Ochoa 1836

Eugenio de Ochoa: «Cuatro palabras al lector»

Victor Hugo, Ntra. Señora de París. Traducida al castellano de la octava edición francesa, Madrid, Tomás Jordán, 1836, I, VVII.

Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 155–156.

 

[V] Nuestra Señora de París, como las novelas de Cervantes, como el Pentagruel [sic] de Rabelais, como los dramas de Shakespeare, como todas las grandes creaciones de la inteligencia humana, es una obra, no diremos imposible de traducir, pues sería sobrada presunción en quien acaba de traducirla, pero sí punto menos que intraducible. A muchos les parecerá esto una paradoja: los que conocen este destello sublime del genio de Victor Hugo saben que no lo es.

De Nuestra Señora de París ha dicho un célebre poeta español de nuestros días que es «la grande obra del siglo». Lo es en efecto.

Nada diremos de la obra: el público la juzgará o, por mejor decir, juzgará esta su [VI] traducción, porque, téngase esto muy presente, la copia no es el original, el lago no es el mar, la antorcha no es el sol. El traductor de esta obra no es Victor Hugo: y solo Victor Hugo es capaz de escribir Nuestra Señora de París.

Diremos algo, aunque poco, de la traducción. Ante todas cosas, hemos procurado que sea exacta [sic]. Lejos de aspirar a presentarla como un modelo, creeremos haber hecho mucho si este ensayo nuestro puede servir de ayuda para que alguno haga otro algo menos descolorido, y este a otro, y así sucesivamente hasta que lleguemos a poseer un libro que baste a hacer formar una idea exacta de lo que es Nuestra Señora de París en francés a los que la lean en castellano. Al cabo de más de dos siglos, de más de veinte ensayos, todavía no poseen los franceses una mediana traducción del Quijote. Lo mismo sucederá en España con la obra que ahora damos a luz.

No hemos traducido ni los apellidos ni los nombres de calles y edificios, o consagrados ya por el uso o que nada significan en castellano; porque esta pretensión de españolizarlo todo nos parece singularmente extravagante. Llamar en castellano al pintor Mr. Gros el Sr. Gordo, a Mr. Le Sage el Sr. Sabio, al [VII] mariscal Mortier el mariscal Almirez, equivaldría a llamar en francés a nuestro divino Calderón Mr. Grand-Chaudron o cosa por este estilo. Si hubiéramos de traducir los nombres al pie de la letra resultarían en castellano algunos de todo punto ignominiosos.

Las notas, que no economizaremos siempre que hagan falta, aclararán los puntos en que de nuestro empeño en copiar al pie de la letra todos los pensamientos del autor pudiera resultar alguna oscuridad. Ante todas cosas, deseamos conservar en lo posible en esta traducción el color histórico y local del original francés. ¡Ojalá podamos lograrlo!…

Réstanos decir que si las notas parecen muy numerosas, nadie podrá a lo menos tacharlas de superfluas, pues aunque realmente lo sean para algunos, no es esta una razón de que lo sean para todos, ni aun para la mayoría de los lectores.