Ochoa 1835a

Eugenio de Ochoa: «Publicaciones recientes»

El Artista I (1835), 38–40.

Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 143–144.

 

[39] Pero por lo mismo que esta obra nos parece destinada a ser una de las que más influyen en el gusto del pueblo, no quisiéramos que el espíritu de partido o el calor de la discusión hiciesen a sus redactores estampar en ella frases tan poco acertadas a nuestro parecer como la que hemos leído en la primera entrega del segundo tomo en el análisis del Maniquí… «Pero si las obras originales», dice, «han de ser como el Maniquí, vengan traducciones, que por malas que sean serán más tolerables y no influirán tan directamente en el descrédito de nuestra literatura». No, no, mil veces no; no vengan traducciones, porque ellas desacreditan más a nuestra literatura que las más detestables piezas originales. No vengan traducciones, porque ellas prueban la nulidad de nuestros ingenios, porque son la plaga de nuestros teatros, el baldón de nuestra moderna literatura. Pues qué, ¿no debe lisonjearnos más ver en nuestra escena una obra original por mala que sea, que no una traducción del francés? ¿No vale más que la juventud española se dedique a inventar que a traducir? Lejos de estimular a la empresa ni aun remotamente a que nos dé traducciones, cosa a que ya de suyo propende ella demasiado, unámonos todos para excitarla a que fomente a costa de los mayores sacrificios la literatura nacional. Al redactor de la Biblioteca Universal le irrita ver representado en España un drama tan malo como el Maniquí; pero ignora este escritor que solo a fuerza de estímulos, de ensayos, de triunfos, de derrotas puede llegar a establecerse entre los jóvenes autores la emulación necesaria para producir grandes cosas. ¿No se acuerda de aquel refrán tan conocido: «quien no se embarca no pasa la mar»? ¡Cuántos y cuán desaforados desatinos se oyen todas las noches en los teatros de París! Aquel público, idólatra de sus cosas nacionales, hace justicia a aquellos desatinos silbándolos con una energía desconocida en nuestro país, pero los prefiere para su pasto habitual a las bellezas extranjeras de Calderón y Shakespeare. Se dirá que esto es caer en un exceso; pero ¿no vale más caer en éste que en el exceso contrario? Inútil será decir que no tratamos de defender el Maniquí: nos ha disgustado tanto como al que más, pero nos hemos guardado muy bien de pedir traducciones, porque nos causó indignación oírselas pedir a los que silbaron la Elena, el D. Álvaro, el Alfredo y a todos los que oyen con desagrado esta o la otra producción original; porque nos causa indignación oírselas pedir ahora a los que han silbado el Maniquí. Se da una traducción mala y todos se consuelan diciendo que otra será mejor; se da un drama original malo y todos desesperan del ingenio nacional, hasta el punto de pedir que se le ahogue en su cuna bajo un inmenso cúmulo de traducciones.