Galiano_1835

Antonio Alcalá Galiano y Vicente Salvá: «Advertencia»

Antonio de Capmany, Arte de traducir el idioma francés al castellano, compuesto por D. Antonio Capmany. Revisto y aumentado ahora por D. Antonio Alcalá Galiano y por el editor Don Vicente Salvá. Edición copiada de la que se ha publicado últimamente en París, París, Librería de los SS. D. Vicente Salvá e Hijo, 1835, 5–14.

Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 147–150.

 

Cuando publicó la siguiente obra el erudito y laborioso D. Antonio de Capmany, aún no había hecho el profundo estudio de la lengua castellana que después le granjeó tan distinguido lugar, y dilatada y bien merecida fama en el orbe literario; señaladamente dentro de su patria, donde todavía es venerado como autoridad de gran peso en materia de dicción correcta y castiza. Pero, por otra parte, se hallaba entonces libre de ciertos resabios y temas, que en sus últimos años le dominaron e influyeron en su juicio y estilo; cuando, enamorado de nuestros escritores por su frecuente lectura, y exacerbado con los franceses por causas, en parte literarias, en parte políticas, dio en recomendar y remedar las faltas, no menos que los primores de las antiguas obras españolas; en menospreciar la lengua francesa harto más de lo debido; en condenar ciertas frases y metáforas solo porque las usan nuestros vecinos, y en escribir con un tanto de violencia y afectación (perdiendo por el miedo de contaminarse de galicismos, y el [6] deseo de acertar con el tono de los buenos autores [iv] castellanos) la fluidez y naturalidad, que son prendas indispensables de toda buena composición. Por lo cual su Arte de traducir está exento de las faltas de que adolece su Diccionario, señaladamente en el prólogo; y aunque muy inferior a este en mérito, tiene el suficiente para servir de guía a los traductores que no están bien adiestrados en su oficio, razón que nos ha movido a reimprimirlo, bien que con notables enmiendas y adiciones.*

Es general motivo de queja que abundan entre nosotros las malas versiones de libros franceses para vergüenza y corrupción de la buena [7] habla castellana; y forzoso es confesar que estas quejas, si bien demasiado ponderadas, no carecen de fundamento. Mas no crean los que tanto se duelen y lamentan de la plaga de malas traducciones como mal peculiar de nuestro idioma patrio, que faltan en otros países traductores torpes y ramplones, tan olvidados, ni más ni menos, de sus respectivas lenguas, como lo están de la castellana nuestros escritores adocenados, que pecan a menudo de ignorancia, y otras veces de ligereza o malicia, llevándolos el anhelo de una ganancia pronta, a excusarse el trabajo y lima con que pudieran haber hecho sus versiones menos imperfectas. En general son malas todas las [8 ] traducciones; ni hay quien vaya a estudiar en ellas su idioma nativo. Los escritos cuyo mérito está cifrado en la doctrina que contienen, son útiles aunque estén mal traducidos, si bien valiera más que lo estuviesen con acierto y corrección; y en las obras de imaginación, ya sean en prosa, ya en verso, nunca puede la copia llegar al original, ni presentar de él una idea cabal y viva, por más que conserve y trasmita sus invenciones e imágenes, desnudas empero del estilo y dicción que les dan su principal realce. Las traducciones literales, dice el insigne escritor francés Carlos Nodier, citando a su amigo Dassault,** son trovas o parodias, y las versiones literarias o parafrásticas, copias engañosas. De aquí tal vez podrían inferir los lectores, que más valdría no traducir, si es imposible traducir bien, y que por lo mismo viene a ser inútil la siguiente obra; mas, como al cabo es cierto que conviene hacer a cada país participante de las preciosidades literarias de los demás, por más que lleguen averiadas y menoscabadas, al tiempo de trasportarlas, bueno será ir indicando el modo, por donde pueda llevarse a efecto la traslación con el menor daño posible de los objetos originales.

[9] Sería una traducción perfecta la que nos representase una obra tal cual la habría compuesto su autor, si hubiese escrito en la lengua del traductor; pero claro está que semejante versión es casi imposible, pues supondría en aquel y este igualdad, y hasta identidad de talentos, de estudios, de hábitos, en suma, de cuanto contribuye a formar el carácter y estilo de los escritores. Por lo mismo será la mejor traducción aquella que más se aproxime al modelo que acabamos de bosquejar en la mente, confesando la imposibilidad de verlo alguna vez realizado.

Más votos junta a su favor el método de versiones parafrásticas, al paso que en la práctica [vi] reina el uso de las traducciones ajustadas o literales, menos por propósito deliberado de los traductores, que por sus escasos alcances o saber, y por su ninguna diligencia. Por cuya razón irritados los preceptistas de ver tanta traducción mala, y notando que pecan casi todas por conservar la sintaxis del original con grave perjuicio de la lengua en que está hecha la copia, caen en el extremo de recomendar las traducciones libres; doctrina en cierto grado errónea, y en todas ocasiones arriesgada, con paz sea dicho de los buenos críticos que la promulgan y sustentan.

Escandalícese quien se escandalizare, una [10] traducción debe tener cierto sabor al original, si ha de dárnosle en toda su sazón y con su gusto vivo y perfecto. El estilo de un autor no es otra cosa que sus pensamientos expresados conforme a sus estudios, ingenio e índole; y aquellos y esta son producto del tiempo en que vive, de la tierra que habita, de la fe que profesa, de las leyes a que está sujeto, de la sociedad en que pasa sus ratos perdidos, y del gusto literario e ideas reinantes entre sus coetáneos, a las cuales se acomoda hasta el novador más atrevido, pues en ellas tiene que hacer hincapié para saltar a sus más arrojadas innovaciones. Si esto es el estilo, del cual forma una parte principal la dicción, ¿cómo es posible que un traductor se ponga en lugar del autor cuya obra vierte, cuando le separan de él país, leyes, usos, costumbres, talento y carácter?

No menos que los estilos, se van alterando las lenguas con el transcurso de los tiempos y las mudanzas del mundo; y así hasta en la francesa, la más correcta, o la más esclava de todas, han ocurrido variaciones muy notables, señaladamente en nuestros días. Cotéjense las Memorias del cardenal de Retz, escritas ya en tiempo en que estaba fijado su idioma nativo, y escritas en lenguaje elegante y puro, con cualquiera de las infinitas memorias de [11] nuestros contemporáneos y véase si no usan un estilo y dicción en extremo diferentes.

¿Cómo, pues, ha de verter un traductor español a Montesquieu o a Rousseau, y menos todavía a Benjamin Constant, a Mma de Staël, o a Chateaubriand en el lenguaje de Granada, León o Cervantes, ni siquiera en el de Saavedra Fajardo? Eso pretenden, sin embargo, algunos preceptistas, y a ello se inclina nuestro Capmany, de lo cual es prueba la doctrina que asienta (muy consentida, y no por esto muy cierta) de que a nuestra lengua convienen los periodos largos o el estilo oratorio, al paso que en la francesa son preferibles los períodos cortos o el estilo truncado.

Fácil es probar que no es fundada esta creencia. ¿Por ventura usan Fléchier, Massillon o Buffon de períodos cortos, como Voltaire y Montesquieu? O ¿son los de Saavedra y Quevedo, y aun los de algunos autores castellanos del siglo XVI, de tan largas dimensiones, como los de fray Luis de León y Cervantes? Y ¿conservaría su verdadero carácter El espíritu de las leyes en períodos largos? Pues que en un autor que sabe su oficio, ¿es la distribución y extensión de los períodos obra de mera voluntariedad, o nace por el contrario forzosamente del modo en que concibe e intenta expresar sus pensamientos?

[12] Lo mismo que de los períodos puede y debe decirse de ciertas metáforas, condenadas sin razón por algunos puristas*** como ajenas de nuestra lengua castellana. Pues si bien es cierto que en algunos países, por consecuencia de los hábitos y estudios que allí dominan, reinan ideas, de las cuales nacen las figuras de estilo y dicción más comúnmente usadas; no lo es menos que el uso de las diversas metáforas, indica, más que la tierra, la época, ocupaciones y genio de los escritores. Porque nuestros antepasados las fuesen a buscar en la medicina galénica o en la astrología y alquimia, únicas ciencias, si tal nombre merecen, que ellos cultivaban; ¿habremos de desechar como extranjeras las imágenes tomadas de las ciencias físicas y matemáticas, objeto de nuestros presentes estudios; especialmente cuando [13] traducimos obras, en donde el autor manifiesta el influjo que la lectura propia ha tenido en la formación de sus conceptos y frases?

Igualmente hay puristas a quienes repugna la introducción de vocablos nuevos para expresar ideas nuevas. Este es, si cabe, error más craso que los anteriores. Tanto valdría negar el derecho de entrada y naturalización a voces que expresan ideas, ya metafísicas, ya políticas, ignoradas de nuestros mayores; como no haber dado a la quina o al hidrógeno, a la pólvora o al chocolate, a los fusiles u obuses, a las muselinas o rasos, los nombres que ahora llevan, prefiriendo designarlos por circunloquios o nombres de otras sustancias, o por los de artefactos anteriormente conocidos.

Y no infiera de lo dicho un lector superficial y precipitado que es el intento de estas observaciones abogar la causa de los malos traductores; que si tal fuese, no había para qué reimprimir, como lo hacemos, el Arte de traducir de Capmany. Lo que aquí se pretende es señalar los precipicios en que puede caer quien, temeroso de perder la buena senda por un lado, se arrimare demasiadamente al opuesto, y con su deseo de hablar castellano puro, se olvidara de su obligación de traductor, la cual consiste en dar una representación del original, la menos imperfecta posible.

[14] Reasumiéndonos, pues, diremos que en nuestro sentir debe un traductor conservar al original su carácter y estilo, y hasta cierto punto la estructura de sus frases; adoptar sus mismas figuras, y expresar las cosas e ideas nuevas con palabras nuevas; mas no por eso viciar la sintaxis de la lengua propia, ni apelar al vocabulario extranjero, cuando hay en el nativo vocablo correspondiente; ni en ocasiones donde conviene usar una voz nueva, dejar de acomodarla en su construcción y eufonía a la índole y tono general de su idioma patrio.

Para lograr estos fines, repetimos que es útil la siguiente obra. Sin duda que a su lectura debe agregar el traductor un estudio profundo de ambas lenguas, la del original y la propia, como también un conocimiento cabal de la materia de que trate el escrito; mas al cabo este manual puede refrescar en su cabeza ciertas especies, recordarle frases olvidadas, e indicarle otras no conocidas; en una palabra, abreviarle y facilitarle su tarea. Y para los traductores comunes, que trabajan casi a ciegas y a destajo, es más palpable su utilidad, pues con ella en la mano podrán más fácilmente seguir la sintaxis de su lengua, en vez de conservar intacta la del original, del cual suelen no traducir más que las palabras, y muchas veces con poca exactitud.

* Después de las que había practicado en la obra D. Antonio Alcalá Galiano, me ha parecido necesario, al reverla antes de proceder a su reimpresión, hacer muchas otras; pero no hubiera podido efectuarlo en medio de las ocupaciones que me circundan, si mi amigo D. Luis Lamarca no me hubiese facilitado gran parte del trabajo con su examen y apuntes. Si podían hacerse grandes mejoras en las frases españolas, no había menos que rectificar en las francesas, pues algunas no lo eran, otras se han hecho ya anticuadas, y en muchas faltaba la segunda negación o estaba equivocado el género. Con todo, era difícil que me atreviese a suprimir ninguna, ni a corregir las defectuosas, a no estar guiado por una persona tan inteligente en el idioma francés, como lo es D. Juan María Maury. He cuidado sí de notar con un * todas las frases, artículos o párrafos, así los enteramente nuevos, como los que han recibido una alteración esencial; con lo que además de advertirse al instante las diferencias entre esta edición y las otras, no se imputarán a Capmany los errores que haya en lo que se ha añadido o variado ahora. La continua repetición de los asteriscos hará ver el lector que no se ha puesto poca fatiga para esta refundición, y que he estado muy lejos de imitar a los que se contentaron diez años atrás con reimprimir este libro en Barcelona, mejorándolo poquísimo sobre su primera edición, publicada en Madrid el año de 1776.

** Prólogo a la edición del Nuevo Diccionario francés y español, impreso en París, el año 1826.

*** En uno de sus caprichos o manías condenó Capmany en las Cortes de España de 1810 el uso de la voz miembros, para designar a los diputados. Con todo, la voz es castellana, y la metáfora, más inglesa que francesa, en nada opuesta a la índole de nuestro idioma. ¿No decimos cabeza de la Iglesia al papa, siguiendo la misma figura? ¿No llamamos cuerpo a una agregación de personas? Pues ¿por qué razón no ha de ser buen castellano dar el nombre de miembros a las partes componentes de un cuerpo figurativo?