La traducción de textos de economía en el siglo XIX
José Luis Malo Guillén y Begoña Pérez Calle (Universidad de Zaragoza)
Introducción
El siglo XIX vio un desarrollo de la ciencia económica sin precedentes. Entre 1776, fecha de publicación de La riqueza de las naciones de Adam Smith, y 1870, año que da inicio a la revolución marginalista, en oposición a la teoría económica clásica, y protagonizada simultáneamente por Léon Walras, William Jevons y Carl Menger, la disciplina pasó de ser una ocupación erudita pero informal a transformarse en una ciencia moderna, cuyas bases aún resultan reconocibles hoy en día, al menos en sus principales derivaciones. En España, el interés hacia las aportaciones foráneas fue incrementándose, debido a diversos factores. Desde la realidad económica, las naciones, con mayor o menor retardo, fueron conociendo un nuevo orden mundial, en el que la producción industrial a cargo de la gran empresa adquirió un enorme desarrollo, que a su vez supondría la eclosión del comercio internacional a gran escala. El fenómeno llevó a la aparición de nuevos problemas a los que dar respuesta, como la consolidación de una nueva clase social, compuesta por la creciente masa de trabajadores fabriles, cuyas reivindicaciones hacían temblar los cimientos del sistema económico y del nuevo régimen.
Sin embargo, queda fuera de toda duda que las repercusiones de las obras de economía no hubieran sido tan nítidas si no poseyeran unas implicaciones políticas tan intensas. Incluso en aquellos textos de intencionalidad más neutra, las reflexiones económicas suponían un apoyo, o en ocasiones una crítica, a las transformaciones institucionales que se estaban produciendo, y que conducían a la liquidación del Antiguo Régimen. Desde posiciones primero liberales y después democráticas, la defensa de la libertad de comercio y de industria sólo era una faceta más de un programa integral que comprendía todo tipo de libertades. Del mismo modo, recomendar la supresión de diezmos y mayorazgos, plantear un sistema fiscal más racional, o reflexionar acerca de las funciones del Estado, eran materias que entroncaban directamente con las bases del sistema político que acabaría por asentarse: el Estado liberal. Esta vinculación entre economía y política resultó obvia para los contemporáneos, de tal forma que Fernando VII, en su estrategia de consolidación del absolutismo, eliminó la enseñanza de la asignatura en todos los niveles educativos, mientras que muchos cultivadores de la economía se verían abocados al exilio en momentos en los que la coyuntura política resultaba desfavorable.
Pero más allá de este contexto, el factor que influyó en mayor medida en el crecimiento de la literatura económica en España fue su introducción en la enseñanza universitaria. Desde el Plan Caballero de 1806, y con la única excepción de la Década Ominosa, en que como se ha mencionado el absolutismo procedió a purgar cualquier tipo de docencia que pudiera suponer una amenaza política, la Economía Política, en ocasiones junto a las disciplinas hermanas de Hacienda Pública o Estadística, formó parte fundamental de los planes de estudio en las Facultades de Derecho, de Letras o en las Escuelas de Ingeniería. Además de extender la divulgación de las obras de economía entre las élites intelectuales o políticas, la vertiente académica adquirió una relevancia extraordinaria para la difusión de las aportaciones teóricas extranjeras, pues estas se insertaban preferentemente en obras que, bajo la denominación de curso, tratado o manual, estaban concebidas para su utilización didáctica.
No sería correcto, sin embargo, suponer que la enseñanza en las Universidades se basó exclusivamente en la utilización de traducciones de textos extranjeros. Muchos catedráticos no desaprovecharon la oportunidad de dejar su impronta, y al tiempo obtener unos ingresos suplementarios, a través de la elaboración de sus propios manuales, que ellos mismos se encargarían de divulgar en sus lecciones. Estos textos originales convivieron largamente con las traducciones extranjeras, pero también se convirtieron en instrumentos de difusión del pensamiento internacional. Normalmente se componían de resúmenes, adaptaciones y comentarios de las obras económicas más conocidas y recientes, cuando no directamente de traducciones de las mismas.
Este último dato nos lleva a una de las principales dificultades metodológicas a la hora de caracterizar el estado de la traducción económica en España, puesto que, hasta que se consolidara la defensa de la propiedad intelectual y el respeto a los derechos de autor, la línea que separa la traducción de obra ajena y la adaptación original de la misma sería muy tenue. Entre otros ejemplos, el Curso de economía política de Flórez Estrada incluyó varios capítulos que son una traducción literal del tratado de John R. McCulloch, mientras que la Revista General de Economía Política de Mariano Torrente incorporó numerosas páginas de la obra del economista italiano Melchiorre Gioia. Resultaría no obstante anacrónico hablar de plagio, puesto que no existe ánimo de apropiación intelectual de las ideas extranjeras, ya que en ambos textos se advierte de que su objeto era precisamente difundirlas, y se cita de forma genérica a los economistas traducidos. Simplemente, no se cumplían las exigencias actuales de diferenciar expresamente la redacción original de las referencias textuales. A este proceder, más o menos habitual hasta final de siglo, se añaden los avatares políticos, que en ocasiones llevarían a ocultar el origen de las ideas expuestas. Así ocurrió en buena medida con la difusión incipiente del saint–simonismo en España, que se produciría a través de traducciones en periódicos y revistas donde no sólo se obviaba la fuente original, sino que incluso se disimulaba la adscripción doctrinal a dicha corriente de pensamiento. La misma finalidad llevó en otros supuestos a ocultar la autoría de la traducción, en la medida que pudiera acarrear represalias sobre su persona, o sobre la difusión de la obra. Este parece ser el motivo por el que Narciso Monturiol, quien pasaría a la posteridad como el creador del sumergible Ictíneo, declinó figurar como cotraductor de Étienne Cabet, dada su situación personal como exiliado, ante el temor de que su presencia resultara fatal a la hora de confrontar la evaluación de los censores. Por estos motivos, y sin obviar la presencia de traducciones esporádicas en revistas intelectuales como El Amigo del País o la Revista Europea, este análisis se centrará en aquellas que se publicaron en forma de libro.
El listado de traducciones viene en buena medida recogido en el ya clásico repertorio de Cabrillo (1978), que cubre el periodo 1800–1880, que puede completarse con la reciente aportación de Martín Rodríguez (2018), que incluye datos biográficos tanto de los traductores como de los economistas originales entre 1776 y 1870. En ambos textos se insertan interesantes consideraciones generales acerca del fenómeno de la traducción económica. No existen catálogos que recojan los dos últimos decenios, si bien hay trabajos monográficos sobre la principal editorial que publicó obras de economía, La España Moderna (Asún 1981–1982), o sobre algún traductor destacado, como Miguel de Unamuno (Méndez 1998). También resulta de gran utilidad el enorme esfuerzo bibliográfico por recopilar la extensa y caótica labor de edición que realizaron los anarquistas españoles (Soriano & Madrid 2016), al igual que el efectuado por reconstruir la literatura marxista en español (Ribas 1981). Y por supuesto, la creciente literatura sobre la recepción en España del pensamiento económico extranjero muestra la importancia de las traducciones como uno de los principales instrumentos que posibilitaron el acceso a las innovaciones teóricas, así como viene a explicar el contexto en que se elaboraron y su utilización en la docencia o en los debates políticos de la época. Por esta razón, el ambicioso proyecto editorial Economía y economistas españoles, dirigido por Enrique Fuentes Quintana, que vino a recoger y actualizar el estado de la historia del pensamiento económico en España, es la obra de referencia fundamental para profundizar en el análisis de las traducciones económicas.
La recepción de las obras de Jean–Baptiste Say
Los primeros años del siglo XIX, hasta la guerra de Independencia, vivieron una primera oleada de traducciones de obras económicas, impulsadas desde distintas instituciones, como la Sociedad Matritense o la Oficina de la Balanza que Godoy acababa de crear. Hasta 1807, se publicaron traducciones de Jean Herrenschwand, Nicolas–François Canard y Jean–Baptiste Say y se reeditaron las de Antonio Genovesi, Nicolas de Condorcet y Adam Smith. Son variados los factores que explican esta efervescencia de los estudios económicos, como la apertura que supuso el regreso al poder de Godoy y la relajación de las barreras culturales con Francia que se habían erigido tras la Revolución, la introducción de la economía en la enseñanza universitaria que preveía el Plan Caballero, o el conflicto de intereses hacia el cariz que habría de tomar la nueva política de desarrollo, lo que ha llevado a Sánchez Hormigo a hablar de una auténtica guerra de ideas. Mientras que las obras del neofisiócrata Herrenschwand o de Genovesi suponían el último coletazo de la vieja economía del siglo XVIII, el trasfondo de este periodo estriba en el enfrentamiento doctrinal entre Adam Smith, mediatizado por sus interpretaciones francesas, y la nueva economía de J.–B. Say, cuya hegemonía marcaría el primer tercio de siglo. La historiografía tradicional (Smith 1973) vino a considerar que la sustitución de la obra de Adam Smith por las de Say tan apenas suponía una simplificación dentro del mismo ideario, puesto que Say era básicamente un divulgador eficaz, a costa de reducir el nivel analítico de La Riqueza de las Naciones. Los nuevos datos sugieren, sin embargo, que los contemporáneos percibían importantes diferencias tanto teóricas como prácticas entre ambos economistas (Sánchez Hormigo 2018). No es casual que la reproducción de la traducción de Alonso Ortiz incluyera la introducción que el francés Germain Garnier insertó en la traducción francesa, y que se conserve el manuscrito inédito de la traducción que Martín de Garay, a instancias de la Sociedad Matritense, realizó del Abregé del mismo autor. En estas obras, Garnier defendía la compatibilidad esencial entre la doctrina clásica de Smith y la fisiocracia francesa, puesto que propugnaban un desarrollo basado en la agricultura, en el que el comercio adquiría un carácter meramente subalterno. Con independencia de que esta interpretación fuera más o menos forzada, como obviamente era, la rapidez con que se tradujo el Tratado de Say se explica como la defensa de un modelo de desarrollo distinto, dado el cariz intensamente industrialista de este economista. No se conocen todos los detalles relativos a esta primera traducción del Tratado de economía política (Madrid, Pedro María Caballero, 1804–1807, 3 vols.); incluso se han expresado serias dudas acerca de su autoría, atribuida a José M.ª Queipo de Llano, futuro conde de Toreno y célebre político, que en aquel momento contaba solo dieciocho años, por lo que se llegó a plantear que la traducción podría haber sido realizada por su progenitor. Sin embargo, hoy se reconoce que fue el joven Toreno el traductor (Menudo y O’Kean 2019), indudablemente merced a un encargo institucional del que no queda constancia. Cobra fuerza la hipótesis de que procediera de la Balanza de Comercio creada por Godoy, que contaba con un fondo para la publicación de obras de economía, como la indicada traducción de los Principios de economía política del francés N.–F. Canard (Madrid, Viuda de López e Hijos, 1804) realizada por Francisco de Escolar, empleado de la mencionada oficina pública.
A partir de este momento y hasta los años 40, nos encontramos ante la denominada era Say, por cuanto el economista francés ejercería una hegemonía casi absoluta en la formación y en los debates públicos sobre cuestiones económicas. Tanto en las etapas liberales como en las absolutistas, tanto los partidarios de la libertad de comercio como los proteccionistas, todos buscaron en Say la autoridad que respaldara sus diversos argumentos. Es por ello que J.–B. Say, catedrático en la Escuela de Comercio de París, tendría una difusión editorial sin parangón en todo el siglo:
El éxito editorial de Say en España es casi asombroso: cinco ediciones madrileñas del Tratado en 1804–07, 1816, 1817, 1821 y 1838 (igual número que las publicadas en francés), más dos ediciones en castellano publicadas en Burdeos (1821) y París (1836), sin contar una edición mexicana (1814). A ello cabe añadir una edición separada del Epítome en 1816 y seis versiones del Catéchisme d’économie politique: como Cartilla (en Madrid, 1816 y dos en 1822; en Zaragoza, 1833, y en París, 1827) y como Principios (en Madrid, 1816). Las Cartas a Malthus alcanzan tres ediciones (Madrid, 1820, 1821 y 1827; sin contar otra en París en 1827), a lo que hay que sumar la traducción de un par de obras menores. Todo ello representa un volumen editorial sin comparación en el resto de Europa, incluso descontando la influencia que pudo desempeñar la demanda del mercado sudamericano. (Lluch & Almenar 2000: 110)
En general, las traducciones de Say estaban destinadas a la enseñanza, tanto universitaria como en otros centros docentes, y de hecho algunos de sus traductores eran los propios profesores de economía que habrían de utilizar los textos publicados. Es el caso de Manuel María Gutiérrez, primer catedrático de Comercio y Economía Política en el Consulado de Málaga, de José Antonio Ponzoa, catedrático en la Sociedad Matritense, en el Ateneo de Madrid y en la Universidad Central, y de José Soto y Barona, catedrático en la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País. A sus traducciones aún habrían de añadirse aquellas que, si bien se tratan de encargos a profesionales, tenían un obvio destino académico, como al menos las efectuadas por Agustín de Pascual y Juan Sánchez Rivera.
Por supuesto, ante tan desmesurada extensión temporal y de ámbitos que ocuparía la influencia de Say en España, la utilización de sus textos muestra algunas diferencias muy significativas. Se ha analizado la enseñanza de la economía en la cátedra de Zaragoza antes, durante, y después del Trienio Liberal, puesto que merced a la intercesión de Tadeo Calomarde, antiguo alumno, se le permitió excepcionalmente continuar con su actividad durante la Década Ominosa. En todos estos periodos, las lecciones se basaban en las obras de Say. Sin embargo, los temas y aspectos en los que se hacía incidencia eran muy diversos. En las etapas absolutistas, la economía se concebía como un estudio eminentemente técnico y abstracto, sin apenas alcance político inmediato. Durante el Trienio, sin embargo, las enseñanzas adquirían un sesgo revolucionario evidente, ya que se hacía hincapié en las materias que implicaban la descomposición del Antiguo Régimen (Sánchez et al. 2003: 236–240).
Del mismo modo, llama poderosamente la atención que los economistas partidarios de la protección arancelaria no tuvieran especiales reparos en utilizar los textos de un afamado librecambista como el francés, coincidiendo en sus fundamentos teóricos con los adversarios en uno de los más controvertidos debates de política económica en todo el periodo. Ello fue posible porque los proteccionistas recurrieron a diferentes argumentos para reconciliar la economía de Say con sus propias posiciones ante el comercio exterior. Por un lado, el economista francés ya venía a señalar algunas limitaciones al libre comercio «por razones de prudencia y realismo político» (Hernández & Tortorella 2017: 18), que sus lectores españoles no duraron en ampliar hacia la situación económica del país. Por otro, comenzó a generalizarse lo que con el tiempo daría lugar al modelo Say–Rau (Martín Rodríguez 1989), la separación entre teoría económica y su aplicación. De este modo, la aceptación de las bondades del librecambio no implicaba su recomendación práctica inmediata, pues era necesario propiciar antes un desarrollo industrial capaz de competir con los países extranjeros más avanzados. La apertura de fronteras debía demorarse hasta un futuro tan remoto como incierto. Por último, cuando estos razonamientos no se juzgaban suficientes, la influencia de Say se complementaba con otras traducciones específicas que aportaban mayor contundencia al proteccionismo arancelario. Las fuentes predilectas procedían igualmente de Francia, en concreto, de la corriente industrialista que inspiró inicialmente la política económica de Napoleón. Así, en 1826 se publicó Del gobierno considerado en sus relaciones con el comercio de François Ferrier (Madrid, Repullés) y al año siguiente el Diccionario analítico de economía política de Charles Ganilh (París, Librería Americana, 1827) en la traducción de Mariano José de Sicilia. Esta misma obra vería otra traducción distinta de Juan Díaz de Baeza (Madrid, Francisco Pascual, 1834). Pasado el tiempo, se continuaría publicando literatura de carácter proteccionista, puesto que se tradujeron obras como La política comercial y el comercio internacional con relación a la industria y a la agricultura, del alemán Friedrich List, traducida del francés por el duque de Ahumada (Madrid, Imprenta de Royo, 1849) y Principios de ciencia social del estadounidense Henry Carey, efectuada por Miguel Cabezas (Madrid, Ricardo Fé, 1888), sin que la influencia de estos economistas se perciba en materias distintas al debate comercial (Spalletti 2002).
El influjo de Say se vio reforzado por la recepción de otro pensador francés, Destutt de Tracy, perteneciente al grupo de los ideólogos. Manuel María Gutiérrez, traductor también de Say y de James Mill, publicó Principios de economía política considerados por las relaciones que tienen con la voluntad humana (Madrid, Imprenta de Cano, 1817), en la que se extractaba los Éléments d’idéologie. Esta misma obra tuvo otra traducción distinta de Mariano José Sicilia (París, Masson, 1826), y también se tradujo el Tratado de Economía política (Madrid, Librería de Rosa, 1824). El pensamiento económico de Destutt sigue las líneas generales marcadas por Say, desarrolladas a un nivel analítico más bajo, si bien aportaba una mayor vinculación con otros campos de la filosofía social.
Bastiat y la escuela optimista francesa
En los años 40 se puede observar una sustitución paulatina de la influencia de Say por la de sus primeros discípulos que, de acuerdo con la filosofía y el doctrinarismo político vigentes en Francia tras la revolución de 1830, acentuaron el relativismo metodológico del maestro en un sentido ecléctico. En España, esta recepción coincidió con la ruptura del equilibrio de poder entre liberales moderados y progresistas, con el triunfo de aquellos, que emprendieron la tarea de asentar las bases del nuevo régimen. Es, por tanto, una etapa en que el pensamiento económico tendrá una inmediata repercusión en los debates políticos sobre el sistema fiscal o el arancel de aduanas que se aprobarían en esa época. En cuanto a la presencia en la Universidad, ya definitivamente asentada tras el denominado Arreglo Quintana de 1836, la política centralizadora de los gobiernos moderados llevó a la creación de una comisión técnica que elaboraba periódicamente un corto listado de libros de texto autorizados, entre los cuales debían de elegir los catedráticos. Manuales originales y traducidos competían así por obtener el visto bueno oficial de dicha comisión, si bien su utilización en la docencia dependía de la decisión de cada cátedra. Por este motivo, la iniciativa de las traducciones de economía provendría fundamentalmente del ambiente universitario, sea porque fueron realizadas por profesores o sus alumnos, sea porque se realizaron en el marco de proyectos editoriales volcados hacia la enseñanza superior. Así, Manuel Colmeiro, un joven catedrático de Santiago, tradujo Economía política o Principios de la ciencia de las riquezas de Joseph Droz (Madrid, Viuda de Calleja e Hijos, 1842), poco antes de su llegada a la Universidad Central. Droz fue el principal seguidor del economista heterodoxo Sismonde de Sismondi, que vino a reinterpretar su economía social en el sentido ecléctico de la época. El propio Sismondi, del que ha afirmado que «es –detrás de Say, pero delante de cualquier otra figura– el autor que, en España, influyó más en el pensamiento económico durante los primeros decenios del siglo XIX» (Bru 1980: 50), había visto publicados sus Nuevos principios de economía política o De la riqueza en sus relaciones con la población (Granada, Benavides, 1834), en una traducción de Francisco Xerez y Varona que llevaba tiempo realizada pero hubo de esperar a la muerte de Fernando VII y la relajación de la censura editorial. El sucesor de Say en la cátedra, el italiano asentado en Francia Pellegrino Rossi, fue traducido por un exiliado español, Pedro de Madrazo, que había asistido personalmente a sus clases en el Colegio de Francia. Esta obra, Curso de economía política (Madrid, Boix, 1840), fue también incluida entre los libros de texto aprobados. Adolphe Blanqui vio también dos obras traducidas. La primera fue la Historia de la economía política en Europa desde los tiempos antiguos hasta nuestros días (Madrid, Nicolás Arias, 1839). La segunda recibió dos traducciones distintas; durante su exilio francés, el conocido higienista Pedro Mata sobrevivió realizando traducciones por encargo, entre ellas, el Compendio elemental de economía política (París, Librería de Rosa, 1840), mientras que poco después vería la luz la efectuada por Baltasar Anduaga para la «Enciclopedia Portátil», con el título de Tratado elemental de economía política (Madrid, Jordán e Hijos, 1843).
El economista de esta generación que disfrutó de mayor éxito editorial fue Joseph Garnier, cuya obra supondría el eslabón hacia una nueva forma de entender la economía: el liberalismo radical de la escuela optimista francesa. Con la figura de Frédéric Bastiat como propagandista, los economistas franceses agrupados en torno a la Sociedad de economía política y la editorial Guillaumin defendieron sin apenas fisuras un programa basado en la libertad económica en todos los ámbitos, de la que el librecambio comercial era sólo una de sus múltiples facetas, y la desconfianza hacia el Estado como fuente del denostado monopolio. Desde su óptica, la ciencia económica ya habría alcanzado su máximo desarrollo, formando un cuerpo teórico inmutable por lo que la labor de los economistas se reducía a procurar su implantación práctica y defenderlo de los ataques de proteccionistas y socialistas. Los Elementos de economía política de Garnier, cuya edición original databa de 1846, fueron traducidos con gran rapidez por Eugenio de Ochoa (Madrid, La Publicidad, 1848), alcanzando otras cuatro reediciones (1853, 1861, 1864 y 1870). Esta difusión se explica por su presencia en la enseñanza universitaria, puesto que a partir de 1848 sería la única traducción seleccionada como libro de texto oficial, posición compartida exclusivamente con los manuales de los catedráticos de la Universidad Central, Eusebio María del Valle y Manuel Colmeiro, así como su recepción en el mercado hispanoamericano.
Esta abundante distribución del manual de Garnier eclipsó en buena medida los libros de enseñanza elaborados por los restantes miembros del grupo de economistas liberales. Sin embargo, para los debates públicos se utilizaron preferentemente en España diversos textos de Frédéric Bastiat. La difusión de este economista vasco–francés fue rápida, amplia y continuada en el tiempo. Una de sus principales obras, los Sofismas económicos, ya tuvo una traducción al español el mismo año de su aparición, 1846, siendo más conocida una nueva traducción al año siguiente, previamente aparecida en El Amigo del País, a cargo de Ángel Pasarón (Madrid, Colegio de Sordomudos, 1847), que sería publicada así mismo en Bogotá (1848), La Habana (1853) y México (1854). La Revista Económica de Madrid, dirigida por Ruperto Navarro Zamorano, discípulo y colaborador del catedrático Eusebio María del Valle, y a su vez traductor del Curso de Derecho Natural de Heinrich Ahrens, publicó en 1847 por fascículos Cobden y la Liga o La agitación inglesa en favor de la libertad de comercio, en versión de Elías Bautista. Como era habitual, a su fin se editó toda la obra como libro, acompañada de diversos textos relacionados (Madrid, Baltasar González, 1847). Del mismo modo, en 1851 se publicó un folleto que recogía artículos de Bastiat en el Journal des Économistes, con el título Propiedad y ley. Justicia y fraternidad (Madrid, L. García, 1851). Ante tal avalancha de publicaciones, llama la atención la demora con que se tradujo la obra más conocida de Bastiat, las Armonías económicas, que no vería la luz en español hasta 1858. A pesar de ello, este extenso libro póstumo tuvo cuatro traducciones distintas (Madrid, 1858, 1870 y 1880; Valencia, 1880), alguna de ellas bien tardía como puede apreciarse.
Tras este interés inicial hacia la figura de Bastiat, el mayor impulso editorial tuvo lugar en los años 60, ligado a la emergencia de un partido demócrata, cada vez más beligerante contra la política de unos gobiernos moderados inclinados paulatinamente al integrismo. Se ha llegado a afirmar que la economía de Bastiat y la filosofía krausista fueron los principales soportes intelectuales de la Revolución de 1868, que pondría fin al reinado de Isabel II. Es en este contexto donde se enmarca la iniciativa de Eduardo Chao, activo demócrata en su rama individualista, de poner en marcha la «Biblioteca Política y Económica», contando con la colaboración del periodista Roberto Robert como traductor. En esta colección aparecieron una nueva traducción de los Sofismas económicos (Madrid, Galiano, 1859), así como ediciones separadas que recogían capítulos de la misma obra, con los títulos de Capital y renta. Seguido de la polémica sobre la gratitud del crédito o la legitimidad del interés entre Bastiat y Proudhon y Cuestiones económicas: Maldito dinero. Lo que se ve y lo que no se ve. Propiedad y despojo. Proteccionismo y comunismo. La ley, ambas impresas por La Tutelar en 1860. La misma tendencia doctrinal se vio reforzada con las traducciones de otro economista francés, aún más radical en sus críticas a las intervenciones públicas, Gustave de Molinari, del cual se publicaron, por la misma imprenta y en el mismo año, Sobre la libertad en el comercio de granos. Conversaciones familiares y Defensa de la propiedad.
En contraste con los economistas nombrados, las obras de la mayoría de los economistas liberales franceses que dominaron los ambientes intelectuales hasta final de siglo merecieron escasa atención en España. Como excepciones, se puede destacar la traducción de la monumental obra financiera y monetaria de la corriente, De la moneda, del crédito y del impuesto de Gustave de Puynode (Madrid, Imprenta Nacional, 1856–1858), editado a iniciativa del propio Ministerio de Hacienda, y la del tratado de Henri Baudrillart, Manual de Economía Política (Barcelona, Delclós, 1864; reeditado en 1877), traducido por el economista Pedro Estasén, que pretendía actualizar el ya antiguo curso de Garnier. Las traducciones de Jean–Gustave Courcelle–Seneuil que Andrés Bello publicó en París fueron una iniciativa del gobierno de Chile, y su difusión parece circunscribirse a este país americano. El que fuera líder de la escuela en el último tercio de siglo, Pierre Leroy–Beaulieu, no fue traducido hasta que La España Moderna publicó su Compendio de Economía Política (Madrid, 1900), a cargo de uno de los colaboradores habituales de la editorial, Manuel Alonso Paniagua. A estas obras habría finalmente que añadir los artículos que la Revista Europea publicó en 1875 del antiguo saint–simoniano Michel Chevalier y de Louis Wolowski. No se puede considerar como un texto característico de la corriente Teoría de la riqueza social, o resumen de los principios fundamentales de la economía política de Antoine–Auguste Walras (padre de Léon, el conocido pionero del equilibrio general), publicada en traducciones de Antonio de Chavarría (Madrid, Viuda de Burgos, 1850) y de Enrique Pastor (Madrid, Matute, 1857), puesto que incorporaba algunas distinciones conceptuales que la situaban «en los límites de la economía clásica» (Lluch & Almenar 2000: 132). Aún lo era menos el Tratado de economía política de Charles Gide que tradujo Ramón de Olascoaga (Madrid, Victoriano Suárez, 1896), puesto que el economista francés, situado en una tendencia que él mismo calificó de solidarismo, rechazó el dogmatismo de la escuela optimista, buscando una mayor apertura metodológica y doctrinal hacia nuevos puntos de vista.
Los clásicos británicos
A mucha distancia de la economía francesa, hubo así mismo una recepción parcial de los clásicos británicos, en ocasiones traducidos a partir de la versión francesa de sus obras. Ya se ha señalado que en 1807 se reeditó la traducción de Alonso Ortiz de La riqueza de las naciones de Adam Smith, que se añade a las otras dos reediciones (1803, 1814) del Compendio de la obra inglesa intitulada «Riqueza de las naciones», hecho por el marqués de Condorcet, en la traducción de Martínez de Irujo. En cierto modo, podrían igualmente considerarse como traducciones parciales La riqueza de las naciones nuevamente explicada por la doctrina de su mismo investigador de Ramón Lázaro de Dou (Cervera, Imprenta de la Universidad, 1817), y el Ensayo sobre la investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones relativamente a España, o sea la economía universal teórica aplicada a la nación española de Gonzalo de Luna (Valladolid, Aparicio, 1819 y Madrid, Espinosa, 1820).
Jeremy Bentham ejerció una considerable influencia en el Trienio Liberal merced a la labor editorial del catedrático de la Universidad de Salamanca Ramón de Salas y su discípulo Toribio Núñez (Robledo 2014). Salas tradujo los Tratados de legislación civil y penal (Madrid, Fermín Villalpando, 1821–1822), reeditados en Francia en tres ocasiones tras el retorno al absolutismo (1823, 1829 y 1838). Con posterioridad a la muerte de Fernando VII, aún se publicarían otras dos traducciones de esta obra, a cargo de Baltasar Anduaga y Joaquín Escriche. Por su parte, Toribio Núñez trató de sistematizar los dispersos textos de Bentham, publicando en el Trienio Sistema de la ciencia social (Salamanca, Bernardo Martín, 1820) y Principios de la ciencia social o De las ciencias morales y políticas (Salamanca, Bernardo Martín, 1821), sobre traducciones que había efectuado anteriormente pero que permanecían inéditas por motivos políticos. A su muerte, se publicó Ciencia social (Madrid, Imprenta Real, 1835), sobre la base de los manuscritos que Núñez había dejado con nuevas traducciones y correcciones a las ya publicadas. Aunque estas obras versaban fundamentalmente sobre política y derecho, sus implicaciones económicas resultaban evidentes, y de hecho Bentham tuvo una clara influencia sobre los economistas del Trienio. El texto de contenido más cercano a la economía fue la Defensa de la usura o Cartas sobre los inconvenientes de las leyes que fijan la tasa de interés del dinero. Con una memoria sobre los préstamos de dinero por Turgot (París, Casa del Editor, 1828), traducida durante su exilio por el citado Joaquín Escriche sobre la versión francesa.
Desde comienzos de siglo, la obra de Thomas Robert Malthus se conoció en España a través de la prensa, puesto que periódicos como La Gazeta de Madrid, El Mercurio Español o la Gazeta de Cataluña publicaron traducciones parciales que, no obstante, recogían las principales y revolucionarias ideas demográficas del autor inglés. Si bien la traducción francesa circulaba con cierta frecuencia, habría que esperar hasta 1846 para encontrar una edición completa del Ensayo sobre el principio de la población (Madrid, Lucas González, 1846). La traducción fue elaborada por José María Noguera y Joaquín Miquel, discípulos del catedrático Eusebio María del Valle, quien aparece como director. A falta de más datos, todo parece sugerir que se trató de un encargo del profesor a sus alumnos para traducir la edición en francés que acababa de publicarse. Peor suerte corrió David Ricardo, cuyos Principios no verían una traducción completa en todo el siglo. Tan solo en 1848 se publicaron los primeros capítulos en la revista El Amigo del País, bajo el título Principios de Economía Política y Fiscal, con traducción de José Antonio Seoane, director de la revista (Almenar 1996). Es probable que, tal y como sucediera con la traducción de los Sofismas económicos de Bastiat, en la traducción de Pasarón, la publicación mediante entregas mensuales a los suscriptores de la revista fuera un primer paso previo a su edición completa en forma de libro. Pero si fuera así, jamás llegó a completarse este programa.
Entre los economistas ricardianos, los más conocidos en España fueron James Mill y John R. McCulloch. Los Elementos de Economía Política de Mill contaron con cuatro ediciones distintas en castellano, siendo la más conocida la traducción del prolífico Manuel María Gutiérrez (Madrid, M. de Burgos, 1831). Las traducciones de McCulloch son mucho más tardías, si descontamos las extensas referencias textuales que Álvaro Flórez Estrada incluyó en su Curso de economía política (1827). Así, Cipriano Montesinos tradujo los Principios de Economía Política (Madrid, M. Sanz, 1855), y Andrés García Camba lo hizo con la obra que recogía su pensamiento financiero, Tratado de los principios e influencia práctica de la imposición y del sistema de crear fondos (Madrid, Higinio Reneses, 1857). En cambio, los Principios de John Stuart Mill, la gran obra que el filósofo y economista publicó en 1848, no fue traducida ni total ni parcialmente. Como señalan Trincado y Ramos (2011), esto no quiere decir que fuera un autor desconocido. De hecho, otras varias obras suyas de carácter filosófico, político o jurídico sí fueron traducidas y con poca distancia temporal respecto a las ediciones originales. Incluso sus memorias fueron publicadas en varios números de la Revista Europea y posteriormente en volumen en La España Moderna (1892). Sobre esta significativa ausencia, Lluch y Almenar han sugerido una explicación de carácter conceptual:
Conviene considerar que la obra de Mill coincide con la resaca antisocialista posterior a 1848. Las ideas económicas de Mill, como posricardiano, representan una visión conflictiva del proceso económico de distribución y crecimiento, mientras los discípulos de Say (con Bastiat a la cabeza) postulan una asociación positiva entre acumulación, tasa de beneficios y salarios. La débil presencia de Mill en la literatura económica española, además de la barrera idiomática, pudo tener relación con la generalizada adopción de modelos basados en la armonía social. (Lluch & Almenar 2000: 149)
Los últimos coletazos de los clásicos británicos tuvieron lugar en los años 70. La Revista Europea difundió el artículo ¿Qué es la economía política? de Henry Macleod, en el que el original economista presentaba su concepción de la disciplina como ciencia del cambio, que recogería posteriormente el krausista Gumersindo de Azcárate. Esta vez la traducción se realizó directamente del inglés por el propio director de la revista, Armando Palacio Valdés. El propio Azcárate, junto a Vicente Innerárity, publicó El librecambio y la protección de Henry Fawcett (Madrid, Victoriano Suárez, 1879), como contribución a la campaña de la Asociación para la Reforma de los Aranceles de Aduanas, de la que Azcárate era uno de los principales activistas. Por su parte, la gran obra monetaria del periodo clásico tardío, el Tratado de los cambios extranjeros (Madrid, La España Moderna, 1894) de George Goschen, fue traducido más de treinta años después de su publicación original, en el fragor de los debates sobre la estabilización de la peseta. El traductor fue el célebre político y deportista Pedro José Pidal, marqués de Villaviciosa.
No sería justo cerrar este repertorio de las traducciones británicas sin recordar la labor que las primeras mujeres economistas realizaron en pro de la generalización y divulgación de la nueva ciencia. Con este objetivo, elaboraron obras que venían a simplificar los principios de la ciencia económica, de cara a su utilización en la docencia no universitaria. Un ejemplo temprano lo encontramos en la traducción realizada por Jerónimo de la Escosura de la obra de la señora Lowry, pseudónimo que se atribuye a Jane Marcet, Conversaciones sobre la economía política: en las cuales se explican de un modo simple y familiar los elementos de esta ciencia (Madrid, Repullés, 1835). Una misma finalidad, aunque muy diferente formato, podía observarse en las Novelas de Miss Martineau sobre economía política (Madrid, Tomás Jordán, 1836), recopilación de las narraciones de Harriet Martineau ya publicadas, a través de las cuales la autora pretendía dar a conocer al gran público los conceptos de la ciencia económica de una manera amena y sencilla. Medio siglo más tarde, la publicación en castellano de las obras de las primeras mujeres economistas se completaría con Economía política para principiantes de Millicent Garrett Fawcett (Madrid, Lucas Polo, s. a.). Su traducción fue realizada por Santiago Innerárity, cuñado de Gumersindo de Azcárate, quien prologa el texto.
Historicismo y economía matemática
Hacia 1870, la economía se bifurcó en dos direcciones contrapuestas que pretendían superar las limitaciones que la economía clásica había encontrado para explicar una nueva realidad caracterizada por mercados no competitivos e instituciones como cárteles y sindicatos. Desde el corazón del emergente Imperio Alemán, el catedrático de la Universidad de Berlín, Gustav Schmoller, se convirtió en el líder de la joven escuela histórica, que reivindicaba el inductivismo como una nueva forma de construcción de la ciencia económica, atrayendo a buena parte de los economistas dentro y fuera del país. Casi de forma simultánea, en tres grandes centros de producción científica, se planteó el uso del cálculo marginal para confeccionar una teoría de mayor alcance y rigor. En Inglaterra, W. Jevons sentó las bases del equilibrio parcial, que alcanzaría reconocimiento internacional gracias a la figura de Alfred Marshall, catedrático en Cambridge. Un francés residente en Lausana, Léon Walras, desarrolló la teoría del equilibrio general, que muy pronto atrajo la atención de economistas como el italiano Vilfredo Pareto. Mientras estas direcciones suponían la consolidación de una ciencia económica de carácter matemático, la escuela austríaca, liderada por el catedrático de Viena Carl Menger, presentaba otra forma de concebir el deductivismo. Daba comienzo así al Methodenstreit, a la batalla del método, protagonizada fundamentalmente por Menger y Schmoller, y cuyos ecos resonarían en todo el mundo.
En España, se mostró desde muy temprano especial interés hacia el historicismo alemán, sobre todo por parte de los intelectuales que deseaban separarse del liberalismo radical de Bastiat y los economistas franceses. Sin embargo, la barrera idiomática dificultó el acceso de primera mano a las obras de los historicistas alemanes, por lo que hubo que recurrir a las versiones en francés o italiano. En 1875, la Revista de España publicó la traducción de un extenso artículo del belga Émile de Laveleye, con el significativo título de «Las nuevas tendencias de la economía política y del socialismo», en el que se divulgaban de manera entusiasta los principios fundacionales del historicismo alemán. Al año siguiente, Gumersindo de Azcárate incluyó la misma traducción, con notas en las que asentía o criticaba dichos principios, en sus Estudios económicos y sociales (Madrid, Victoriano Suárez, 1876).
El mayor impulso hacia la difusión del historicismo provendría de Italia, donde los economistas de la llamada escuela lombardo–véneta buscaron una integración ecléctica entre la nueva economía alemana y la tradicional, en una versión moderada que no renegaba del uso de la deducción en economía. El autor más conocido en España fue Luigi Cossa, a través de las traducciones que realizó Jorge María de Ledesma, catedrático de economía en Valladolid, aunque también circularon traducciones de sus obras al francés. En 1878, aparecieron en Valladolid (Hijos de Rodríguez) Elementos de economía política y Guía para el estudio de la economía política, que serían reeditadas dos veces cada una. En este último texto, el traductor incluyó un repertorio extenso de bibliografía económica en español, completando así lo que Cossa había publicado respecto al panorama internacional.
El italiano se convertiría más adelante en la lengua instrumental para acceder a las obras germanas, puesto que en la «Biblioteca dell’Economista», dirigida por Gerolamo Boccardo, aparecieron textos de economistas pertenecientes a áreas geográficas menos frecuentes, pero con un sesgo más favorable hacia el historicismo. El uso de esta Biblioteca en España fue relativamente intenso, posibilitando el conocimiento, por ejemplo, de la monumental obra del hacendista Adolph Wagner, pero además la mayor parte de las traducciones de obras alemanas de la corriente se realizó a partir de su versión italiana. Este procedimiento no era ni mucho menos novedoso, puesto que las obras sobre hacienda pública del cameralista Jakob Friedrich von Bielfeld, traducida por Domingo de la Torre (Instituciones políticas, Madrid, Ramírez, 1776–1801), y de Jakob, cuya Ciencia de la Hacienda vio dos traducciones en 1850 y 1855, esta última editada en la Imprenta Nacional, se publicaron sobre sus respectivas versiones francesas.
Las traducciones de economistas alemanas en el tramo final de siglo se realizaron a iniciativa de profesores krausistas de la Universidad de Oviedo, en concreto, Adolfo Posada y Adolfo Buylla. Ambos tradujeron La quinta esencia del socialismo de Albert Schäffle (Madrid, Gutenberg, 1885). La elección de autor y obra es muy significativa, ya que Schäffle había sido mencionado por Heinrich Ahrens, el principal discípulo de Krause, como el economista que mejor había sabido aplicar sus principios filosóficos a la ciencia económica. A pesar de ello, sus obras no fueron conocidas en España hasta que apareció en la colección de Boccardo la edición italiana de este libro, que muy poco tiempo después fue traducido al español. Hacia 1894, La España Moderna publicó dos tomos con el título de Economía, por Neumann, Kleinwachter, Nasse, Wagner, Mithof y Lexis, donde Buylla aparecía como traductor de todas las contribuciones desde el alemán, a la vez que se incluía un artículo suyo sobre el concepto de la ciencia económica. Se ha tardado más de un siglo en descubrir que se trata de una traducción incompleta del primer tomo del Handbuch der politischen Ökonomie de Gustav Friedrich von Schönberg, la gran obra colectiva del historicismo alemán, que estaba disponible en italiano en la «Biblioteca dell’Economista» (Malo & Spalletti 2005: 491–493). No se conocen los detalles que llevaron a cambiar el título de la obra original e incluso a ocultar la fuente utilizada, puesto que la publicación carecía de prólogo o notas, y la presunta introducción de Buylla no guardaba en realidad ninguna relación con el texto traducido, ya que era un artículo en buena medida publicado con anterioridad. Igualmente en La España Moderna, en 1902, se publicó El socialismo y el movimiento social en el siglo XIX de Werner Sombart, uno de los principales líderes de la escuela histórica, en traducción de J. M. Navarro de Palencia, a partir de la versión inglesa. En esta editorial también se dio a conocer el historicismo británico, más templado y menos beligerante respecto de la teoría económica contemporánea. En 1894 apareció Sentido económico de la historia, de James Thorold Rogers, profesor de la Universidad de Oxford, obra en la que criticaba la concepción del homo oeconomicus sobre la que se había desarrollado la teoría ortodoxa. Poco más tarde, Miguel de Unamuno tradujo el que se considera primer tratado de historia de las doctrinas económicas, la Historia de la Economía Política de John Kells Ingram (Madrid, La España Moderna, 1895). Gracias a la correspondencia entre Unamuno y Lázaro Galdiano, propietario de esta editorial, se conoce la génesis de esta obra. Tal y como el editor solicitaba a sus principales colaboradores, Unamuno le remitió un pequeño listado de textos de economía a traducir. Lázaro Galdiano contestó que «De todos los libros que Vd. me cita prefiero que, por lo pronto, haga Vd. el Manual de Historia de la Economía de Ingram» (Asún 1981–82: 178).
La recepción en España del marginalismo y la economía matemática fue aún más tardía y escasa. De sus precedentes en Francia, tan apenas hubo manifestaciones. Ya se ha mencionado que en 1804 se tradujo el tratado de N. Canard, obra muy apreciada hoy en día por su pionero tratamiento matemático de cuestiones económicas. Sin embargo, la edición de Francisco Escolar eliminó completamente el apéndice del texto original en que se recogían todas estas innovaciones. En cuanto a los ingenieros franceses, Antoine Cournot no fue traducido, y de Jules Dupuit se publicó en la Revista de Obras Públicas un breve artículo sobre peajes (Ramos y Martínez 2008: 13). Llegada la revolución marginal en 1870, tan sólo fue traducido el inglés W. Jevons, cuyas Nociones de economía política vieron diversas ediciones (Nueva York, Appleton, 1879, 1880, 1887; París, Garnier, 1885). No obstante, este libro es una introducción muy básica que no reproduce sus aportaciones a la ciencia. Su principal obra, La teoría de la economía política sólo fue traducida al español mucho tiempo más tarde. El mayor esfuerzo de divulgación de las nuevas corrientes económicas provino, una vez más, de La España Moderna, que publicó en 1911 la gran obra de Alfred Marshall, Tratado de economía política, traducido por el conocido economista Pío Ballesteros. Aún más sorprendente, dado su elevado nivel analítico, fue la traducción de Economía política geométrica o Naturaleza del capital y de la renta, del americano Irving Fisher (Madrid, La España Moderna, 1912). Ninguna de estas dos publicaciones tuvo, sin embargo, especial relevancia en el discurrir del pensamiento económico en España, ante un ambiente académico en el que se había impuesto una versión ecléctica del historicismo.
Traducciones desde el socialismo
Si buena parte de los libros mencionados aquí llevaban como destino la enseñanza universitaria o el debate erudito, la naturaleza de las obras de las distintas corrientes socialistas era muy distinta. Se trataba usualmente de libros doctrinales, diseñados para ganar adeptos o para profundizar la formación de los ya convencidos. La historia de esta literatura está por tanto indivisiblemente vinculada a la evolución del movimiento obrero, tanto en su origen doctrinal como en el país receptor. Por supuesto, la divulgación del socialismo, en no pocos periodos perseguida políticamente y acuciada económicamente, tuvo lugar a través de otros canales distintos de la edición de libros. Discursos orales, que solventaban el problema de los altos índices de analfabetismo de su auditorio, y folletos clandestinos que eludían la censura gubernamental sustituyeron a menudo la traducción de las obras de los principales pensadores del movimiento. Consta que un joven Miguel de Unamuno se ofreció al Partido Socialista Obrero Español para traducir gratuitamente textos marxistas, propuesta que no pudo ser aceptada por la insuficiencia de fondos para acometer la edición.
Más allá de estas generalizaciones, es preciso diferenciar entre corrientes y periodos, puesto que nos encontramos ante situaciones muy diversas. Comenzando por la introducción del pensamiento del conde de Saint–Simon (Claude–Henri de Rouvroy) y sus discípulos en España, se vio limitada a autores y territorios muy concretos por lo que no se tradujeron las principales obras de la corriente. No obstante, Andrew Covert–Spring, pseudónimo de Andreu Fontcuberta, militar que durante el exilio había conocido a la secta saint–simoniana que por entonces regía uno de los principales seguidores de Saint–Simon, Prosper Enfantin, difundió su pensamiento desde el diario El Vapor y la revista El Propagador de la Libertad. En sus páginas dio a conocer los principios de economía que Enfantin y Michel Chevalier habían publicado en Le Globe, con el título de Religion saint–simonienne, économie politique et politique. Tras los sucesos revolucionarios de 1836 en Barcelona, Andreu volvió a exiliarse, finalizando así esta etapa en la difusión del saint–simonismo en España (Sánchez Hormigo 2009).
Muy superior fue la relevancia del fourierismo, vinculado a la fundación del Partido Demócrata. En un primer momento, su difusión fue protagonizada por un núcleo situado en Cádiz, donde Joaquín Abreu, que en su exilio francés había llegado a participar en el falansterio de Condé, divulgó de forma incansable los principios básicos de Fourier, a través de sus colaboraciones en prensa como El Nacional. Entre 1840 y 1842, a la vez que Manuel Sagrario de Beloy presentaba un proyecto de falansterio en la localidad de Tempul (Jerez de la Frontera), se publicaron diferentes traducciones, si bien no tanto de las principales obras de Fourier, sino más bien de sus discípulos. Así, el propio Abreu dio Fourier y su sistema. Principios de ciencia social de Zoé Gatti de Gamond (Burdeos, Ramadié, 1840), Pedro Luis Huarte tradujo Teoría societaria de Carlos Fourier de Abel Transon (Madrid, Imprenta de Bordadores, 1842), mientras que Margarita Morla se volcó en la vertiente feminista del movimiento, publicando El porvenir de las mujeres de Jean Czinski (Cádiz, Viuda de Comes, 1841). A ello habría que unir diversos folletos atribuidos a la escuela (Bureaux de la Phalange), como Bases de la política positiva. Manifiesto de la escuela societaria fundada por Fourier, en el que figura como traductor «un Falansteriano» (Sevilla, Imprenta de Álvarez y Cía., 1842). De esta época proviene también la única traducción conocida de textos originales de Fourier, seleccionados por el traductor, muy posiblemente el citado Abreu. Su publicación fue muy tardía, sin embargo, pues lo haría el núcleo madrileño que fundó el Partido Demócrata, en la imprenta de su órgano de expresión, el periódico La Discusión, con el título Fourier o sea Explanación del sistema social (Madrid, 1870). En la introducción, datada en 1841, el traductor señalaba:
como me he impuesto el deber de trasladar fielmente sus doctrinas, nada habrá mío en esta explanación: ni aclaraciones, ni notas, ni comentarios. Venero demasiado a ese hombre grande, a ese genio esclarecido, para creerme capaz de añadir algo en ningún sentido a las brillantes páginas de sus producciones. Mas como eran demasiado voluminosas sus obras para ir en manos del pueblo, que es quien debe más especialmente conocer sus doctrinas, me he tomado la libertad de reducirlas a menor volumen, quitando todo lo no necesario, y que podía quitarse sin alterar el contexto.
Con el asentamiento en la capital del Partido Demócrata, liderado por Fernando Garrido y Sixto Cámara, entre otros, a partir de 1848 la atención se dirigió hacia otros pensadores franceses, como Louis Blanc, de quien se tradujo El Socialismo. Derecho al trabajo. Respuesta a Mr. Thiers (Sevilla, La Independencia, 1850). Esta obra es una respuesta al enorme éxito editorial de la obra de Thiers De la propiedad, que en el año 1848, al calor de los acontecimientos revolucionarios en Francia, fue publicada en siete ocasiones, a partir de –al menos– tres traducciones distintas.
Mientras, en Barcelona se expandieron las doctrinas de otro pensador francés, más radical que los anteriores por cuanto se definía abiertamente como comunista, Étienne Cabet. En 1839 se habían publicado dos traducciones distintas de su interpretación de los sucesos de 1830, con los títulos de Revolución francesa de 1830 y situación presente explicadas e ilustradas por las revoluciones de 1789, 1792, 1799 y 1804 y por la Restauración (Barcelona, F. Tauló), y Revolución de 1830 y situación presente de la Francia (noviembre de 1833). Explicadas e ilustradas por las revoluciones de 1789, 1792, 1799 y 1804 y por la Restauración (Barcelona, Antonio Bergnes y Cía.), pero su principal obra fue el Viaje por Icaria. Escrita en forma de novela, narraba la llegada de lord William Carisdall a una ciudad en la que no existían la propiedad privada ni el dinero, y mantenía un sistema de organización social igualitaria. Su éxito inspiró el movimiento para crear en los Estados Unidos un conjunto de comunas que siguieran los principios descritos en la obra, en el que participaron algunos intelectuales catalanes. El principal divulgador en España de Cabet fue Narciso Monturiol, primero a través del periódico La Fraternidad, y posteriormente traduciendo, junto al periodista Francisco José Orellana la citada novela (Barcelona, Imprenta y Librería Oriental, 1848). También se publicó un breve folleto de Cabet, titulado De qué manera soy comunista (Barcelona, Juan Capdevila, 1848).
Aunque habitualmente se sitúa el origen del anarquismo en el pensador francés Pierre Proudhon, las traducciones de sus obras no fueron realizadas en el seno del movimiento libertario, más ligado a la figura de Mijail Bakunin. De hecho, la publicación más antigua fue incluida en la citada «Biblioteca Política y Económica» dirigida por Eduardo Chao, contando con el mismo traductor de Bastiat y Molinari, Roberto Robert. Se trata de la Teoría de la contribución (Madrid, La Tutelar, 1862), obra de madurez en la que el autor analizaba con agudeza el funcionamiento y los efectos de los diferentes tipos de impuesto. Era, por tanto, una recepción de Proudhon muy alejada de sus expresiones más revolucionarias, y que no venía a contradecir el carácter individualista de la colección en que se integraba. La difusión más entusiasta de Proudhon provendría del sector federalista de los demócratas, a través de las traducciones del que sería presidente de la I República, Francisco Pi y Margall. Se publicó un texto breve titulado Solución del problema social (Madrid, Durán, 1869) y algo más tarde, por la misma editorial, Sistema de las contradicciones económicas o filosofía de la miseria (1870–1872), una de las grandes obras del pensador francés. Por la misma época, Lizárraga tradujo la Teoría de la propiedad (Madrid, Victoriano Suárez, 1873).
Desde su origen, el movimiento libertario en España mostró un especial interés hacia la divulgación doctrinal, si bien durante el siglo XIX se desarrolló fundamentalmente a través de periódicos y panfletos. Será en las primeras décadas del XX cuando se produzca la gran eclosión de publicaciones, con la aparición a veces simultánea de varias traducciones del mismo texto, merced al esfuerzo de editoriales como Sempere en Valencia, Maucci en Barcelona, o las colecciones ligadas a la Escuela Nueva de Francisco Ferrer. No obstante, hacia finales del siglo XIX ya comenzó la edición de textos de las principales figuras del anarquismo internacional, sea a través de medios ligados a la corriente, como la «Biblioteca del Proletario», iniciativa de la Revista Social de Serrano Oteiza, o los folletos editados por el periódico La Tramontana, de Josep Llunas, sea mediante publicaciones en editoriales no anarquistas, entre las que destaca una vez más La España Moderna de Lázaro Galdiano. El grupo más activo en este periodo sería la Agrupación de Propaganda Socialista, que impulsó la revista Acracia y el periódico El Productor, y desarrolló una labor continuada de edición de folletos de anarquistas españoles como Anselmo Lorenzo y de traducciones.
En cuanto a los autores, de M. Bakunin sólo consta un texto en español durante el siglo XIX, un folleto breve y básico titulado Dios y el Estado, traducido por Ricardo Mella y Ernesto Álvarez (Madrid, Gil y Navarro, 1888; Imprenta Popular, 1890). Mucho más nítida es la presencia del italiano Errico Malatesta, cuyo folleto Entre campesinos fue posiblemente la obra anarquista que mayor éxito alcanzó desde 1889 (Sabadell, Juan Comas) hasta el final de la Guerra Civil, puesto que contó con al menos cuatro traducciones distintas y casi medio centenar de ediciones. Siempre en la forma de textos breves de poco más de cincuenta páginas y dispuestos como diálogos entre diversos personajes, hasta 1900 se tradujeron también La anarquía, Diálogo electoral, En tiempo de elecciones o La política parlamentaria en el movimiento socialista. Las traducciones del suizo James Guillaume son incluso anteriores a la fundación de la Federación de Trabajadores de la Región Española, organización que antecedió a la CNT. En 1876, periodo de fuerte represión del anarquismo, se publicó Ideas sobre organización social (Nueva York, Imprenta de J. Smith), traducida por José García Viñas y probablemente editada clandestinamente en España a pesar de lo que se indica en su portada, y Bosquejos históricos. Estudios populares sobre las principales épocas de la Historia de la Humanidad (Barcelona, Manero), traducidos por G. D. Omblaga, seudónimo quizá utilizado por el propio García Viñas.
El anarquista más conocido fue el ruso Piotr Kropotkin, alguna de cuyas obras se convirtieron en auténticos éxitos de ventas. Se conoce una carta fechada en 1909 del editor Sempere a Unamuno en la que indica que de sus cinco ediciones de Campos, fábricas y talleres había vendido 50.000 ejemplares, de los que algo menos de la mitad se distribuyeron en diversos países americanos. Indudablemente, a la popularidad del autor había contribuido la labor editorial de La España Moderna, que ya en 1893 había publicado su novela La conquista del pan. Sin contar las traducciones de los novelistas Dostoievski y Tolstoi, tan apreciados por el anarquismo español, la editorial de Lázaro Galdiano difundió entre 1895 y 1901 a diversos pensadores próximos a la corriente, cuando no activos militantes de la misma. El krausista Adolfo Posada tradujo La educación y la herencia de Jean–Marie Guyau (1894) y Pedro Dorado Montero El único y su propiedad, de Max Stirner, seudónimo de Johann Kaspar Schmidt (1901). En 1896, apareció la traducción por Luis Marco de La sociedad futura (1896) del anarquista francés, Jean Grave, que en aquel tiempo se encontraba preso. En 1901 Pedro Dorado tradujo del alemán la recopilación de Paul Eltzbacher, El anarquismo según sus más ilustres representantes (Godwin, Proudhon, Stirner, Bakunin, Kropotkin, Tucker, Tolstoy, etc.). Con todo, la obra que alcanzó mayor éxito fue la citada Campos, fábricas y talleres, de Kropotkin, en la versión desde el inglés de Fermín Salvochea (1900).
Respecto del pensamiento marxista, igualmente cabe diferenciar dos fuentes de difusión: la militante, vinculada al Partido Socialista Obrero Español y dirigida hacia el proselitismo, y la puramente intelectual, que daba a conocer las obras de la corriente como parte fundamental del pensamiento filosófico, político y económico de su tiempo. Sin embargo, y en comparación con el anarquismo, la literatura marxista en España durante el siglo XIX fue tardía, escasa y tuvo poca repercusión entre las clases trabajadoras, sus potenciales receptores. Fernández Buey ha apuntado tres explicaciones complementarias del fenómeno:
En primer lugar, la acentuación unilateral de la versión estatalista del marxismo recibido; pues las corrientes marxistas más difundidas en España durante esos años, el llamado «marxismo francés» y el lassallismo –con su glorificación del centralismo frente al federalismo en el primer caso y con su estatalismo en el segundo– eran seguramente las menos adecuadas para el acercamiento a la mayoría de los trabajadores. En segundo lugar, el desprecio de que ese marxismo hizo gala respecto de la importancia de la cuestión agraria para un país como España. Y en tercer lugar, el completo descuido del análisis de las formas de la consciencia de clase en los principales centros industriales. Todo eso hizo particularmente difícil en nuestro país la buscada vinculación marxista entre ciencia y proletariado. (Fernández Buey 2015: 5)
Los primeros textos de Marx en español se publicaron en la revista La Emancipación, con José Mesa como traductor. En 1872 apareció el Manifiesto comunista, así como diferentes textos de Paul Lafargue. Con la finalidad de contrarrestar los avances del anarquismo, Mesa estaba trabajando en la traducción de Miseria de la filosofía. Respuesta a «La filosofía de la miseria» de Proudhon, interrumpida por el cierre de la publicación. Acabada en su exilio parisino, la obra no vería la luz hasta 1891 (Madrid, Ricardo Fé) en una edición que incluía una carta de Friedrich Engels, una extensa introducción de Mesa y el programa del Partido Socialista Obrero Español. En cuanto a la «biblia del proletariado», El capital, aunque La Emancipación publicó algunos fragmentos, se presume que a través de las traducciones francesas que Lafargue enviaba periódicamente a Mesa, la primera traducción se editó en círculos republicanos federalistas. En concreto, Rafael Correa Zafrilla tradujo parcialmente el primer libro en La República, que apareció en forma de volumen en 1887. Aunque no se indicaba expresamente, estudios posteriores han demostrado que Correa utilizó la versión francesa de Joseph Roy. Sea por su origen o por sus numerosos errores de traducción, los marxistas españoles renegaron de esta edición, que fue preterida en favor del resumen elaborado por Gabriel Deville, y traducido ese mismo año de 1887 por Antonio Atienza (Madrid, Ricardo Fé), que habría de conocer hasta diez ediciones distintas. A finales de siglo, el socialista argentino Juan Bautista Justo tradujo directamente del alemán el tomo primero de El capital, editado por García Quejido (Madrid, Fernando Cao y Domingo del Val, 1898). La intención de ambos era proseguir al menos hasta el tercer volumen, pero la escasez de ventas les obligó a desistir.
La dificultad de la obra de Marx explica la labor que Juan José Morato emprendió para dar a conocer de forma simple el lenguaje marxista, mediante traducciones de El materialismo económico de Marx de Lafargue y La evolución del capital de G. Deville (Madrid, Fernando Cao y Domingo del Val, 1886). Otros autores, como F. Engels, fueron divulgados desde La España Moderna. Del gran colaborador de Marx, en 1894 se publicó Origen de la familia, la propiedad y el Estado, y en 1913, la alabada versión de José Verdes Montenegro de Anti–Dühring o La revolución de la ciencia de Eugenio Dühring, primera traducción completa al español. Anteriormente, en 1886 Atienza había traducido tres capítulos de la misma obra, con el título Socialismo utópico y socialismo científico (Madrid, Ricardo Fé), sobre la base de la edición francesa que había elaborado Lafargue. Por su parte, Miguel de Unamuno tradujo directamente del alemán La cuestión agraria, de Karl Kautsky (Madrid, Viuda de Rodríguez, 1903).
Mucho se ha debatido sobre si al americano Henry George se le puede considerar socialista, aunque sus contemporáneos le calificaron de colectivista agrario por la propuesta de confiscar la renta de la tierra. Incluso habría quien le niegue la consideración de economista. Sin embargo, sobre lo que no existen dudas es de que su Progreso y miseria fue una de las obras más leídas y traducidas del siglo XIX. Aunque su primera edición en castellano fue bastante tardía (Barcelona, Jaime Jepús, 1893), con posterioridad vería un gran número de ediciones y traducciones, siendo la más conocida la del economista y político Baldomero Argente. En la segunda década del siglo XX se llegó a constituir la Liga Española para el Impuesto Único, basada en los principios expuestos en la obra, que organizó en Ronda el I Congreso Georgista Internacional. La España Moderna publicó otras obras de George, como Protección y libre cambio (1901) y Problemas sociales (1905), en traducción de Edmundo González Blanco.
El auge de las diferentes corrientes socialistas propició la aparición de un género de literatura dirigida expresamente a refutar sus tesis y defender el sistema económico y la propiedad privada. Para esta finalidad se recurrió igualmente a la traducción de obras extranjeras. Ya se ha mencionado el éxito editorial de la obra de Thiers De la propiedad, que en 1848, mismo año de su publicación original, vio siete ediciones distintas en español. Como ejemplos destacables de este tipo de obra, podemos señalar El socialismo contemporáneo, del economista belga Émile de Laveleye (Madrid, La España Moderna, 1902), en traducción de Alonso Paniagua, o El socialismo contemporáneo del político conservador alsaciano Landelin Winterer (Sevilla, Biblioteca Científico–Literaria y Madrid, Victoriano Suárez, 1896), traducido por el abogado andaluz Julio del Mazo. En general, el nivel teórico de estas obras era bastante bajo, pues estaban concebidas más como textos propagandísticos que como ensayos eruditos.
Economía cristiana
Frente a las corrientes centrales de la ciencia económica, tuvo una especial repercusión en España los intentos de reconciliar las bases tanto teóricas como prácticas de la disciplina con las prescripciones de la Iglesia. Desde principios de siglo, ya pudo percibirse una preocupación por las consecuencias sociales del proceso de desarrollo económico liberal, si bien muchas de las voces críticas no pasaban de ser una defensa integrista del Antiguo Régimen y una descalificación completa de la Revolución. Entre las excepciones, cabe destacar a Alban de Villeneuve–Bargemont, a quien se le debe el primer intento de redactar un tratado de economía cristiana, en el que, sin negar los avances contemporáneos, se hacía hincapié en el papel que la Iglesia podía jugar para confortar a los sectores sociales más desfavorecidos por el nuevo sistema. Antes de la traducción de este tratado, se le publicó un folleto titulado Noticia sobre el estado actual de la economía política en España y sobre los trabajos de Don Ramón de La Sagra (Madrid, Colegio Nacional de Sordomudos, 1844). Aunque el mencionado lo negó, existió un convencimiento general, hoy corroborado por los especialistas, de que había sido el propio Sagra el traductor del texto. Pero volviendo al tratado de Villeneuve, hubo de esperar casi dos décadas para ver la luz en español, y ello en un contexto muy diferente. Entre 1852 y 1853, uno de los antiguos traductores de Say, José Soto y Barona publicó Economía política cristiana o Investigaciones sobre la naturaleza y causas del pauperismo en Francia y en Europa (Madrid, Imprenta de La Esperanza). Esta edición convertía un original en tres tomos en una obra más voluminosa, en cinco volúmenes, ya que el traductor incluyó numerosas notas, alguna de ellas de gran extensión, con información acerca de las instituciones eclesiásticas de beneficencia así como críticas al liberalismo. Si el original francés, publicado en 1834, encajaba entre los enfoques eclécticos que por entonces proliferaban entre los doctrinarios como propuestas de suavizar el impacto social del liberalismo, después de 1848 la obra de Villeneuve había adquirido un fuerte sesgo reaccionario, aspecto que la traducción española reforzó. No en vano, la edición se realizó en la imprenta del principal periódico carlista de la capital, La Esperanza, del que el traductor Soto era uno de los redactores.
Sin embargo, no puede hablarse con propiedad de una escuela cristiana de economía hasta final de siglo, en confluencia con la difusión del neotomismo, impulsado al más alto rango por la encíclica De Rerum Novarum de León XIII. De este modo, un buen número de intelectuales de diversos países católicos encontraron en la obra de santo Tomás de Aquino una base filosófica sobre la que reorientar la ciencia económica en un sentido no materialista. Como primer hito, cabe destacar que el intelectual y polemista Juan Manuel Ortí y Lara tradujo El problema social y su solución del alemán Franz Hitze (Madrid, Librería de San José, 1880). Sin embargo, la relevancia fundamental de la corriente se debe a su irrupción en el ámbito académico. En España, muchas Universidades periféricas fueron poblándose con catedráticos de esta tendencia, sea de economía política, sea de derecho natural, o de otras disciplinas jurídicas. Aunque alguno de ellos elaboró su propio texto, habitualmente dirigieron su atención hacia autores pertenecientes a la escuela de Angers, lo que derivó en un buen número de traducciones de manuales de enseñanza entre las décadas finales del siglo XIX y principios del XX, que en mayor o menor medida fueron utilizados en la docencia en sus Universidades. Así, en 1880, mismo año de publicación del original francés, el catedrático de Barcelona, José Pou y Ordinas tradujo el Tratado elemental de economía política (Barcelona, Viuda e Hijos de J. Subirana) de Hervé Bazin; en 1890, se publicaron los Principios de economía política (Madrid, Librería Católica de Gregorio del Amo) del italiano Matteo Liberatore; y ya en el siglo XX, Eduardo de Hinojosa tradujo la monumental obra de Victor Brants Las grandes líneas de la economía política (Madrid, Saturnino Calleja, s. a.). Sin embargo, el texto más difundido de la corriente fue publicado desde una perspectiva no confesional. Nos referimos al Curso de economía social (Madrid, La España Moderna, 1900) del jesuita Charles Antoine, traducido por José González Alonso, que significativamente no fue incluido entre las publicaciones de economía de la editorial, sino en la sección de sociología (Gómez Villafranca 1911). Si bien nos vamos adentrando más en el siglo XX, no es posible ignorar la conexión entre estas primeras publicaciones y la labor que el catedrático de Santiago Amando Castroviejo realizó como traductor e introductor de Giuseppe Toniolo, en especial de su Tratado de economía social (Madrid, Saturnino Calleja, 1913), puesto que aquí se encontraría el germen de la democracia cristiana en España.
El principal debate entre los economistas católicos entre sí, y entre estos y los pertenecientes a otras corrientes de pensamiento se centraba en la solución al problema social, que si para algunos se reservaría a las instituciones de beneficencia de la Iglesia, para los más avanzados pasaba por una intervención más decidida de los poderes públicos. Esta posición fue calificada, normalmente de forma peyorativa, como socialismo católico, por cuanto tendía a considerarse que propugnar cualquier tipo de restricción a la libertad económica, aunque se fundara en principios morales, era abrir un portón al denostado socialismo. Ya en fecha muy temprana se publicó un folleto con traducciones de Esprit–Adolphe Segrétain y de uno de los principales representantes de la citada escuela de Angers, Charles Perin, en el que pretendían marcar distancias respecto a las doctrinas revolucionarias. El texto de Segretain llevaba por título El socialismo católico, mientras que el de Perin, Los economistas, los socialistas y el cristianismo (Madrid, M. Pita, 1850). Décadas más tarde, el krausista Pedro Dorado Montero tradujo la obra de Francesco Nitti El socialismo católico (Madrid, F. Núñez, 1893), en la que, desde una perspectiva laica, se contemplaba favorablemente la apertura de la corriente hacia las reformas sociales que se plasmarían en la primera legislación laboral, a la vez que se advertía de los límites a la intervención estatal a fin de preservar la libertad económica y la iniciativa privada. De alguna manera, este texto vendría a anticipar la futura colaboración de católicos y krausistas en el Instituto de Reformas Sociales (Montero 2001: 460).
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