Bertomeu 2

La traducción de las ciencias físicoquímicas en los siglos XX y XXI

José Ramón Bertomeu Sánchez (Universitat de València–Institut Interuniversitari López Piñero)

 

Introducción

El siglo XX fue un período de extraordinarias transformaciones para la ciencia. Sin intención de repasar todas, resulta obvio mencionar las revoluciones introducidas por la mecánica cuántica y la relatividad a principio de siglo, la biología molecular a mediados, la nanotecnología y la biotecnología en las últimas décadas. Las fronteras disciplinares fueron cambiantes, tanto por la aparición de estas nuevas especialidades como por la interacción más intensa entre áreas y proyectos de marcado carácter pluridisciplinar, con fuertes conexiones con las matemáticas, la ingeniería o la medicina. También se produjo un cambio de escala en la producción de ciencia, con mayores recursos materiales, equipos pluridisciplinares más numerosos y un incremento exponencial de las publicaciones. Se produjo así la aparición de un amplio abanico de culturas visuales y materiales, la circulación de imágenes, técnicas e instrumentos dentro y fuera del mundo académico, y la irrupción de contenidos de ciencia en diversos niveles educativos, todo lo cual supuso cambiantes interacciones entre los estados, el mundo académico y la industria (Kragh 2007, Pestre 2008, Agar 2012, Brush & Segal 2015).

En el caso de España, las transformaciones de la ciencia fueron también importantes. El primer tercio del siglo estuvo marcado por un fuerte desarrollo impulsado por nuevas instalaciones en universidades y otros centros de investigación. El personal investigador experimentó un crecimiento notable y se dio una importante incorporación de mujeres en diversas tareas de investigación. Otro ingrediente central de estos cambios fueron los viajes promovidos por la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE), muchos de ellos dirigidos a Inglaterra, Francia o Europa Central, que crearon nuevas conexiones con la ciencia internacional y, como se verá, dieron lugar a numerosas traducciones (Sánchez Ron 1999; 2020). Muchos desarrollos fueron truncados por el golpe de estado militar de 1936 y la represión posterior de la dictadura franquista que obligó al exilio de una parte sustancial de la comunidad científica. La depuración fue especialmente importante en la Universidad y en la JAE, sobre cuyos edificios se construyó una nueva institución, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, controlada por académicos afines a la dictadura (Giral 1994, Claret 2006, Otero 2006, Cuesta 2009, Canales & Gómez–Rodríguez 2017). De este modo, mientras las depuraciones hacían desaparecer líneas de investigación y grupos enteros de trabajo, se abrieron espacios para el ascenso de una nueva comunidad científica afecta al régimen, que controló la vida académica en las décadas posteriores.

Muchos estudios de los últimos años han mostrado una gran variedad de actividades relacionadas con la ciencia y la tecnología durante los años de la dictadura franquista, en muchos casos en fuerte conexión con las cambiantes políticas del régimen, todo lo cual ha abierto nuevas perspectivas de análisis (Herran & Roqué 2012, González Bueno & Baratas Díaz 2013 y 2019, Camprubí 2017, Nieto–Galan 2019). Como es lógico, la investigación histórica acerca del último tercio del siglo XX es todavía escasa, sin apenas visiones de conjunto que permitan contrarrestar la fuerte propaganda desarrollada en esos años. Por ello, todavía resulta dominante un relato de modernización basado en la ciencia y en la tecnología, con el que se pudo establecer en los años 80 una supuesta ruptura con el legado incómodo del franquismo académico. Son todavía necesarios estudios para entender esta retórica en el contexto de continuidades y rupturas con la ciencia de la dictadura y con la aparición de nuevos modelos económicos y de gestión, con una gran cantidad de desequilibrios y carencias que se han hecho visibles en las primeras décadas del siglo XXI (Otero 2017, Delgado & López 2019).

Las breves notas anteriores indican el reto que significa elaborar un panorama general de la traducción de las ciencias fisicoquímicas en España durante el siglo XX. Los datos disponibles indican que fue una tarea amplia y variada, en la que participaron figuras de primera fila, y que produjo repercusiones de gran calado. Por ello, resulta paradójica la escasez de estudios en comparación con períodos anteriores en los que hubo muchas menos traducciones. Esta carencia también se observa en buena parte de las investigaciones realizadas a nivel internacional, donde resulta complicado encontrar trabajos generales de historia de la traducción científica durante el siglo XX, lo que se refleja también en su escasa presencia en las revisiones de conjunto acerca del lenguaje de la ciencia (Gutiérrez Rodilla 1998, García & Bertomeu 1999, Montgomery 2000, Duris 2008). Es poco habitual encontrar trabajos dedicados al siglo XX en proyectos colectivos dedicados a la historia de la traducción científica como, por ejemplo, números especiales de revistas (Dietz 2016, Dupré 2018) y volúmenes colectivos (MacLeod, Sumillera & Surman 2016, Manning & Owen 2018, Arredondo & Bauer 2019). Una situación semejante se produce en los trabajos acerca de la traducción no literaria surgida desde Facultades de Filología y de los Estudios de traducción (Olohan & Salama–Carr 2011, Pinilla & Lépinette 2021). Tal y como señalan diversos autores, el avance de la investigación producirá resultados beneficiosos «en la medida en que la colaboración entre los diversos grupos de especialistas se incremente» (Gutiérrez & Garriga 2019). Aunque lenta, esta parece ser la tónica de las últimas décadas con la creación de grupos como Histradcyt, dedicados a la historia de la traducción científica, redes interdisciplinares como Lengua y Ciencia o centros como el Instituto Interuniversitario López Piñero, donde conviven especialistas de diversas áreas y universidades.

El trabajo de Michael Gordin, Scientific Babel, centrado en las lenguas de la ciencia del siglo XX, ofrece muchos apuntes útiles, pero su perspectiva casi exclusivamente norteamericana, hace inviable su aplicación al caso estudiado (Gordin 2015). Más interesante resulta su reciente estudio sobre el carácter plurilingüe de la comunidad científica en la Viena de principios de siglo, una situación extensible a otros territorios, incluso varias décadas después de la II Guerra Mundial (Gordin 2020). La gran diversidad de situaciones no puede entenderse mediante extrapolaciones basadas en países como Estados Unidos, cuya lengua mayoritaria coincide con el idioma global. Por ello, muchas obras de historia de la ciencia en el siglo XX, realizadas bajo esta corta mirada, apenas mencionan las tareas de traducción. Incluso en un reciente y grueso volumen dedicado supuestamente a aspectos transnacionales, solo unas pocas páginas abordan la traducción, un tema que no goza de apartado específico, ni información relevante en la mayor parte de capítulos (Slotten, Numbers & Livingstone 2020).

Ante la compleja vastedad del problema y la insuficiente investigación histórica al respecto, mi objetivo es esbozar un panorama general mediante ejemplos basados en estudios ya publicados y primeros análisis de algunas fuentes. Se ofrecen pistas para un retrato colectivo de autores, editores y traductores, así como de los géneros de literatura científica implicados, dentro de los cambiantes marcos sociales y culturales que condicionaron fuertemente las prácticas de traducción. Tras un primer repaso por los problemas terminológicos y las principales lenguas implicadas, la parte final del trabajo se articula en una secuencia cronológica con ejemplos de traducciones y sus protagonistas, todo ello en forma de consideraciones provisionales que espero sirvan para alentar futuros trabajos. En la bibliografía final se ofrece una selección de estudios que podrían orientar esas futuras investigaciones, así como ejemplos de las principales traducciones. 1

 

Retos terminológicos en la Big Science

Tal y como se ha dicho, un rasgo característico del siglo XX fue el crecimiento exponencial de las publicaciones científicas, una tendencia observada desde los servicios de documentación científica, pero popularizada en el famoso libro de Derek Solla Price, Big Science, Little Science (Price 1971). Este crecimiento ha afectado de diverso modo a las disciplinas. Ha sido más fuerte en áreas como la química que, desde el siglo XIX, contaba con repertorios como Chemisches Zentrablatt para abordar el problema. En el siglo siguiente el repertorio más famoso fue Chemical Abstracts que comenzó en la primera década recogiendo unos 12.000 resúmenes de artículos, casi la mitad de ellos publicados en revistas alemanas. Bajo la dirección de Evan J. Crane, el repertorio alcanzó un millón de referencias antes de la II Guerra Mundial y siguió creciendo en las décadas siguientes, cuando se amplió el equipo de trabajo, las primeras computadoras reemplazaron a los ficheros y se creó el sistema de identificación numérico (CAS Registry Number) para evitar los problemas terminológicos. A principios del siglo XXI recogía más de 23 millones de referencias a trabajos publicados en temas relacionados con la química, incluyendo aspectos relacionados con la biología (4,8 millones de referencias), la ingeniería (8 millones), química general (5,9 millones), ciencia de materiales (2,2 millones), medicina y ciencias relacionadas (4 millones) o física (5,2 millones). Sólo el apartado destinado al estudio de los polímeros contenía 3,6 millones de referencias. En 2014, el número de referencias se había casi duplicado hasta alcanzar más de 38 millones. Estas referencias procedían de patentes y de artículos publicados en algo más de 50.000 revistas, de las cuales 10.000 estaban activas en 2014.

Este breve repaso indica que toda esta ingente literatura incluye dos grandes grupos de obras: los artículos científicos, que raramente se tradujeron, y las patentes, con sus peculiares problemas de traducción por la mezcla de aspectos jurídicos, científicos y tecnológicos (Claros Díaz 2010). También se publicaron una gran cantidad de libros en forma de manuales, diccionarios, guías de laboratorio, cuadernos de trabajo, monografías especializadas, aunque su volumen es pequeño comparado con los dos anteriores grupos. Todos estos géneros de literatura científica implican diversas prácticas de traducción, que han dejado mayor o menor huella en los archivos y bibliotecas. El acceso a archivos gubernamentales y a fondos privados de las editoriales es clave para entender estas prácticas, tanto sus aspectos económicos como la diversidad de criterios de selección, el proceso de traducción, los protagonistas implicados, los mecanismos de control, censura y comercialización, los intereses de los públicos destinatarios y las prácticas de lectura, entre otros muchos aspectos necesarios para obtener una idea cabal del problema (García Naharro 2019).

Otro de los aspectos clave en la traducción de obras científicas fue la terminología, sobre todo en áreas como la química, donde las nuevas expresiones crecieron de forma exponencial, hasta alcanzar valores desorbitantes. Las bases generales de la terminología química fueron establecidas en el siglo XIX, tanto en los productos inorgánicos como orgánicos, pero la explosión de nuevos productos del siglo siguiente hizo que estas normas fueran insuficientes. Se pasó de unos cientos de miles de compuestos al comenzar el siglo hasta más de veinte millones a finales del mismo, una cifra que no ha dejado crecer hasta superar los cien millones en junio de 2015, todo ello según los datos ofrecidos por el repertorio de Chemical Abstracts.2

La gestión de los nombres de las sustancias químicas supuso un reto enorme que se tradujo en una gran cantidad de iniciativas que perduran hasta la actualidad. Desde principios del siglo XX, se encargó de esta tarea la Comisión Internacional de Química Pura y Aplicada (IUPAC), la cual estableció grupos especializados para la revisión de las normas y la preparación de nuevos criterios (Fennell 1994, Tiggelen 2019) En la segunda mitad del siglo XX, estas normas fueron agrupadas en libros («Color Books») que abordan, además de la nomenclatura orgánica e inorgánica, la terminología de polímeros, la de la bioquímica y la química analítica, las magnitudes, etc. (Hepler–Smith 2015a y b, IUPAC 2003). Algunos de estos fueron traducidos al castellano, por lo general gracias a personas procedentes de las áreas científicas correspondientes, sin apenas intervención de profesionales de la traducción. Son más populares las publicaciones más reducidas destinadas a la enseñanza, con resúmenes didácticos de estas normas dirigidas a los estudiantes, un tipo particular de manuales con numerosas reediciones a lo largo del siglo XX (Romero Landa 1901, Cahn 1963, Peterson 1992 y 1993).

Un ejemplo inicial permitirá presentar cuestiones tratadas más adelante a través de la versión del «Libro rojo» de 2006 de la terminología inorgánica, cuyos traductores han ofrecido una detallada descripción de su labor, lo que es una fuente de información poco habitual para otras traducciones. Como principales herramientas de consulta, emplearon la edición anterior de 1990 de este libro, que había sido traducida en 2001. También se apoyaron en los diccionarios de la Real Academia Española y en el de la Real Academia de Ciencias Físicas y Naturales. Encontraron muchas dificultades para establecer la «traducción más apropiada de términos ingleses» y «adaptar otros para su introducción en castellano». Como en otros casos, los constantes cambios terminológicos también afectaron a la traducción. Se emplearon inicialmente las versiones inglesas avanzadas en la página web de la IUPAC pero, cuando se publicó finalmente el volumen en inglés, su editor, Neil G. Connelly informó de los cambios sustanciales de la edición impresa y fue necesario revisar sustancialmente la traducción. Por lo que respecta al proceso, uno de los autores de la versión castellana «traducía directamente del inglés» y mantenía la maquetación de la obra original, para aprovechar esquemas y figuras. El segundo traductor corregía el estilo de los textos, que luego se revisaba conjuntamente. Al parecer se consultó a diversos especialistas, pero la traducción avanzó con celeridad y, en pocos meses, la versión castellana estaba lista para ser publicada, de modo que sus autores pudieron vanagloriarse de haber realizado la primera traducción mundial del original inglés. Según indican los propios traductores, la publicación de la versión castellana fue espoleada por una controversia previa en torno a los nombres del «wolframio» y «tungsteno», en la cual participó uno de los traductores. La traducción pretendía vindicar la gloria correspondiente a descubridores españoles en la tabla periódica, tal y como queda explícito en la portada con la presencia de imágenes de los hermanos Juan José y Fausto de Elhuyar en sellos conmemorativos (Ciriano & Román 2008).

El ejemplo muestra la distancia entre los retos para la traducción de obras científicas y los variopintos propósitos que guiaron estas tareas en el siglo XX, desde la exaltación patriótica hasta intereses editoriales y académicos, así como fines pedagógicos y científicos de diverso tipo, todos ellos entremezclados sin solución de continuidad, tal y como se verá en los siguientes casos. Otro problema, como se ha visto, fueron los cambios constantes en normas y términos, así como la variedad de públicos destinatarios y contextos de uso de estas expresiones. Incluso en una subespecialidad como la química inorgánica se produjeron cambios frecuentes dentro de las reglas de nomenclatura, de modo que se plantearon numerosas dudas para acuñar y traducir nuevos términos. Además de la gran cantidad de productos y su diversa naturaleza, otra fuente de complejidad vino dada por sus diversos contextos de uso, tanto dentro como fuera del mundo académico e industrial, cada uno con diferentes requerimientos de lenguaje especializado y problemas de traducción. Un ejemplo es la terminología farmacéutica, conectada con la nomenclatura química y botánica y con la clasificación médica de las enfermedades. Los nombres de los fármacos pueden expresarse según las reglas de la IUPAC o mediante los códigos numéricos del repertorio Chemical Abstracts, pero es más habitual recurrir a los glosarios de términos sugeridos por la Organización Mundial de la Salud, incluso en revistas especializadas. En la vida cotidiana estas expresiones conviven con los diferentes nombres comerciales patentados por la industria. Todo ello favorece la circulación de gran cantidad de sinónimos en distintos ámbitos comunicativos y comerciales (Claros Díaz 2016). Esta diversidad de la terminología farmacéutica se puede observar en muchos otros campos, por ejemplo, en la industria cerámica, cosmética o siderúrgica, donde entremezclan términos químicos de diversa procedencia con expresiones propias de estas áreas (Alsina 2004, Suay & Suay 2020).

Los ejemplos anteriores revelan la complejidad de la tarea de traducción provocada por la gran variedad de textos, autorías y públicos destinatarios en un mundo académico y comercial con fuertes hibridaciones entre áreas disciplinares. Sin salir de una especialidad particular, como la química analítica o la física nuclear, es necesario tener en cuenta la diversidad de textos especializados y obras de enseñanza y divulgación. Los objetivos pedagógicos y divulgativos platean retos terminológicos que pueden ser sustancialmente diferentes a los perseguidos por las grandes bases de datos como Chemical Abstracts o las publicaciones académicas más especializadas. Como se verá, todo apunta a que fue precisamente en el ámbito de la divulgación y la enseñanza donde se produjo el mayor número de traducciones del siglo XX. Muchos profesores–traductores protestaron por la constante revisión de unas normas terminológicas creadas por comisiones de expertos sin representación de docentes y traductores. Modesto Bargalló, autor y traductor de manuales, afirmaba que «una nomenclatura unificada tendría probabilidades de mejor éxito, conforme fuese más extensa su elaboración», esto es, cuanto mayor fuera «el número de naciones, organismos e incluso particulares, que directa o indirectamente hubiesen intervenido en ella» (Moreno 2021).

 

Plurilingüismo e imperialismo

Desde el punto de vista de las lenguas implicadas, las primeras décadas de siglo XX se caracterizan por lo que el historiador Michael Gordin denomina «babel científico», es decir, un plurilingüismo marcado por el peso cambiante de tres lenguas (francés, inglés y alemán), a las que se incorporó una cuarta (ruso) desde mediados del siglo hasta el último tercio, cuando la hegemonía del inglés obscureció progresivamente al resto. En las primeras décadas, las personas que trabajaban en ciencia gestionaban el plurilingüismo mediante diversas estrategias. Una vía que no llegó a cuajar fue el uso de lenguas artificiales como el esperanto o el ido, en cuyo desarrollo colaboraron numerosos científicos de principios de siglo (Gordin 2015). Uno de sus defensores en España, el ingeniero de montes Ricardo Codorníu y Stárico, pensaba que el plurilingüismo consumía más del «treinta por ciento de la vida útil» de los científicos. No podía concebir que una lengua viva como el francés, el alemán o el inglés pudiera erigirse en idioma universal de la ciencia, por lo que defendió la promoción del esperanto a tales efectos. Creía que se ayudaría así tanto a la comunicación entre la comunidad científica como a la circulación de innovaciones para mejorar la agricultura y la industria (Olagüe Ros 2004).

Las ideas de Codorníu fueron compartidas por muchos científicos de su época, pero nunca llegaron a desarrollarse plenamente, por lo que se mantuvieron diversas lenguas con importancias relativas cambiantes. Durante la primera mitad del siglo el predominio del alemán en la producción internacional de ciencias se refleja en una gran cantidad de traducciones de esta lengua al castellano (Castillo Bernal 2019). También hubo muchas traducciones del italiano, del francés y, a partir de mediados del siglo, del ruso y del inglés. Al margen de los ejemplos, es necesario tener en cuenta que muchas obras relevantes nunca fueron traducidas y se manejaron en las lenguas originales. Un ejemplo es el famoso Handbuch der organischen Chemie, editado en 1881 por Friedrich Beilstein en forma de gran tratado de química orgánica. Cuando pasó a manos de la sociedad química alemana (Gesellschaft Deutscher Chemiker) se convirtió en el siglo XX en la principal obra de referencia para investigaciones de química orgánica. Se publicó en alemán hasta el último tercio del siglo XX, cuando comenzó a editarse en inglés, que acabó siendo la lengua de referencia en su versión electrónica del siglo XXI (Gordin 2005).

Hubo muchos otros textos en alemán que la comunidad científica española empleó sin traducir, por lo que se publicaron diccionarios y glosarios para estudiantes y profesionales de ciencias. Una de ellas, realizada por un profesor de lengua de Barcelona, recordaba que «los químicos españoles» debían aprender «distintos idiomas, y muy principalmente el alemán», dado el gran número de obras relevantes para su profesión sin traducir (Ratti–Kámeke 1923). También es necesario considerar que muchos autores españoles comenzaron a publicar sus trabajos en las lenguas hegemónicas en ciencia, ante la protesta de otros como Pío del Río Ortega que defendieron las publicaciones en castellano: «Se ha puesto de moda entre los jóvenes estudiosos […] la publicación de sus primeros ensayos en idiomas diferentes al nuestro, y en alemán con singular deleite. Las ventajas que con ello alcanzan no son despreciables. […] Frente a todas estas ventajas no existen inconvenientes de índole personal, por lo que se precisa hacer una llamada al interés patriótico» (Cuvi & Acosta 2005).

La convivencia con diversas lenguas propició la aparición de diccionarios plurilingües de francés, alemán, italiano, ruso, etc. Un autor de obras de este tipo, publicados la editorial Rauter en Barcelona, fue José Chabás López, químico e hijo de un célebre médico, que realizó diccionarios bilingües (inglés–español y alemán–español) de términos químicos, farmacéuticos y bioquímicos publicados a mediados de siglo. El siglo XX fue también el momento de la aparición de las formas de traducción automatizada. En Estados Unidos se inició entre 1954 y 1964 un programa pionero para diseñar un ordenador capaz de traducir textos científicos, todo ello impulsado bajo la amenaza de la expansión del ruso en las zonas de influencia soviética (Gordin 2016).

Por esos años, alrededor de 1961, el repertorio Chemical Abstract recogía publicaciones especializadas de algo más de cien revistas españolas, una cantidad semejante a países como Canadá o Suecia, pero mucho menor que otros países del entorno como Italia (367), Francia (393) o Alemania (566), a mucha distancia de los dos grandes grupos publicados en Estados Unidos (1693) y la Unión Soviética (1499). El castellano apenas tenía importancia en este conjunto ya dominado por el inglés, aunque con un porcentaje (alrededor del 45%) muy inferior al que tendría a finales del siglo. En esos años 60, el ruso alcanzó un porcentaje cercano al 20% de los artículos mientras que el alemán, el japonés o el francés eran lenguas cada una de las cuales suponía alrededor del 5% de las publicaciones recogidas en el famoso repertorio de química (Mellon 1965).

En el último tercio del siglo, el porcentaje de publicaciones en inglés resumidas en el Chemical Abstracts pasó a ser del 65% en 1980 (frente a solamente un 18% de la siguiente lengua, el ruso, en plena decadencia) hasta alcanzar valores superiores al 90% a principios del siglo XXI. El predominio del inglés fue avanzando a través de un proceso complejo, donde intervinieron una gran cantidad de cuestiones, tales como el desarrollo de grandes centros de investigación en países de habla inglesa, sobre todo en Estados Unidos, así como la transformación del inglés en una lengua global y su empleo en muchas actividades relacionadas con las comunicaciones o la diplomacia. También se realizaron políticas activas de potenciación de las publicaciones científicas en inglés. Un ejemplo temprano fue el Comité Inter–Americano de Publicación Científica establecido durante la década de 1940, bajo el auspicio del gobierno norteamericano. Su objetivo era promover la publicación en revistas norteamericanas de artículos publicados por autores latinoamericanos, mediante traducciones o asesoría lingüística. Mientras se abrían posibilidades para la comunidad científica de América Latina, el objetivo principal era incrementar la proyección internacional de las revistas científicas estadounidenses (Minor 2016). En 1947, la American Chemical Society, en colaboración con la oficina de asuntos culturales del gobierno norteamericano, creó un comité especial, bajo la dirección de Wallace R. Brode, encargado de sugerir libros de química escritos en inglés para ser traducidos al castellano o portugués, con el fin de ser empleados en la enseñanza en América Latina (Brode 1949). Estos dos ejemplos muestran la variedad de situaciones que propiciaron la hegemonía del inglés en el último tercio del siglo XX.

Frente a la expansión de las lenguas hegemónica, los hablantes de idiomas en retroceso realizaron diversas tareas para preservar y actualizar su terminología relacionada con la ciencia. En el caso del castellano, se creó en 1921 una Junta Nacional de Bibliografía y Tecnología Científica, presidida por el ingeniero Leonardo Torres Quevedo con representantes de países de habla hispana. Se revisaron miles de expresiones, con la idea de publicar un Diccionario tecnológico hispano–americano, del que solamente se publicó un primer volumen. El proyecto permaneció dormido hasta los años 80, cuando la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de España publicó el Vocabulario científico y técnico, un proyecto más modesto y con numerosas deficiencias, que se amplió y reeditó en las décadas siguientes, sin llegar nunca a representar la necesaria herramienta terminológica para las traducciones a un idioma de las dimensiones del español (Cuvi & Acosta 2005). Mientras tanto, desde el ámbito de la documentación, se impulsó en los años 80 la creación de comisiones iberoamericanas de terminología en español como la Red Iberoamericana de Terminología, surgida tras la I Exposición de Terminología Científico–Técnica y de Lingüística Computacional celebrada en Madrid en 1987 (Irazazábal 1994).

También hubo muchos esfuerzos por parte de otras lenguas del estado español para crear una terminología científica y criterios de traducción de las expresiones científicas. Desde principios del siglo XX hubo proyectos para traducir obras de ciencia al catalán. Por ejemplo, el médico Jaume Pi–Sunyer tradujo la más famosa obra de Claude Bernard, una obra reeditada varias veces en castellano (Micó 2012). También se tradujo una parte del Traité élémentaire de chimie de Antoine Lavoisier y, ya en la segunda mitad del siglo, el escritor exiliado en Francia Humbert Pardellans tradujo para Edicions 62, The Evolution of Physics, de Albert Einstein y Leopold Infeld (1967). En el último tercio del siglo XX, el Institut d’Estudis Catalans promovió la colección «Clàssics de la Ciència» destinada a la traducción de textos de Maxwell, Mendeléiev, Bohr, Kepler, Lavoisier, etc., muchos de los cuales aparecieron incluso antes que la versión castellana. También en el último tercio del siglo XX, con la creación de los gobiernos autonómicos y sus departamentos de cultura y educación, se desarrollaron proyectos de terminología en catalán, tales como el TERMCAT, desde el que se publicaron muchos diccionarios, glosarios, bases de datos, etc. Hubo otros proyectos similares en el contexto vasco y gallego (Cabré 1993).

 

Grandes proyectos editoriales en el primer tercio del siglo

En el primer tercio del siglo XX se produjo la traducción de una gran cantidad de obras de ciencias, sobre todo procedentes del alemán, gracias a la labor de un grupo importante de editoriales (Gustavo Gili, Labor, Bailly–Baillière) en colaboración con especialistas de diversos campos de las ciencias: profesores, farmacéuticos, ingenieros e investigadores. Fueron escasos los ejemplos de literatos o profesionales de la traducción en esos años, algunos de los cuales trabajaron de forma habitual para ciertas editoriales. Un ejemplo fue José Ontañón y Valiente, pedagogo y funcionario, que se encargaría posteriormente de dirigir los servicios de traducción al español de la UNESCO tras su exilio en Francia (Vázquez 2015). Durante décadas trabajó en la traducción de obras técnicas y científicas para G. Gili como, por ejemplo, La física y sus aplicaciones (1928) del alemán Leo Graetz (García Naharro 2019).

Estos casos fueron excepcionales porque la traducción fue realizada generalmente por personas con formación en las áreas temáticas de las obras. Un grupo relevante fueron profesores de diversos niveles de enseñanza. Por ejemplo, Modesto Bargalló, profesor de ciencias de la Escuela Normal de Guadalajara, tradujo numerosas obras para G. Gili: los Elementos de Química de Wilhem Ostwald (1917, con tres ediciones hasta 1928), la Química popular de Richard Meyer (1929) y Prácticas de Física de Eilhard Wiedemann y Hermann Ebert (1932). Otro profesor que realizó una importante labor de traducción para la misma editorial fue Josep Estalella i Graells, profesor de física y química en diversos institutos catalanes (Girona, Tarragona, Barcelona). Su traducción más popular fue una adaptación del alemán de manuales de física de Johann Kleiber y Bernharnd Karsten reeditados en 1910, 1923, 1931, 1946, etc. También tradujo del italiano importantes manuales y enciclopedias de química, como los de Héctor Molinari (1914, 1920, etc.), Vittorio Villavecchia (1934) y pequeñas monografías de temas como motores de explosión o jabonería (así, por ejemplo, el de C. Deite y Walter Schrauth en 1923). La editorial Gustavo Gili, fundada en 1902, se especializó en la producción de manuales técnicos y científicos (mecánica, electricidad, construcción, topografía, enfermería, medicina, ganadería, agricultura, etc.), los cuales fueron también comercializados en América Latina (García Naharro 2017 y 2019).

El proyecto más ambicioso de Estalella fue la traducción del alemán de uno de los más importantes tratados del siglo XX de química industrial (Enzyklopädie der technischen Chemie). Fue editado por primera vez por Fritz Ullmann entre 1914 y 1924 en alemán y se transformó en una de referencia que continuó reeditándose hasta el siglo XXI, siendo las últimas ediciones en versión online y en inglés. La primera traducción al castellano, realizada bajo la dirección de Estalella, apareció entre 1931 y 1935 en catorce gruesos volúmenes con gran cantidad de ilustraciones. La obra superaba con creces a la anterior enciclopedia de similares características, A Dictionary of Applied Chemistry, una obra coordinada por el químico inglés Thomas Edward Thorpe, y traducida por la editorial Labor a principios del siglo. La traducción fue encargada a un amplio equipo de ingenieros, farmacéuticos y profesores de universidad y de escuelas de ingeniería industrial de Madrid y Barcelona, entre ellos José Casares, Enrique Moles, Rafael Folch, Enrique Soler, José Mañas y Guillermo Quintanilla. Se vendió por fascículos y también existía la posibilidad de solicitar créditos (Thorpe 1919).

La editorial de G. Gili respondió con la traducción de la mencionada enciclopedia de Ullmann. Fueron siete volúmenes con más de diez mil páginas y tres mil grabados. La coordinación de la traducción corrió a cargo de Estalella que alteró considerablemente la organización de la obra al adoptar una secuenciación temática y no alfabética como en el original alemán. También actualizó los datos estadísticos e incorporó «cuestiones directamente relacionadas con España o los países iberoamericanos». Finalmente, en su nueva organización temática, añadió artículos de la segunda edición alemana en publicación mientras aparecía la traducción al castellano (Ullmann 1931). La traducción tuvo una nueva reedición a mediados del siglo, en la que colaboraron el hijo de Estalella y el ingeniero químico Faustino Cordón Bonet, junto Juan Sancho Gómez, catedrático de química física en la Universidad de Murcia (Ullman 1950). La nueva traducción fue comentada por numerosos químicos de todo el mundo hispanohablante, que enviaron adiciones y revisiones a la editorial, algunas de las cuales fueron incorporadas en forma de apéndices (García Naharro 2017).

Gili editó otras traducciones de obras de autores alemanes, así como también de algunos franceses e italianos, acerca de diversas aplicaciones industriales, tales como la construcción de máquinas, problemas de electricidad, telegrafía y telefonía, electrotecnia, curtidos, textiles, perfumes, tintas, metalurgia, fundición, pirotécnica, etc. Fueron obras muy diferentes, tanto por sus lenguas originales (alemán e italiano, principalmente), como por los contenidos y sus destinatarios, desde diversos manuales de análisis químico, como del ya citado Vittorio Villavechia (1919, 1949) o de Alexander Classen (1922) a grandes tratados de física, como los de Leo Graetz (1928), Oreste Murani (1923–1924) o Gaetano Castelfranchi (1932). También se tradujeron libros más breves, como las nociones de astronomía del popular autor canadiense Simon Newcob (1926) y el pequeño manual de meteorología popular del francés Marcel Coyecque (1928), así como otras como el tratado de galvanotecnia del industrial austríaco Wilhelm Pfanhauser(1926). En esta editorial se publicaron asimismo traducciones realizadas por Enrique Moles, uno de los más relevantes químicos del primer tercio del siglo XX. Además de los manuales de Wilhelm Ostwald (1924) y Werner Mecklenburg (1924), Moles tradujo del alemán tratados de química física de John Eggert (1930), de electroquímica de Erich Müller (1922), de química coloidal de Richard Zsigmondy (1923) y de química estructural de Alfred Stock (1922), es decir, un grupo selecto de obras de los pioneros centroeuropeos de la química del siglo XX, algunos de los cuales obtuvieron el premio Nobel en las décadas siguientes. Su carrera como químico y traductor fue truncada por la represión de la dictadura franquista (Sales & Nieto–Galan 2014).

Otro de los traductores de principios de siglo que padeció la represión franquista, fue Antoni García Banús, profesor de química orgánica en Barcelona, también pensionado por la JAE para realizar estudios en Suiza, lo que le abrió las puertas de investigaciones novedosas en esos años (Nieto–Galan 2004). Antes de exiliarse en Venezuela en la década de 1940, García Banús tradujo del alemán los tratados de química analítica de Hans von Pechmann (1921), química orgánica de Bernhard Bavink (1927) y química inorgánica de Wilhelm F. Ostwald (1927–1928), así como una introducción a la química general de Bavink (1925) dentro de la colección de manuales de Labor, una editorial con la que trabajó en otras ocasiones. Banús colaboró con el farmacéutico José Giral Pereira en la traducción de otra gran enciclopedia de química industrial. Era una obra realizada por un amplio conjunto de químicos alemanes y publicada por entregas por Francisco Seix (Barcelona). Participaron en esta tarea de traducción autores tan destacados como Ricardo Montequi (pensionado por la JAE en París y catedrático de un instituto de Santiago de Compostela), Manuel Corrales Vicente (farmacéutico y también pensionado por la JAE en el Institut Pasteur), Eduardo Hernández Lozano (profesor de ciencias y jefe del laboratorio municipal de Salamanca) y Tomás Batuecas Marugán, profesor del Instituto Nacional de Física y Química y estudiante en la Universidad de Ginebra, donde había conocido y colaborado con Enrique Moles. En definitiva, se trataba de un equipo formado por especialistas con experiencia internacional, muchos de los cuales habían obtenido becas de la JAE para estancias en países centroeuropeos. Al igual que otras similares, la traducción castellana incluyó numerosos suplementos para incorporar novedades durante el proceso de edición (Stohmann, Kerl & Bunte 1925).

Junto con estas publicaciones académicas y grandes enciclopedias se debe considerar la gran cantidad de obras pedagógicas y divulgativas, a las que hay que añadir una cantidad enorme de artículos aparecidos en semanarios y prensa cotidiana. Estos géneros se construyeron en torno a diferentes prácticas de traducción, asociadas con perfiles particulares de traductores, editores, circuitos de comercialización y públicos destinatarios (Pino Romero 2016). La diversidad de situaciones se puede rastrear, por ejemplo, a través de los tamaños de impresión, la extensión de las obras y sus precios. A principios del siglo XX, existían ya numerosas colecciones y enciclopedias dirigidas a un público amplio, muchas de ellas escritas en castellano, aunque también bastantes traducidas (Moreno Villanueva 2017). Así, la Pequeña enciclopedia de Química industrial, en treinta tomos de pequeño formato y con numerosos grabados, que coordinó en francés el ingeniero químico F. Billon durante los primeros años del siglo, fue traducida rápidamente al castellano por Joaquín Olmedilla Puig y publicada por Bailly–Baillière. Se trataba de pequeñas monografías acerca de perfumes, tintes, metales, barnices, alimentos, conservas, curtido, etc. que se vendían a tres pesetas por volumen. La misma editorial también comercializaba en esos años un Manual de química recreativa, escrita en francés por F. Dronne y traducida por el poeta y periodista Marcos Rafael Blanco Belmonte. Esta última costaba unas 10 pesetas, mientras que el Manual teórico–práctico de química fotográfica del químico italiano Rodolfo Namias, aparecido en dos volúmenes, valía casi el doble. Había sido traducido por Rafael Garriga Roca, un ingeniero catalán especializado en técnicas fotográficas que creó una de las primeras industrias relevantes en este campo.

En el catálogo de Bailly–Baillière de los años 1920 figuran también las traducciones de una obra de análisis químico escrita en francés por J. Tarbouriech (1905), de un manual de física médica de Paul Lefert (1899) y de un tratado de análisis de orina de P. Yvon (1911), realizadas por Joaquín Olmedilla, quien venía traduciendo obras de ciencia desde la segunda mitad del siglo XIX.

La importancia de las traducciones queda reflejada en las revisiones bibliográficas de esos años. La Bibliografía de industrias químicas (1920–1940), recopilada por Joaquín Navarro Sagristá, ingeniero de las Papeleras Reunidas de Alcoy, incluye bastantes más traducciones que obras originales en castellano. Figuran no solamente los grandes tratados, enciclopedias y manuales ya mencionados, sino también una guía de Richard Dierbach (1925), el formulario de Wilhelm K. Bersch (1927), los recetarios de G. A. Buchhestier (1926) y Paolo Emilio Alessandri (1929), las tablas de logaritmos de Friedrich W. Küster y Alfred Thiel (1925) y un gran número de pequeñas monografías de temas diversos. Esta bibliografía incluye muchas obras sin traducir en italiano, francés, inglés y alemán que Navarro consideraba esenciales para la investigación o la industria, una prueba de la persistencia del «babel científico», es decir, de un plurilingüismo académico que obligaba a conocer varios idiomas para trabajar en física y química. Navarro pensaba que su recopilación bibliográfica debía alentar «la publicación de libros técnicos españoles» que, según su opinión, «tanto escaseaban», lo que dificultaba «la implantación y perfeccionamiento de estas industrias en España» (Navarro Sagristá 1940).

Muchos autores de obras técnicas aparecidas en el primer tercio del siglo XX fueron también traductores de obras de física y química. En los ejemplos descritos se ha visto que la traducción fue realizada principalmente por un grupo variado de especialistas, desde profesorado universitario y de enseñanza secundaria hasta farmacéuticos e ingenieros, dentro del cual también figuraron mujeres y muchos otros personajes merecedores de estudios más detallados. Los datos disponibles indican que el golpe de estado militar y la represión franquista posterior abrieron una nueva etapa, al conducir al exilio a muchos traductores. Otros, como Tomás Batuecas, colaboraron activamente con el nuevo régimen y participaron en la depuración de algunos de sus compañeros en la Universidad de Santiago (Fraga 2020).

En los primeros años de la dictadura franquista, la relación entre España y los países centroeuropeos, particularmente la Alemania nazi, se intensificó con frecuentes intercambios culturales, viajes y colaboraciones políticas y literarias. Aunque esta relación se enfrió con la derrota alemana, los contactos se mantuvieron en los años posteriores, en parte gracias a químicos como Manuel Lora Tamayo con formación previa en institutos de investigación alemanes. Se fomentaron los intercambios con países centroeuropeos y rompieron así el aislamiento del régimen después de 1945, una labor diplomática crucial para los años de mayor rechazo internacional a la dictadura (Nieto–Galan 2019). Lora Tamayo (1943) realizó también una revisión de la literatura en química orgánica para la revista Bibliografía Hispánica, uno de los escenarios donde se produjo un debate en torno al gran número de traducciones que supuestamente poblaban el mercado editorial y dañaban la pureza del idioma con el que se pretendía realizar la regeneración de España, según repetían autores afectos al régimen franquista en sus primeros años. Se tomaron diversas medidas en este sentido, entre ellas una oficina para controlar las traducciones y un cuerpo de inspectores técnicos de traducción que funcionó durante unos años (Moreno 2020).

Muchas traducciones de las décadas siguientes fueron realizadas por científicos exiliados, como los ya mencionados o por autores como José Giral, que continuaron una labor de traducción de diccionarios de química, como el de Lawrence McKenzie Miall (1943, 1953). Su hijo Francisco Giral continuó su labor como traductor en el exilio mexicano (García Naharro, en prensa). La revista Ciencia, publicada en México entre 1941 y 1975 por científicos exiliados, fue prohibida en España por el régimen franquista. Incluyó artículos traducidos y reseñas de obras de esos años. Otro cambio importante afectó a la lengua original de las traducciones que dejó de ser el alemán y pasó a ser mayoritariamente el inglés a partir de la década de 1950, sin que por ello dejaran traducirse también de otras lenguas como el francés, el italiano y el ruso.

 

Manuales de física y química alrededor de 1950

Para comprender los rasgos que caracterizaban a las traducciones a mediados del siglo XX parece interesante analizar las circunstancias que rodearon la traducción de dos influyentes manuales de química de esos años, los realizados por el químico e historiador británico James Riddick Partington y el químico y activista norteamericano Linus Pauling. También se analizarán dos ejemplos de traducciones que desempeñaron un papel importante en la creación de nuevas especialidades tras la Guerra Civil. Como se verá, en las traducciones participaron personas a las que la represión franquista y el exilio afectaron de diverso modo.

La traducción de la obra de Partington fue publicada en 1950 bajo la supervisión de Antonio Flores de Lemus y María Teresa Toral. El primero, hijo de un célebre economista, era un reconocido matemático formado en Viena y Princeton en los años 30. Regresó a España en 1936 para luchar contra el ejército sublevado, lo que fue motivo para su postergación en las décadas siguientes, de modo que hubo de ganarse la vida mediante clases particulares de preparación para escuelas de ingenieros y con alguna que otra traducción (Ríos 1992). Por su parte, Toral formaba parte del grupo de mujeres que colaboraron en la década de 1930 con Enrique Moles en investigaciones dentro del Instituto Nacional de Física y Química (Suay 2019). Al igual que Moles, Toral sufrió la represión franquista en los años 40 en forma de cárcel y torturas, un infierno del que consiguió salir gracias a protestas internacionales de la comunidad científica (Rodrigo 2012, González 2021). Finalmente, consiguió huir a México en 1956, donde continuó su labor de traductora tanto del inglés como del alemán: manuales de química, tratados especializados, obras pedagógicas o de historia de la química. Es evidente que debió haber otras muchas mujeres que realizaron tareas semejantes y que fueron sometidas a la doble invisibilidad del género y del oficio de traducción, a las que se sumó, como en el caso de Toral, la brutalidad de la represión política del franquismo y las penurias del exilio (Magallón 2004, Romero 2016).

La combinación de todos estos factores, unida a la acción de la censura franquista, condujo en ocasiones a eliminar completamente el nombre del traductor de las portadas, tal y como ocurrió con el ya mencionado Francisco Giral, cuyo nombre desapareció en la traducción de uno de los más importantes tratados de química orgánica de esos años. Se da la circunstancia de que los autores de la obra original también habían padecido la persecución del régimen nazi por sus ideas liberales y su origen judío. Se trataba de Wilhelm Schelenk, candidato al Premio Nobel, y su discípulo Ernst David Bergmann, que publicaron el original entre 1932 y 1939. Aunque el nombre de Giral apareció en las entregas iniciales de la traducción, en la versión final publicada en dos volúmenes en Madrid entre 1940 y 1943 se eliminó toda referencia. Otra situación semejante ocurrió con el ingeniero aeronáutico Manuel Bada Vasallo y su versión de un manual francés de aviación, de Victor Pagé (1944). Esta última fue autorizada por los servicios de censura bajo la condición de que se eliminara el nombre del traductor, que había sido condenado por un consejo de guerra en 1939 y apartado del ejército, por lo que se ganó la vida con actividades industriales y diversas traducciones. Es difícil estimar el número de casos semejantes en muchas traducciones anónimas en esos años (García Naharro 2019 y 2021).

Muy diferentes fueron las circunstancias en las que se produjo la traducción del otro gran manual de química en inglés de esos años, la General Chemistry de Linus Pauling, realizada por José Ignacio Fernández Alonso, profesor de química física de la Universidad de Valencia desde 1945. El libro de Pauling se publicó a finales de la II Guerra Mundial y pronto se transformó en una de las principales obras pedagógicas de la época en el ámbito universitario. Fue decisiva para la introducción de la mecánica cuántica en la química, con su particular perspectiva basada en la denominada teoría del enlace de valencia y una nueva cultura visual para la representación de las moléculas que se popularizó en las aulas durante la segunda mitad del siglo XX (Park 1999, Simões 2008).

En el prólogo de la traducción castellana, Fernández Alonso incluyó unas notas laudatorias de Pauling y del libro. No se equivocaba cuando afirmó que la obra que marcaría la «pauta» de los futuros «textos de química general», «rompiendo en absoluto con los moldes tradicionales», a saber, la eliminación de «toda consideración de tipo histórico» y de gran parte de la química descriptiva, con sus correspondientes aplicaciones industriales y médicas, que habían dominado el contenido de los manuales de química en el siglo XIX. El manual se fundamentaba en una interpretación de los fenómenos químicos inspirada en la nueva mecánica cuántica, todo ello con la ayuda de «los magníficos y originales dibujos e ilustraciones» de Roger Hayward. Esta nueva cultura visual del mundo microscópico reemplazó los antiguos grabados de productos, procesos e instrumentos. Respecto a la traducción, Fernández Alonso señalaba que había tratado de hacer una «reproducción fiel del original», aunque había «rectificado los pocos errores» de la edición original y recalculado «todas las medidas», originalmente expresadas en el sistema imperial británico, «en el sistema métrico decimal». También señalaba las dificultades para «verter al castellano ciertos términos nuevos» para los que adoptó expresiones lo más ajustadas «a las correspondientes inglesas», tales como «electronación», «deselectronación» o «formularidad», todas las cuales tendrían un recorrido fugaz en castellano (Pauling 1949). El libro, publicado por Aguilar, fue reeditado hasta la década de 1960, con diversas revisiones y adiciones.

Si el libro de Pauling introdujo nuevos contenidos y prácticas de enseñanza para la química, otras traducciones permitieron la cristalización de nuevas especialidades científicas del siglo XX, tales como la mecánica cuántica o la física de partículas. En los años posteriores a la guerra, el recientemente creado Instituto de Matemáticas «Jorge Juan» del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) impulsó la traducción de un importante manual acerca de los fundamentos matemáticos de la nueva mecánica cuántica, que había sido publicado en alemán en 1932 por John von Neumann, y realizó Ramón Ortiz Fornaguera, profesor de física en la Universidad de Barcelona. La traducción presentaba una excesiva literalidad con la redacción alemana, al parecer por el procedimiento adoptado: el traductor leía un fragmento manual en alemán, lo traducía al castellano en voz alta y su mujer, Teresa Ramis, lo mecanografiaba. Ortiz incluyó numerosas notas aclaratorias y realizó correcciones y actualizaciones del texto, en ocasiones tras mantener contactos por carta con el autor (Baig 2012).

Otro ejemplo posterior es la obra Introductory Nuclear Physics de David Halliday, profesor de la Universidad de Pittsburgh, quien también compuso un popular manual universitario de física en los años 60, con numerosas reediciones y traducciones hasta la segunda década del siglo XXI. Su primera obra, aparecida en 1950, era más especializada y dirigida al público universitario interesado en la nueva física nuclear. Fue traducida en 1956 para la editorial Reverté por Joaquín Catalá, director de uno de los grupos más relevantes en física de partículas en la Universidad de Valencia. Catalá también fue coordinador de las traducciones de la Conferencia de Usos Pacíficos de la Energía Atómica y desarrolló tareas diplomáticas y científicas dentro de la Agencia Internacional de la Energía, desde donde impulsó la redacción y traducción de informes en castellano (Ceba 2012).

 

Hacia la hegemonía del inglés, con un interludio ruso

Los ejemplos anteriores ofrecen pistas acerca de la variedad de cuestiones relacionadas con las traducciones que precisan ser exploradas con más detalle: la represión y el exilio, el papel del CSIC y de la nueva universidad franquista, las grandes editoriales, los problemas terminológicos, el peso creciente del inglés, la aparición de nuevas especialidades, las estancias de investigación en el extranjero, la diplomacia científica y la interacción con agencias internacionales. Habría que tener también en cuenta la traducción en revistas, así como las dirigidas a un público amplio como, por ejemplo, Ibérica, revista quincenal ilustrada que editaba el jesuita Ignasi Puig, autor de una gran cantidad de publicaciones divulgativas en las décadas centrales del siglo. Las publicaciones de autores españoles en revistas internacionales (publicadas en inglés, francés o alemán) fueron poco numerosas, pero sirvieron para continuar o establecer contactos con grupos de investigación extranjeros. Todo ello permitió consolidar carreras científicas incipientes, mediante el prestigio otorgado por la red de contactos y publicaciones. Algunos casos se emplearon por parte de responsables políticos y académicos para sustentar la retórica oficial acerca de la excelencia académica y la internacionalización científica durante el franquismo (García Naharro 2020).

Para obtener una idea más cabal de las traducciones alrededor de 1950 es interesante repasar varias bibliografías de obras de química de esos años. Una de ella fue realizada, como se ha dicho, por la American Chemical Society para planificar futuras traducciones del inglés al castellano. En esta lista aparecen gran número de traducciones como las ya mencionadas, más otras realizadas en Buenos Aires o México. No se incluyen solamente manuales, sino también obras especializadas de química analítica, bioquímica, química física, industria, así como libros de problemas, tablas y diccionarios. Muchos procedían de originales alemanes, aunque, en comparación con el primer tercio del siglo, se observa un número mayor de obras inglesas y bastantes menos textos originales en francés e italiano. Aunque todavía sin un peso numérico importante, es relevante la presencia de nuevas editoriales como la estadounidense McGraw–Hill, que publicó varias traducciones castellanas de 1940 (Brode 1949).

También a mediados del siglo se publicó una Bibliografía química elaborada Maria Serrallach Julià en la Universidad de Barcelona, una autora decisiva en la documentación en ciencias, un área desde la que se plantearon muchos problemas de traducción de expresiones y clasificaciones relacionadas con la química (Serrallach & Pascual 1952, Olagüe de Ros 2014). Era hermana de Josep Antoni Serrallach, químico formado en Alemania y Estados Unidos, que destacó por su papel político en Falange y como promotor de la industria farmacéutica en Barcelona. Su bibliografía contiene muchas traducciones y también incluye dos vocabularios con términos en inglés y alemán, este último mucho más extenso, lo que indica la necesidad de manejar estas lenguas para conocer las publicaciones más relevantes de la literatura científica en esos años.

Otra recopilación bibliográfica significativa de esos años es el catálogo publicado por la revista Afinidad en mayo de 1955 a partir del «primer certamen del libro español de química» realizado como homenaje al químico y sacerdote Eduardo Vitoria, autor de diversos manuales y profesor en el Instituto Químico de Sarrià, un centro jesuita donde formó gran cantidad de químicos destacados y editaba la mencionada revista. Se emplearon las bibliografías ya mencionadas de Navarro Sagristà, Brode y Serrallach y se contó con la ayuda del Instituto Nacional del Libro Español, así como de un amplio conjunto de editoriales. De este modo, se compilaron más de mil obras aparecidas entre 1920 y 1950, de una gran variedad de temas y géneros diferentes. Su objetivo era mostrar la relevancia de la producción original española, pero más de un tercio de las obras eran traducciones, sobre todo del alemán, italiano e inglés, con una presencia creciente de esta última lengua en los libros más recientes.

Por esos años, José Barceló, profesor de química y traductor, publicó una breve, pero sustanciosa, revisión de la literatura química en la revista del Instituto Nacional del Libro. Consideraba que la cantidad de obras originales era ligeramente superior a las traducciones. Pensaba que el porcentaje de obras originales iba al alza en los últimos años debido a varias causas: un mejor conocimiento de los idiomas extranjeros por la comunidad química, el aumento de las obras en inglés (sobre todo norteamericanas) con detrimento de las escritas en alemán y la ampliación de la población universitaria, lo que hacía rentable la publicación de manuales de ciencias por parte del profesorado. Señalaba, sin embargo, que había poca producción de obras especializadas, dado que apenas tenían compradores. Las obras habían mejorado notablemente con las técnicas de impresión, pero continuaban siendo «un artículo caro, no siempre asequible directamente al estudioso». También echaba en falta más diccionarios técnicos, sobre todo de inglés y alemán. Según Barceló, que fue autor de un diccionario terminológico de química bastante popular, la escasez de buenos diccionarios era una de las causas de los errores en las traducciones, sobre todo en artículos y en obras de divulgación, donde había encontrado «algunas interpretaciones» que le hacían «llevarse las manos a la cabeza». Mejor le parecían las traducciones de libros realizadas con esmero por especialistas en la materia. También señalaba que muchas traducciones aparecían muchos años después del original, por lo quedaban rápidamente obsoletas, a menudo debido a la aparición de nuevas ediciones en el idioma original. Barceló vislumbraba en su revisión una incipiente tendencia que cambiaría sustancialmente el mercado editorial: la complejidad creciente de las obras de ciencias suponía un reto para los pequeños editores locales, por lo que el mercado estaba siendo cada vez más controlado por grandes empresas multinacionales, con capacidad para establecer equipos de colaboradores en varios países y facilitar así la traducción y comercialización de las obras (Barceló 1958).

Apenas aparecen en estas bibliografías pocos ejemplos de traducciones directas del ruso, lengua que alcanzó gran relevancia en publicaciones técnicas y científicas durante la década de 1960. Barceló afirmaba que había muy pocos lectores de esa lengua entre la comunidad química española, por lo que no consideraba ni siquiera necesario contar con buenos diccionarios especializados. En esa década y la siguiente, la situación cambió gracias en parte a la labor de la editorial soviética Mir desde los años cincuenta, que llevó a cabo traducciones al castellano de obras técnicas y científicas, muchas de ellas destinadas a un público amplio. Un ejemplo es la Física recreativa de Yákov Perelmán, conocido divulgador científico, cuyos libros fueron traducidos a numerosos idiomas en la segunda mitad del siglo XX: aparecida en 1913 fue traducida y reeditada en varias ocasiones en castellano entre 1969 y 1980 (Kurganov 1980). La traducción fue obra del ingeniero malagueño Antonio Molina García, que también tradujo para esta editorial otras obras de divulgación, literatura y ciencia ficción. Tras el golpe militar de 1936 Molina había huido desde Argel a la Unión Soviética con otros refugiados republicanos y se integró en el nutrido grupo de exiliados, a los que se unieron algunos cubanos tras la revolución de Fidel Castro, y que desarrollaron destacadas labores de traducción (Rodríguez Espinosa 2007).

Molina también tradujo obras como el Curso de física general de Serguei E. Frish y Alexandra Timoreva, en este caso con la ayuda de Federico Molero Jiménez y Manuel Gisbert Talens. Molero era ingeniero y destacado miembro del Partido Comunista a finales de los años 30, por lo que hubo de exiliarse en la Unión Soviética, donde realizó pioneras investigaciones acerca de la energía solar. Gisbert, que había sido piloto del ejército republicano, también se trasladó a Moscú, donde trabajó en el Instituto de Lenguas Extranjeras y realizó muchas traducciones de obras de literatura y ciencias, entre ellas el Curso de física del premio Nobel Lev Landáu o el libro de Problemas de física general de V. S. Volkenshtein, reeditado entre 1970 y 1985, en los que también colaboró con Molero. Cuando Gisbert regresó a España en 1973 se instaló en Valencia y siguió colaborando con editoriales españolas como Reverté en la traducción de grandes manuales universitarios como el Curso de física teórica (1978) coordinado por el físico ruso Benjamin Levich, un autor que, por cierto, planeó su exilio a Estados Unidos casi al mismo tiempo que se publicaba la versión en castellano de su obra.

El ejemplo anterior da buena cuenta de las traducciones del ruso realizadas por editoriales españolas de los años 60 y 70, un tema que también merece ser explorado con detalle. Por ejemplo, la editorial Reverté publicó un importante manual acerca de la tabla periódica del profesor ruso N. P. Agafoshin (1977), con una traducción a cargo de José Beltrán Martínez, catedrático de química inorgánica de la Universidad de Valencia. Beltrán había desarrollado en la década anterior una intensa labor de traducción a partir del inglés de manuales universitarios y monografías especializadas de química inorgánica y estructural: William Frank Kieffer (1963), Harry H. Sisler (1963), Calvin A. Vander Werf (1964), Harry H. Sisler y Arthur Ruth Sloan (1967), D. R. Stranks y otros (1967), R. Kent Murmann (1971), Keith W. Purcell (1979), etc.

 

Últimas décadas del siglo XX y principios del siglo XXI

El último tercio del siglo estuvo marcado por una mayor presencia de traducciones de obras escritas en inglés, tendencia iniciada desde la II Guerra Mundial que corrió pareja con la abrumadora presencia de esta lengua en congresos y publicaciones hasta alcanzar una posición extraordinariamente hegemónica a finales del siglo XX. Un análisis bibliométrico de las publicaciones de autores españoles, aparecidas durante los años alrededor de 1980 en revistas internacionales, muestra que la lengua usada era ya el inglés en un 92% de los casos, un valor similar en áreas de medicina y en ciencias físicas, siempre y cuando se dejaran de lado las revistas de circulación local o menos especializadas. La siguiente lengua de publicación era el francés, a una distancia muy grande, porque solamente representaba entre el 4 y el 5% de las publicaciones. El castellano también representaba un porcentaje pequeño (entre el 2 y el 3%) del conjunto de artículos publicados en revistas internacionales por autores españoles entre 1978 y 1982. Las restantes lenguas (alemán, italiano, ruso) jugaban un papel meramente anecdótico (López Piñero 1991).

A la gran cantidad de obras publicadas en países de habla inglesa, se unió la producción en inglés de obras de marcado carácter transnacional, por tratarse de proyectos colectivos o promovidos por editoriales multinacionales. Algunos ejemplos son los diversos materiales de enseñanzas de las ciencias que, aunque surgidos en países anglosajones, fueron adoptados en muchos países. Algunos ejemplos son programas iniciados en la década de 1960 como Chemical Bond Approach y Chemical Education Material Study de Estados Unidos y el proyecto Nuffield del Reino Unido, continuado en décadas posteriores por materiales como los realizados por el Instituto Salters. Parte de estos materiales fueron traducidos por la editorial Reverté y dieron lugar a otros proyectos realizados por profesorado local, en los que entremezclaron versiones adaptadas de los originales ingleses con producciones originales sin solución de continuidad (Caamaño 2005 y 2018). Otros casos de este tipo, aunque con diferente labor de traducción, son los manuales universitarios de física y química producidos o coordinados por Paul A. Tipler, Theodore Brown, Peter Atkins, Ralph Petrucci o Raymond Chang. En casos similares resulta evidente la labor de las grandes editoriales, como McGraw Hill o Addison–Wesley, que realizaron grandes campañas promocionales y ediciones plurilingües de sus obras. Las nuevas técnicas de impresión permitieron la introducción de una nueva cultura visual policromada con nuevas potencialidades didácticas y comerciales, así como herramientas complementarias como baterías de ejercicios resueltos y otros recursos de aprendizaje. Estos atributos formales, frente a los que no podían competir editoriales y autores locales, favorecieron la traducción de estas obras transnacionales y permitieron transformar su consulta en un rito de paso casi obligatorio para adquirir las titulaciones en ciencias (Buzelin 2014).

El estudio de su producción, traducción, comercialización y uso en innumerables centros universitarios de todo el mundo, debería ofrecer muchos datos para entender la traducción científica a principios del siglo XXI. Por ello, todavía es apresurado cualquier intento de abordar un panorama de los últimos años. Parece evidente que el crecimiento de la producción ha seguido y se ha agudizado, ahora en un contexto dominado por la vertiginosa velocidad de las nuevas tecnologías de la comunicación. Así lo indican los datos, tanto del número de productos químicos (Chemical Abstracts recogía 182 millones a principios de 2021) como del número de publicaciones (54 millones), dentro de las cuales el predominio del inglés seguía siendo abrumador, aunque también se observa un crecimiento de lenguas como el chino y la persistencia de más de una cincuentena de otras lenguas, entre ellas el castellano, con una pequeña, pero significativa producción en medicina y ciencias físicas. También han crecido las normativas internacionales que regulan las sustancias químicas y su peligrosidad, por ejemplo, mediante bases de datos como REACH publicada por la Agencia Europea de Sustancias y Preparados Químicos con más de cien mil productos. Al igual que en el caso de las patentes, también en estos casos se entremezclan cuestiones físicas con legales que hacen especialmente compleja la traducción en prospectos y guías dirigidas a prevenir daños e informar a consumidores. Los nuevos nombres acuñados en estos contextos circulan, con diferentes variantes, fuera del mundo académico. A principios del siglo XXI se estimaba que alrededor de 100.000 sustancias químicas se empleaban en entornos domésticos y laborales, dentro de un margen desde los 85.000 registrados en EE. UU. hasta los 140.000 productos incluidos en el sistema REACH de la Comunidad Europea. Un reciente estudio, basado en inventarios de diecinueve países, ha elevado la cifra hasta más de 350.000 productos químicos y mezclas comerciales de los mismos, una variedad enorme que indica la intensificación química de la economía, con su consiguiente avalancha de nuevas expresiones especializadas (Wang et al. 2020).

Junto con el incremento de la cantidad de información hay que tener también en cuenta la aparición de nuevos medios de comunicación, tales como las publicaciones electrónicas, hegemónicas en la ciencia del siglo XXI, o las redes sociales cada vez más empleadas en el conjunto de la multiplicidad de formas de comunicación científica, tanto dentro como fuera de la comunidad académica: revistas de divulgación, monografías, prensa escrita, folletos, prospectos, museos, cursos de todo tipo y variados públicos, etc. Estas actividades llevan aparejadas un amplio abanico de prácticas particulares de traducción dentro de un conjunto de continuas adaptaciones de saberes en su circulación a través de contextos más o menos especializados.

 

Conclusiones

Son muchos los temas pendientes por investigar y solamente se pueden apuntar algunas conclusiones parciales, fundamentadas en los ejemplos analizados anteriormente. En primer lugar, de lo que no cabe dudar es de gran cantidad de traducciones en física y química durante todo el siglo XX. Su importancia reside tanto en la cantidad de obras, como en los contenidos traducidos y las consecuencias previsibles de su circulación en el ámbito hispano. Estas traducciones permitieron disponer de versiones en castellano de grandes obras de referencia, manuales y monografías especializadas, muchas de las cuales habían sido publicadas originalmente en alemán, la lengua más relevante hasta 1950, pero también en inglés, francés e italiano, incluso en ruso durante los años sesenta y setenta. Detrás de estas traducciones estuvieron diversas editoriales que fomentaron, en ocasiones, la creación de grandes equipos de traductores como los mencionados anteriormente, por ejemplo, en torno a proyectos de adaptación de grandes tratados de química industrial de la primera mitad del siglo XX. Es difícil encontrar proyectos de este calibre a mediados del siglo XX, aunque también se ha visto una gran producción por parte de traductores individuales, en el marco de unas circunstancias cambiantes pendientes de estudiar con detalle, así como también de la continuidad de editoriales como Gustavo Gili, en torno a la cual se congregaron un buen número de traductores habituales y ocasionales. En el último tercio del siglo, la hegemonía de las grandes multinacionales de la edición parece haber introducido un escenario nuevo que se prolonga en el siglo XXI.

Se precisaría conocer más detalles acerca de la economía de la traducción, tanto las cuantías destinadas a los traductores, como los contratos por derechos de traducción con editoriales extranjeras. Las traducciones pudieron significar desde fuentes de prestigio y avances en el escalafón profesional, hasta lucrativos complementos salariales para muchos profesores e ingenieros, en ocasiones una fuente de ingreso fundamental, particularmente en épocas de penuria económica y represión política. También queda pendiente de conocer con más detalle las contribuciones de los públicos lectores, particularmente aquellos que realizaron reseñas críticas y propuestas para mejorar o ampliar las traducciones. El aumento de las tasas de alfabetización y de la comunidad estudiantil y universitaria, como apuntaban algunos protagonistas, permitió la ampliación de un mercado editorial sometido a control político y presiones económicas de todo tipo, cuestiones todavía por analizar. También sería necesario conocer más detalles biográficos para establecer un retrato colectivo de la comunidad de traductores, particularmente de muchas mujeres, que realizaron sus trabajos de forma más o menos anónima o invisible.

Otra conclusión del análisis preliminar es la escasa colaboración entre personas con formación científica y lingüística para afrontar los grandes retos discutidos anteriormente en materia de traducción y terminología. Por ejemplo, se ha visto que la traducción de las reglas de la nomenclatura, como las de la IUPAC, se realizó de forma descoordinada, sin contacto alguno con los programas de investigación en terminología científica o traducción científica que florecieron a finales del siglo desde las Facultades de Filología. Parece que el predominio de la formación científica, frente a la literaria y filológica, entre los traductores fue una tendencia marcada desde principios de siglo, si bien con numerosas excepciones todavía poco estudiadas, lo que impide establecer unas tendencias generales. También sería interesante analizar, desde este punto de vista, las consecuencias de la brecha entre las «dos culturas», denunciada por Charles Percy Snow en sus célebres conferencias de 1959 (Snow 1977). Aunque mucho se ha escrito desde entonces sobre el tema, todo apunta a que la brecha ha limitado los estudios acerca de la historia de la traducción científica en el siglo XX, situados en un territorio fronterizo y poco transitado por personas de una y otra especialidad. La creación de grupos multidisciplinares, tales como las redes de proyectos de investigación o los institutos interdepartamentales, parecen ser formas de abordar la variedad de prácticas de traducción que están asociadas con el desarrollo de las ciencias físicas durante el siglo XX. Los datos disponibles permiten pensar que la traducción, tanto en sentido literal como metafórico, seguirá siendo un ingrediente fundamental de la actividad científica del siglo XXI.

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  1. En general, las obras originales han sido, por lo general, mencionadas solamente con los apellidos del autor y el año de la traducción, lo que permitirá fácilmente localizarlas en catálogos. Además de los fondos y los consejos del personal de la biblioteca Vicent Peset Llorca del Instituto Interuniversitario López Piñero, he podido contar con la ayuda de varias personas que me han ofrecido diversas informaciones y han ayudado a hacer esta revisión menos imperfecta de lo que era mi texto original. Es mi obligación agradecer sus generosas aportaciones a Natalia Campos, Agustí Ceba, Fernando García Naharro, Brigitte Lépinette, Luis Moreno, Adriana Minor, Josep Simon e Ignacio Suay.
  2. Según datos del repertorio Chemical Abstract, a principios de septiembre de 2003, se conocían 22.085.882 sustancias orgánicas e inorgánicas. Cuatro años después, en septiembre de 2007 superaba ya las 32.500.000 sustancias. Con fecha de 2 de febrero de 2015, el total señalado por el contador de este repertorio era de 91.485.000 sustancias, para alcanzar los cien millones el 23 de junio de 2015. El análisis de estos valores no es sencillo porque hay que tener en cuenta que se incluyen mezclas, secuencias, polímeros y otros productos que hacen complicada la comparación con fechas anteriores, cuando se limitaba a sustancias químicas. La cantidad ha seguido aumentando, como puede comprobarse en http://www.cas.org/.