Iñurritegui

La traducción de textos políticos en el siglo XVIII

José M.ª Iñurritegui Rodríguez (UNED, Madrid)

 

Saberes intraducibles

La práctica de la traducción y la evolución de las reflexiones de corte político se entrecruzan de forma particular en el siglo XVIII hispano. En principio, por la envergadura de los autores y la nómina de los textos de inquietud o implicación política que entonces conocieron traducción. Pero también, y ante todo, por la magnitud de las problemáticas de naturaleza política y constitucional en cuya conformación y resolución se involucraron las iniciativas de traducción. Es un tiempo que se abre con una crisis de soberanía, precipitada por las iniciativas europeas de reparto territorial de la monarquía. Y que se cierra al compás de la sedimentación de una genuina cultura del constitucionalismo. Está atravesado por la sentida necesidad de afrontar el afianzamiento en el horizonte europeo de un iusnaturalismo que, con su predicado de un derecho natural del hombre, quebraba el teologizado entendimiento escolástico propio de la católica cultura hispana. Y es a su vez el momento de irrupción del lenguaje de la sociedad comercial, de una semántica vinculada a una antropología de contornos individualistas, que desafiaba la figuración sociológica y los valores morales que informaban confesionalmente la estructura política de la monarquía. Como ocurre con otros ámbitos católicos, la monarquía también sería testigo entonces de la intensificación del debate sobre el ajuste y composición entre las potestades eclesiástica y civil. Y la consideración de todas esas cuestiones, condicionadas por la retórica ilustrada europea sobre la incapacitación de la cultura hispana para la modernidad, estuvo atravesada por una singular práctica de la traducción.

Con el francés siempre como lengua de partida dominante, esa singularidad responde ante todo a dos perfiles definitorios de la política de la traducción que enmarca el despliegue de las traducciones de alcance y significado más directamente político. Por un lado, la magnitud de las intervenciones que en la mayoría de los casos se operaron sobre los textos traducidos y que obliga a desterrar la imagen de una recepción plena en la que la intención y el lenguaje de los textos traducidos se asumía y asimilaba de forma acrítica. Y por otro, la estabilidad que imprimió al perímetro de delimitación cultural de la traducción la perseverante determinación de no traducir algunos linajes de textos pese al conocimiento que se tenía de los mismos en el horizonte intelectual hispano. Ese destierro del espectro de la traducción de determinadas retóricas políticas es la huella evidente de la impronta selectiva con la que podía operar la Monarquía incluso en un escenario, como el del Setecientos, en el que se llegó a hablar de su trágica metamorfosis en una nación traductora (véase Vargas Ponce 1793: 42 y 179). Como decisión que era, esa impronta selectiva entrañaba de hecho el reconocimiento explícito de la existencia de lenguajes políticos que se entendían intraducibles, por culturalmente incompatibles.

Tal era el caso particularmente del iusracionalismo, con su reducción del poder y la autoridad a términos humanos. Hugo Grocio, Samuel Pufendorf, o quienes en su estela identificaban un derecho natural humano, tuvieron una controvertida presencia en las coordenadas de la reflexión jurídica y política hispana de aquel tiempo. Moradores habituales del Index librorum prohibitorum, con suma frecuencia sus obras eran convocadas como la antítesis de la teología política que infundía la identidad confesional de la Monarquía. Ello no impedía sin embargo que sus textos también fueran invocados como un referente de necesaria consulta por los literati que desde mediados del siglo auspiciaban una relectura del orden monárquico en un sentido más político que posibilitase la mutación del católico en ciudadano. En ese empeño se promoverían ediciones de autores que exploraban el umbral de compatibilidad que los postulados iusracionalistas, y especialmente su noción de libertad, podían tener con la moral católica. Entre ellas estaban la de Juan Bautista Almici –cuyas Institutiones juris naturae et gentium secundum Catholica principia publicadas en Brescia en 1769 se editan de forma parcial en Valencia en 1787 y ya íntegras en Madrid y Valencia en 1789– o la Scienza della legislazione de Gaetano Filangieri, que recibía su primera traducción al castellano en 1787 (Madrid, Manuel Rodríguez). Y junto a ello, como reflejo también de la voluntad de revisar la primacía del derecho romano como zócalo del orden jurídico, algunos planes de estudios universitarios elaborados entre la década de los 60 y la de los 80 incluían la referencia a Grocio, Pufendorf o Emerich Vattel entre las lecturas con las que conducir la enseñanza de las cátedras de derecho natural y de gentes que se iban entonces creando (Liengo Tagle, 2018).

La entrada que con ello se les brindaba en el universo de los saberes políticos y jurídicos nunca sería sin embargo incondicional. La traducción ni se imaginaba, con excepción de la espuria dispensada en 1771 al Droit des gens de Vattel por José de Olmeda en sus Elementos de derecho público editados en Madrid por la Viuda de Manuel Fernández (Gutiérrez Vega 2004). La propia sugerencia del comentario y lectura de aquellos autores pasaba por el imperativo de la incorporación de notas y escolios que los acomodasen a la dogmática católica. De ahí que ni siquiera llegara a promoverse su adopción como textos de referencia. Para ello se elegían opciones culturalmente menos comprometidas. Tal era el caso de Johaness Heineccio. Sus Elementa iuris naturae Gentium eran editados por Joaquín Marín y Mendoza en 1776 (Madrid, Emman Martini), con confesada adaptación de los fragmentos que problematizaban la impronta revelada del derecho natural. Y con ello se acreditaba que una cierta forma cultural de traducción cabía incluso siendo las lenguas de partida y llegada las mismas.

Una recepción profunda no llegaría así a consumarse. Pero todos esos pronunciamientos ponían en evidencia que ni siquiera los garantes del lenguaje de derechos destilado de la tradición escolástica pudieron mantenerse cerrados sobre sí mismos e inmunes a las novedades experimentadas en el entorno del derecho natural. Para neutralizar la irradiación de las mismas hacia ámbitos católicos, como el hispano, no se limitaron además a cerrar la posibilidad de una recepción masiva e integral. Concibieron también elaboradas estrategias discursivas cuyas disposiciones receptivas se elaboraban para interponer una cobertura bajo la que mantener las matrices de un lenguaje jurídico y político propio. Y entre ellas resulta especialmente esclarecedora la desplegada en 1712 por el jurista Diego Vicenzo Vidania.

En un manuscrito Derecho natural innato en la mente de los hombres, Vidania traducía encubiertamente el De principiis iuris naturalis Enchiridion (1667) de Guillermo Grocio, que era a su vez un particular ejercicio de traducción al concebirse como una decantación de la teorización sobre el derecho natural del De Iure Belli ac Pacis (1625) de su hermano Hugo. Y al tiempo que inconfesadamente traducía, Vidania procedía además a reescribir los pasajes decisivos en los que Grocio había cuestionado el entendimiento providencial del derecho natural (Iñurritegui 2014). Si al igual que cualquier otro texto el De Iure de Grocio tiene una historia diferente en cada una de las lenguas en las que fue traducido, el capítulo inaugural de su historia en lengua castellana tenía por tanto la doble singularidad de operar por vía indirecta y la más sustantiva de estar dispuesto para neutralizar la intención con la que el texto original, y la intermediación de su comentario, habían sido concebidos.

La demarcación de unas infranqueables fronteras de traducción que así se trazaban con el sello del derecho natural no sólo afectaban además a la literatura específica del iusnaturalismo. Resultaba igualmente determinante en el proceso de recepción de la historiografía que desde mediados del Seiscientos venía figurando al interés de los estados como el soberano efectivo de un orden político global. Durante décadas la cultura hispana no había mostrado ninguna porosidad frente a esa literatura y su entendimiento del interés de los estados como principio político infalible por infalsificable. Esa tendencia comenzaba no obstante a invertirse en 1728. Juan Urtassum traduce entonces en México Les intérêts de l’Anglaterre mal entendus dans la guerre présente (1703) de Jean–Claude Dubos. El texto no había merecido mayor atención en su momento de publicación, cuando las inquietudes de la traducción se centraban en piezas que, como El juicio de Europa (Barcelona, Rafael Figueró, 1703), dibujaban el certamen sucesorio hispano como una querella entre la aspiración borbónica a la monarquía universal y la defensa de las libertades a cargo de la Casa de Austria. Con Los intereses de Inglaterra mal entendidos (México, Joseph Bernardo de Hogal, 1728) la Monarquía parecía abrirse a un nuevo registro lingüístico. Pero la posibilidad cierta de naturalización hispana de aquella semántica que formateaba la lógica de las relaciones interestatales con el molde del interés sólo quedaría definida algo después. La traducción en el tránsito entre las décadas de los 30 y los 40 de publicaciones periódicas como el Mercurio histórico y político, y muy especialmente el Estado político de Europa, marcaban la pauta. Y la operación crucial se concretaba en 1746, cuando José Antonio Abreu y Bertodano, tras llevar al castellano en 1741 el Discours sur l’art de negocier de Antoine Pecquet (Arte de negociar con los soberanos, Madrid, Diego Miguel de Peralta, 1741), traducía el Droit public de l’Europe (Derecho público de la Europa fundado en los tratados, Madrid, Viuda de D. M. Peralta, 1746) que Gabriel Bonnot de Mably acababa de publicar en La Haya.

Dispuesto como un fresco que capturaba la compleja y cambiante retícula de intereses que habían infundido los tratados de paz y comercio en la escena europea y colonial desde 1648, aquel Droit public suponía una decidida inmersión en las profundidades de los arcana imperii. Se presentaba desnudamente como un «manual de política», en apariencia ajeno a la variable confesional determinante en la tradición de la política cristiana. Pero la novedad era relativa porque realmente Mably estaba lejos de promover la cancelación de esa tradición. De hecho, en 1748, cuando desde su compromiso con la tolerancia y la libertad religiosa Jean Rousset de Missy tutelaba una nueva edición del Droit public, no dejaba de afear la premeditada omisión por parte de Mably del discurso iusnaturalista de Grocio o Pufendorf.

 

El Petit Concile traducido

Al dibujar aquella cartografía de los intereses de los estados Mably estaba lejos de celebrar el orden fraguado en Utrecht. Su Derecho público era la antítesis de la literatura y la historiografía empeñada en ensalzar los acuerdos de Utrecht como la epifanía de un sistema de estados de signo confederal que, engarzado por tratados, intercambios comerciales y la civilización de la politness y las manners, liquidaba la amenaza histórica de la monarquía universal y las guerras de religión. Una celebración de ese signo llevaba entonces la firma de autores que, con Montesquieu al frente, cursaban el requerimiento de la desnaturalización moral y política de la monarquía de España, alegando su incapacidad para integrarse en el universo civilizado si no acometía un proceso de profunda reconfiguración identitaria (Fernández Albaladejo 2007). Las señales que desde el propio espacio de la traducción venía emitiendo la cultura hispana ante dicho requerimiento no eran sin embargo nada equívocas. De hecho, no había ningún yacimiento textual tan explotado traslaticiamente en la escena de la temprana Ilustración hispana como el dispuesto con las divisas del rigorismo moral y la purificación de las costumbres por el Petit Concile, un cenáculo informal de finales del Seiscientos que albergaba en su seno a figuras como Jacques–Bénigne Bossuet, Fénelon o Claude Fleury.

La recepción de ese laboratorio de un pensamiento social cristiano puede ser desgranada. Cabría significar la fortuna de la sacralización monárquica operada por Bossuet. Su Politique tirée des propres paroles de l’Écriture sainte (1709), se traduce en 1743 (Política deducida de las propias palabras de la Sagrada Escritura, Madrid, Antonio Marín) y se reedita en 1768 y 1789. Podría reseñarse la suerte editorial de su Histoire des variations des églises protestantes (1688), traducida por vez primera en 1737 (Historia de las variaciones de las Iglesias Protestantes, Amberes, A costa de Marcos Miguel Bousquet y Compañía). O podría también singularizarse la suerte editorial de su Discours sur l’histoire universelle (1681) cuya subordinación de la historia secular a la historia eclesiástica remite al modelo forjado por Eusebio de Cesarea, Paulo Orosius u Otto de Freisinga. Traducido en 1728 (Discurso sobre la Historia Universal para explicar la continuidad de la Religión y las mudanzas de los Imperios, Madrid, Viuda de Juan García Infanzón) y reeditado en 1767, 1769 y 1778, la vigencia de ese Discurso adquiere mayor trascendencia por la ausencia de inquietudes traslaticias que esa misma cultura había de mostrar hacia la gran narrativa histórica que, forjada por Gianonne, Voltaire, Hume, Robertson o Gibbon, vendría a separar la historia de Europa de la historia de la cristiandad.

El Petit Concile no operaba, sin embargo, con la unicidad de discurso del Port Royal jansenista. La propia exaltación maximalista del poder real esculpida por Bossuet distaba de ser compartida por quienes, como era el caso de Fénelon o Fleury, desarrollan la idea de una nobleza virtuosa capacitada para la colaboración política con la monarquía. Pero ello no impide que puedan aislarse unas muescas comunes que resultan determinantes en el episodio de su traducción y recepción hispana: por un lado, la impronta galicana del conjunto de textos emanados de aquel cenáculo y que había de resultar tan atractiva para un pensamiento regalista hispano reactivado en las primeras décadas del Setecientos por figuras como Melchor de Macanaz; y por otro, la voluntad de dispensar una aproximación histórica al cristianismo primitivo, y así recuperarlo como modelo social y político con dimensión de presente, que encuentra su expresión esencial en Les mœurs des Israelites (1681) y Les mœurs des Chretiens (1682) de Fleury, tan ensalzadas por Bossuet como influyentes en Fénelon.

Esas Mœurs fueron traducidas en primer lugar por Jean–Baptiste de Barry en 1734 (Costumbres de los Israelitas, París, P. Witte) y 1738 (Costumbres de los Israelitas y de los Christianos, París, P. Witte). Y también por Manuel Martínez Pingarrón, en 1737 (Las costumbres de los israelitas, Madrid, Juan de Zúñiga), a instancias y con prólogo de Gregorio Mayans, que había reeditado la traducción de Juan Interián de Ayala del Catecismo histórico (Valencia, Josef García, 1728) del propio Fleury, mientas Blas Nasarre llevaba al castellano sus Instituciones del derecho eclesiástico (Madrid, Antonio Marín, 1730). Traducir ambas piezas puede parecer una opción de implicación política menor. Resucitar la imagen del «modo de vivir de los pueblos más sabios y mejores que ha tenido el mundo», en palabras de Mayans, suponía no obstante adoptar un modelo muy preciso de austeridad y agrarismo cristiano. Permitía ante todo fortalecer la resistencia de una cultura católica a asumir la antropología de contornos individualistas y la renovada percepción de nociones como el self–interest que iba perfilándose al compás de la consolidación de la idea, formulada ya por Pufendorf, de un proceso civilizatorio cuyo superior estadio correspondería al desarrollo del comercio. Como se ocupaba de precisar el propio Fleury, las Costumbres eran un observatorio «en el que podemos aprender no solamente la filosofía moral, sino también la economía y la política» (Fleury 1737: 1).

Antes de concretarse esa traducción el planteamiento de Fleury ya había presentado además sus credenciales en lengua castellana. Por un lado, con la traducción de su Tratado de la elección y método de los estudios (Madrid, Francisco del Hierro, 1717) que definía la educación, no como una acumulación de saberes, sino como una propedéutica moral para una vida virtuosa. Y por otro, de forma indirecta, de la mano de las Aventures de Télémaque (1699) de Fénelon que tanto le debían y que habían de encumbrarse junto al Quijote hasta el altar de las obras más leídas del Setecientos hispano. Publicada por vez primera en castellano anónimamente en Amberes en 1712 bajo el sello de Enrico y Cornelio Verdussen, las Aventures eran una odisea de iniciación política compuesta por Fénelon, en cuanto tutor del duque de Borgoña, que identificaba en el despotismo y el lujo los males principales que precipitaban la decadencia y ruina de las entidades políticas (Iñurritegui 2019). Carente de paratextos que especificasen su intencionalidad, no es posible saber si al traducir las Aventuras el anónimo traductor hacía suya la lectura que venían recibiendo las mismas como una enmienda a la totalidad de la política de Luis XIV. La ausencia de una relación unívoca entre la figura y el signo era en realidad unos de los rasgos del formato literario empleado por Fénelon para llevar su mensaje político a una infinidad de lectores. No se trataba tanto de brindar un conocimiento sobre la moralidad política sino de inducir a construirlo. Pero es fácil constatar que la traducción se mantenía respetuosa con los reparos frente al comercio, el repudio del lujo y la reivindicación de una política virtuosa de honda huella cristiana que desfilaban por el texto de Fénelon.

La cadena iba por lo demás enriqueciéndose material y argumentativamente. Si el rastro de las Mœurs de Fleury es evidente en las Aventures de Fénelon, la huella de esas Aventuras se hacía notar en la Nueva Cyropedia o Viajes de Cyro de Andrew Ramsay traducidas por Francisco Savila (Barcelona, Imprenta de los Herederos de J. Pablo y M. Martí, 1738). Albacea de la herencia intelectual de Fénelon, y continuador en su estrategia de emplear la épica en prosa como formato literario para llevar a un público ajeno a lenguajes especializados sus contenidos políticos, Ramsey era más matizado en su desconfianza hacia el comercio. Desde los aledaños del propio Petit Concile se podía arrastrar de todos modos alguna pieza de aplicación aún más directa a la reflexión sobre la necesaria regeneración de la comprensión comercial de la monarquía. Tal era el caso del Comercio de Holanda o el gran tesoro historial y político del floreciente comercio que los holandeses tienen en todos los estados de Pierre–Daniel Huet que traducía Francisco Xavier de Goyeneche en 1717 (Madrid, Imprenta Real). Y así aquel cenáculo –y sus epígonos– terminaba erigiéndose en un poderoso nutriente capacitado para enriquecer el depósito moral y político con el que afrontar la crisis de identidad que podía precipitar una narrativa europea que, en su división tripartita entre civilización de la Antigüedad, milenio de cristiandad bárbara y advenimiento final de una modernidad liberal e ilustrada, asignaba a la Monarquía el papel ejemplarizante de la pervivencia de la barbarie y el fanatismo. No se trataba además de incorporar un lenguaje extraño, sino de explotar su compatibilidad. La naturalidad de su traducción era justamente lo que quedaba de manifiesto en el despliegue de Gregorio Mayans en la década de los treinta (Mestre 1998). Alguien tan comprometido con la regeneración y ubicación a la altura de los tiempos del patrimonio cultural propio procedía entonces a aunar la edición de la Libertad cristiana de Benito Arias Montano, traducida por Pedro de Valencia, con la reedición el Catecismo de Fleury, mientras auspiciaba la traducción de las Costumbres a cargo de Martínez Pingarrón y emprendía, en estricta coherencia con ello, la traducción que no concluiría de la Filosofía moral (1737) de Ludovico Muratori.

 

Adaptaciones e hibridaciones

Ese apego al Petit Concile no fue efímero. Las traducciones de las Aventures y las Mœurs se reeditan en numerosas ocasiones. A ellas se van sumando nuevas traducciones, como las de las Aventures en 1797–1798 (Madrid, Imprenta Real) por José de Covarrubias, y de otros de sus textos, como el Diálogo entre los muertos antiguos y modernos del propio Fénelon (Madrid, Antonio Muñoz del Valle, 1759). Cabrá también entonces retomar el testigo de otro de los miembros de grupo, en este caso La Bruyère, y traducir los Caracteres morales de Teofastro de Duclos (Madrid, Miguel Escribano, 1787) frente a quienes se alzaban «contra la moralidad de Bossuet, Fleury y Muratori». Pero ello no significa que el contexto de reedición de esos textos fuera el mismo que el de su inicial traducción.

Por un lado, porque desde la década de los sesenta Fleury –con la traducción de su Discurso sobre la historia de la Iglesia (Madrid, Imprenta Real, 1787)– y Bossuet –del que se acaba de traducir la Exposición de la doctrina de la Iglesia Católica sobre los puntos de controversia (Madrid, Herederos de Agustín de Gordejuela, 1755) y del que se traduce entonces la Defensa de la declaración de la Asamblea del clero de Francia de 1682 (Madrid, Pedro Marín, 1771)– se convierten en referenciales para quienes, como Campomanes, promovían un replanteamiento de la estructura interna de la Iglesia y de la forma en la que debía insertarse en los entramados políticos del mundo católico. Y por otro, porque la causa del príncipe virtuoso y la moralidad política a la que servían con tanto éxito con piezas como Las Aventuras de Telémaco entrañaba un posicionamiento en debates centrales de la Ilustración, como el motivado por el lujo, o el del influjo positivo del amor propio sobre la sociabilidad, que encuentran entonces poderosos contrapuntos también por vía de la traducción (Viejo 2018). Los Political Discourses de David Hume traducidos –a partir de la edición francesa– en 1789 (Discursos políticos del señor David Hume, caballero escocés, Madrid, Imprenta de González) y los Ensayos de moral de Pierre Nicole que traduce Francisco Antonio de Escartín (Madrid, Imprenta Real, 1800) rinden buena cuenta de ello. Y lo mismo puede decirse del ejercicio de traslación del Essai sur le commerce de Jean–François Melon (1734) a cargo de Lorenzo Normante (Espíritu del señor Melón en su Ensayo político sobre el comercio, Zaragoza, Blas Miedes, 1786), llamado a restaurar la argumentación de un autor desfigurado en esa materia por la traducción parcial y plagiaria de Teodoro Ventura Argumosa Gándara en su Erudición política (Madrid, 1743).

En ese contexto, seguir manteniendo vivo textualmente al Petit Concile podía servir tanto a la reflexión sobre la ubicación de la corporación eclesiástica en la república civil como para mantener el vigor de una visión del funcionamiento de la sociedad y la modulación cultural de la conducta humana que se veía amenazada ante la posible asimilación de autores como Hume, Nicole o Melon. De la misma forma, reeditar en 1784 (Madrid, Imprenta del Consejo de Indias), 1799 (Madrid, Imprenta Real) y 1805 (Madrid, Imprenta Real) la Nueva Cyropedia de Ramsay, donde se predicaba que la felicidad de los estados dependía de la sabiduría no de las leyes sino de los reyes, era un marcador de la dificultad que para su arraigo en el terreno cultural hispano venía teniendo la investigación sobre las formas de gobierno y sobre la naturaleza y los principios de las leyes llamada desde su publicación en 1748 a erigirse en el nuevo alfabeto del pensamiento político europeo: el De l’esprit des lois de Montesquieu. Su búsqueda de un sistema capaz de conjugar la monarquía y la libertad política se conocería pronto en España. E incluso tempranamente se ensayaría una traducción bajo el título de Alma de las leyes (Clavero 1985). Pero ni esa tentativa ni ninguna otra llegarían a consumarse a lo largo del XVIII. Y esa excepcionalidad en el mapa de recepción europea del texto de Montesquieu es igualmente un retrato del acotado terreno en el que habrían de moverse quienes durante la segunda mitad del siglo procuraron erosionar el entendimiento de la exclusividad política del príncipe y promover paralelamente la actividad política de los ciudadanos.

No es además una cuestión esencialmente de censura sino más propiamente de cultura la que explica que en la católica monarquía hispana donde no cabía recepción pacífica para el Esprit se pudieran por el contrario publicar en 1787 (Madrid, Imprenta de González) las Observaciones sobre el espíritu de las leyes del jesuita Joseph De la Porte traducidas por José Garriga. En un medio reacio a la traducción de un texto que contraponía el despotismo y los sistemas políticos con poderes intermedios y leyes fundamentales lo que se traducía era otro texto concebido y encaminado a desactivar sus efectos políticos (Portillo Valdés 2000). Es una muesca extrema, pero ilustrativa, de la inestabilidad con la que la trinidad de la lectura, la traducción y la recepción de las obras referenciales de la IIustración conservadora se conjugó en una escena hispana en la que se tanteaba la posibilidad de un nuevo orden político y civil a partir de la controlada desvinculación del hombre de un orden trascendente y el correlativo reconocimiento de su capacitación política como ciudadano. Con la mirada puesta particularmente en Escocia y Nápoles, algunos de los textos capitales de esa ilustración conservadora llegarían ciertamente a traducirse. Pero incluso en la mayoría de esos casos la traducción no suponía la aceptación plena de su lenguaje y su forma de razonar.

Podía así suceder que, en 1794, al presentar su traducción de An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations de Adam Smith, Lorenzo Ortiz desgranase con naturalidad su agresiva intervención sobre el texto original (Investigación de la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones, Valladolid, Viuda e Hijos de Santander). Lejos siempre de nuestra comprensión presente de la autoría, Ortiz decía despojarlo tanto de sus reflexiones «puramente políticas», referidas a cualidades y obligaciones de soberanos y vasallos, como de sus análisis sobre las diferentes especies de gobierno, absteniéndose así de toda incursión en las «disputas sobre la suprema potestad». Al traducir lo aceptable y dejar de traducir lo que entendía inaceptable, Ortiz podía además no ser la excepción sino la norma en la traducción de ese género de obras que así quedaban despojadas de la simiente que podían albergar para la relectura política de una monarquía que se entendía constitutivamente católica. Traducir a Hume tampoco equivalía entonces a asumir su combinación entre monarquía absoluta y libertad constitucional. Al convertirse en Discursos políticos, desaparecían varias piezas de sus Political Discourses, entre las que se encontraba la referida a la consideración de una república perfecta (Idea of a perfect Commonwealth).

La cuestión no era de ceguera cultural ante la profunda revisión tanto de la jerarquía de los saberes exigidos a príncipes y ministros como de los fundamentos epistemológicos de la política que derivaban del asentamiento del comercio en el eje de la teoría política. Plumard de Dangeu, Accarias de Serionne o Grenville, forman parte del rosario de autores entregados al cultivo de la naciente disciplina de la economía política cuya traducción cubre las décadas finales del siglo y que conforman el principal afluente de la reflexión constitucional (Astigarraga 2017). Y si en 1767 (Madrid, Gabriel Ramírez) se traducía el primer volumen de las influyentes Instituciones políticas del barón de Bielfeld, en 1784 se publican en Barcelona (por Emilia Piferrer) los Elementos generales de policía de Johann Heinrich Gottlob von Justi, textos ambos llamados a referenciar una ciencia de la policía. Tras definirla como «executriz de la política», Antonio Francisco Puig, traductor de Justi, se ocupaba de engranarla con una «felicidad pública» a la que procuraba dar forma y contenido Pascual Aubuxech –traductor también del Curso completo de erudición universal (Madrid, Viuda de Ibarra, 1804) de Bielfeld– al llevar al castellano en 1790 el Della pubblica felicità de Muratori (La pública felicidad, objeto de los buenos Príncipes, Madrid, Imprenta Real). No era por tanto un universo cultural enrocado y autárquico. Desde 1774 circula en castellano en traducción de José Antonio de las Casas el Dei delitti e delle pene de Cesare Beccaria (Tratado de los delitos y las penas, Madrid, Joaquín Ibarra), con su idea de una justicia regida por un principio de legalidad. Pero cuando Valentín de Foronda procedía a traducir sin adaptación y filtrado los capítulos de las Instituciones de Bielfeld dedicados a la «descripción en que se hallan los reynos de España y Portugal» (Instituciones políticas, obra en que se trata de los reynos de Portugal y España, Burdeos, Francisco Mor, 1781) recibía el reproche y la denuncia en nombre de la religión y la política católica por quien se venía ocupando de la traducción de las mismas, Domingo de la Torre y Mollinedo. Y cuando Diego de Marcoleta traducía Los intereses de Francia mal entendidos (Madrid, Blas Román, 1772) de Ange Goudar no dudaba al eliminar todas sus referencias a la tolerancia y la libertad de conciencia.

Se hacía notar en todo ello el modus operandi que a esas alturas proponía Tomás de Iriarte al resucitar una antigua iniciativa de creación de una Academia de traducción (Álvarez Barrientos 1994). Iriarte era tan intransigente con la delicadeza en el uso de la lengua que había de requerirse a los traductores como abierto a su sistemática intervención sobre los contenidos. Resultaba así posible que la propia adaptación, su gradación y profundidad, pudiera ser motivo de análisis y polémica. Y de hecho una Impugnación (1773) atribuida a Pedro Rodríguez de Campomanes, y que censuraba la traducción de Les intêréts des nations de l’Europe développés relativement au Commerce (1766) de Jacques Accarias de Serionne a cargo de Diego de Marcoleta (Historia y descripción general de los intereses de comercio de todas las naciones de Europa en las quatro partes del Mundo, Madrid, Miguel Escribano, 1772–1774), lo que impugnaba era el mal desempeño del traductor en su labor de adaptación, de intervención sobre los fragmentos que entendía distorsionaban la historia civil y política de la monarquía y negaban las capacidades reflexivas propias para la detección de sus verdaderos intereses (Astigarraga 2017). Había por lo demás límites mayores, enmiendas a la totalidad que se plasmaban en traducciones no natas, como la del volumen dedicado a la economía política de la Enciclopedia metódica que comenzaba a traducirse en 1788 (Madrid, Antonio de Sancha). Con voces como la dedicada al despotismo, que proyectaban una nueva concepción de la constitución y de los sujetos que debían intervenir en ella, su traducción fue favorablemente informada por Jovellanos. Pero no se materializaría. Se marcaba así la distancia entre recurrir y entender la traducción como estímulo de reactivación de potencialidades propias o emplearla como detonador de un replanteamiento constitucional en el que se pudieran vislumbrar concepciones morales y principios jurídicos que situaran al individuo como elemento central de la política.

 

Trazas de una cultura del constitucionalismo

En ese sentido cabía además que las traducciones aparentemente menos receptivas fueran en realidad las más decididas en la diseminación de referentes con los que enriquecer la cultura del constitucionalismo. Era el caso de la traducción y adaptación por parte del duque de Almodóvar de la Histoire Philosophique et Politique des Établissemens et du Commerce des Europeéns dans les deux Indes de Guillaume–Thomas Raynal (Historia política de los establecimientos ultramarinos de las naciones europeas, Madrid, Antonia de Sancha, 1785). En su seno Almodóvar traducía de forma encubierta y como instrucción constitucional fragmentos de William Blackstone y Jean–Louis De Lolme dedicados a unas libertades individuales (Vallejo 2000). El saber que así podía adquirirse y emplearse para confrontarlo con la realidad constitucional propia requería por tanto estrategias expositivas más indirectas que las necesarias para traducirse la Ciudad de Dios de san Agustín (Madrid, Imprenta Real, 1793) o un Discurso sobre la verdadera libertad natural y civil del hombre (Madrid, Imprenta de la Administración de la Rifa del R. E. M. P., 1798) que insistía en bloquear la consideración de un derecho sencillamente humano (Sánchez Blanco 2014). La discreción de Almodóvar al adaptar el texto de Raynal era su acomodación a un medio cultural que todavía en 1807 censuraba inquisitorialmente la Constitution d’Anglaterre de De Lolme bajo el marbete de antimonárquica (Clavero 1992). Se impedía con ello que la traducción del primer manual de derecho constitucional legible en castellano pudiera sustanciarse hasta finales de 1812 (Constitución de Inglaterra o descripción del gobierno inglés, Oviedo, Oficina de Pedregal).

Sólo ese mismo año se publicaba también la traducción de los Derechos y deberes del ciudadano de Mably (Cádiz, Imprenta Tormentaria, 1812). En las décadas finales del siglo Mably se había convertido en una lectura predilecta de los ambientes intelectuales empeñados en la figuración de un ideal que conciliase catolicidad y ciudadanía. La traducción de sus Entretenimientos de Phocion en 1771 (Madrid, Joaquín Ibarra) y 1788 (Madrid, Ignacio Aguayo) y sus Elementos de moral (Valladolid, 1798) son la muesca visible de esa cálida acogida entre quienes, empuñando la divisa de una ciudadanía católica, promovían la reinterpretación de la figuración sociológica y la concepción antropológica apolítica propia del imaginario hispano. Pero incluso un itinerario de traducción tan profundo como el suyo no quedó al margen de los cambiantes avatares de la recepción. De ahí que la traducción de sus Derechos y deberes no llegase a la imprenta hasta 1812. Su audaz trenzado de la censura de la modernidad comercial con el apego a los códigos morales católicos bajo la clave de bóveda de la virtud republicana excedía el umbral de recepción con el que terminó tejiéndose la cultura del constitucionalismo hispano. Eran las luces y las sombras de una política de la traducción que, obviamente, se haría notar en la primacía que la nación católica tendría frente al individuo en la Constitución aprobada en Cádiz en marzo de ese año.

 

Conclusiones

La práctica de la traducción aportó algunos nutrientes esenciales a la consideración de la política en el Setecientos hispano. La traducción sistemática y la recepción profunda de los autores inspirados en la filosofía moral y las prácticas literarias del Petit Concile ilustra bien que la mayoría de esos nutrientes procedieron de lenguajes compatibles y homologables con la cultura propia. Siendo mayoritarios, no fueron sin embargo los únicos. Otros, y en especial los sedimentados con la traducción de textos de la denominada ilustración conservadora y de la naciente economía política, respondieron a estímulos e inquietudes intelectuales mucho menos complacientes con los supuestos tradicionales de la antropología social y política católica. Pero lo que no se llegó a plantear, ni siquiera como posibilidad, fue una política de traducción del linaje de textos del iusnaturalismo moderno que innovaban radicalmente el entendimiento de la sociabilidad política y la libertad. Que el cultivo de la materia política desde la traducción resultase intensivo no significa por tanto que entonces desaparecieran las capacidades reflexivas que guiaban a una cultura en el delicado trazado de la frontera entre los lenguajes políticos traducibles y los intraducibles. En ese sentido, el cultivo de la política con el utillaje específico de la traducción más que intensivo resultó ser selectivamente intensivo. Y a ello obedecen algunos perfiles definitorios y determinantes de la fragua de la cultura del constitucionalismo hispano.

 

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