La traducción de textos árabes en el siglo XIX
Anna Gil–Bardají (Universitat Autònoma de Barcelona)
Introducción
La traducción del árabe en España cuenta con una dilatada historia. Desde sus remotos orígenes allá por el siglo X hasta nuestros días, las traducciones del árabe no han dejado de irrigar la cultura hispánica, si bien su cauce no ha albergado siempre el mismo caudal: mientras que los siglos XII y XIII fueron testigo de una intensa actividad traductora del árabe al latín y al romance, los siglos XVI y XVII vivirán una notable decadencia del interés hacia lo árabe, propiciada entre otros por la quema de miles de volúmenes árabes por el cardenal Cisneros en el año 1499. La traducción de textos árabes, sin embargo, volverá a resurgir –ataviada ahora con un manto de erudición ilustrada– durante el siglo XVIII, período de redescubrimiento de un pasado andalusí propio, pero hablante de una lengua devenida ajena.
Este es, a grandes rasgos, el sustrato en el que germinará la traducción del árabe durante el siglo XIX, un siglo marcado por la guerra de la Independencia y el enfrentamiento entre liberales y afrancesados, por la pérdida de las colonias de América, por la Revolución Industrial y, a nivel cultural, por el influjo del creciente Romanticismo europeo, que trae consigo una atracción inesperada por lo oriental y lo exótico. En efecto, el Romanticismo en Europa se apasiona por el estudio de la Antigüedad y la Edad Media, al tiempo que se deja seducir por una imagen mitificada y exótica de un Oriente más soñado que geográfico. En España, en cambio, la influencia romántica actuará como acicate para sostener e incluso reforzar los esfuerzos ilustrados desplegados durante el Siglo de las luces por recuperar el legado árabo–andalusí, esfuerzos que se vieron personificados tanto en la figura de Miguel Casiri y su ingente trabajo de catalogación de manuscritos árabes de la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial, como en la voluntad por interpretar el pasado andalusí de las recién creadas Real Academia de la Historia y Real Academia Española.
Esta aproximación a lo árabe de corte filológico y erudito, interesada principalmente en el legado andalusí y representada por académicos y miembros de la primera hornada de arabistas españoles, vendrá acompañada de otra de tinte exótico, fruto de la incursión de Oriente en el imaginario europeo. Mientras que la primera de estas dos aproximaciones convierte la traducción en su principal herramienta de descubrimiento del Otro árabe–oriental, la segunda se expresará eminentemente a través de la literatura y del relato de viajes.1
Respecto a la traducción, que es lo que aquí nos incumbe, se consolida en este período como una pieza clave para entender la alteridad árabe, para representarla e interpretarla. Mientras Europa se volcaba en traducir Las mil y una noches y otras tantas obras orientales, el orientalismo español, representado por el incipiente arabismo de talante liberal, se lanzaría a la traducción de su propio legado árabo–andalusí, o lo que Bernabé López García denominó «nuestro Oriente doméstico» (López–García 1990). En este sentido, la labor que los arabistas debían emprender a principios del siglo XIX, como advierte Manzanares de Cirre (1971), era titánica: había que escribir las gramáticas, elaborar diccionarios, descifrar inscripciones, describir y clasificar monedas… pero, por encima de todo, había que editar y traducir manuscritos.
En cuanto a los miembros de este nuevo arabismo español, verdaderos artífices de la mayoría de las traducciones del árabe publicadas a lo largo del siglo XIX, observamos que comparten una serie de características comunes. En primer lugar, casi todos dan preferencia al estudio de al–Ándalus en detrimento del estudio de Oriente. En segundo lugar, la gran mayoría son miembros de alguna de las reales academias, principalmente de la Real Academia de la Historia y de la Real Academia Española. En tercer lugar, entre ellos se establece a menudo un vínculo maestro–discípulo con otros arabistas. Finalmente, una parte de su labor como arabistas consiste en la edición y traducción de textos.2
Sin embargo, y a pesar de su papel preponderante, los arabistas no son los únicos actores de ese transvase lingüístico y cultural de «lo árabe» al español durante este período. Paralelamente a la labor realizada por estos primeros arabistas, el siglo XIX conoce otros dos otros tipos de actividad traductora, estas de carácter más utilitario y, tal vez por ello, menos (re)conocidas. Por un lado, está el cuerpo de traductores–intérpretes de la administración colonial en Marruecos, encargado de permitir la comunicación entre las distintas instancias españolas en Marruecos y sus homólogos locales. Por otro lado, la actividad traductora realizada por religiosos y misioneros cristianos. En los siguientes apartados vamos a trazos los principales rasgos distintivos de cada uno de estos tres perfiles traductores (arabistas, trujimanes de la administración española en Marruecos y religiosos cristianos) con el objetivo de obtener una fotografía lo más amplia posible de la actividad traductora del árabe a lo largo de este siglo.
El papel del arabismo español en la traducción del árabe en el siglo XIX
Los estudios árabes en España –nacidos tímidamente durante la segunda mitad del siglo anterior– encontrarán en este nuevo siglo un terreno fértil en el que hacer germinar sus traducciones, si bien no lo harán guiados por un afán de descubrimiento de una lejana alteridad oriental como fue el caso de algunos de sus vecinos europeos, sino para desenterrar un legado cercano y muy propio. Como advertía Rafael Cansinos Assens, uno de los arabistas clave del siglo XX, en una reflexión que me permito incluir íntegramente por lo que tiene de ilustradora:
Es lamentable que los estudios arábigos, tan brillantemente iniciados en el siglo XV en nuestra patria, pasasen luego por un período de abandono, que llega hasta el siglo XIX, en que vuelven a renacer, pero con el perjuicio del tiempo perdido, que hace que, en vez de maestros, seamos discípulos de los orientalistas extranjeros. En este intervalo de casi cuatro siglos, franceses, ingleses, alemanes y holandeses han traducido del árabe todo lo digno de traducirse, ilustrándolo con notas, glosas y apostillas, que por sí solas constituyen un valioso cuerpo de cultura oriental, al que el arabista español tiene que recurrir. Las mil y una noches, el Korán, los Moallakats, el Diván de Hamasa, las obras principales de la poesía pre y postislámica están ya traducidas a todas las lenguas de Europa cuando la tradición de esos estudios se renueva entre nosotros; y así, nuestros orientalistas apenas si tienen algo que descubrir en el terreno de la investigación erudita. A. Galland, W. Jones, R. Dozy, B. d’Herbelot, S. de Sacy, la legión internacional del orientalismo, ha desflorado ya todas las primicias. Quizá, por ello, nuestros arabistas del siglo XIX se limitan a rebuscar en nuestros archivos el documento capaz de ilustrar nuestra historia –como hacen Codera y Ribera–, o de revelar valores poéticos de nuestros árabes –como Asín Palacios, o como Julián Ribera con su cancionero de Abencuzmán–; pero se abstienen de acometer traducciones de obras maestras de la literatura de los árabes de Oriente, y dejan que simples literatos sin base filológica ni erudita divulguen esas obras en traducciones hechas de otras lenguas europeas. Y así llegamos al siglo XX sin una versión directa al español de Las mil y una noches ni del Korán. (Cansinos Assens 1951: 6)
Dos datos corroboran la afirmación de Cansinos. El primero es el hecho que, de las 571 referencias recogidas por Teresa Garulo (1988) en su exhaustiva Bibliografía provisional de obras árabes traducidas al español (1800–1987), solo un 2,8% (16 títulos) pertenecen al siglo XIX (y mayoritariamente, a la segunda mitad de siglo), mientras que el 97,2% restante se concentran en el XX. El segundo dato es que, de estas 16 traducciones del árabe, 15 son traducciones de textos andalusíes, mientas que solo una lo es de un texto oriental (las Moallakas, traducidas en 1883 por Vicente Tinajero Martínez).
En cuanto al perfil de los traductores de dichas obras, casi todos ellos –a excepción precisamente de Vicente Tinajero Martínez, del que no disponemos de datos biográficos, y de Joaquín de González, del que solo sabemos que fue agregado diplomático en Argel– tienen un perfil científico–académico, ocupando puestos de prestigio en distintas universidades españolas y –como académicos numerarios o correspondientes– en la Real Academia de la Historia (RAH), la Real Academia Española (RAE), la Real Academia de Medicina o la Real Academia de Ciencias Exactas, o trabajando como funcionarios en archivos y bibliotecas nacionales. En la siguiente relación se recogen las obras traducidas del árabe en el siglo XIX, así como el perfil erudito de sus traductores:3
1799. Descripción de España de Xerif Aledrisi, conocido por el Nubiense, Madrid, Imprenta Real; ed. facsimilar Madrid, Ministerio del Interior, 1985. || José Antonio Conde (archivero de la Biblioteca de El Escorial, RAH, RAE).
1802. Libro de agricultura de Abu Zakaria Iahia Aben Mohamed Ben Ahmed e Ebn El–Awan, Madrid, Imprenta Real, 2 vols. || José Antonio Banqueri (RAH).
1840–1843. The history of the Mohammedan Dynasties in Spain de A. ibn M. Al–Makkari, Londres, The Oriental Translation Fund of Great Britain and Ireland, 2 vols. || Pascual de Gayangos (catedrático de árabe de la Universidad de Madrid, funcionario de la Biblioteca del British Museum).
1860. Descripción del Reino de Granada bajo la dominación de los neseritas sacada de los autores árabes y seguida del texto inédito «Mi’yar al–Ijtiyar» de Mohammed Ebn Aljathib, Madrid, Imprenta Nacional. || Francisco Javier Simonet (catedrático de árabe en la Universidad de Granada, RAH).
1862. Historias de Al-Andalus por Aben-Adharí de Marruecos, Granada, Imp. de Francisco Ventura y Sabatel4 || Francisco Fernández y González (catedrático de árabe, griego y literatura de las universidades de Granada y Central de Madrid, RAH, RAE, R. A. de Bellas Artes de San Fernando).
1867. Ahbar Magmu’a (Colección de tradiciones). Crónica anónima del siglo XI, Madrid, R. Academia de la Historia–M. Rivadeneyra («Colección de Obras Arábigas de Historia y Geografía», 1). || Emilio Lafuente Alcántara (RAH).
1872. Descripción del Reino de Granada bajo la dominación de los neseritas sacada de los autores árabes y seguida del texto inédito «Mi’yar al–Ijtiyar» de Mohammed Ebn Aljatib, Madrid, Imprenta Nacional. || Francisco Javier Simonet (ver más arriba).
1878. Libro de agricultura. Su autor el doctor excelente Abu Zakaria Iahia Aben Nohamed Ben Ahmed e Ebn El–Awa, Sevilla, Biblioteca Científico–Literaria y Madrid, Victoriano Suárez, 2 vols.; es adaptación de la traducción de J. A. Banqueri de 1802. || Claudio Boutelou (catedrátrico de agricultura en los jardines botánicos de Alicante y Sevilla, miembro de la R. A. de Medicina).
1881. «Historia de Zeyyad ben Amir el de Quinena» en Museo Español de Antigüedades CVII, n.º 425–428, 415–451; Historia de Zeyyad ben Amir el de Quinena», hallada en la Biblioteca del Escorial y trasladada directamente del texto arábigo original a la lengua castellana, Madrid, Imprenta de Fortanet, 1882. || Francisco Fernández y González (ver más arriba).
1881–1889. La geografía de España del Edrisi, Madrid, Imprenta de Fortanet. || Eduardo Saavedra (R. A. de Ciencias Exactas, RAH, RAE).
1883. Las Moallakas, Madrid, Tipografía de Manuel G. Hernández. || Vicente Tinajero Martínez (sin datos biográficos disponibles).
1884. Descripción y usos del astrolabio de Eben Exxath, Granada, Imprenta La Libertad («Biblioteca Hispano–Mauritánica», 1). || Antonio Almagro Cárdenas (catedrático de árabe de las universidades de Sevilla y Granada, RAH).
1888. Historia de la conquista de España. Fatho–l–Andaluçi. Códice arábigo del siglo XII, Argel, Imprenta de la Nueva Asociación Obrera. || Joaquín de González (diplomático en Argel).
1894. Reseña histórica de la conquista del Reino de Granada por los Reyes Católicos según los cronistas árabes, Granada, Tipografía del Hospital de Santa Ana. || Leopoldo de Eguílaz y Yanguas (catedrático de literatura de la Universidad de Granada, RAH, RAE).
1899. El collar de perlas, obra que trata de política y administración, escrita por Musa II, rey de Tlemacén, Zaragoza, Comas Hermanos («Colección de Estudios Árabes», IV). || Mariano Gaspar Remiro (catedrático de las universidades de La Habana, Salamanca, Granada y Central de Madrid, RAH).
1899. Futuhat, de Ibn Arabi en su artículo «Mohidín» del Homenaje a Menéndez Pelayo en el año vigésimo de su profesorado. Estudios de erudición española, Madrid, Librería de Victoriano Suárez, 217–256. || Miguel Asín Palacios (RAH, RAE).
1900. El filósofo autodidacto. Novela psicológica, de Hayy b. Yaqzan de Ibn Tufail. Prólogo de Marcelino Menéndez Pelayo, Zaragoza, Comas Hermanos. || Francisco Pons Boigues (funcionario del Archivo Histórico Nacional).
Traducir e interpretar del árabe para la administración española en Marruecos
En su libro Los traductores de España en Marruecos (1859–1939), M. Zarrouk (2009) aborda de forma extremadamente documentada la figura del traductor–intérprete árabe–español en la época precolonial (1859–1912) y del Protectorado (1912–1939), demostrando con ello que la traducción del árabe en España no solo estaba en manos de los arabistas, como cabría pensar si solo se tienen en cuenta las traducciones de esta lengua publicadas y reseñadas en catálogos bibliográficos.
Dentro del siglo XIX, Zarrouk destaca la figura de Aníbal Rinaldy, sin duda el intérprete más importante de esta época y que ejerció de intermediario lingüístico entre marroquíes y españoles a partir de la guerra hispano–marroquí (1859–1860) y hasta su jubilación en 1893. Según Zarrouk, «la figura de Rinaldy eclipsó al resto de traductores del árabe que prestaron servicios en Marruecos durante largo tiempo» (Zarrouk 2009: 93), y ello no solo por su gran competencia lingüística en español y en árabe, sino también por su demostrada lealtad hacia España. Nacido en Damasco, de origen maltés, y posteriormente nacionalizado español, fue transferido de la Legación de Jerusalén al Cuartel General del Ejército de África, donde fue nombrado intérprete oficial en 1859. En sus casi tres décadas de servicio, ejerció de intérprete para Leopoldo O’Donell en la campaña de África, entre otras misiones clave en las relaciones hispano–marroquíes del siglo XIX, y a él se debe el mérito de iniciar la labor traductora en período precolonial y colonial de España en Marruecos. También fue él quien sirvió, en 1866, como intérprete y asesor al entonces ministro plenipotenciario español Francisco Merry y Colom en las negociaciones de éste con el sultán de Fez. De hecho, el papel de Rinaldy superó con creces el papel de un simple intérprete diplomático. Como explica Zarrouk:
Su competencia lingüística y traductora, su habilidad política que se debía esencialmente a su profundo conocimiento de los asuntos que preocupaban a España en Marruecos, además de su larga experiencia en lo que al trato con las autoridades marroquíes se refiere, convirtieron al intérprete en uno de los ejes principales de la Legación de España en Tánger. (Zarrouk 2009: 15)
En un segundo plano se sitúan intérpretes de rango menor, como Antonio Comandari, el Joven de Lenguas Orfilias, Emilio Rey y Colaço, Antonio Girandia o Rodolfo Vidal. De más calado fue la figura de Manuel Saavedra y Asensi, considerado uno de los mejores traductores de la Legión Española en Tánger y sucesor de Rinaldy tras la jubilación de este, así como la de Manuel Villalta y Atalaya, quien desde el año 1900 ocupó además el cargo de cónsul interino en el Consulado de España en Tánger. Todos estos trujimanes ejercían tanto de traductores de la correspondencia y documentación administrativa existente entre los dos reinos, como de intérpretes en misiones diplomáticas, recepciones oficiales o entrevistas con altos cargos de los dos países.
A estos traductores–intérpretes funcionarios españoles en Marruecos hay que añadir la labor de traducción que ejercieron algunos arabistas del siglo XIX en dicho país, ya fuera de forma esporádica, o paralelamente a sus actividades académicas.5 Este es el caso de Emilio Lafuente Alcántara, historiador, arabista, filólogo y archivero, miembro de la R. A. de la Historia y agregado del Cuartel General en Marruecos durante la guerra (1859–1860). De él sabemos que aprovechó su estancia en Marruecos para reunir un conjunto de manuscritos sobre la historia de Al–Ándalus que llegó a publicar en 1862 con el título Catálogo de los códices arábigos adquiridos en Tetuán por el Gobierno de S. M. y que incluía doscientos treinta y tres códices.
Amigo de Lafuente Alcántara fue Pascual de Gayangos (1809–1897), al que se suele calificar como fundador de la «escuela de arabistas españoles». Discípulo de Silvestre de Sacy durante tres años en París y después de vivir una temporada en Londres, vuelve a España, donde continúa sus estudios de árabe, a la vez que participa en la catalogación de manuscritos árabes de la Biblioteca de Palacio y de El Escorial. En medio de toda esta actividad erudita, entre 1831 y 1836 es contratado por el Ministerio de Estado para traducir la correspondencia oficial con Marruecos y con el mundo árabe en general. Luego viaja a Londres de nuevo y allí trabaja en el British Museum mientras traduce el manuscrito de al–Maqqarī mencionado anteriormente, traducción que apareció publicada en inglés entre 1840 y 1843.
Discípulo de Simonet y amigo del P. José Lerchundi –del que se hablará más adelante–, Antonio Almagro y Cárdenas (1856–1919) fue un africanista, arabista, hebraísta, historiador y arqueólogo granadino. Fue asimismo director, entre 1879 y 1893, de la primera publicación periódica editada en árabe en España: Naymat al–Magrib, suplemento árabe de la revista La Estrella de Occidente, el cual inauguró «la corriente del publicismo africanista» (López García s. a.). En 1881, Almagro Cárdenas viajó a Marruecos para estudiar el dialecto árabe del norte. Dicho viaje tuvo como resultado la realización del Compendio gramatical y léxico del árabe vulgar de Marruecos, que no llegó a publicarse. Poco después fundó la Unión Hispano–Mauritánica, en la cual se impartieron clases de árabe y hebreo y que fue sede del Primer Congreso Español de Africanistas (López García s. a.).
Finalmente, tenemos la figura de Serafín Estébanez Calderón (1799–1867), quien además de numerosos ensayos eruditos y obras de creación literaria, publicó en 1844 el Manual del oficial en Marruecos, libro destinado a dar a conocer Marruecos, sus gentes, sus costumbres, su geografía, su historia, etc. y que firma con el nombre de Serafín E. Calderón, auditor general de ejército. Para redactarlo, se basó tanto en fuentes antiguas como modernas, algunas de ellas árabes. La publicación de este libro le facilitó el ingreso en la Academia de la Historia.
La labor traductora del árabe realizada por religiosos y misioneros cristianos
A caballo entre los siglos XVIII y XIX se encuentra José Antonio Banqueri, religioso franciscano y arabista temprano, discípulo de Casiri y traductor del ya mencionado Kitab al–Filaha (Libro de Agricultura) de Ibn al–‘Awwam, proyecto que contó con el apoyo del conde de Campomanes y del propio Casiri. Gracias a la influencia de este último, el conde de Floridablanca concede a Banqueri una plaza de traductor de árabe y oficial escribiente supernumerario en la Biblioteca Real, puesto que ocupó hasta la publicación de su traducción del tratado de Ibn al–‘Awwam en 1802. Unos años antes, había sido nombrado académico numerario de la Real Academia de la Historia.
También a la primera parte del siglo XIX pertenece Elías Scidiac, sacerdote maronita de Alepo, llegado a España en 1786 a petición de Gloridablanca para ocupar el puesto de intérprete de árabe en la Real Biblioteca de Madrid y en la Secretaría de Interpretación de Lenguas (Arribas Palau 1991: 54–57). En dicha biblioteca trabajó con Pablo Lozano, bibliotecario mayor, y algunas personas más en la ordenación del monetario arábigo–español y en la traducción de Albaytar. En 1971 continuó su labor traductora al mandarle la Secretaría de Estado que terminara las traducciones que tenía encargadas Casiri, actividad que le ocuparía durante un largo período de tiempo. De hecho, desde la muerte de Casiri en 1791 hasta el 1814, ocuparía el puesto de intérprete de lenguas orientales en la Secretaría de Interpretación de Lenguas, del Consejo de Estado, ya que además del árabe dominaba el turco, el siríaco, el italiano y el latín, debiendo traducir los documentos oficiales que se le hacían llegar a la Biblioteca o a su casa (Sánchez Mariana, s. a.). También ejerció de traductor e intérprete para el embajador del sultán de Marruecos en España, Muhammad Ibn Uthman, y el oficial de la Secretaría de Estado, José de Anduaga, entre 1791 y 1792 (Arribas Palau 1991: 63–64). E incluso tradujo al árabe para Carlos IV una disertación «sobre la peste y modos de curarla» y un tratado sobre «enfermedades epidémicas» escritos ambos por el primer médico de cámara del rey, José de Masdevall. El objetivo de dichas traducciones era poder remitirlas al sultán Mulay Sulaymán, tras declararse una epidemia de esta enfermedad en Marruecos en 1799 (Arribas Palau 1991: 69–70). En 1806 fue ascendido a bibliotecario primero o decano de la Real Biblioteca, aunque debido a su origen extranjero, no pudo ejercer oficialmente como tal.
Ya de lleno en el siglo XIX aparece otra figura importante dentro de este grupo de traductores religiosos: la del padre Patricio José de la Torre Aguilera, de la Orden de San Jerónimo, traductor–intérprete entre el Consulado General en Marruecos y la corte marroquí. Su trabajo como traductor consistió principalmente en traducir correspondencia del árabe al español e interpretar en encuentros diplomáticos entre los dos países. Aprendió el árabe en Madrid, en los Reales Estudios de San Isidro, lo que posteriormente le llevaría a ocupar una plaza de profesor de esta lengua en el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, así como el cargo de segundo bibliotecario en la Real Biblioteca de dicho monasterio. En 1800 es enviado por Carlos IV a Tánger para aprender el árabe marroquí, literatura y paleografía, con el fin de poder descifrar el abundante fondo árabe de El Escorial, y en 1803 ingresa en la Real Academia de la Historia. Unos años más tarde, en 1810, la Junta Suprema General Central lo nombrará vicecónsul de España en Marruecos, aunque parece que dicho nombramiento no llegó a ejecutarse nunca, lo que no le impidió seguir en Marruecos dedicado a sus estudios hasta su regreso a Cádiz, donde ocupó el puesto de traductor del Ministerio de Estado hasta 1813 (Campos s. a.).
De mayor calado para la traducción del árabe y los estudios árabes en general fue la figura del franciscano José Lerchundi, prefecto de la Misión Católica de Marruecos de 1877 hasta su muerte, en 1896. Nacido en Orio en 1836, ingresó en la Orden Franciscana en 1856 y se unió a la Iglesia de Tánger en 1862. Desde ese año hasta 1877 vivió en Tetuán, donde se dedicó a aprender el árabe, del que acabó teniendo un profundo conocimiento. Al ser nombrado Prefecto Apostólico en Tánger, se trasladó a esta ciudad, en cuya catedral sería enterrado casi dos décadas más tarde, después de una vida entera dedicada a reforzar el papel de la Misión española en Marruecos. La labor de Lerchundi fue ingente: restauró iglesias, abrió casas de misión, fundó en Tetuán una escuela árabe para españoles y marroquíes, creó la primera imprenta árabe–española de Marruecos, creó un centro de formación de misioneros franciscanos destinados a Tierra Santa y Marruecos en Chipiona (Cádiz), hizo construir viviendas para personas sintecho y apoyó diversas iniciativas sociales y de modernización de Marruecos (Lourido Díaz s. a.). Todo ello sin dejar de lado los estudios y publicaciones sobre la lengua árabe. Entre sus obras destacan sus Rudimentos del Árabe Vulgar que se habla en el Imperio de Marruecos (1872), su Crestomatía árabe (1881), su Vocabulario español–arábico del dialecto de Marruecos (1893). El primero de estos libros despertó el interés de arabistas españoles y extranjeros, así como de la Real Academia de la Historia, que lo nombraría miembro correspondiente. Pero la figura de Lerchundi, tal y como explica Lourido Díaz (s. a.), superó rápidamente el ámbito de la misión de Marruecos, pues el Vaticano le puso al frente de los asuntos de la Iglesia en dicho país al nombrarlo pro–prefecto de la misma en 1877. Parece que la decisión de Roma fue muy mal recibida por el Gobierno español por considerar que la misión franciscana en Marruecos estaba tradicionalmente bajo su patronazgo (Lourido Díaz, s. a.), por lo que Lerchundi no pudo ejercer dicho cargo hasta dos años después, tras un largo pleito entre el Vaticano y el Gobierno español. Desde ese año y hasta su muerte en 1896, no se movería de Tánger, ciudad que devendría la suya y en la que desplegaría una intensa actividad como misionero, pero también como arabista y traductor e intérprete del árabe, tanto en el ámbito de los estudios árabes (por ejemplo, con la publicación de su diccionario español–árabe por la imprenta creada por él mismo), como en el ámbito de las relaciones hispano–marroquíes (trabajando de intérprete y consejero para las embajadas de ambos países).
Conclusiones
De todo lo dicho se destilan tres ideas principales. La primera es que la traducción del árabe se consolida en el siglo XIX como herramienta indispensable para interpretar el pasado andalusí, a la estela de la actividad pionera iniciada por Miguel Casiri el siglo anterior. La segunda tiene que ver con la diversificación en los ámbitos de actuación de la traducción del árabe, que lejos de limitarse al ámbito académico y universitario, se extiende también al campo de las relaciones hispano–marroquíes antes y durante el protectorado español en este país, especialmente en lo referente a la traducción (escrita) de documentación de tipo administrativo, y a la interpretación (oral) de encuentros diplomáticos entre ambos países. Asimismo, se observa una participación notable de religiosos y misioneros cristianos, tanto de origen español como árabe levantino, en actividades de traducción entre estas lenguas. Finalmente, la tercera tiene que ver con el carácter a menudo híbrido de tres perfiles traductores, donde un fraile podía hacer las veces de arabista, un académico las de un africanista y un traductor-intérprete de carrera en Marruecos las de un misionero. Todo ello induce a concebir la traducción del árabe en el siglo XIX como un saber polivalente y adaptable a las circunstancias socioculturales e históricas de este período.
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