Olive 1802

Pedro María de Olive [firmado O.]: «Teatros. Juicio general del año cómico de 1801 a 1802»

Memorial Literario III, n.º XIX (diciembre de 1802), 54–61.

Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 60–61.

 

[54] Nos hemos dedicado en el artículo «Teatros» a dar una razón de los principales dramas nuevos representados en los de la Corte, y un juicio imparcial de su mérito o demérito; de este modo se puede ver si realmente prosperan o decaen, y cuál es el estado en que verdaderamente se hallan. […]

[55] Si hubiésemos de juzgar de sus adelantamientos por la abundancia de las piezas nuevas que se nos han dado en este año, no hay duda que podríamos asegurar eran los más rápidos y brillantes, pues en tan corto espacio ha habido algunas composiciones que podremos llamar originales por ser de la buena o mala cosecha de sus autores, y además un sinnúmero de traducciones. Pero reducida esta asombrosa abundancia a lo realmente bueno, a lo que forma la verdadera riqueza, [56] viene a quedarse en nada, y la mejora es por este lado corta, si ya no es ninguna.

Se compensa lo perdido con lo ganado, y si en lo nuevo hallamos algún arte, también echamos menos las bellezas naturales que solían brillar en lo antiguo; y en todo caso, ¿no vale mil veces más una obra llena de bellezas, aunque también de defectos, que no aquellas en que ni uno ni otro hay?

En todas cosas la verdadera reforma consiste no en destruir sino en reedificar; no precisamente en desarraigar un abuso, sino en impedir que le suceda otro, y hacer nazcan bellezas no conocidas y se conserven las que antes había. […]

No es mal modo de comenzar una reforma el procurar imitar a los buenos autores, por lo que las traducciones son de suma utilidad, que así se enriquecen las naciones, y así vinieron a renacer las letras en la moderna Italia. Pero, ¿qué podemos esperar de las traducciones del día, hechas por gentes que parece aprendieron el castellano entre los gascones, y el francés entre los gallegos, sino la ruina total de nuestra lengua y literatura?

Bien sabemos que el teatro francés es riquísimo en obras excelentes, mas no son las traducciones las que nos las dan a conocer, pues si alguna hay tal cual, las [57] más son pésimas de puro malas. Y luego dicen muy graves estos prevaricadores del buen gusto que el público es bárbaro, que aborrece la regularidad del arte, se fastidia de la tragedia, y aún halla fría la comedia francesa. Mas ellos son los bárbaros, que de tal modo estropean los bellos originales, que nos mudan en monstruosas y horribles copias, y de esto ya hemos tenido repetidas pruebas, sobre todo en las traducciones de Molière, de Regnard, de Destouches, de Fabre d’Eglantine y de Collin de Harleville, llenas de gracias en francés, de sandeces y desatinos en castellano.

El público gusta por lo común de lo bueno, y creo que si se le diese una tragedia de Racine bien traducida, bien representada, bien decorada, la estimaría y la aplaudiría. Pero es cosa fatal que entre las muchas traducciones que en este año se han dado, casi solo hayamos podido elogiar en algo la del Agamenón y la de Concini y Enrique IV, y añadiremos de paso que la elección de estos dos traductores ha sido acertada, y que pues muestran ingenio y numen poético, deberían cultivarlo más y más, anhelando a la perfección, y dedicándose a trasladar a nuestra lengua los buenos dramas franceses, si ya no es que nos los pueden dar originales.

Si los buenos poetas y prosistas castellanos, que no faltan, conspirasen a una a trasladar a nuestro patrio idioma las buenas tragedias y comedias francesas, pues lo mediano y mucho menos lo ínfimo jamás debía merecer los honores de la traducción, la reforma se haría por necesidad, sin esfuerzo y sin obstáculos; porque el pensar en que de repente hayamos de tener Molières y Racines es pensar un desatino. Ellos se formaron traduciendo, copiando, imitando a veces a nuestros poetas y casi siempre a los griegos y latinos, y nosotros debemos hacer lo mismo. Los grandes ingenios no nacen en cada hora ni se forman en un minuto, pues al mismo tiempo que la naturaleza los escasea, la suerte parece se obstina en perseguirlos, tanto que es un fenómeno el que llega a perfecta sazón.

[58] Comenzando, pues, la reforma del teatro por la de los traductores, cosa a la verdad no muy difícil, se acostumbraría el público a la regularidad y al arreglo, y se formarían insensiblemente buenos autores originales, y aún tal vez nacerían algunos excelentes, que Calderón y Moreto hubieran podido igualarse con Racine y Molière si hubiesen nacido en nuestros tiempos, en que más que en los suyos se conoce, estima y desea la perfección del arte.