La traducción de textos jurídicos y administrativos en los Siglos de Oro
Ingrid Cáceres Würsig (Universidad de Alcalá)
Introducción
En este capítulo se explica cómo la traducción de textos jurídicos y administrativos, y también los diplomáticos comienza a realizarse de forma organizada para una autoridad estatal, que ejerce el poder en un territorio determinado, en este caso, el español. El periodo histórico considerado son los siglos XVI y XVII, en los que gobernó la monarquía de la Casa de Austria y que marcó su impronta en la política y Administración españolas. Pero antes de desgranar este asunto conviene recordar de forma sucinta que la Península Ibérica cuenta con una larga tradición traductora, pues desde siglos han cohabitado diferentes grupos lingüístico–culturales en este territorio. Ya en época de la Reconquista surgió la figura del trujamán, que ejerció fundamentalmente como intérprete de enlace y traductor entre el reino de Aragón y el de Granada (véase Roser Nebot 2001). Según apunta Alonso Araguás (2012) simultáneamente apareció en esta época otro tipo de mediador, el llamado alfaqueque, especializado en la traducción que podríamos llamar social, pues era una persona que mediaba para liberar a los cautivos tanto del lado cristiano como del árabe. Toda esta usanza también explica los diferentes términos empleados para designar a los traductores de la Administración. A partir del siglo XVI se empleará con frecuencia el vocablo «intérprete» para designar de forma genérica a todas aquellas personas que ejercían como mediadores lingüísticos. No existía, pues, una distinción nítida entre la traducción escrita y la interpretación oral, tal y como lo entendemos hoy. En la Administración se los conocía también como secretarios de lengua, secretarios de interpretación o, simplemente como lengua o latinista, dada la gran presencia del latín como lengua diplomática y jurídica.
Administración y diplomacia en la monarquía española en los Siglos de Oro
La incorporación de secretarios de lengua en el entramado administrativo de la monarquía española está estrechamente relacionada con la configuración política de Europa iniciada a finales del siglo XV y desarrollada a lo largo del XVI. En una Europa fragmentada, Francia, España e Inglaterra fueron los tres principales actores de las relaciones diplomáticas. España se había convertido en potencia gracias a la hábil política de los Reyes Católicos para ampliar su territorio a través de alianzas matrimoniales, a lo que se agregó el descubrimiento del Nuevo Mundo. Tal política provocó una actividad diplomática mayor, plasmada en la firma de tratados entre las fuerzas europeas, que además habían cobrado un carácter más jurídico. Para facilitar la comunicación entre los monarcas de la época, los Reyes Católicos establecieron una red de embajadas en la mayoría de las cortes europeas. Posteriormente esta red se amplió bajo el siguiente monarca, Carlos V, que accedió al trono muy joven y con escaso conocimiento de todo lo español, pues se había educado en Flandes. Por esta razón se apoyó en un grupo de consejeros provenientes de otras regiones europeas; hubo, por tanto, un gobierno que por naturaleza poseía un carácter multicultural. Este monarca introdujo un sistema de organización política denominado polisinodial, continuado por su hijo Felipe II. Ambos crearon sucesivamente una serie de Consejos divididos por áreas geográficas (por ejemplo, el Consejo de Italia, el de Flandes o el de Portugal), así como por materias (el Consejo de Estado, el de Hacienda o el de Guerra). Los Consejos eran órganos de naturaleza consultiva y estaban autorizados a ejecutar las decisiones reales en su jurisdicción (véanse Escudero 1976 y Barrios 1988). En todos ellos actuaban los secretarios convirtiéndose en una suerte de ministros. El secretario personal del rey era, además, secretario del Consejo de Estado, una institución que ejercía un papel muy importante en la diplomacia y en las relaciones externas. Con el paso del tiempo los Consejos fueron perdiendo peso ejecutivo en favor de las llamadas Secretarías. La denominación de todos estos órganos variaba según la organización administrativa del momento; de ahí que, en aras de la claridad, para referirnos a ellos, por lo general, lo haremos de forma genérica aludiendo a los Consejos Reales o bien a las Secretarías. En toda esta suerte de ministerios actuaban los colaboradores de los monarcas españoles que se ocupaban de asuntos que concernían a toda Europa y era habitual que poseyeran una formación humanística, además de conocer varios idiomas.
Como resultado de esta organización política y diplomática, el Consejo de Estado experimentó un notable aumento de correspondencia a partir del siglo XVI, propiciado también por la alfabetización de las élites. No olvidemos que los territorios vinculados a la Corona española eran multilingües y multiculturales, pues abarcaban, además de los territorios peninsulares, regiones que hoy se encuentran en Italia, Francia, Austria, Hungría, Países Bajos, Bélgica y Alemania, entre otras, a las que se añadían las lejanas Indias. Sin duda, la actividad traslativa desplegada en las acciones de conquista y colonización del Nuevo Mundo puede considerarse un capítulo singular y apasionante. Aquí solo mencionaremos que para la comunicación oral entre españoles e indígenas hubo que improvisar, y esto se hizo de forma radical. Los métodos habituales para «formar» a intérpretes –y que ya se habían ensayado en la conquista de las Islas Canarias, un hecho estudiado en profundidad por Sarmiento (2015)– consistieron en capturar a niños o jóvenes indígenas que eran educados en el catolicismo o bien en recuperar a españoles que habían aprendido alguna lengua mientras habían estado en cautiverio. De especial interés es el tándem de interpretación que formaron la Malinche y Jerónimo de Aguilar en el par de lenguas maya–náhuatl, gracias a lo cual, Hernán Cortés pudo comunicarse con el pueblo mexicano (Valero 1996). Una vez superada la primera fase de comunicación oral y, al implantarse en las Américas el sistema judicial español, también se hicieron necesarios los intérpretes jurados, que actuaban en audiencias y tribunales, y cuya labor fue regulada por ordenanza real en 1563 (Peñarroja 2000: 162).
Así, podemos imaginar que el volumen de correspondencia de la Administración española era ingente y requería, por tanto, de continua traducción. Cierto es que el latín funcionaba como lengua franca en muchas de las cortes de la Europa occidental, aunque con límites, sobre todo en el plano oral, donde concurrían el italiano, español y francés (Mattingly 1970). El latín se empleaba, sobre todo, para la redacción de tratados, capitulaciones matrimoniales, cartas reales, documentos eclesiásticos y libros para el estudio en universidades y círculos culturales. Pero los documentos más cotidianos y de menor carácter jurídico como despachos o memoriales se redactaban en las lenguas vernáculas. Muchos de los secretarios extranjeros que colaboraron en el gobierno de Carlos V tendían a relacionarse con sus respectivos lugares de origen, pues el hecho de conocer la lengua facilitaba su tarea. Las tareas de traducción o de comunicación en otra lengua eran inherentes a los cargos de secretarios y diplomáticos, sobre todo cuando se trataba de asuntos muy confidenciales.
Sin embargo, en torno a 1600 el conocimiento del latín ya no era tan profundo, pues las lenguas vehiculares ya se habían consolidado también como lenguas de cultura. Debido al peso político que adquirió Francia a lo largo del siglo XVII, el francés se expandió en las cortes europeas y entre los diplomáticos. Pese a todo, el latín seguía manteniendo importantes reductos, sobre todo para la redacción de tratados, los documentos eclesiásticos y para las negociaciones con la Europa Oriental y con Turquía, donde el latín seguía siendo la referencia y de ahí la necesidad de contar con latinistas. Un ejemplo del uso del latín a finales del siglo XVII lo encontramos en la documentación de archivo del secretario de lenguas Leonardo de Elsius (o Ebrius), en la que se describe el protocolo cuando estos secretarios actuaban como intérpretes. En 1681 fue recibida en la corte de Madrid una embajada rusa para negociar una propuesta comercial, encabezada por el embajador Piotr Ivanovich Potemkin, que ya había estado en España en anteriores visitas. Entre su séquito se encontraba el intérprete Miguel Ionnides Kamocki (Fernández Izquierdo 2000: 96). Durante la audiencia real, el intérprete moscovita refería en latín las propuestas y Leonardo de Elsius lo interpretaba en castellano para Carlos II. La etiqueta de la corte exigía que el intérprete español se colocara en el lado izquierdo de la tarima y que escuchara de pie a la embajada, mientras que para la interpretación al castellano y para tomar nota de la respuesta se arrodillaba frente al monarca. Las respuestas del rey las comunicaba Elsius en latín y, a su vez, el intérprete moscovita las vertía al ruso. Este complejo procedimiento de comunicación por medio de dos intérpretes puede considerarse como un reflejo del estatus que necesitaban mostrar las monarquías, expresada en el uso de la lengua propia para evitar que ninguna de ellas tuviera preferencia sobre la otra.
La Secretaría de Interpretación de Lenguas y la familia de los Gracianes
Es en este contexto de intensa correspondencia y relevancia de lo escrito, en el que hemos de contemplar el nacimiento de un organismo singular, que podemos considerar pionero en la organización de la actividad traductora al servicio de un Estado: la Secretaría de Interpretación de Lenguas, organismo estudiado por Cáceres (2004a y 2004b). Esta se creó en 1527 como órgano auxiliar del Consejo de Estado, para atender precisamente las tareas de traducción bajo la dirección de Diego Gracián de Alderete. Además de Diego Gracián, se conocen otros secretarios dedicados a la traslación y redacción de cartas, pues el volumen de correspondencia y la cantidad de lenguas diferentes así lo requerían. Como ejemplo podemos citar a dos notables humanistas: Alonso de Valdés, secretario de cartas latinas, o a Diego de Urrea, profesor de árabe en la Universidad de Alcalá e intérprete real (véase Floristán Imizcoz 2003).
Diego Gracián de Alderete (1494–1584) es un personaje interesante para la historia de la traducción por lo que merece la pena detenerse en su biografía y en la de sus sucesores, pues esta familia ejerció el monopolio de la traducción durante casi doscientos años (véanse Paz y Melia 1901 y Ezquerro 1966). Gracián provenía de una familia de rango medio –su padre había sido armero real de los Reyes Católicos– y se formó en París y Lovaina, siendo en esta última ciudad discípulo de Luis Vives. Además de adquirir sólidos conocimientos de latín y griego, conoció y trató a importantes humanistas como Erasmo de Rotterdam, Francisco de Vergara, Ambrosio de Morales o los hermanos Valdés. En 1525 comenzó a trabajar para Maximiliano Transilvano, secretario de Carlos V, por lo que abandonó sus estudios en Lovaina. A partir de este momento sirvió a diferentes figuras políticas de la época, especialmente como traductor y secretario, aunque también ejerció de censor literario y notario apostólico, lo que le facultaba para redactar documentos oficiales.
No están del todo claras las fechas durante las que ejerció la titularidad de la Secretaría de Interpretación de Lenguas, pero probablemente abarcase como mínimo el periodo de 1527 a 1575, si bien desde 1571 el peso recayó en su hijo Antonio, puesto que él ya era anciano. En tanto que titular de la Secretaría de la Interpretación de Lenguas, la misión de Gracián consistía en traducir todos los documentos que llegaban a los Consejos Reales, así como los despachos que se enviaban al exterior. Traducía fundamentalmente del latín, francés e italiano. Entre los documentos más importantes que trasladó para la Corona, y que muestran la relevancia y confidencialidad de su cometido, podemos citar una Carta de Desafío que Francisco I envió a Carlos V en 1527, así como la respuesta a la misma. A través de esta carta el emperador trataba de dirimir las diferencias con el monarca francés de forma personal en lugar de emprender una batalla. También tradujo todo lo referente a la Dieta de Espira, ayudado por su hijo Antonio. Esta Dieta (o parlamento) autorizaba a los príncipes electores del Imperio a decidir voluntariamente si querían aplicar o no el Edicto de Worms, por el cual se excomulgaba a Lutero. Gracián de Alderete compaginó su labor para la Administración con la traducción de obras clásicas, sobre todo del griego, de cuyos prólogos se infiere cómo concebía la traducción. Su concepto viene a defender una traducción fiel del original, que recoja el sentido literal y verdadero. Es posible que el enfoque de Gracián estuviera también influido por su experiencia vital en Lovaina y sus vastos conocimientos del francés e italiano, aproximándolo más a las lenguas de partida que a la de llegada.
Es preciso puntualizar que el término Secretaría puede inducir a error, puesto que no existía una oficina como tal. En realidad, los documentos llegaban al domicilio particular del secretario que se encargaba de evaluar la confidencialidad y urgencia de cada caso y de recabar la ayuda de otros traductores si era necesario, si bien la tendencia en aquella época era recurrir a miembros de la propia familia, algo habitual en la Administración del periodo que tratamos. No solo llegaban documentos oficiales, sino también papeles de personas particulares por los que se cobraban aranceles. En lo que respecta al género textual, los documentos que se recibían eran de naturaleza jurídico–administrativa, entre los que ocupan un papel preponderante los eclesiásticos. Se traducían muchas bulas pontificias, breves papales, dispensas, fes de bautismo o de matrimonio, entre otros. Los Consejos y Secretarías solían requerir la traducción de tratados, todo tipo de correspondencia entre embajadores y, en ocasiones, también documentos técnicos. Por su parte, los particulares encomendaban con frecuencia la traslación de testamentos, poderes, actas notariales y escrituras o bien documentos de naturaleza mercantil como cartas de pago o escrituras de compraventa. En tanto que todos estos documentos poseían efecto legal, las señas de autenticidad y autoridad eran igual de importantes que su contenido, pues era el modo de diferenciarlos de las falsificaciones que circulaban por aquel entonces. En consecuencia, las traducciones «oficiales» iban provistas de sellos y rúbricas, que especificaban la lengua original, al traductor y su cargo como secretario de lenguas.
En 1571 fue Antonio Gracián (ca. 1542–1576) el que sucedió a su padre en el cargo de secretario del emperador, oficio que ya venía desempeñando como ayudante y para el que estaba sin duda preparado gracias a sus sólidos conocimientos de lenguas clásicas. Destacó también por su labor de ordenación de la Biblioteca de El Escorial, cuyos fondos amplió de forma notable. Fue uno de los secretarios predilectos de Felipe II por su minuciosidad y dotes de organización, en especial para clasificar y ordenar la vasta correspondencia que recibía y emitía este monarca. Prueba de ello es que despachaba en los aposentos del propio monarca con el que trataba y redactaba la correspondencia confidencial en latín y francés, además de servir de enlace con los secretarios de los Consejos, incluido el de Estado. La prematura muerte de Antonio Gracián, seguramente a causa de una tuberculosis, truncó lo que podría haber sido una brillante carrera política.
Así, en 1576 Antonio Gracián fue sucedido por su joven hermano Tomás (1558–1621), dieciséis años menor. Como era habitual en aquella época, los secretarios de lenguas llevaban a cabo otras tareas afines, acorde con su formación humanista. De ahí que también fuese censor literario y notario apostólico, en cuyo ejercicio leyó y aprobó numerosas obras literarias, entre ellas, de Cervantes y Lope de Vega. Estando al frente de la Secretaría de Interpretación de Lenguas llevó a cabo las traducciones del latín, francés, italiano, portugués y valenciano. De este Gracián se conoce un memorial de 1588 en el que acusa a algunos notarios y escribanos de la corte de realizar traducciones jurídicas sin estar autorizados a ello. Con esta denuncia no solo trababa de proteger la calidad de las traducciones, sino sobre todo el negocio familiar, puesto que una parte sustancial de los ingresos de la Secretaría de Lenguas no provenía de las arcas del Estado, sino de los encargos de traducción de particulares. En el curso de los años y en virtud de su condición de notarios, los Gracianes legalizaron la traducción de documentos judiciales añadiéndoles una certificación con objeto de dotar de oficialidad a sus traducciones. Pero los intentos para romper el monopolio de la traducción administrativa fueron una constante durante siglos. Todos los secretarios de la Interpretación trataron de defender estos derechos adquiridos, sin que surtiera mayor efecto, pues las órdenes que finalmente regularon la traducción jurada no se emitieron hasta mediados del XIX.
Entre los documentos de oficio traducidos por Tomás Gracián podemos citar un convenio de 1593 entre la emperatriz María y su hijo el emperador Rodolfo II, un codicilo de dicha emperatriz, un tratado matrimonial del italiano al castellano, unas ordenanzas de los reyes de Francia sobre «gentes de armas», así como breves papales y otros documentos. Como ejemplo de algunos documentos traducidos del portugués mencionaremos la Derrota del río Amazonas hecha por el capitán portugués Manuel de Sossa Dessa (1615) o unos autos conducidos por militares brasileños sobre unos franceses apresados en la batalla de Guasinduba (1614). Consta que a sus órdenes trabajó un tal Francisco Castañer, que se ocupó de forma interina de la Interpretación de Lenguas a su fallecimiento. Tras esta breve interinidad fue nombrado secretario Alonso Gracián Berruguete, hijo de Tomás Gracián, que ocupó el cargo hasta 1636. A su muerte, la plaza fue a parar a manos de su hermano Francisco, que lo ejerció el cargo hasta 1678. Se trata del último Gracián de cierta importancia. Sabemos que se licenció en Derecho por la Universidad de Salamanca en 1630 y que fue nombrado también traductor del Consejo de Estado para trasladar del latín, italiano y francés sustituyendo a Gabriel de Quirós, ayuda de cámara. A su muerte en 1678 fue sucedido por su hijo Antonio Gracián de Alderete y Gutiérrez Solórzano, que ejerció el cargo hasta 1702. Apenas tenemos datos de este Gracián, salvo que era caballero de la Orden de Santiago y que tuvo tres hijos. Uno de ellos, Felipe Antonio, le sucedió en el cargo hasta 1714 y posteriormente heredó el puesto otro hijo llamado Francisco Gracián y de Pereda que estuvo al frente de la Secretaría durante otros veinte años hasta su muerte en 1734. Fue el último traductor de la dinastía Gracián, dado que su viuda, a pesar de sus reiteradas peticiones, no logró la titularidad del cargo al no haber ningún heredero varón en la familia.
Otros secretarios de lenguas en la Administración
Además de los Gracianes, existían otros secretarios de lenguas que oficiaban también para las Secretarías y Consejos Reales y que traducían del latín, francés e italiano, algunos del alemán, flamenco e inglés y otros de lenguas orientales para el árabe, turco y persa. Se trataba, por lo general, de funcionarios de rango medio o bajo, de los que apenas existe información en los archivos. Algunos traductores que podemos mencionar de este periodo, aunque hay más, son Pablo Hayn de Heremberg, Juan de Ochs y Cristóbal Angelati Crasempach, que trasladaban del alemán o flamenco (siendo este último al parecer también espía); a Francisco Fabro Bremundain, Manuel Vidal y Diego Fernández Tenorio, que traducían del latín, francés o italiano y a Francisco Gurmendi, Vicente Bratuti Raguseo –conocido también por su traducción al castellano de la versión turca de las fábulas de Calila y Dimna– o Abdel Messi para las lenguas orientales.
Todos estos secretarios u oficiales de lenguas accedían a dichos puestos bien porque poseían familiares en la Administración facilitándoles el acceso o bien porque habían servido en embajadas o legaciones españolas en el extranjero. La cantidad de traductores se explica por la compleja organización burocrática de la monarquía en los siglos XVI y XVII y la intensidad de sus relaciones internacionales, que implicaba un mayor número de combinaciones lingüísticas. Además, según los temas que se trataban en las diferentes Secretarías y según el territorio y la lengua, era necesario especializarse. Es muy posible también que estos traductores tuvieran que llevar a cabo traducciones inversas, para lo cual se requerían personas nativas o con un conocimiento profundo del idioma en cuestión. Llama la atención, sobre todo en el caso de los traductores de lenguas germánicas, el origen foráneo de sus apellidos, así como el de los traductores de lenguas orientales, de origen italiano o bien procedentes de la antigua Nínive. Esta ciudad y Alepo habían sido cristianizadas y, en consecuencia, se convirtieron en lugares de reclutamiento de letrados que conocieran latín y alguna lengua europea, además de las orientales.
Conclusiones
Podemos concluir que la práctica de la traducción al servicio de la monarquía española en el Siglo de Oro fue un instrumento indispensable de comunicación en el ámbito de la diplomacia, dada la particular configuración política y territorial. Cuanto más nos remontamos en el tiempo, encontramos que el conocimiento de lenguas y la labor de interpretación formaban parte de las funciones de los diplomáticos, especialmente si se trataba de cuestiones muy confidenciales. Existía, por tanto, una consciencia de la importancia de una buena traslación para que una negociación llegara a buen puerto. Pero la intensidad de la comunicación, el volumen y número de lenguas empleadas en la Administración española exigieron una especialización. Además, el hecho de que los principales documentos diplomáticos se redactasen en latín hasta mediados del siglo XVIII hacía necesaria la intervención de excelentes latinistas, competencia que los secretarios reales no siempre poseían. Tampoco era fácil encontrar a españoles que tradujeran de lenguas germánicas o lenguas orientales, por lo que en los siglos XVI y XVII encontramos secretarios y traductores de origen alemán y flamenco y lo mismo puede decirse de las lenguas orientales. En el transcurso del tiempo, la traducción se fue profesionalizando y separando de las funciones del diplomático, razón por la que podríamos considerar al grupo de traductores entre los letrados de la Administración de rango medio. Singular es el caso de la Secretaría de Interpretación de Lenguas, gestionada durante dos siglos por los Gracianes, una familia de humanistas, algo frecuente en aquella época, pues en la Corte española el linaje servía de garantía, razón por la que los oficios se heredaban. Para elevar su rango social los Gracianes ingresaron en la Orden de Santiago, para lo cual había que demostrar limpieza de sangre, que era otra forma de demostrar lealtad a la monarquía y de asegurar el futuro laboral. La historia de los traductores al servicio de la monarquía no termina aquí; su labor continuó en el tiempo, lo cual será tratado en el capítulo correspondiente.
Apéndice. Relación de traductores
Siglas de los archivos. AAH: Archivo de la Academia de la Historia; AGI: Archivo General de Indias; AGS: Archivo General de Simancas; AHN: Archivo Histórico Nacional; AHPM: Archivo Histórico de Protocolos de Madrid; AMAE: Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Angelati Crasempach, Cristóbal. AGS, leg. 10–624–625.
Bratuti, Vicencio. AGS, leg. 40–977–1004.
Elsius, Leonardo de. AHN, Estado, leg. 4257(4) y leg. 28121(35).
Fabro Bremundain, Francisco. AGS, leg. 17–79–99.
Fernández Tenorio, Diego. AGS, leg. 11–985–1007.
Gracián Berruguete, Alonso. AMAE, Personal, exp. 06012.
Gracián Dantisco, Antonio. AAH, Colección Salazar, E–21, 9–359, fols. 64–65.
Gracián Dantisco, Tomás. AHN, Consejos, Consultas de gracia, leg. 4411, f. 211; AMAE, Personal, exp. 06012; AGI, Patronato, leg. 272, R.2 y R.5.
Gracián Dantisco y Berruguete, Francisco. AGS, Libro de quitaciones, leg. 17–667–692; AMAE, Personal, exp. 06012.
Gracián de Alderete y Gutiérrez Solórzano, Antonio. AHN, Órdenes militares, exp. 3604; AHPM, prot. 11053, f. 349; AGS, Libro de quitaciones, leg. 8–333–341/342.
Gracián y de Pereda, Francisco. AHN, Estado, leg. 34211 (4).
Gurmendi, Francisco. AGS, leg. 17–712–728.
Messi, Abdel. AGS, leg. 5–257–269.
Ochs, Juan de. AGS, leg. 28–259–2363.
Vidal, Manuel. AGS, leg. 33–917–924.
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