Pardo Bazán 1890

Emilia Pardo Bazán: «Al lector»

Auguste Vitu, París, Madrid, Enrique Rubiños, 1890, V–VII.

Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 301–303.

 

[VI] Diré algo sobre el método que he seguido para traducir la presente obra. Yo no soy de las personas que creen que es tan fácil como hinchar un perro; más claro, pienso que una buena traducción, aunque no sea del griego, del latín ni del ruso, sino buenamente del francés, no es cosa tan baladí como hoy se supone, a juzgar por el desdén con que los escritores, apenas logran a darse a conocer de un reducido público, miran la labor de traducir. Juzgo que algunos entre los que más la desdeñan y miran por encima del hombro, haciéndole ascos, obrarían más cuerdamente en aplicar sus facultades a regulares traducciones, donde se respetase la sintaxis y se tratase con respeto a nuestra lengua, que a parir libros sin substancia, de nadie leídos, y olvidados el mismo día de su aparición. En otras épocas, cuando el habla de la cultura era el latín, un autor no se juzgaba de menos valer porque tradujese a los poetas o a los escritores del Lacio; y aun hoy, perpetuado un sentido ya falso y mohoso, traducir a Tibulo es de mejor tono que poner al público español en relación con Richepin o Baudelaire. Sin embargo, hacer versiones de poetas no avergüenza tanto como de prosistas; y así ha llegado a suceder que las novelas francesa, inglesa y rusa, que han producido buen número de obras maestras, no tienen en castellano una versión que pueda llamarse artística, que respete el genio del escritor y los fueros de nuestro idioma incomparable. El poner en castellano las novelas que van saliendo y que despiertan la atención del público, ha pasado a ser labor de albañilería basta: brochazo de yeso, escobonazo de cal, a salga lo que saliere…; y el público que se conforme, y que estudie francés, [VII] todo el francés necesario para entender a los autores insignes, refinadores del habla… que no es poco.

Y, sin embargo, en francés, en otros dos idiomas europeos quizá, aparecen cada año media docena de libros dignos de ser vertidos a la lengua de las demás naciones. ¿Por qué el oficio de dárnoslos a conocer ha de estar encargado exclusivamente a ínfimos obreros, que traicionando a cada instante el pensamiento del original, estragan el gusto de los leyentes con sus garrafales desatinos, sus barbarismos y extranjerismos insufribles? Acertó el que dijo que son estas obras así traducidas, como los tapices vistos por el revés; que en vez de mostrar el lindo dibujo y la magia del colorido, no nos ofrecen sino una selva de nudos y cabos, una mezcolanza de tonos, sin que apenas se logre advertir que detrás existe algo hermoso, acabado y perfecto.

Sobra la declaración de que he puesto el mayor cuidado en no presentar a mis lectores el revés del tapiz, sino su copia minuciosa y atenta. He corregido y limado esta obra, como corrijo las mías originales, sin caer en la inmodestia de considerarme rebajada de mi posición literaria al cumplir el encargo de La España Editorial, de cuya fértil iniciativa esperamos tanto los escritores y el público español. Y puedo decir que no es un juego la traducción emprendida. Prescindo de sus dimensiones, y reconozco que la diafanidad de su estilo y la honradez de su sintaxis ayudan al traductor; pero en cambio le estorba la copia de tecnicismo que encierra. Alguna parte de este tecnicismo carece de equivalencia castellana. Por ejemplo: la administración de justicia está organizada en Francia de distinto modo que aquí, y en la obra se enumeran ciertos tribunales que nosotros no tenemos. Los correlativos a los nuestros los nombro según aquí los nombramos; pero en cuanto a los que no existen en España, me ha sido forzoso salir del paso dándoles el título más adecuado en mi concepto, y conservando en nota el francés, para que no pueda acusarme de falsear la nomenclatura jurídica.

Los nombres de personas, pueblos, monumentos y calles, los españolicé cuanto pude, porque creo que la tendencia de un idioma poderoso es asimilárselo todo, imprimir su sello en las mercancías extranjeras. Así se hacía en otras épocas de mayor esplendor y más pureza del habla, cuando convertíamos a Aachen en Aquisgrán, a Mainz en Maguncia, y a Antwerpen en Amberes. No puede, sin embargo, emplearse a bulto este sistema: nombres hay que resisten, que adquieren al españolizarse un sonido grotesco, por lo cual todo el mundo sigue diciendo Francfort, y nadie dice ni escribe Francofurdia. Yo estamparé sin reparo Torre de Santiago del Matadero, v. gr., y no me atreveré a escribir, en vez de bulevar Bonne Nouvelle, bulevar de la Buena Noticia, o en vez de calle de Petits Champs, calle de Los Campitos. Es fuerza, pues, adoptar un sistema mixto y ecléctico, con tendencia muy española, todo lo española que cabe. Y si algún punto me pareciese dudoso, haré por aclararlo en brevísima nota.