Eugenio de Ochoa: «Reflexiones sueltas»
El Artista II (1835), 176–179.
Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 144–147.
En esta semana se ha dado en el Teatro del Príncipe el drama de Mr. Casimir de la Vigne, titulado Los hijos de Eduardo. Nuestro deber de periodistas es dar cuenta de él a nuestros lectores pero si no lo llevan a mal, daremos, en cambio del análisis de la pieza, algunas reflexiones sueltas.
Todo se reduce para nuestros suscriptores a leer, para nosotros a escribir. Empecemos hablando de Los hijos de Eduardo.
¿De qué hemos de hablar, del drama o de la traducción del drama? Porque, a decir verdad, no tenemos legítimamente derecho más que para ocuparnos en lo segundo. La traducción es materia que entra en nuestro dominio y en el de todos los españoles en general; ha sido hecha para nosotros, por uno de nosotros, en nuestro idioma, podemos por consiguiente discutir su mérito, elogiarla, vituperarla, todo lo que nos acomode.
¿Pero el drama? ¿Qué hemos de decir de él? Ya está juzgado por sus jueces naturales, los franceses; ya estos han pronunciado el fallo y fuera necia arrogancia contradecirles; además, dice un proverbio castellano, «A caballo regalado no se le mira el diente», y dice muy bien. La Francia nos da sus dramas sin retribución, por pura generosidad, en una palabra, de limosna; nosotros los tomamos, los traducimos, los representamos, y no contentos con esto, todavía queremos darnos cierta importancia, y ponerles tachas, y como cierto pobrete, que llevando puesto un elegante frac de su amo, se señoreaba entre sus compañeros diciendo que aquel paño no era bastante delicado para él. Mal que le pese a nuestro amor propio, en este caso nos hallamos en punto a teatro contemporáneo, con respecto a nuestros vecinos transpirenaicos; y no hay más sino que, por muchas vueltas que demos a la cuestión, y por más que la echemos de patriotas y de grandes hombres, siempre tendremos que venir a parar en que nos hallamos en este caso. […]
[177] Se da un drama moderno español y (salvo alguna que otra rarísima excepción) a la primera noche asiste bastante gente, a la segunda poca, a la tercera no va un alma; y esto, cuando no se silba a la primera representación con aquella animosidad especial con que es de buen tono mirar todo lo que es español, nueva moda, tan ridícula como odiosa, que de algún tiempo a esta parte hemos sustituido al extremo contrario. Antes nos teníamos por más que hombres; ahora son para nosotros en nuestro lenguaje familiar (y lo decimos con una desfachatez que asombra) ¡cosas de España! todas las cosas que nos hacen poco favor. Nos dejamos arrebatar por los ingleses el puerto de Gibraltar: ¡cosas de España! decimos con soberano desprecio de nosotros mismos; se llevan los extranjeros a precio vil nuestros cuadros, nuestros manuscritos, ¡cosas de España! decimos; se queman aquí unos conventos, allá unas fábricas ¡cosas de España! y sin admirarnos en lo más mínimo, sin dar la menor señal de sorpresa, como si ya contáramos con ello, como si fuera una cosa muy natural, exclamamos con filosófica resignación: ¡¡¡cosas de España !!!
Y obsérvese el poco afecto que las profesamos, aunque su misma decadencia debiera hacérnoslas amar más, como un padre ama con mayor ternura al más desgraciado de sus hijos. Nuestras damas abandonan la mantilla, porque es cosa de España; en todos nuestros saraos de gran tono se juega al écarté porque no es cosa de España; en el teatro no hablemos de lo que sucede, porque es escandaloso; baste decir que se aplaude con entusiasmo algunos dramas franceses, que si fueran españoles serían terriblemente silbados: uno de ellos, digámoslo de una vez, es el Angelo, tirano de Padua. Que este drama es malo, detestable, es fácil demostrarlo (y hay pocos de que pueda decirse otro tanto) matemáticamente, y no apoyándose en códigos sujetos al capricho de esta o la otra escuela, sino en las reglas eternas de la razón y de la moral. Si este drama hubiese sido anunciado como obra de un ingenio de esta corte ¡cielo santo! ¡Desatinos!, ¡horrores!, ¡delirios! vamos, cosas de España, hubiéramos dicho en coro todos: todos, porque quiero hablar en general, dejando a un lado excepciones.
Raro es el día que no se da en nuestros teatros alguna pieza francesa; y lo más general es que, si se dan en una sola noche dos o tres, las dos o las tres sean traducidas de la lengua de Mr. Scribe. Este es un hecho harto poco lisonjero para nuestro amor propio, ¿pero quién tiene la culpa de que esto suceda? Mientras creímos equivocadamente que la tenía la actual empresa de teatros, porque a todos oíamos quejarse de que no se daban más que traducciones, hicimos la guerra a la empresa por todos los medios que estaban a nuestro alcance como periodistas. Pero seamos justos, ¿qué ha de hacer la empresa? ¿Ha de arruinarse y arruinar a nuestros pobres actores, por dar gusto a media docena de españoles rancios, como nosotros por ejemplo, de aquellos que dejarían todas las óperas y todas las traducciones del mundo por una comedia de Calderón, de Tirso o de Moreto? ¿Podemos en conciencia exigir esto de la empresa? La empresa hizo grandes sacrificios para poner en escena El tejedor de Segovia, y ya hemos visto cual fue el pago que le dio el público; ha hecho traducir y representar La pata de cabra y con esta farsa ridícula ha ganado cerca de un millón de reales…. He aquí todo el secreto de la decadencia de nuestro teatro nacional.
Pero aun cuando no tuviéramos las traducciones, la ópera, la ópera sola bastaría para asesinar nuestro teatro español. ¡Paradoja ! dirán algunos, ¡patriotismo exagerado, ridículo! ¿No hay ópera en Francia, en Inglaterra en toda Alemania, en Italia, en todas partes?… Y con este argumento creen haberlo dicho todo. […]
[178] Después de este respetable prolegómeno, ocupémonos un poco en Los hijos de Eduardo, empezando por la traducción, que por ser cosa [179] española, es lo que más nos interesa. El Sr. Bretón de los Herreros la ha hecho con la maestría que era de esperar: esta es una de aquellas traducciones de que puede decirse que tienen casi tanto mérito como una producción original. Es menester conocer este drama en francés para saber cuán difícil era la empresa que tomó sobre sí el autor de Marcela; estamos por decir que solo él era capaz de llevarla a cabo –bien, se entiende. Ha sabido conservar todos los pensamientos del autor, y expresarlos en hermosos versos castellanos: solo nos acordamos de un pensamiento que no está bien expresado en la traducción:
Quand les glaives bénits sont sortis du fourreau
De droit tous les vaincus reviennent au bourreau.
Esto no lo ha traducido bien el Sr. Bretón; en cambio ha añadido algún pensamiento suyo que ha sido muy aplaudido en la representación.
El asunto de este drama es, a nuestro parecer, uno de los mejores y más interesantes que pueden presentarse en el teatro, pues sin faltar un punto a la verdad histórica, ofrece situaciones y caracteres de un alto interés dramático, que sin necesidad de grandes esfuerzos de parte del autor, agradan por sí solos, como una flor hermosa encanta la vista aunque no brille colocada en un magnífico vaso de porcelana.
Todos los actores se han esmerado en la representación de este drama; el Sr. Romea (mayor) sobre todo, se ha puesto al nivel de los más grandes artistas en su género. Pronto consagraremos un artículo a decir lo que opinamos del talento dramático de este joven, y procuraremos que este artículo en profecía sea algo más corto que el presente. Así lo declaramos para consuelo de nuestros lectores.