Mieg 1828

Juan Mieg: Cuatro palabras a los señores traductores y editores de novelas. Por un suscriptor escarmentado, el Tío Cigüeña, Madrid, Hijos de D.ª Catalina Piñuela, 1838, 83 pp.

Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 157–161.

 

[6] Uno de mis principales pasatiempos es también leer los artículos de literatura, ciencias y artes, insertos en los periódicos desde el Correo Literario y Mercantil del año de 1830, hasta sus numerosos hermanos, hijos y nietos, que diariamente y bajo una atmósfera algo más liberal hacen rechinar nuestras prensas. Aunque siempre enemigo de todo sistema retrógrado, me gusta sin embargo volver a veces al escrutinio de los antiguos escritos periódicos que poseo; y en el número de estos se halla principalmente la colección casi completa del Correo Literario y Mercantil, en cuyos artículos críticos se reconocen muchas veces la pluma y el ingenio de algunos escritores que con sus tareas contribuyen a los periódicos del día. Un [7] artículo crítico sobre malas traducciones, que contiene el número 534 del año 1831 del referido periódico, llamó particularmente mi atención. Siendo el tal artículo algo dilatado, me limitaré aquí a trasladar lo más notable que contiene, en beneficio de los lectores que no tengan aquel número del Correo.

Ignorancia de nuestro idioma y malas traducciones. En todas épocas se ha justamente declamado contra la perniciosa manía, harto común por desgracia entre nosotros, de corromper con malas traducciones extranjeras la pureza de nuestro idioma. Una lengua que, por voto común de las naciones cultas, es un conjunto de todo lo mejor de las muertas y de las vivas, no debe ser jamás olvidada, ni merece que nosotros mismos la despojemos de sus gracias y primores. No es nuestro ánimo hacer aquí una apología de nuestro idioma, ni menos asignar todas las causas de la corrupción y decadencia en que se halla entre un gran número de eruditos; tampoco pretendemos zaherir ciegamente el utilísimo y a veces imprescindible estudio de los idiomas extranjeros; mucho menos disminuir el mérito de aquellos que con sus traducciones enriquecen a un mismo tiempo [8] nuestra literatura y nuestro idioma. Lo que es digno sí de lamentarse es el extraño prurito de traducir sin elección ni discernimiento tantos opúsculos y folletos insustanciales en su mayor parte, y cuyo poco mérito acaba de perderse por lo regular con la misma traducción. Es digno de lamentarse el anhelo indiscreto y perjudicial de aprender idiomas extraños, cuando se ignoran los elementos del propio; y causa lástima y risa a un tiempo el oír murmurar algunas palabras francesas o italianas a un joven que no sabrá escribir una carta con corrección ortográfica. Las malas traducciones son los charcos turbios que empañan el purísimo raudal del habla castellana, las que esparcen su infeliz gusto, circulando entre la multitud que las abraza sin examen, con total abandono de nuestras mejores obras originales. Los buenos traductores son escasísimos; el arte de traducir es poco conocido, y de consiguiente la mayor parte de las obras traducidas, lejos de ser útiles, son perjudiciales. El traductor debe poseer a fondo ambos idiomas con igual inteligencia y propiedad, y al mismo tiempo debe tener un profundo conocimiento y sólida instrucción del asunto de la obra que traduce, para huir de los errores que son tan frecuentes en los que trabajan sobre materias desconocidas».

[9] Ignoro quién es el autor de este artículo, cuya sustancia se puede leer también en el Fray Gerundio, y en otras varias obras más antiguas. Pero, sin embargo de las muchas verdades que encierra, me parece demasiado severo. También me acuerdo haber leído en varios idiomas extranjeros las mismas quejas, poco más o menos, y sin embargo de la gran dificultad que en todas partes se manifiesta de hacer buenas traducciones, se sigue traduciendo, imprimiendo y leyendo con provecho y placer; pues gracias a Dios la mayor parte de los lectores no son tan exigentes sobre el particular como muchos literatos.

Es bien sabido que todas las naciones cultas poseen ciertas obras de literatura que son casi intraducibles, o que traducidas siempre pierden mucho de su energía, de su gracia o de sus sales. Tales son, v. g., Cervantes entre los españoles, el Rabelais de los franceses, Shakespeare de los ingleses, Dante de los italianos, Klopstock y Jean Paul entre los alemanes. Resulta de aquí que el lector francés v. g., aun siendo literato, no puede comprender el entusiasmo de los ingleses respecto a muchas piezas de Shakespeare, que fastidiarían a otras naciones; ni el de los alemanes relativamente a ciertas producciones de Schiller, Wieland, Goethe, etc. Es necesario poseer a fondo el idioma francés, y [10] aun haber vivido entre franceses, para comprender bien el mérito de las tragedias de Corneille y Racine, lo sublime de las odas de J.-B. Rousseau y Lamartine, lo jocoso burlesco de un Scarron, la versificación tan correcta aunque fría de un Boileau, la risa sardónica o más bien diabólica de un Voltaire, que poseía generalmente más talento satírico que erudición, siendo poco acreedor al título de filósofo que se le dispensó tan gratuitamente, pero a quien sin embargo nadie contestará el precioso talento de ser igualmente fecundo y sublime en prosa y en verso. A cuyo propósito observaré de paso que el idioma francés, tan claro y adecuado para el estilo didáctico, es tal vez uno de los menos poéticos que existen, y que la poesía francesa apenas ofrece mayores dificultades para la traducción que la prosa.

Todas las naciones cultas poseen algunas traducciones que, en dictamen de los críticos más severos, no dejan nada que desear, pero son muy pocas. Tal es v. g. el Telémaco* de los franceses, del cual hay en casi todos los demás idiomas versiones fieles y elegantes, y hasta una imitación en versos latinos. Tal es [11] también el Gessner de los alemanes, cuya traducción francesa, a juicio de los que poseen igualmente los dos idiomas, goza en cuanto es dable de las gracias del original. Empero son idilios escritos en estilo sencillo, virginal, cuya versión a otro idioma no puede ofrecer las dificultades que se encuentran v. g. en el Shakespeare de los ingleses, en el Dante de los italianos y, sobre todo, en el poema extravagante del Faust de Goethe, en el cual hay ideas que parece han sido inspiradas al poeta por el mismo mismísimo Mefistófeles, y que tal vez Victor Hugo solo sería capaz de transmitir hasta cierto punto a sus compatriotas.

Se observa generalmente que las lenguas meridionales son por la mayor parte más sencillas y tímidas, menos ricas en metáforas atrevidas e inversiones que los idiomas del norte; y cuando algún escritor menos tímido que sus predecesores quiere adoptar nuevas expresiones, con el fin de enriquecer a su idioma, suelen comúnmente criticarle sus competidores. Así criticaron al conde de Arlincourt cuando, a imitación de los poetas del norte, introdujo en sus elegantes novelas algunas metáforas y símiles nuevos; y sin embargo aquellas metáforas son mucho más modestas y menos atrevidas que las que a cada paso se encuentran en los autores antiguos griegos y latinos, en los poetas [12] ingleses y, sobre todo, en los alemanes: Klopstock, Wieland, Goethe, Herder, Uhland, etc.

La lengua castellana, a buen seguro, no es más difícil para los extranjeros que la italiana, con la cual tiene tanta analogía; y es constante que un joven francés v. g. dotado de una memoria regular, puede aprender aquellos dos idiomas casi en el mismo tiempo que se necesitaría para comprender en igual grado el alemán, cuya teoría sintáctica es difícil. Sin embargo, no es menos cierto que para poseer a fondo cualquier idioma, por más fácil que parezca, no es de más el término regular de la vida humana; y he conocido italianos y españoles instruidos que me confesaron no comprender perfectamente ni el Dante, ni ciertas obras de Cervantes y Góngora.

No obstante, porque sean tan raras y tan difíciles las buenas traducciones, ¿habremos de carecer de las producciones literarias que nos pueden dar una idea del estilo y genio de las diversas naciones? Creo que pocos aficionados a la literatura opinarán sobre este particular como el autor severo y tan celoso de su idioma, que escribió en el Correo Literario el artículo referido anteriormente; pues aunque la mayor parte de las traducciones de que se trata no sean precisamente modelos de lenguaje castizo y elegante, no por eso corrompen el gusto ni [13] la pureza de nuestro idioma, que estriba en principios fijos y en el ejemplo de los autores clásicos.

Dicen que el francés carece aún de una buena traducción del Don Quijote: acaso el idioma no permitirá que sea mejor; y los alemanes poseen tal vez la versión más fiel de esta obra inmortal de Cervantes. Pero esta dificultad de traducir bien a otro idioma ese autor, que no sin razón se llama inimitable, ¿deberá acaso privar a las demás naciones del gusto de poder admirarle y gozar de su ingenio?

En cuanto a las obras didácticas y de estudio, es bien sabido que muchas veces la naturaleza del asunto exige que se sacrifique la elegancia a la claridad y precisión, y que lejos de ser perjudiciales, esa clase de traducciones, aun medianas, con tal que reúnan la claridad a la precisión, son de la mayor utilidad, y aun indispensables para la juventud estudiosa. […]

[36] Así como hay alumnos de pintura, y hasta prenderos, que retocan con la mayor serenidad los cuadros de los maestros más célebres, y músicos principiantes en la armonía que arreglan, o más bien destrozan, las óperas de Rossini y Bellini para convertirlas en [37] valses y rigodones, del mismo modo vemos con bastante frecuencia a nuestros escritores modernos retocar o refundir las obras maestras de los autores clásicos, principalmente las piezas dramáticas antiguas, que no sabrían imitar.

Semejante práctica suele ser muy frecuente entre nuestros traductores modernos de comedias extranjeras, para arreglarlas, según dicen, al teatro español. No tengo la presunción de querer criticar a tales traductores, arregladores o refundidores, llámense como se quiera, para decidir si hacen bien o mal; pero no puedo menos de compadecerme de los autores originales, cuando sus obras se refunden, se arreglan o se mutilan, hasta el punto de cambiar la tragedia en comedia, y esta en sainete, así como lo he visto practicar más de una vez. Me acuerdo, entre otras, que hace unos veinte años, al ver representar en el coliseo de esta Corte el interesante drama de Schiller intitulado El amor y la intriga, con la pequeña modificación (introducida tal vez por los mismos actores), de convertir la pieza en comedia, suprimiendo los envenenamientos, tuve la imprudencia de manifestar mi sorpresa. Empero, mi compañero de patio me redujo al silencio, diciendo con tono magistral: «Sepa V., amiguito, que nosotros los madrileños somos generalmente poco aficionados a tragedias, y que este [38] género nos gusta únicamente en la plaza de toros». […]

[59] Es bien patente que todas estas obras se [60] tradujeron del francés y no del inglés, y que el traductor miente cuando dice en la portada: novela traducida del inglés al castellano. La ortografía sola de los nombres propios y geográficos, nos da a conocer muchas veces si la obra se tradujo del francés o del inglés: puesto que solo en francés se necesita la o delante de la u para expresar el sonido que esta vocal tiene en los demás idiomas. A la verdad, nada importará a la mayor parte de los lectores de las obras de amena literatura, que se hayan traducido del inglés o del francés, o del árabe. Pero no todos pensarán así: y sin querer imitar la severidad del escritor que fue autor del artículo arriba referido sobre traducciones, diré para mi coleto que al pasar un libro sucesivamente por las manos de varios traductores en diversos idiomas, sucede lo mismo que a un dibujo o cuadro que pasa por varios copiantes: las copias se alteran y se alejan sensiblemente más y más del original, lo que puede, sobre todo, perjudicar en las obras didácticas. Además añadiré: ¿por qué mentir sin necesidad ni provecho desde el principio del libro, imprimiendo en la portada con el mayor descaro: traducido del inglés, traducido del alemán, y aun a veces del latín o del griego, cuando desde las primeras páginas cualquier inteligente puede descubrir la mentira? ¡Qué propensión a mentir en la mayor parte de [61] los mortales! […]

Se publicaron otros vanos libros más incorrectos todavía que los anteriores, por ejemplo, ciertos viajes para la juventud, entre cuyos suscriptores se cuenta también el nieto de mi abuela, y según mis cortas luces no siempre parecen tan a propósito para instruir a la juventud, como lo anuncia su título. Trabajo hercúleo sería a la verdad, el querer enumerar y combatir las innumerables mentiras de imprenta, lenguaje y traducción que hierven en los veinte y siete tomitos que hasta ahora hemos pagado de dicha obrita: errores que hacen a veces casi ininteligible el sentido, principalmente cuando tenemos la desgracia de tropezar en unas malhadadas citas latinas. ¡Ay, cuán pocos cajistas y aun regentes de imprentas poseen la instrucción que se les atribuye tan gratuitamente en el excelente artículo del número 740 del Correo Literario!

* No faltaron literatos que han querido confundir esta obra maestra de carácter épico con las simples novelas.