Gómez Hermosilla 1831

José Gómez Hermosilla: «Discurso preliminar»

Homero, La Ilíada de Homero, traducida del griego al castellano, Madrid, Imprenta Real, 1831, I, III-XXXVI.

Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 89–92.

 

[XXIV] De mi traducción. No repetiré aquí lo que otros muchos han alegado en defensa de las suyas: esto es, que el hacer una buena traducción es más difícil de lo que ordinariamente se cree; que esta dificultad es tanto mayor cuanto más bien escrita esté la obra que se traduce; que se aumenta sobremanera cuando la traducción se hace del griego, o del latín, a alguna de las lenguas vulgares; y que llega a lo sumo cuando el autor que se quiere traducir es un poeta, y se le traduce en verso. Todo esto es muy cierto; pero si la traducción es mala, no disculpa al traductor. Porque antes de acometer la empresa, debe ya conocer todas las dificultades que ofrece; y si no se siente con fuerzas para vencerlas, hasta cierto punto a lo menos, debe renunciar a ella. Además, publicar una traducción es someterla al juicio de los inteligentes; y si estos la condenan, no hay apelación de su fallo. Es, pues, inútil anticipar su apología. Si es buena, no necesita de prólogo galeato; si es mala, cuanto se diga en su elogio servirá para hacer ridículo al traductor. Así, respecto de la mía, solo haré a los jueces algunas advertencias para que puedan fallar con conocimiento de causa.

[XXV] Primera. Está en verso, porque los poetas no deben traducirse en prosa cuando se traducen para que se conozcan e imiten los primores de su estilo. Las traducciones en prosa solo pueden servir para facilitar la inteligencia del texto a los que aprenden la lengua en que fue escrito, o a lo más para dar idea del contenido de la obra a los que solo han de leerla en aquella traducción. En ella verán, sí, lo que en sustancia dijo el autor, los hechos y el fondo de los pensamientos; pero no verán la manera con que debería decir aquello mismo un poeta que escribiese en la lengua del traductor. Y esto es cabalmente lo más útil, y lo que debe enseñarse en las traducciones.

Y si aun traduciendo en verso los poetas, y aun suponiendo que la traducción salga buena, todavía ha de quedar la copia muy inferior al original, porque igualarle, si fuere griego o latino, es humanamente imposible, ¿qué será traduciéndolos en prosa, aunque sea de la que llaman poética; expresión por otra parte que bien analizada presenta un sentido absurdo, o como dicen los escolásticos, implica contradicción? En efecto, si, como todos saben, en el lenguaje poético pueden emplearse con cierta parsimonia palabras, frases, construcciones, perífrasis, licencias e inversiones no usadas ni permitidas en prosa, es evidente que esta [xxvi] nunca puede ser poética, porque nunca puede admitir una multitud de cosas que admite y aun exige el lenguaje de las musas. Y esto es tan cierto, que si alguno escribiese en prosa verdaderamente poética sería el peor de todos los escritores. Porque escribiendo en prosa emplearía palabras, frases, construcciones, licencias, perífrasis e inversiones solo autorizadas en los versos. […] [XXVII] Reconózcase, pues, que no hay ni puede haber prosa rigorosamente poética, y que esta expresión, si ha de ofrecer un sentido racional, no puede significar más que «prosa tan elegante como pueda serlo sin dejar de ser prosa». Por consiguiente, al traducir los poetas no puede suplir por los versos, los cuales, además de la medida, tienen ciertos privilegios de que ella no puede usar; y por esta razón la han llamado algunos villana o plebeya.

Segunda. Está en endecasílabos libres: endecasílabos porque los versos castellanos de menos sílabas no se usan ni deben usarse en los poemas épicos; y libres por las siguientes razones.

1ª. Solo este metro es el que hasta cierto grado puede tener toda la flexibilidad de los hexámetros griegos y latinos, y el único que permite dar a los versos de la traducción el corte de los originales cuando así lo pida la intención manifiesta del autor.

2ª. En versos consonantes, de cualquier modo que se combinen, es imposible traducir fielmente [xxviii] el original. Haga la prueba el que guste, y verá que empleando el consonante, ya en versos pareados (insufrible martilleo) ya en tercetos (buenos para imitar los dísticos griegos y latinos, pero malísimos para traducir los hexámetros puros) ya en cuartetos, o llámense redondillas de arte mayor (poco usados, y que además tienen uno de los dos inconvenientes del romance endecasílabo de que luego hablaré) ya en sextetos como los italianos (que sería menos malo) ya finalmente en octavas (que sería lo mejor) tiene que parafrasear el original a cada paso. […] Sin embargo, como el ejemplo del Tasso, Camoens, Ercilla y otros prueba que en octavas pueden escribirse epopeyas que se lean con placer, no negaré que salvo este defectillo de la constante distribución [XXIX] de la obra en porciones simétricas, y de la uniformidad que de ella resulta en el mecanismo de la versificación, en lo demás puede cualquiera adoptar la octava, y acaso otra combinación de versos consonantes, si escribe un poema épico original. Porque, dueño entonces de la materia, puede elegir o desechar los pensamientos principales, según que le parezcan más o menos a propósito para producir el efecto que desea; modificar a su gusto los ya elegidos añadiendo o quitando ideas secundarias, según que se presten o no a la expresión poética; y de consiguiente, suprimir en las frases las palabras que no convienen al verso. Pero por lo mismo es evidente que el fiel traductor nada de esto puede hacer. Los pensamientos en general, las ideas particulares modificadas según quiso el autor, el orden en que aquellos deben sucederse, las formas oratorias, las expresiones de la lengua original, y hasta la distribución de la obra en párrafos y cláusulas; todo le está dado, y nada puede alterar sustancialmente. Al elegir las frases que en su lengua corresponden a las del texto, y al colocar las voces para que resulte el verso, tiene alguna libertad; pero al fin sus expresiones deben decir ni más ni menos que las del original, o su traducción será como las bellas infieles de Ablancourt. Véase, pues, si con esta sujeción podrá nadie componer octavas como las del Tasso, sin hacer unas veces que su autor diga lo que no pensó en decir, y sin omitir otras lo que expresamente dijo.

[XXX] 3ª. Aunque en el romance endecasílabo se pueden conciliar hasta cierto punto la fidelidad y la buena versificación, siempre quedan dos defectos inevitables: la constante y uniforme división de toda la obra en estrofas simétricas demasiado cortas, y la monotonía de una misma asonancia en cada libro.

4ª. Emplear la silva, como han hecho los dos traductores de Milton; traducir en versos libres la parte narrativa y en octavas las arengas, como hizo Hernández de Velasco; terminar cada párrafo en dos versos pareados, como imaginó García Malo; o alternar el romance endecasílabo con octavas, reduciendo en estas a riguroso consonante el mismo asonante del romance, como propuso, y ejecutó con el primer libro de Los mártires, un anónimo en 1816, es siempre poner al poeta que se traduce casaca de dos colores, o vestirle de arlequín. El poema épico serio exige un solo metro desde el principio hasta el fin, y una manera constante de combinar los consonantes si los tuviere. Así, tampoco pueden emplearse los endecasílabos arbitrariamente aconsonantados, respecto de los cuales hay otra razón muy poderosa; y es que los consonantes, si no se corresponden entre sí a cierto periodo fijo más o menos largo, es decir, si no están combinados con sujeción a una ley determinada y constante, hacen mal efecto; son como los bajos en la música, si se reparten sin orden. No queda, pues, para traducir las epopeyas griegas y latinas otro género de metro que los [xxxi] endecasílabos sueltos, y en él está traducida la Odisea por Gonzalo Pérez. […]

[XXXIV] Tercera. Estando destinadas las notas que se encontrarán al fin del tomo último a justificar la traducción en aquellos pasajes en que pudiera ser censurada, bastará decir ahora que está hecha con la más escrupulosa fidelidad, sin haberme tomado otra licencia que la de suprimir los epítetos de pura fórmula o notoriamente ociosos, y añadir algunos que me han parecido necesarios. En lo demás, no he omitido un solo pensamiento del autor ni le he prestado ninguno mío, y he dejado [XXXV] los suyos en el mismo orden en que se hallan colocados; he conservado igual número de cláusulas cuando alguna de ellas no resultaba demasiado larga; no he variado las formas oratorias, sino tres o cuatro veces en que la interrogación o exclamación era más enérgica que la simple afirmación; y hasta en la construcción gramatical de las frases he seguido la sintaxis griega, siempre que lo ha permitido el genio de la lengua castellana. Y que así sea, lo reconocerá el que se tome la molestia de comparar mi traducción con el texto, o con la versión interlinear latina, la cual sin embargo en muchos pasajes pudiera ser más exacta. Sobre todo, he procurado dar a la traducción el carácter de sencillez y naturalidad que distingue a Homero de los demás escritores profanos, antiguos y modernos.