Segovia 1839

El Estudiante [Antonio María Segovia]: «Traducciones y traductores»

Semanario Pintoresco Español 46 (12 de noviembre de 1839), 367–368.

Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 162–165.

 

Los malos traductores, con sus puntas y collar de majaderos, debieran ir a bogar a galeras; los traductores buenos a mandarlas y a ser generales de ellas. Porque no es así como quiera el oficio de traductor, que es oficio de discretos y necesarísimo en la república bien ordenada, y no le debía ejercer sino gente de buen entendimiento; y aún había de haber veedor y examinador de ellos, como el caballero de la triste figura lo deseaba para los profesores de aquel susodicho oficio de zurcir gustos y acomodar las voluntades. De esta manera se excusarían muchos males que se causan por estar el común de las gentes en el errado concepto de que el ser traductor es más fácil que el ser autor, siendo en el mío tan al contrario, como que estoy en la persuasión de que son indispensables muchas más dotes y mayor suma de conocimientos para traducir de una lengua a otra, que para escribir cada uno en la suya propia.

Si es o no acertado este parecer mío, se hará patente con muy breves reflexiones.

En tres clases pueden dividirse todos los escritos expuestos a caer bajo la férula traductoril:

Primera. Obras científicas: en que comprendo los tratados sobre ciencias naturales, los de ciencias exactas y los de las llamadas morales.

Segunda. Obras literarias: abrazando las didácticas, las poéticas, los dramas y las novelas.

Tercera. Obras artísticas: esto es, historia de las artes, liberales o mecánicas, reglas para su enseñanza, métodos diversos de su ejercicio, etc.

Algunos pensarán tal vez que la historia general o la particular de algunos países, y las relaciones de los viajeros, son escritos difíciles de encajonar en la clasificación antecedente; pero aunque así sea, supuesto que participan de la naturaleza de unos y otros, doy por mi parte licencia para que se forme de ellos una cuarta clase que podríamos llamar mixta.

Ahora bien, yo quiero preguntar a esos traductorcillos ignorantes que infestan la república literaria, a esos truhanes de muy pocos años y muy poca experiencia, ¿sobre cuál de esas clases de escritos que dejamos ordenadas quieren descargar su escobillosa pluma, y su descuadernado diccionario, que no corran el riesgo de estropear malamente el original, y de que a la más necesaria ocasión, y cuando sea menester dar una traza que importe para trasladar con toda su energía una expresión, o para interpretar bien un vocablo o una frase, no se les hielen las migas entre la boca y la mano? Indefectiblemente esto y no otra cosa sucederá al que intente verter de un idioma a otro cualquiera composición, si no reúne las siguientes circunstancias: un conocimiento profundo de la lengua en que se escribió el original; una posesión completa de aquella a que piensa traducirle; mucha inteligencia en la materia de que el escrito trata; noticia no escasa del estilo y manera del autor; y finalmente, estudio meditado de la obra que intenta traducir.

[368] La cita de tantas y tantas malas traducciones que como las plagas de Faraón han llovido sobre nuestra España me ahorraría de toda otra demostración y prueba; pero sería eso convertir en una sátira personal estos renglones, y no conviene bajo ningún aspecto. Para aquellos a quienes su propio entendimiento no les haga conocer la verdad de los principios arriba establecidos, explanaré brevemente mis razones.

Figurémonos que se quiere traducir una obra científica (y no es por cierto el género que menos se presta a la traducción), y veamos si no habrá menester el traductor todas las cualidades que yo le exijo. Sabido es que cada ciencia tiene su lenguaje, o mejor dicho su lengua peculiar, de tal manera suya, y en extremo necesaria, que sin ella no puede dar un paso. A medida que una ciencia adelanta, progresa también hacia la perfección su particular idioma: sirva de ejemplo la química, elevada en nuestros días a una grande altura, y cuya nomenclatura perfeccionada ofrece por sí sola como un cuadro sinóptico de la ciencia misma. «Toda lengua, dice Condillac, es un método analítico y todo método analítico es una lengua»: ahora bien cuando un traductor desconoce el tecnicismo del libro que traduce ¿no correrá en cada página diez peligros de decir doscientos disparates? ¿No se expondrá a dar en su traducción en vez de un tratado que enseñe, una jerga endiablada capaz de trastornar el juicio a cuantos intenten guiarse por ella para estudiar aquel ramo?

Mas dejemos a un lado, si es posible, esta dificultad de las voces, frases y locuciones propias de cada ciencia, en cuya versión la menor equivocación produce errores de indecible trascendencia: y atendiendo solo a la exposición de principios, a las demostraciones, a la enunciación de las proposiciones más sencillas, vendremos a conocer palpablemente que el traductor necesita, no solo ser versado en la materia, sino poseer a fondo ambos idiomas, para expresar los pensamientos del autor, y expresarlos precisamente de la misma manera que él lo hizo, porque lo contrario no es traducir.

Nada digamos de las obras puramente literarias, porque estas son por regla general y con rarísimas excepciones intraducibles. Mas cuando se intente la difícil operación de verterlas de un idioma a otro, solo ha de tener presente el traductor uno de dos fines: o dar a conocer aquel autor y aquella obra de la manera más aproximada posible a los que no entiendan el idioma en que se escribió, y para que sirva, digámoslo así, para aumentar el caudal de los eruditos, o bien aprovecharse de un pensamiento feliz para expresarlo del modo más conveniente y análogo a la índole del idioma a que se transmite, y a la del pueblo para quien se escribe: operación que comúnmente no se llama traducir. Del segundo caso es ejemplo la traducción que hizo Moratín de Le médecin malgré lui, empezando con mucho tino sus variantes desde el título, pues dio a su comedia el de El médico a palos. Ejemplo del primer caso es la traducción que el mismo Moratín quiso hacer literal y ajustadamente del Shakespeare de Hamlet; y digo quiso porque saben cuantos pueden juzgar de esto, que plagó de miserables errores su desdichada versión; y eso que Moratín era hombre instruidísimo, crítico juicioso y dramático eminente. ¿Qué no harán, pues, esos traductorcillos miserables que sin talentos ni instrucción, y trabajando a destajo se empeñan en hacer pasar dramas y más dramas del uno al otro lado de los Pirineos, con la misma impasibilidad y descuido que el barquero Caronte conduce las almas de una a la otra orilla del Cocito?

De lo dicho se deduce claramente, no solamente cuantos y cuantos conocimientos son a un buen traductor indispensables, sino que ciertas cosas no deben de modo alguno traducirse. ¿Qué significará, por ejemplo, poner el Quijote en alemán, o las poesías de Byron en castellano? Quien no pueda ver en su original las bellezas del primero, y los rasgos extravagantes de la imaginación del segundo, ¿podrá formar una idea, ni en dos mil leguas aproximada, de lo que el nadador del Bósforo o el manco de Lepanto quisieron decir?

Dedúcese igualmente otra consecuencia con la misma claridad, a saber, que toda traducción literal es mala; porque no habiendo correspondencia exacta entre dos idiomas para cada vocablo, para cada frase; teniendo cada cual sus giros y locuciones propias, es menester a cada instante variar casi de todo punto la expresión para lograr el efecto que el autor se propuso. Hablando Sánchez en su retórica de la numerosa y ridícula nomenclatura griega con que los preceptistas las figuras y tropos, y después de poner una lista de los más inútiles, cita estas palabras de Condillac a su discípulo: Gardez-vous bien de mettre ces mots dans votre mémoire; y en seguida las traduce así: «Por Dios señor, que no carguéis la memoria con semejantes palabrotas». Nótese la mayor energía que tiene este consejo en castellano que en francés, obsérvese el diferente giro de la frase, y se verá en esa sola oración un modelo en miniatura de lo que deben ser las traducciones.

¡Y cuán lejos de esta perfección, cuán libres de semejantes cuidados no están casi todos los que en nuestros días no se dedican a la difícil tarea de traducir! Un poco de papel, un mucho de osadía, un tintero malo, un diccionario no muy bueno, una pluma bien afilada y un entendimiento bien romo, bastan ahora para entender cualquier traducción. Las obras dramáticas que son precisamente las que menos se prestan a la operación diabólica de los transmutadores, son justamente también las que ellos prefieren. Si el argumento es ininteligible para el público al que se dirige el drama, si los caracteres están fuera de sus costumbres, no importa; a bien que el lenguaje en que se pone es tan claro como el caldeo o el chino, y váyase lo uno por lo otro.

Tan profundo y extendido está ya el mal, que el declamar contra él es hasta inútil. Dejemos, pues, a los traductores de oficio seguir impávidos su carrera, corromper nuestro hermoso idioma, destrozar los mejores originales de los extranjeros, acrecentar la ignorancia del pueblo, estragar su gusto, chupar a los editores su dinero, profanar la prensa y embadurnar las esquinas; y esperemos el remedio tan sólo de la providencia de Dios, que es infinita: ¿quién sabe si nos enviará con el tiempo un gobierno tan celoso del bien general, que a los traductores buenos los envíe a mandar las galeras y a gobernar los presidios, mientras los malos van sentenciados como el galeote de la barba blanca a bogar al remo en las unas, o a trabajar en los otros con la cadena y el grillete?