Iriarte 1805

Tomás de Iriarte: «Prólogo»

Virgilio, Los cuatro primeros libros de la Eneida de Virgilio, traducidos en verso castellano en Colección de obras en verso y prosa de D. Tomás de Iriarte, Madrid, Imprenta Real, 1805, III, vii-xxii.

Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 207–210.

 

[ix] A cualquiera que se halle en estado de leer y entender con fruto la Eneida [x] en su original no aconsejaré la estudie en traducción alguna y menos en la mía, porque estoy firmemente persuadido de que aun en la mejor que sea posible hacer perderá gran parte de su fuerza. El mismo Virgilio sería inferior a sí propio si hubiese escrito en cualquiera de nuestras lenguas modernas, sembradas a cada paso de artículos y preposiciones con que se ven precisadas a suplir los casos, entorpecidas con embarazosos verbos auxiliares, escrupulosas a veces en lo que no debían serlo, tímidas en el uso de las figuras, limitadas en la variedad de las inversiones y, finalmente, escasas de locución poética, aunque entre en el número la toscana, que es a la verdad entre todas las vivas la que más abunda en frases propias de la poesía y la que más licencias permiten en la versificación.

La poesía de los latinos, imitadores de los griegos, gozaba privilegios de [xi] que no puede valerse la nuestra sino en raras ocasiones y con extremado pulso. Distinguiendo muy notablemente el estilo poético del de la prosa, el lenguaje de los dioses del de los hombres, empleaba gran número de tropos, que sin oscuridad o afectación no es fácil acomodar a nuestros idiomas. Y ¡cuánto no ayudaba también a Virgilio la abundancia de su lengua! Llama v. gr. a Júpiter Pater, Parens, Genitor, Sator, y a estos cuatro nombres no podemos dar otro equivalente que Padre. Lo que acá decimos generalmente mirar se aplicaba entre los latinos por medio de un gran número de verbos […] que determinaban [xii] con diferencias específicas los distintos y particulares modos que hay de mirar; diferencias que no pueden expresarse en nuestras lenguas sin un molesto perifraseo. Hasta la conjunción y, que forzosamente se ha de repetir con frecuencia y que en castellano, por no haber otra que exactamente pueda ponerse en su lugar, debe fastidiar el oído, tenía en latín la facilidad de variarse con et, ac, atque, que, &c. como también se variaba la conjunción o con aut, vel, seu, sive, &c. […]

[xiv] Los modernos, sin ser tan sublimes en lo principal, gustamos de ser más delicados en lo accesorio; y un traductor de Virgilio está expuesto a que le ridiculicen lo que en el propio Virgilio nadie se atrevería a ridiculizar.

Pero no es el mayor empeño de quien escribe una versión de esta naturaleza precaver la crítica que sobre semejantes puntos pueda hacérsele. Lo principal es haber de expresar la fuerza y la dignidad de la dicción de Virgilio en una lengua que, por más bella que sea y abundante que parezca, no puede competir con la de los romanos manejada por tan [xv] singular poeta. ¡Cuántas veces es violento y afectado en nuestro idioma lo que en el latino es natural y corriente! Y ¡cuántas sucede que un solo vocablo de aquella lengua, aunque no sea más que una partícula, nos obliga a usar una larga circunlocución que a primera vista parece voluntaria redundancia y nadie conoce la necesidad de ella sino el mismo que se pone a traducir la más clara y sencilla frase!

Por otra parte, las ideas de religión, según la mitología de los gentiles, sus ritos, sacrificios y observancias supersticiosas, las costumbres públicas y privadas, consiguientes a su especie de gobierno y a su educación, las armas, trajes, muebles, nombres de países y, en ocasiones, hasta el modo de pensar se diferencian tanto de lo que hoy está en uso que, aun cuando el traductor, a costa de increíble estudio, lo explique todo con la mayor exactitud posible, siempre [xvi] es indispensable ser oscuro en muchos lugares y cuando esto suceda, puede el que traduce estar bien persuadido de que el vulgo de los lectores le atribuirá siempre la culpa de la falta de claridad y nunca al original de Virgilio. Pero algunos habrá menos injustos que se trasladen con la imaginación a aquellos tiempos y se conformen con no entender algunas cosas o, si desean entenderlas, se apliquen a los libros que tratan de la historia antigua griega y romana.

Mi ánimo, pues, ha sido únicamente dar a los que no se hallan en estado de instruirse y recrearse con la lectura de Virgilio la más puntual idea que he podido de original tan apreciable, tomándome en mi versión menos licencias que los traductores que conozco y he examinado con la debida imparcialidad. Si el éxito no corresponde a mis anhelos, no pretendo se atribuya enteramente a la inferioridad de nuestra lengua [xvii] respecto de la latina, sino en gran parte a la inferioridad de mi talento respecto del de Virgilio y a la suma dificultad que de suyo tiene la empresa aun para hombres de elevado ingenio.

La traducción de los cuatro primeros libros de la Eneida que en este volumen publico ha sido fruto de tres meses de soledad y sirvió de distracción o alivio en una convalecencia que duró todo aquel tiempo. Me prometía poder continuar la obra hasta concluirla, pero habiéndomelo impedido absolutamente ya otras ocupaciones de superior obligación, ya nuevas y frecuentes dolencias, debo ahora contentarme con ofrecer traducida la tercera parte de este largo poema solo como una muestra y a fin de tantear (digámoslo así) el gusto de nuestro público literario. Si por fortuna le mereciese aceptación me animaré a proseguir, aprovechando todos los ratos en que la salud y el ocio me [xviiii] sean favorables, porque a este especie de versos, más que a otra alguna, conviene muy propiamente aquella práctica observación de Ovidio:

Muy mal fluyen los versos si al poeta

Faltan ocio, retiro y mente quieta.

Aun logrando estas indispensables proporciones y pudiendo dedicar años enteros a la empresa de traducir a Virgilio, conocerá quien la tome a su cargo lo difícil del acierto. Desde luego le acobardará el molesto afán de examinar con atención los infinitos comentadores, sin cuyo auxilio no es capaz un hombre solo de apurar las dificultades que ocurren en los lugares dudosos o viciados. Mil veces le afligirá la consideración de que aun lo que más correctamente haya [xix] traducido agradará a muy pocos, respecto de que al mayor número de lectores apenas interesa hoy un poema cuyo asunto es la fundación del ya extinguido imperio romano. Le desalentará mil veces el gran número de traductores que han aspirado a hacer hablar a Virgilio en todas las más cultas lenguas modernas, y así como lo que los han trasladado ya con elegancia y exactitud debe inspirarle justa desconfianza de poder igualarlos, así también las imperfecciones que en ellos se notan no pueden menos de infundirle un continuo temor de incurrir en otras semejantes. Si confiesa que los traductores de una misma nación que le han precedido desempeñaron con acierto su tarea, reconoce tácitamente que es inútil la que de nuevo emprende. Si opina que las versiones antiguas son en gran parte defectuosas, se ve precisado a demostrar en qué y por qué lo son; [xx] y como esto no puede y no debe asegurarse con proposiciones absolutas, sino fundarse en muchos y palpables ejemplos de graves yerros cometidos por los traductores, ya le es indispensable no solo parecer prolijo, sino incurrir en la nota de censor acre y (lo que es peor) en la de envidioso, porque son los menos los que saben distinguir la noble emulación de la baja envidia y una crítica convincente de una invectiva rencorosa. Sobre todo, tendrá seguramente contra sí el numeroso gremio de los que, graduando la estimación de las obras por la antigüedad de su fecha, respetan como un sagrado que a nadie es lícito violar cualquier libro que para contrapesar sus defectos no tenga otra recomendación que lo que el conde Algarotti llamó misera riputazzione de l’antichità.

[xxi] El cuidadoso examen de las varias traducciones que he tenido presentes, cuales son las toscanas de Aníbal Caro y Ambrogi, las francesas de Segrais, Catrou y Desfontaines, la inglesa de Dryden, la portuguesa de Barreto y las castellanas de Gregorio Hernández de Velasco, de don Juan Francisco Enciso Monzón y otra hecha en prosa, que reimprimió en Valencia don Gregorio Mayans, atribuyéndola por meras conjeturas al maestro fray Luis de León, me ha dado motivo para hacer copiosas observaciones, que acaso llegarán a publicarse en ocasión más oportuna. Así estas, como algunas notas muy conducentes a la perfecta inteligencia de ciertos lugares de Virgilio y la explicación de los principales nombres propios de personas y países, no menos que de las más oscuras alusiones en que abunda la Eneida, quedarán reservadas para cuando [xxii] me sea posible dar a luz mi traducción ya completa y corregida de nuevo con toda aquella escrupulosidad que yo quisiera y que nunca será bastante en obra tan delicada.