Carlos Coello: «Prólogo»
El príncipe Hamlet. Drama trágico en tres actos y en verso. Inspirado por el Hamlet de Shakespeare y escrito expresamente para el primer actor Don Antonio Vico por D. Carlos Coello. Teatro Español, 22 de noviembre de 1872, Madrid, T. Fortanet, 1876, 7–12 (2.ª ed.).
Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 220–222.
La presente obra no es, como de buena fe han creído algunos, una traducción, ni siquiera un arreglo del Hamlet de Shakespeare: ambas cosas, y sobre todo la segunda, parécenle al autor punto menos que imposibles; y por más que la suposición de haberlas él llevado a cabo le honre muchísimo, no es justa, y su conciencia le manda imperiosamente rechazarla.
El príncipe Hamlet es un drama inspirado por el que escribió el Calderón inglés; y quien se pare a meditar un poco en lo que la palabra inspirado quiere decir, comprenderá sin esfuerzo que este drama es diferente del primitivo, aunque al primitivo deba su existencia, de igual modo que un hijo la debe a su padre, asemejándose a él en los rasgos fisonómicos, pero con vida propia y personalidad distinta.
Opinaba el autor del drama español cuando emprendió su penosa tarea (y hasta ahora no ha tenido motivo para variar de opinión) que era dueño el poeta dramático de tomar un pensamiento ajeno allí donde lo encontrara a su gusto, y de aprovecharse de él como mejor le pareciera, siempre que a este hecho lícito acompañase su declaración franca [8] y leal; y admirador entusiasta del vate de Stratford, se propuso seguir de lejos sus luminosas huellas, como el soldado sigue las de su jefe; para tomar parte en el glorioso combate, y morir después oscuro y desconocido.
Hacer otra cosa, lanzarse a enmendar y corregir un poema de tal valía, propósito es de que no pueda suponerse capaz al loco más rematado ni al majadero más inverosímil. Digno de execración eterna, y aún de severísimas penas corporales, sería el osado pintor que variase con su pincel las sublimes líneas de la Concepción de Murillo; pero quien trate de pintar Concepciones, ¿incurrirá en falta al recordar el divino lienzo del inmortal sevillano?, ¿y podrá dejar de recordarlo aunque se lo proponga?, ¿y merecerá por ello censura?
Enamorado yo del asunto del Hamlet, que Shakespeare tomó, según unos, de las antiguas fábulas dinamarquesas transformadas en historias trágicas por Belleforest; según otros de una tragedia compuesta anteriormente por Thomas Kyd, y que lleva el mismo título, me resolví (no sé si mal aconsejado) a escribir un drama sujeto a las necesidades de la escena española y a las condiciones especiales de nuestro público. Shakespeare, con su poderoso talento, ha dado vida para siempre a unos personajes que probablemente no la tuvieron jamás, y hoy día las figuras de Hamlet y Ofelia viven en el mundo literario como las de Pelayo o Isabel la Católica en el mundo histórico. En aquel mundo las he visto y estudiado yo; allí las he recogido; y al tratar de presentarlas en mi drama (que creería calificar propiamente llamándole histórico-literario, si de esto último tuviese un poco siquiera), no he sabido renunciar a poner en sus manos algunas de las frases que realmente pronunciaron, para dar [9] a mi humilde trabajo el sabor de la verdad y el encanto de la belleza; saber y encanto que únicamente siendo postizos podrían encontrarse en él.
Entrar aquí en un examen minucioso y razonado de mi obra, de las consideraciones que he tenido presentes para imitar tal o cual pasaje, para sustituir u omitir esta o la otra situación, acaso sería oportuno; pero no lo juzgo absolutamente necesario. Si mis frecuentes, casi continuas infidelidades a la obra que me ha servido de modelo, me acusan por sí mismas, ¿cómo voy a conseguir defenderme? En el caso contrario, ellas bastarían y sobrarían para mi defensa. Además, eso parecería tal vez, aunque no lo fuera, un conato de rebelión contra la crítica, amable, indulgente, parcial conmigo, en el mero hecho de haber fijado su atención en mí; y quien la debe gratitud, no es capaz de negarle consideración ni respeto.
Sobre lo que en las páginas siguientes hay mío y ajeno, mucho pudiera decirse. El autor no quiere, sin embargo, quitar al lector curioso que guste de emprender el cotejo, la sorpresa de advertir que no hay en ellas una sola escena traducida; que es completamente nueva toda la marcha de la acción; nuevo gran número de situaciones y no pequeño de caracteres, y nuevo, en fin, el diálogo en su parte más considerable. Y no quiere quitarle esa sorpresa por dos razones: la primera, criminalmente egoísta; la segunda, altamente generosa. A saber: que sigan creyéndose de Shakespeare el mayor tiempo posible, y entre la mayor cantidad posible de personas, pobres creaciones mías, que, como el vidrio, únicamente han de brillar mientras el sol se refleje en ellas; y que se vulgarice el conocimiento de una de las obras más notables que ha producido el ingenio humano, [10] poco conocida en España, fuera del cortísimo número de individuos que aquí se dedica con afición y gravedad a los estudios literarios.
Satisfecha esta necesidad enojosa, tócame ahora cumplir una obligación agradable, dejada de propósito para lo último, porque para lo último se deja siempre lo mejor: declarar y consignar mi más profundo agradecimiento a los que me han ayudado a salir, con honor, al menos, de tan arriesgada empresa; agradecimiento que, si quedara tan bien impreso en ellas como lo está en mi alma, sería suficiente a hacer inmortales unas páginas condenadas a perecer.