (Dasilva 2010a). En la edición se ponía de relieve explícitamente, gracias a una ilustrativa anotación, la visibilidad de Curros Enríquez en el entorno portugués: «Em hespanhol publicamos seis sonetos, traduzidos pelo snr. Manuel Curros Enríquez, cujo nome bem dispensa qualquer commentário, conhecido e estimado como é em Portugal pelo seu admirável volume de versos em dialecto gallego Aires d’a miña terra» (Quental 1890: v). El poeta António Feijó, personalmente, se había entregado a compartir este libro, que etiquetaba de «simplesmente delicioso» (Feijó 2004: 59), con muchos de los más egregios creadores portugueses. A su amigo Luís de Magalhães, poeta y político, le hacía partícipe, en una carta del 13 de diciembre de 1884, de lo que acababa de comunicarle a Curros Enríquez en ese sentido: «Eu disse–lhe que os Aires da miña terra passaram pelas primeiras mãos da literatura portuguesa, até voltarem de novo às minhas, e que todos ficaram encantados com o poeta» (Feijó 2004: 77). Años después, el poeta João Verde se haría eco de esta fructífera intervención mediadora: «Foi António Feijó, estudante ainda em Braga, um dos poetas nossos que primeiro deu curso aos Aires da miña terra, de Curros» (Verde 1922). Lo cierto es que Curros Enríquez se instituiría, por innegables merecimientos, en un agente crucial en la difusión de la literatura portuguesa en España. De la afinidad entre Antero de Quental y Curros Enríquez, quien sentía una acendrada devoción por aquel, es demostración transparente el detalle de que se custodia un ejemplar de Odes Modernas (Porto–Braga, Livraria Internacional, 1875), en la Biblioteca Nacional de España, donde luce esta dedicatoria rubricada en Vila do Conde el 12 de marzo de 1885: «Ao nobre e cândido poeta de Aires d’a miña terra, em signal de fraternal estima» (Dasilva 2007, Alonso Montero 2016).
Incuestionablemente, Curros Enríquez era de Antero de Quental «fervoroso e incondicional admirador» (Vilanova 1953: 146). En una carta a Luís de Magalhães, expedida el 11 de marzo de 1885, se mostraba del todo encantado con el «gran Quental, poeta formidable por quien siento una veneración profunda» (Martins 1987a: 72). En otro envío a António Feijó del 28 de octubre de 1884, reiteraba que se trataba del poeta «de quien menos he leído», media docena de textos aproximadamente, conforme especificaba, pero que aun así para él simbolizaba «una verdadera celebridad de referencia» (Vázquez Cuesta 2004: 725). Y luego perseveraba: «Recuerdo haber visto muchos juicios críticos de sus libros, por los cuales vine en conocimiento de su alta significación en el coro apolíneo del Portugal moderno». No omitía alertar de que no había llegado a sus manos el ejemplar de Odes Modernas que, de acuerdo con António Feijó, le había remitido Antero de Quental.
El empeño de Curros Enríquez con Elogio da Morte respondió seguramente a un impulso del propio Antero de Quental, aunque aquel ya disponía de un ejemplar de Sonetos merced a la generosidad de António Feijó (Martins 1987a, 1987b). En una carta a Luís de Magalhães, de febrero de 1889, Antero de Quental indagaba: «Sei que o Curros tem publicado traduções de poesias portuguesas. Haverá entre elas a de algum soneto dos meus? Ser–me–ia muito grato incluir no meu volume alguma tradução de Curros, se porventura existisse» (Martins 1989: 930). En otra misiva al lusitanista italiano Tommaso Cannizaro, del 10 de abril de 1889, Antero de Quental afirmaba que las versiones ya estaban culminadas: «Está esgotada a 1ª edição dos meus Sonetos Completos e penso em fazer 2ª, juntando–lhe em Apêndice as traduções que de alguns têm sido feitas em várias línguas, isto é, algumas das alemãs do Professor W. Storck […] as espanholas de Curros Enríquez» (Martins 1989: 936). De tal forma, el 27 de noviembre de ese año le adelantaba al poeta Joaquim de Araújo, alrededor de las versiones extranjeras anexadas en la nueva edición de sus sonetos, que figurarían «umas 50, entre elas o Elogio da Morte traduzido pelo Curros Enríquez da maneira a mais magistral» (Martins 1989: 967). Con arreglo a la evaluación de Elena Losada Soler, el balance que se desprende del trabajo de Curros Enríquez en Elogio da Morte arroja «muchos aciertos y pocos errores» (2007: 580).
De Antero de Quental, en el tomo políglota Zara (Lisboa, Imprensa Nacional, 1894), centrado en la composición homónima, más bien un epitafio, que consagró a Zara Margarida, hermana adolescente de su amigo Joaquim de Araújo, se incluyeron cinco versiones en español de Luis Vidart, Nicolás Goyri, Gaspar Núñez de Arce, el peruano Ricardo Palma y el cubano Francisco Sellén, además de una en gallego de Curros Enríquez, quien ya había traducido al mismo idioma a Camões (Dasilva 2001b). Ocasionalmente, Clarín puso en español algunos versos de Antero de Quental (Marques 1993). En una recensión de Sonetos, obra en la que identificaba, por cierto, como debilidad su «monotonía», surgían los tercetos de la segunda pieza de «Espiritualismo» y la totalidad de «Homo». Aducía Clarín en ese comentario que para traducir textos líricos había que ser cultivador del género, y que él lo haría complacido, en el caso de que dominase esa faceta, con este autor: «Si yo fuese poeta, traduciría con mucho gusto al castellano estos Sonetos de Anthero de Quental, para contribuir a una cosa muy necesaria: a que los pueblos hermanos que no quieren todavía unirse, poéticamente se fueran conociendo y apreciando, y poder así empezar por lo mejor principal: por la unión de los espíritus» (Clarín 1982b).
Entre los parnasianistas, un poco más tarde, no se descubren versiones españolas de João Penha, António Cândido Gonçalves Crespo y Cesário Verde. Hubo el ánimo de Curros Enríquez de traducir textos de António Feijó, por lo que se colige de su correspondencia. En una primera carta del 22 de octubre de 1884, le solicitaba permiso, y en otra sin fecha, que debió de ser inmediata, se comprueba que este ya había sido otorgado: «Agradezco a V. cordialísimamente la autorización que me concede para traducir sus versos. Procuraré hacerme digno de la honra que en ello me dispensa» (Vázquez Cuesta 2004: 730). Agregaba que su propósito se orientaría puntualmente hacia poemas de los libros Transfigurações (1882) y Líricas e Bucólicas (1884). En carta del 28 de octubre de 1884, sin embargo, le transmitía que se había fijado en su título más reciente: «Estoy traduciendo En la ventana de Occidente. Comienzo por donde debiera terminar, pero esto consiste en que lo último de V. es siempre lo mejor» (Vázquez Cuesta 2004: 734). Aisladamente, de António Feijó se ofreció en La Ilustración Ibérica (5-V-1983) una traducción del poema «Pálida e loira», suscrita por Blas Quito.
Guerra Junqueiro, personalidad capital de la poesía de compromiso político, escoltado por António Gomes Leal, sólo vería sus obras en español fraccionadamente pese a su indiscutible prominencia (Sin firma 1910, Dasilva 2010b). De conformidad con la valoración de Unamuno en esos días, se encumbraba en el escenario portugués como el «más grande de sus poetas vivos –y uno de los pocos, poquísimos, que en esta época tan poco poética quedan en Europa toda» (Unamuno 1911: 8). Curros Enríquez se encargó a partir de 1880, fundamentalmente en tribunas gallegas, de estas versiones autónomas: «Lealtad», en El Heraldo Gallego (15–II–1880,) y Diario de Lugo. Hoja literaria (16–I–1881); «El mirlo», en El Domingo. Pasatiempo Semanal Ilustrado (26–II–1880), La Ilustración Gallega y Asturiana (8–XI–1881) y Galicia Moderna (1–VII–1897); y «Tragedia infantil», en Semanario de las Familias (12–III–1883), El Regional (13, 14 y 15–XI–1885) y El Eco de Galicia (20–XII–1885). En lo referente a «El mirlo», Vázquez Cuesta se percató de que esta poesía solo se difundiría en libro en A Velhice do Padre Eterno (1885), lo que le indujo a sospechar que «existiam já então relações directas entre Curros e Junqueiro» (Vázquez Cuesta 1975: 188). También de mano de Curros Enríquez se estamparon en 1885, en Las Dominicales del Libre Pensamiento, «El agua de Lourdes» (24–X), «El dinero de San Pedro» (31–X), Circular» (21–XI) y «Letanía moderna» (6–XII), todas de A Velhice do Padre Eterno (Vázquez Cuesta 1998). Una nueva publicación de «Letanía moderna», al cabo de tres años, en Las Dominicales del Libre Pensamiento desencadenaría un duro conflicto con la censura, a la vista de lo que se recriminaba en este periódico (Sin firma 1888).
Sin lugar a dudas, Curros Enríquez le profesaba una sólida estima a Guerra Junqueiro (Vázquez Cuesta 1974; Dasilva 2006a), de quien pregonaba devotamente que se hacía «admirar por la audacia de su inspiración, por la forma exquisita en que sabe cincelar las ideas y el color con que las esmalta, por la nota finamente revolucionaria y demoledora de casi todos sus poemas, y por la maestría con que maneja el sarcasmo» (Curros Enríquez 1880). Con apasionamiento similar, remarcaba que era «el poeta de los desheredados, de los irredimidos, de los que sufren y de los que esperan». No se documenta que hubiese habido lazos epistolares entre ellos, pero se detectan múltiples manifestaciones de esa predilección en informaciones a otros autores portugueses, especialmente António Feijó. En una carta, por desgracia sin fecha, Curros Enríquez hablaba sin trabas del «eminentísimo Guerra Junqueiro, único en Europa llamado indisputablemente a heredar la soberanía poética de Víctor Hugo» (Vázquez Cuesta 2004: 729). Y recalcaba en seguida: «Tiene, pues, derecho a nuestro cariño y a nuestros entusiasmos; y seguirle es un deber de honor para la juventud ibérica» (Vázquez Cuesta 2004: 730).
A António Feijó, precisamente, Curros Enríquez le relató pormenores de la gestación de sus traducciones. En una carta del 22 de octubre de 1884, desvelaba que había tenido que interrumpirlas por un motivo fundado: «Traducidas algunas obras de T. Braga y Guerra Junqueiro, dirigime a ellos pidiéndoles autorización para darlas a la estampa y a ninguna de mis repetidas cartas se dignaron contestar» (Vázquez Cuesta 2004: 727–728). Con humildad extrema, imputaba tal comportamiento acaso a su parca notoriedad por aquel tiempo: «Lo oscuro de mi nombre y quizá el conocimiento de mi insuficiencia literaria, disculpan un desaire que de otro modo no tendría justificación posible» (Vázquez Cuesta 2004: 728). El 4 de diciembre de 1884, Curros Enríquez vacilaba sobre el fruto de su tentativa: «Ello es que en las [traducciones] de Junqueiro tengo mis dudas de no haber acertado, y eso que puse toda mi alma en estudiar su genio y asimilarme su estilo» (Vázquez Cuesta 2004: 735). Sea como fuere, cargaba acto seguido cualquier desliz al mismo autor: «Pero después de todo, él solo tiene la culpa en no haberme contestado cuando le escribí: hubiérale enviado las pruebas de sus versos para que tachase lo que le pareciese».
La actuación de Curros Enríquez como traductor de Guerra Junqueiro ha concitado habitualmente alabanzas. Adelardo Curros, cuando preparó las obras completas de su padre, expresaba este parecer: «Los versos de Guerra Junqueiro, a las veces demoledores y a las veces plenos de una ternura incomparable, no tuvieron mejor intérprete en castellano que Curros Enríquez» (Curros Vázquez 1912: 419). Acerca de «Tragedia infantil», antes que nada, emitía un elevado encomio: «Leído en portugués este idilio soberano, indudablemente el espíritu del lector ha de experimentar una grande emoción artística; pero leído en castellano, las bellezas de la traducción cautivan y embelesan» (Curros Vázquez 1912: 420). Alberto Vilanova, biógrafo del poeta y traductor gallego, dilucidó sin rodeos: «Lo que podemos decir de la traducción del verso portugués rebasa todo adjetivo loable, pues en lo que se refiere singularmente a Guerra Junqueiro, no lo han podido ninguno de sus otros traductores, pues el propio Eduardo Marquina, no llega ni con mucho a nuestro Curros Enríquez» (Vilanova 1953: 148). Y a continuación insistía, en tono altamente elogioso: «Curros frente a Guerra Junqueiro poseía a su favor, además de la condición de gran poeta, el profundo conocimiento de la lengua y literatura hermanas, así como una radical coincidencia ideológica, que facilitaba superabundantemente la comprensión y la compenetración copulativas con el poeta luso». Modernamente, se enjuició que Curros Enríquez «es un traductor escrupuloso que conoce a la perfección la lengua que traduce, que es en cierto modo la suya propia, y que con estas traducciones se acredita de extraordinario conocedor de la poesía portuguesa del momento» (San Juan 2004: 218).
De la escuela simbolista, el representante con más éxito en el área hispanófona fue incontestablemente Eugénio de Castro. Con nutridas ediciones en las primeras décadas del siglo XX, se lanzó en Buenos Aires, en 1897, una versión de Belkiss: reina de Saba, de Axum y de Hymiar (Buenos Aires, Jorge A. Kern), por Luis Berisso, con prólogo del escritor y periodista Leopoldo Lugones, promotor al lado de Rubén Darío del modernismo hispanoamericano. En verdad, se trata de un autor que desempeñó un papel de envergadura en la introducción de este movimiento en España (Fein 1958). Fidelino de Figueiredo, en su imprescindible monografía Pyrene, proponía como tema de investigación no sin razón el nexo entre Eugénio de Castro y el modernismo en España y en la América Española (Figueiredo 1935: 145). Fueron pioneras las traducciones de los poemas «Madrigal» y «Nostalgias do azul», por Blas Quito, en La Ilustración Ibérica (8-III-1884 y 3-V-1884). Unamuno lo enaltecería como «delicadísimo poeta portugués» (Unamuno 1911: 5). Unos pocos años después, en la introducción de la versión española de Constanza, protestaba en relación con Belkiss por su recepción no directa en nuestro espacio: «Fue leído y apreciado antes en la América española que no en España. Tal ha sido el injustificado desdén que hacia la producción portuguesa hemos guardado» (Unamuno 1913).
Algunas antologías poéticas colectivas
Más allá de los datos expuestos hasta aquí, es forzoso advertir que una modalidad nada marginal en la propagación española de la poesía portuguesa en el contexto decimonónico fueron las antologías, que se convirtieron en una suerte de provechoso instrumento canonizador. Debe traerse a la memoria, en primer término, la compilación Versos (Madrid, Imprenta del Correo Militar, 1872) del escritor y militar Luis Vidart, que reunía combinadamente creaciones propias y versiones de poetas lusos. Por los mismos días salía su ensayo Los poetas líricos contemporáneos de Portugal (Vidart 1872b), antes publicado en un número de Revista de España (Vidart 1872a). En un texto final, con el título «Post–scriptum», el traductor explicaba que desde hacía tiempo perseguía traer al español una colección de poesías portuguesas conformada por los elementos cardinales del paisaje literario coetáneo. No eludía evocar las ausencias más o menos flagrantes que se podían rastrear en su selección, previniendo cualquier reproche: «Bien sabemos que en nuestras traducciones hemos olvidado a poetas de tan merecido renombre como Alejando Herculano y Tomás Ribeiro, Mendes Leal y Soares de Passos, António Feliciano Castilho y Teófilo Braga, Vidal y Bulhão Pato y algunos otros escritores cuya celebridad es debida principalmente a sus obras en prosa, pero que también han escrito bellas composiciones poéticas» (Vidart 1872c: 109–110).
Realmente, en el repertorio de Vidart descollaban Almeida Garret («Consejo») y João de Deus («¡Extraviada!», «El día de difuntos», «Armonía misteriosa» y «La villana y el caballero»), dado que los restantes participantes no superaban la categoría de vates secundarios. Así ocurría con António Xavier Rodrigues Cordeiro («Granada»), José Simões Dias («El fantasma» y «La aldeana»), Francisco Marques de Sousa Viterbo («¡Olvídame!»), Costa Goodolphim («Al retrato de una poetisa» y «A la revolución española de 1868»), J. A. de Sousa Júnior («A unos ojos azules») o Júlio de Castilho («Los niños mendigos»), hijo este de António Feliciano de Castilho, entre otros. Una señal palpable de la discrecionalidad selectiva de Vidart era Cláudio Chaby («La tempestad»), historiador militar portugués, escogido presumiblemente por su afinidad profesional con él.
La otra antología relevante de poesía portuguesa en el siglo XIX tuvo como promotor, como casi no podía dejar de suceder, a Curros Enríquez. Se trata de La Lira Lusitana, proyecto que exige una consideración demorada por su ambicioso alcance. La verdad es que el competente traductor jamás escondería lo más mínimo su inclinación hacia la literatura portuguesa. A António Feijó le confiaba el 28 de octubre de 1884 con vehemencia: «Es tal mi cariño a esa nueva generación de poetas y escritores, siento por ellos una preferencia tan grande, que han llegado ya a ser mi preocupación, mi manía» (Vázquez Cuesta 2004: 732). Y apostillaba: «Conozco algo las literaturas europeas contemporáneas y ninguna reúne para mí –ninguna absolutamente– los encantos y prestigios de la literatura portuguesa». A Eugénio de Castro, en la década posterior, le escribía que albergaba «una verdadera pasión, diría mejor un vicio, por la literatura portuguesa, de la que he sido siempre incondicional amateur» (Castro 1922: XLII). No sorprende, por consiguiente, que Adelardo Curros hiciese valer que su progenitor personificaba «uno de los contados literatos españoles que conocían a fondo todas las manifestaciones literarias de la vecina nación» (Curros Vázquez 1910: 226).
Este, cuando ordenó las obras de Curros Enríquez en los primeros años del siglo XX, recuperó en el tomo V tres versiones de Guerra Junqueiro («Tragedia infantil», «Lealtad» y «El mirlo») y otras tres de Teófilo Braga («La sombra del Profeta: Samiaza o el amor de los ángeles», «Fin de Satanás» y «La infancia de Homero»), todas relativamente largas, al amparo de la designación La Lira Lusitana (Poemas portugueses originales de los mejores vates contemporáneos) (Curros Enríquez 1912: 15–85). En el apartado final «Notas del recopilador», aclaraba que se habían hecho públicas originalmente «en forma de folletín en el periódico El Porvenir –órgano del partido republicano zorrillista» (Curros Vázquez 1912: 420). En efecto, las versiones se suministraron a los lectores entre el 28 de mayo y el 12 de junio de 1883, encabezadas por un «Prólogo». Un estímulo para estas versiones puede que fuese la estancia cercana en Madrid de los monarcas portugueses Luis I y María Pía de Saboya en visita oficial (Vázquez Cuesta 1975: 190).
Con antelación, «Lealtad», «El mirlo» y «Tragedia infantil» habían aparecido, conforme vimos más arriba, respectivamente en El Heraldo Gallego y Diario de Lugo. Hoja literaria, en El Domingo. Pasatiempo Semanal Ilustrado y La Ilustración Gallega y Asturiana y en Semanario de las Familias. Curros Enríquez debía de cobijar el deseo de agrupar estas versiones, juntamente con otras, en un volumen independiente, pues al darse «Tragedia infantil» en Semanario de las Familias (12–III–1883) se anunciaba en una nota: «Del tomo inédito titulado La lira lusitana». Adelardo Curros ya había intercalado en el tomo III de Obras completas (Madrid, Sucesores de Hernando, 1910, pp. 281–285), dentro del apartado «Poesías escogidas en gallego y castellano», una versión parafrástica de «Circular», de Guerra Junqueiro, extraída de Las Dominicales del Libre Pensamiento.
Transcurridas bastantes décadas, Vázquez Cuesta sumaría tres textos más de Guerra Junqueiro –«El agua de Lourdes», «El dinero de San Pedro» y «Letanía moderna»– exhumados igualmente de Las Dominicales del Libre Pensamiento (Vázquez Cuesta 1968). Para ello siguió la pista facilitada por Vicente Blasco Ibáñez en la introducción a la versión en español de Aires da miña terra, de Constantino Llombart, en la que cuantificaba el acervo de Curros Enríquez: «Entre sus versos castellanos figuran notabilísimas traducciones de Teófilo Braga, Guerra Junqueiro, Antonio Feijóo y Anthero de Quental, que se han publicado en El Porvenir y en Las Dominicales del Libre Pensamiento, y que tal vez algún día reproduzca el traductor en un tomo que se titulará La Lira Lusitana» (Blasco Ibáñez 1892: XVIII).
Se conjeturó que Clarín pudo haber estado detrás de las versiones de Curros Enríquez en El Porvenir como auténtico inductor, habida cuenta que se hallaba «genuinamente entusiasmado por la cultura literaria contemporánea de Portugal» (Utt 1988a: 782). En este diario, el novelista había publicado un año antes el encendido artículo «Un buen propósito: Una Liga Literaria Hispano–Portuguesa» (Clarín 1882b), que era una franca exhortación a restablecer los parentescos literarios entre España y Portugal (Utt 1988b). En una recensión de un libro de Guerra Junqueiro, de la misma altura, Clarín se comprometió a demandar «a un buen poeta de los nuestros que traduzca algo de este libro para una antología hispano–portuguesa, que está en proyecto» (Clarín 1882d). De tal alegato se dedujo que aquí se situaría el embrión de La Lira Lusitana, sustentándose que «debe su existencia a los esfuerzos de Leopoldo Alas» (Utt 1988a: 785), aunque sin reparar en que Curros Enríquez ya había traducido con anterioridad textos portugueses.
En un enjundioso «Prólogo» concebido para La Lira Lusitana, Curros Enríquez no ocultaba su pesadumbre por el maltrato a las joyas literarias lusas, a despecho de su excepcional nivel: «La literatura portuguesa alcanza tan extraordinario y floreciente desarrollo en nuestros días, que su preterición a otras, con más o menos fortuna divulgadas, no se explicaría ciertamente en nuestro país sin inferir a la nación hermana una gravísima ofensa» (Curros Enríquez 1912: 17). Delimitaba la meta que anhelaba con esta antología, bautizada modestamente como «pequeño trabajo», la cual se resumía en «demostrar cuánto hay de criminal en el olvido en que tenemos la literatura de nuestros vecinos» (Curros Enríquez 1912: 19). Con ímpetu semejante, atestiguaba que su cosecha por ahora no era más que «el producto de una rápida ojeada sobre la poesía portuguesa contemporánea», concentrada en Teófilo Braga y Guerra Junqueiro, los «dos cultivadores eminentes de la actualidad» (Curros Enríquez 1912: 19).
Tras delinear los rasgos generales de cada uno de ellos, Curros Enríquez precisaba que brindaría tan sólo seis poemas en esta oportunidad. En torno a las pautas seguidas para transponerlos, avisaba de que se trataba de una «traducción libre, en verdad, pero no tanto que hayamos prescindido en ella, tal vez con exagerada escrupulosidad, de detalles de fondo y forma que hemos considerado necesarios» (Curros Enríquez 1912: 21). Con actitud prudente, reconocía que su desempeño podía resentirse de defectos, aunque se excusaba porque «traducir bien y en verso es difícil», debido a que «ningún vaciado responde tan perfectamente al molde que no deje algo que hacer a la lima» (Curros Enríquez 1912: 21). En ese orden, apelaba para finalizar al símil de que la traducción conlleva un canje de moneda, de manera que no se puede exigir la del lugar de procedencia, sino otra equivalente. Y ponía en claro tal necesidad: «En este cambio sólo hay de sensible que tengamos que ofrecer en cobre lo que nos dan en oro» (Curros Enríquez 1912: 22).
Como traductor en La Lira Lusitana, no han dejado de abundar las estimaciones positivas sobre la actividad de Curros Enríquez. Por ejemplo, Blasco Ibáñez se pronunció en estos términos: «Ha sido el poeta español que más y mejor ha traducido a los vates portugueses» (Blasco Ibáñez 1892: xviii). En una posición idéntica se situó su hijo Adelardo, al testimoniar que «no cabe dudar que Curros Enríquez fue el único en España que mejor y de manera más acabada ha trasladado al idioma de Cervantes cuanto de más grandioso y excelso ha producido el estro de los poetas de la patria de Camoens» (Curros Vázquez 1912: 420). En tiempos más actuales, se llegó a referir de sus méritos: «Se puede decir, con entera convicción, respecto de algunos de los poemas, que la versión currosiana es superior a la original portuguesa» (San Juan 2004: 218–219). En el lado portugués, António Feijó ya había atisbado tempranamente la valía de las versiones de Curros Enríquez, como se confirma en una carta de noviembre de 1884 a Luís de Magalhães (Feijó 2004: 72). De «Tragedia infantil», en concreto, opinaba que ni un ápice de riqueza se perdía con la «transplantação» (Feijó 2004: 74). En dirección opuesta, habría que traer a colación solamente las reticencias del filólogo portugués Manuel Rodrigues Lapa (1978).
Final
Antes de concluir, es indispensable destacar que la constante penuria de traducciones de textos poéticos portugueses comenzó a corregirse en los primeros años del siglo XX. Aunque sea someramente, ya que excede el límite cronológico de nuestra descripción, resulta adecuado dejar constancia de que en esta siguiente era, donde los flujos textuales se harían menos esporádicos, se alumbraron las primeras versiones en formato de libro particularmente de Antero de Quental,1 Guerra Junqueiro,2 António Gomes Leal3 y Eugénio de Castro.4 Por si fuera poco, en estos mismos decenios se editaron más antologías con muestras de poetas del siglo precedente, como Pequeña antología de poetas portugueses, de Enrique Díez–Canedo (París, Excelsior, 1909–1911?), Atlàntiques. Antologia de poetes portuguesos, de Ignasi Ribera i Rovira (Barcelona, Llibreria L’Avenç, 1913), Las cien mejores poesías líricas de la lengua portuguesa (Valencia–Buenos Aires, Cervantes–Tor, 1918) por Fernando Maristany y Antología de la lírica portuguesa (Madrid–Barcelona–Buenos Aires, Compañía Ibero–Americana de Publicaciones, 192?), «seleccionada y traducida en parte por M. Manrique».
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