Eugenio de Ochoa: «Introducción»
P. Virgilii Maronis Opera Omnia. Obras completas de P. Virgilio Marón traducidas al castellano por don Eugenio de Ochoa de la Academia Española, Madrid, Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra, 1869, V–XXIV.
Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 170–173.
En el prospecto con que hace poco más de un año anunciaba la publicación de este libro decía, entre otras cosas: «Dos objetos me llevo en esta publicación. Es el primero, llenar el vacío que deja en nuestra bibliografía la falta de una buena edición de las obras completas de Virgilio, en la cual pueda leerse sin molestia al príncipe de los poetas latinos en su texto original limpio y correcto, y tal cual lo han fijado los más recientes trabajos de los grandes humanistas alemanes y franceses. Si acierto en mi intento, no será ya preciso para saborear tan exquisito pasto acudir, como hasta aquí, a una edición hecha fuera de España; gran mengua, creo yo, para la bibliografía española… Mi segundo objeto es dar una versión literal castellana; versión tal que pueda servir a los estudiantes de latín, y que al mismo tiempo facilite a los que ya poseen esta lengua, y la tienen un poco [VI] olvidada (es decir, a la gran mayoría de los hombres cultos) la inteligencia cabal del texto latino. Mi ambición no se extiende a más que a proporcionar a unos y a otros una segura luz, por decirlo así, que los alumbre un poco en los pasos oscuros, y que por sí solos no podrían tal vez descifrar con facilidad. Con esta mira, y para no verme expuesto en ningún caso a sacrificar la fidelidad a las exigencias de la forma poética, no menos que por la insuficiencia de mis fuerzas, he preferido la humilde prosa. Mi deseo es, sobre todo, hacer un libro útil».
Esto prometí al público, y esto he procurado cumplir: la crítica, a cuya benevolencia me recomiendo, porque más que nadie la necesito, dirá si lo he cumplido en efecto. […]
[XIII] Paso ahora a lo que más de cerca me interesa en este libro, que es mi traducción, la parte cabalmente de que estoy menos satisfecho. Ante todo diré que la presento sólo como un accesorio, como una especie de comentario más del texto original: por eso, contra la común costumbre, la pongo al pie de las páginas en letra chica, procurando darle, hasta [xiv] en lo material del libro, el lugar subalterno que le corresponde. […] Dos palabras, con este motivo, sobre la manera cómo entiendo yo los deberes de un traductor en general, y señaladamente los de un traductor de obras poéticas, ya en prosa, ya en verso.
Yo creo que en toda composición literaria hay que considerar principalmente estas tres cosas; el pensamiento, la dicción y aquel modo especial de envolver el pensamiento en la dicción que tiene cada autor, y es lo que constituye su estilo propio. Estas tres cosas debe conservar, en lo posible, una traducción fiel. Conservar la primera y la segunda es fácil; la tercera es dificilísimo, y tratándose de escritos en verso, mucho más. Conservar la forma poética de un autor, sobre todo si es antiguo, y conciliarla con la escrupulosa fidelidad necesaria en toda traducción, me parece punto menos que imposible: por eso no lo he intentado, y me limito a dar una traducción en prosa que, sacrificando la forma poética del original, siempre sacrificada, creo yo, aun en las mejores traducciones en verso, particularmente en escritos de alguna extensión, me deja mayor holgura para ceñirme, no ya sólo al pensamiento y a la dicción, mas al estilo propio del poeta, en cuanto lo consiente la diferencia entre la prosa y el verso. No basta, en efecto, decir lo que el poeta dice; es preciso procurar decirlo como lo dice él. Que esto es difícil, harto lo sé, pero se trabaja para vencer la dificultad. Que es imposible a veces ¿quién lo duda? En tal caso se declara francamente. Lo imposible para uno suele no serlo para otro; más aún, suele no serlo para el mismo que al principio lo juzgó tal:
Labor omnia vincit
Improbus…
[XV] De mí sé decir que esto me ha sucedido más de una vez en el discurso de mis estudios sobre los poetas latinos.
A pesar de los afanes que me ha costado, no aspiro a que mi traducción se lea de seguida y como por vía de recreo; lo que con esta mira deben leer en mi libro los que sepan algo de latín, es el texto mismo de Virgilio, y cuando se encuentren un poco atascados (permítaseme lo vulgar de la expresión en gracia de su exactitud) en la inteligencia del original, en vez de soltar el libro para consultar el diccionario o a algún intérprete, bajen los ojos al pie de la página, y vencida la dificultad, prosigan sin más molestia la lectura hasta nuevo atasco. Para valerme de una figura, acaso algo atrevida, les diré que mi trabajo no es más que una lucecita colgada al pie del texto para alumbrarle en los pasajes oscuros. Si al oportuno auxilio de mi versión deben el placer de saborear mejor el texto de Virgilio, habré llenado cumplidamente mi objeto. Repito que no aspiro a más.
Sé muy bien que no he hecho una traducción elegante: dado mi plan, esto era materialmente imposible, a lo menos para mis fuerzas. Yo me he propuesto conservar, sin más limitaciones que las que me imponen, por una parte la sintaxis y, por otra, la necesidad, forzosa a veces, de sacrificar el rigor de la letra a la verdad del sentido, todos los pensamientos del original, todas las palabras esenciales con que están expresados, todos los giros que les dan su especial colorido y su fuerza: con no menos respeto entiendo yo que debe tratarse a los grandes maestros. El traductor ambicioso, que aspira a sustituir su personalidad literaria a la del poeta a quien traduce, y a hacer figura, digámoslo así, a su lado, o acaso por encima de él, se pierde a mi juicio miserablemente. Yo le compararía de buena gana al lacayo que se viste con las ropas de su amo, y por ello presume de ser tan caballero como él.
[XVI] Se me dirá que en una versión tan estrechamente ajustada al original como yo he querido hacerla, tiene que haber desaparecido por precisión la belleza de la forma, que en los grandes poetas, y muy señaladamente en Virgilio, es lo principal. «Matad la forma, dice Victor Hugo,* y casi siempre mataréis el pensamiento. Quitad a Homero la forma y os quedará Bitaubé»; que es como si dijéramos: «os quedará Hermosilla». Desgraciadamente, así es la verdad. Harto comprendo que, a pesar de mis esfuerzos para evitarlo en lo posible, dentro de las condiciones que he impuesto a mi trabajo, la belleza de la forma poética, eso que podemos llamar fragante flor de poesía, encanto y corona de los divinos versos del cisne de Mantua, se ha marchitado, se ha evaporado de todo punto, sin duda, en mi humilde prosa castellana; humilde por ser mía, y también porque, dado mi plan, como ya he dicho, no podía ni debía ser muy levantada. Por eso he advertido, para que nadie se engañe yendo a buscar en este libro lo que no hay en él, que no me he propuesto hacer una traducción elegante, poética y agradable de leer, sino una versión fidelísima, casi literal. El trabajo que he hecho no es de los destinados meramente a la diversión, pero es de utilidad, a lo que creo; y tampoco negaré (¿a qué lo había de negar, si nadie me creería aunque lo negara?) que he procurado con vivo afán, aunque probablemente sin conseguirlo, que, a más de ser útil, proporciones honesto pasatiempo a mis lectores.
Respeto mucho las traducciones en verso, hechas con otras ideas y otro fin; convengo en que hay algunas felicísimas; pero ni me siento con fuerzas para imitarlas, ni [XVII] aunque las tuviese, lo intentaría. Francamente lo digo: preferiría emplearlas en otra cosa.
* Littérature et philosophie mêlées, prólogo del tomo I, pág. 28, edición de 1834.