Mesonero 1842

Ramón de Mesonero Romanos: «Las traducciones o emborronar papel»

Semanario Pintoresco Español IV, n.º 29 (17 de julio de 1842), 228.

Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 165–166.

 

La manía de la traducción ha llegado a su colmo. Nuestro país, en otro tiempo, tan original, no es en el día otra cosa que una nación traducida. Los usos antiguos se olvidan, y son reemplazados por los de otras naciones; nuestros libros, nuestras modas, nuestros placeres, nuestra industria, nuestras leyes, y hasta nuestras opiniones, todo es ahora traducido. Los literatos, en vez de escribir de su propio caudal, se contentan con traducir novelas y dramas extranjeros. Los sastres nos visten a la francesa; los cocineros nos dan de comer a la parisiense; pensamos en inglés; cantamos en italiano, y nos enamoramos en gringo; los médicos nos matan por el sistema de Broussais o de Haneman; los legisladores nos hacen felices con bills de indemnité; y hasta los nombres de Pericos y Pendangas hemos cambiado por los más cantábiles de Arturos y Carolinas.

Todo ciudadano español traducido del francés que esté al corriente de este modo de ser, de estas maneras sociales, debe sentir en sus adentros ciertos impulsos traducómanos que han de darle en qué pensar. Y yo, que para servir a Vds. pienso ahorcar mi originalidad en las aras de la moda vigente, púseme a discutir días atrás en uno de esos apartes que suele tener todo escritor, sobre qué lengua escogería como blanco de mis iras, diciendo poco más o menos. –Señor, la traducción del francés es bastante socorrida; pero son tantos ya los que lo hacen, que apenas salen a lector por barba. El italiano solo sirve, según parece, para la música, y entonces la gracia consiste en entenderlo mal y pronunciarlo peor. El inglés… ¡es tan peliagudo esto del inglés!… además que los ingleses apenas escriben comedias, que es lo que más importa. El alemán, el ruso… ¡Vaya Vd. a entender estas lenguas de perros! El portugués… ¿pero qué se ha de traducir del portugués? Pues luego, ¿qué traduciré yo?

¿Traduciré del tonto algunas traducciones de Barcelona y no pocas de Madrid que han quedado más gabachas que antes de pasar los Pirineos? – No, porque para traducir del tonto es preciso entenderlo.

¿Traduciré al sentido común las crispaciones poéticas o los ensueños fatídicos de los vates no comprendidos? Tampoco: porque entonces nadie los querría comprender.

¿Traduciré de la germanía política los discursos de fondo de los periódicos? Menos, porque acaso vendrían a decir lo contrario que sus autores quisieron.

Pues, entonces ¿qué traduciré? ¿El galimatías de aquel abogado, la jerga de este médico, o las hipérboles de este otro orador?

Pero, en fin, en medio de este soliloquio ocurrióme una idea, y fue que la más útil traducción, y la menos usada, es la del lenguaje figurado al sentido genuino; porque si, como decía alguien, «el don de la palabra ha sido dado al hombre para disfrazar la verdad» era hacerle un no pequeño servicio ocuparme en un diccionario fraseológico para el uso de la sociedad.