Menéndez Pelayo 1886

Marcelino Menéndez y Pelayo: «[Carta dedicatoria al] Sr. D. José Alcalá Galiano»

Poemas dramáticos de Lord Byron: Caín – Sardanápalo – Manfredo, Madrid, A. Pérez Dubrull, 1886, XVXXXVI.

 

[XV] Mi querido amigo: Su carta de V. cariñosísima, ha sido para mí algo semejante a una resurrección. Allá, cuando yo cursaba las aulas (no hace mucho tiempo, porque no soy viejo), oía sonar entre los nombres de los poetas castellanos de más crédito y fama el nombre del valiente poeta de las odas Al túnel del Mont–Cenis y Al Coliseo Romano; del fácil y amenísimo poeta de El estereoscopio social. Decíase entre todos los aficionados a estos estudios que el tal poeta había traducido a Leopardi, siguiendo tan de cerca al original, que casi le había bebido los alientos: añadíase que su genio explorador y aventurero de nuevas tierras y conquistador de [XVI] ellas para el arte nacional, había dado alta muestra de sí traduciendo en años todavía muy juveniles el Manfedo, de Byron, con tal exactitud y perfección, que desalentaba toda competencia. Y era, en fin, rumor público que existían de su mano traducciones de las Geórgicas (para lo cual no tenía que buscar fuera de su casa ejemplo que seguir o emular), y de Schiller y de otros poetas, así líricos como dramáticos, así antiguos como modernos; pero todos ellos pertenecientes a la raza de los inmortales.

Luego este poeta se alejó de nosotros; de tiempo en tiempo oíamos su nombre, y aun lográbamos tal cual inspiración de su numen, firmada en las regiones clásicas, o en la tierra que habitaron los patriarcas, o entre las brumas escocesas: sus buenos amigos no podíamos apartar de la memoria aquella inspiración franca y aquel genial desembarazo y alta cultura, que tanto contrastaba con el abatimiento y decadencia, cada día más visibles, de nuestra poesía lírica, tan postrada hoy, si no en las formas externas, por lo menos en lo que toca y pertenece al fondo y a la médula del pensamiento, que, bueno o malo, torcido o derecho, debe tener, para que merezca el título de poético, una elevación y un temple que en vano buscamos en la mayor parte [XVII] de los versos más o menos elegantes que tenemos costumbre de leer en España.

Al fin el poeta despertó, y ¡de qué manera tan brillante! Quiera Dios que este despertar sea principio de nueva y más enérgica acción, y no intervalo para otro más largo y más profundo sueño. Como aquel que, habiendo dejado enmohecer por largo desuso sus fuerzas musculares, intenta renovarlas, y prepárase a nueva fatiga por medio de artificiales ejercicios gimnásticos, el poeta lírico que yo conocí y admiré en otros tiempos, se presenta al vulgo de los lectores españoles como un principiante o como un desconocido, con un tomo de traducciones. Otras vendrán después, y, sin duda también, en pos de ellas, los versos originales del poeta, unos inéditos, y otros (doloroso es confesarlo) tan desconocidos como si inéditos estuviesen.

En este procedimiento resplandece la modestia, dote que siempre ha enaltecido a V., y que tanto contrasta con el general engreimiento de los versificadores, capaces de dar lecciones de arte, no ya a lord Byron, sino al mismo Homero, o al mismo Píndaro que se les ponga por delante. V. presenta desde luego como principal título a la estimación de los que saben admirar las cosas bellas, su admiración hacia los grandes maestros [XVIII] del sentir y del expresar armoniosamente lo sentido, Y como persona culta y bien educada que es, no se introduce bruscamente en una sociedad, de la cual, por su largo alejamiento, ha llegado a creerse extraño, sino que busca, para la ceremonia de la presentación, el amparo de un gentleman tan cumplido como el autor de Caín, de Manfredo y de Sardanápalo. El que no respete en las letras semejante aristocracia, ¿cuál ha de respetar?

Sean bien venidos, pues, los tres interesantes criminales que V. ha vestido a la española, y que vienen, con todo el alto aliento que les comunicó su autor sajón, a llamar a las puertas del arte castellano. Sus excesos, sus crímenes, sus desesperaciones y sus blasfemias, necesitan poca excusa, y pasarán sin ceño, aun de los más timoratos y severos. Son blasfemias, audacias y desesperaciones líricas, de las cuales Dios les habrá pedido seguramente cuenta, pero que apenas nos asustan al lado de la blasfemia razonadora y científica que hoy suena por todas partes. Byron no es ya para nosotros aquel poeta satánico o endiablado que llenaba de terror a nuestros padres. El maniqueísmo casi infantil de Caín, la ciencia taumatúrgica de Manfredo, mucho más próxima a la fe que a la duda, ¿qué [XIX] efecto han de hacer en ánimos en quien no hayan hecho mella la áspera lima de la crítica kantiana, o la desesperación objetivada de los pesimistas, o el hacha brutal de la negación positivista? ¡Ah, mi querido amigo! Las cosas han andado tan de prisa, que el Satanás de la poesía de Byron y aun de la de Shelley, comienza a perder las uñas y las garras, y no faltan por el mundo críticos y filósofos que a uno y otro poeta británico los tengan por espíritus detenidos en un período de evolución inferior, y, en suma, poco menos que por teólogos, teólogos demoníacos, si se quiere, pero al fin teólogos, es decir, hombres de cuyas mentes jamás se borró del todo la impresión de lo absoluto y de lo eterno. […]

[XXVII] Estos son los tres poemas que V. nos da traducidos, y si voy a decir lo que pienso, nunca Byron se ha visto tan bien interpretado en castellano: interpretado, no sólo en cuanto al sentido general, sino en los mismos ápices de la dicción, con fidelidad casi supersticiosa. Quisiera yo ver a los partidarios de las traducciones en prosa (que abundan en España, y no por otra razón, sino porque en España apenas se lee más que en francés, y los franceses, por desgracia grande de su lengua y de su tristísima métrica, no tienen más remedio que traducir en prosa, si quieren ser fieles); quisiera yo verlos, digo, con el texto de lord Byron por delante, [XXVIII] empeñados en trasladar con más concisión y con más exactitud que V. cualquiera de los pasajes de este libro. Entonces, y sólo entonces se convencerían de lo vano y sofístico de su argumentación, y entonces afirmarían, como afirmo yo, que los poetas sólo en verso pueden y deben traducirse, a condición siempre (esto por sabido debe callarse), de que sea un poeta el traductor. Previa esta cualidad, sin la que nadie debe atreverse, ni en verso ni en prosa, a tocar con manos profanas el arca sagrada de la poesía, ¡cuántos recursos proporciona nuestra lengua poética al traductor que sabe su oficio! ¡Cuántos modos rápidos de decir las cosas, cuántas inversiones felices que la prosa no conoce ni tolera, cuántas audacias de construcción puede permitirse, cuánta poesía de estilo! Yo sé que en España este trabajo no logra estimación ni aplauso; pero sé también que en otras partes no acontece lo propio: sé que Leopardi y Foscolo han dejado quizá mayor número de versos traducidos que de versos originales: sé que Monti debe la mayor parte de su fama de poeta a su traducción de la Ilíada (más hermosa que fiel), y sé, por último, que este mismo Byron, de quien venimos tratando, no tuvo á menos ejercitarse con repetición y ahínco [XXIX] en este género de tareas, como lo prueban, no ya sólo sus Hours of Idleness, y demás poesías de su juventud, donde hay versiones de Virgilio, de Catulo, de Horacio, de Anacreonte, etc., sino las que en edad madura hizo (y por cierto de una manera insuperable), de algún romance nuestro, y del episodio dantesco de Francisca de Rímini.

No se condene, pues, a bulto y en montón a los traductores en verso, puesto que habría que incluir en la proscripción a hombres tales como los citados, y como Andrés Chénier y Goethe, y Shelley y Longfellow, y otros infinitos, alemanes e ingleses, italianos y hasta franceses. Lo que hay que condenar, y, si fuera posible, desterrar, es esa prosa bárbara, hinchada y altisonante, en la cual los franceses, y muchos que no lo son, creen lícito traducir los versos, descoyuntándolos, torciéndolos y violentándolos contra naturaleza. Debajo de esa prosa se están viendo, según la feliz expresión de los antiguos, los miembros del infeliz poeta, tan bárbaramente despedazados como los de Orfeo por las Ménades de Tracia. Se ha sostenido con ingenio que la prosa es una tentativa frustrada de poesía. Tiene, en efecto, la prosa su ritmo propio, vago y no sujeto a ponderación ni a [XXX] medida; pero que en los grandes momentos oratorios tiende a confundirse con el ritmo poético. Pero la recíproca no es verdadera: nunca los versos de un legítimo poeta tienden a ser prosa: lo perfecto, lo armónico, lo total e íntegramente artístico, no se allana a descender hasta lo imperfecto, hasta lo inarmónico, hasta lo que no es arte más que a medias. Pasen las interlineales, que no son trabajo literario, ni tienen más objeto que facilitar el manejo de los textos al que aprende una lengua; pero ¿qué pensar del que no haya leído a Homero más que en prosa francesa? Vale mucho más no leerle de ninguna manera, y si hay alguien que afirme que encuentra deleite en tan insípida lectura, habrá que dudar de su buena fe o de su discernimiento. No digo yo los admirables versos italianos de Monti o de Foscolo, sino los alemanes de Voss, hechos a regla y compás, los latinos de nuestro P. Alegre, echados a perder por el conato de imitación virgiliana, y hasta los débiles y rastreros versos castellanos de Hermosilla, conservan mucho más aliento homérico y se leen con más agrado que la mejor traducción en prosa.

Por tanto, no puedo menos de aplaudir que V. haya traducido en verso a Byron y a otros poetas, y esto, no para tomarse libertades con ellos, [XXXI] sino, al contrario, para seguirlos mucho más de cerca y calentarse a su hogar, donde nunca se admite al ruin prosista. V. dice, y dice bien, que ha obedecido de tal manera al empeño de la fidelidad, que no ha dudado en sacrificar a ella hasta lo sonoro de los versos y los arranques y líricas tentaciones. Y, sin embargo, mucho se engañaría el que tomase las confesiones de V. al pie de la letra, y por ellas quisiese formarle proceso en nombre de esa misma forma que V. dice haber desdeñado o puesto en segundo término.

Versos hay en estas traducciones (especialmente en la del Manfredo, que V. ha retocado tanto desde que la publicó en sus años juveniles, con unánime aplauso de los que entienden de estas cosas), no ya sonoros, sino elegantes y armoniosos, y hay tiradas y arranques líricos, que no por haber sido inspirados por un texto extraño dejan de probar que es un alma de poeta la que ha sabido reflejarlos como en limpia corriente o en espejo nitidísimo. El ver la belleza es de pocos, y el contar lo que han visto y volverlo a crear (digámoslo así) con sus palabras, es de muchísimos menos. Notarán algunos en las traducciones de V. versos duros o desapacibles, algo de rudo y de áspero; pero suya será la [XXXII] culpa si no han aprendido bastante para conocer la diferencia profundísima que media entre traducir un poeta latino o italiano (que al fin y al cabo es de nuestra familia), o habérselas cuerpo a cuerpo, en desigual combate, con un poeta de purísima estirpe sajona, en quien cierta nativa barbarie, o digámoslo mejor, selvatiquez y aspereza (que tiene mucho de reflexiva y calculada), se da la mano con un refinamiento singular en los pensamientos y en la dicción: todo esto sin contar con la osadía y rapidez que las lenguas del Norte tienen para expresar lo que sólo por largos rodeos, y de una manera oratoria y amplificadora, es lícito expresar a los meridionales.

No negaré que una crítica gramatical y meticulosa podrá reparar en los poemas dramáticos que ahora se imprimen, algunos versos duros o mal acentuados, alguna construcción viciosa, tal o cual negligencia en el uso de las partículas, ciertas asonancias demasiado cercanas y aun dentro del mismo verso, algunas cacofonías, y una como tendencia a abusar de la sinéresis y de otras licencias poéticas; pero todo ello tiene explicación y merece disculpa, aun sin considerar los aciertos con que va mezclado, cuando se recuerda que el autor lleva más de diez años de [XXXIII] peregrinación por los más apartados lugares de la tierra; un día en Jerusalén, otro en el Norte de América, hoy en la frontera de Escocia, sin oír casi nunca los suaves acentos del habla castellana, y teniendo que recurrir (con rara habilidad por cierto) a las lenguas extrañas para dar expresión a los afectos de su alma tan genialmente poética. Y si no, que respondan de ello los versos franceses que de vez en cuando me han traído gratas memorias de V. desde Palestina o desde Newcastle. […]

[XXXV] Cuando en 1865 imprimió V. su primitiva traducción del Manfredo, la ensalzó dignamente nuestro gran Valera, no por pariente de V. menos autorizado ni menos imparcial en este caso. Confirmar hoy su sentencia no me toca a mí, incompetente crítico, o más bien mero aficionado, en estas materias de poesía inglesa. Pero como tal aficionado, y al mismo tiempo como amigo de V. y agradecido a sus bondades, no puedo menos de aceptar con efusión la dedicatoria de estos poemas, si bien me llena de rubor el considerar que, por una ciega predilección de amigo, mi nombre, digno de la obscuridad, viene a sustituir en esta edición castellana al nombre de WalterScott que Byron escribió [XXXVI] al frente del Caín; al nombre de Goethe que Byron escribió al frente del Sardanápalo. ¡Qué cruel es a veces la amistad, amigo mío!

Pero aun en sus crueldades y aberraciones, debemos respetarla como inestimable beneficio de los cielos. Y, por otra parte, en el pecado lleva V. la penitencia; teniendo que desfigurar con palabras mías, trazadas sin reposo ni meditación, un libro donde sólo debieran resonar los acentos inmortales de la musa de Byron.

De que él haya encontrado en V. digno intérprete, se regocija su verdadero amigo, que no le olvida a pesar de la distancia de montes y de mares,

M. Menéndez y Pelayo