Covarrubias 1797

José de Covarrubias: «A mis lectores»

F. de S. de La M. Fénelon, Aventuras de Telémaco hijo de Ulises, publicadas del francés al castellano para el Príncipe Ntro. Sr. Por Don José de Covarrubias del Consejo de S. M., Fiscal Togado de las Chancillerías, y Titular de la Policía de Madrid y su rastro, Madrid, Imprenta Real, por D. Pedro Julián Pereyra, impresor de Cámara de S. M., 1797, I, 7–142.

Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 289–298.

 

[7] ¡En tantos traductores que inundan todos los días España de traducciones, no ha habido siquiera uno, que haya emprendido hacer hablar en castellano a los famosos Bossuet y Fénelon del mismo modo que si hubieran nacido y criádose en la corte de Castilla! Tenemos traducciones, ¡pero qué traducciones!…

El Discurso sobre la Historia universal escrito para la instrucción del Serenísimo Delfín de Francia, presenta solo una obra muy superior al Timeo y a la República de Platón y a todos los tratados didascálicos de este filósofo, y aún del mismo Tulio, para que pueda hacerse comparación entre ellos. Este discurso, dice el filósofo moderno, no ha tenido modelos, ni imitadores y su estilo solo ha hallado admiradores.

Fénelon, que en sus obras filosóficas y filológicas junta el método, la precisión y pureza, la claridad, amenidad y elegancia, tiene la gloria de haber formado uno de los mejores romances, que jamás se han escrito, donde enseña la más fina moral y política a [8] los príncipes para aprender a reinar y hacer felices a sus pueblos. Su Telémaco es un cabo de obra sólida y de buenas letras. Las oportunas lecciones, dice el abate Andrés, de sabia moral y de política, la vivacidad y la evidencia de las descripciones, la pureza del lenguaje, la propiedad de la frase, la verdad y energía de las expresiones, y la nobleza, gracia y gentileza del estilo, hacen que el Telémaco forme las delicias de los doctos franceses y el estudio de los extranjeros que quieren entrar en el gusto de la lengua francesa; y el rápido curso, que esta ha hecho en muchas naciones, se lo debe en gran parte a los encantadores atractivos de tan ameno y gracioso romance, y al mismo se puede atribuir la inclinación universal a los romances que reina en toda Europa.

Muchas veces pensé: ¿por qué esta obra no había de hacer con su moral, con su política, con sus bellas pinturas, con la pureza del lenguaje, con la energía de sus expresiones y con la gentileza de su estilo, las delicias de los españoles, así como hace las de los franceses; y por qué los encantadores atractivos de esta amena y deliciosa novela no habían de trasladarse a nuestro idioma [9] igual al francés, o superior en algunas cosas, cuando una mano diestra lo maneja? Pero veía cuán ardua era la empresa. Lastimábame de ver la traducción, que corre impresa repetidas veces, donde no solo han desaparecido todos los primores del original, sino que la obra está tan desfigurada, que parece otra, cuyo lenguaje, ni es castellano, ni francés. Más de veinte años ha que emprendí traducir los primeros libros; pero me agradó tan poco el ensayo, que se me cayó la pluma de la mano y desistí de su continuación. Conocí que era obra superior a mis fuerzas, a mi talento y a mi instrucción en ambas lenguas; mas no por eso dejé de leer y releer la obra para formarme el gusto, traduciéndola de memoria al paso que la leía.

La brava persecución que me suscitó la envidia animada de la venganza y apoyada de la calumnia en el año 1792, renovó en mí el proyecto de aplicarme a la traducción del Telémaco para distraerme, y suavizar las penas y sentimientos acerbos, que agobiaban entonces mi alma y mi corazón. Reducido a un estrecho y doloroso encierro, tratado como reo de Estado, y sin más comunicación que con los satélites del alcaide, arrancado del seno de mi familia, que lloraba [10] consternada la incertidumbre de mi suerte, me entretenía en tan deliciosa lectura, aprendía a conocer a los hombres, estudiaba la moral y política de que está sembrada toda la obra, y me consolaba con el desengaño de que todos tiempos ha habido Metofises, Protesilaos y Timócrates, que obran con el mismo espíritu.

En esta tan dura situación, sensible para un inocente perseguido, infamante para un ministro togado y ruinosa para un padre de familias, emprendí de memoria por falta de tinta y papel, la traducción del Telémaco; y la emprendí para divertir mis penas y mis angustias, con ánimo de ponerla por escrito, luego que la justificación del rey, enterado de mi inocencia y de la calumnia, me mandase poner en libertad. Así lo he practicado y es la que publico en obsequio del príncipe nuestro Señor.

Mi traducción se semeja en esto a la incomparable novela de Don Quijote. Esta se compuso en la cárcel de Argamasilla y aquella se hizo en la de Corte; pero con la diferencia notable de ser la una original en castellano y la otra copia del francés. Confieso que he tenido la vanidad de querer competir con el original y el empeño de hacer hablar [11] al arzobispo de Cambray, como si hubiera nacido y criádose en la corte de Castilla; no sé si lo habré conseguido: mis lectores lo dirán. También espero que estos me disimularán una vanidad, que me parece laudable, aunque no haya conseguido el fin completamente.

Pero para que no se dude de que he puesto todos los medios en ello, voy a referir por vía de discurso no solo las reglas que he tenido presentes, sacadas de un autor moderno, que ha tratado de propósito del arte de traducir en varios capítulos de su obra de literatura, sino también otras observaciones, que añado sobre la semejanza, que tienen entre sí la lengua castellana y francesa, como hijas de una madre común, que es la latina. […]

[114] Resultado de cuanto se ha dicho, aplicado al modo de traducir. Solamente aquellos que nunca se han dedicado a traducir los autores antiguos, pueden dudar de cuán dificultosa es semejante empresa. La experiencia tiene acreditado que es menester casi siempre más tiempo, más trabajo y más aplicación para copiar bien una bella pintura, que el que se ha necesitado para hacerla. Hay sin embargo algunos medios de disminuir las dificultades.

Cuando uno traduce, la gran dificultad no consiste en entender el pensamiento del autor, porque esto se consigue regularmente con buenos diccionarios, y sobre todo penetrando bien el enlace y conexión de los pensamientos, las expresiones, los giros, el tono general de la obra, el tono particular del estilo [115] en los poetas, oradores e historiadores; las cosas tales cuales son, sin añadir, quitar ni dislocar nada; los pensamientos con sus coloridos, sus grados y sus anubadas; las vueltas que comunican el fuego, el espíritu y la vida al discurso; las expresiones naturales, figuradas, fuertes, ricas, graciosas, delicadas, etc. y el todo conforme a un modelo que manda duro y que quiere que se le obedezca con un aire fácil; no hay duda y se evidencia que es menester, si no tanto ingenio, a lo menos tanto gusto para traducir bien, como para componer, y quizá algo más.

El autor, guiado por su ingenio siempre libre y por su materia que le presenta ideas que puede escoger o desechar a su arbitrio, es dueño absoluto de sus pensamientos y de sus expresiones. Puede abandonar lo que no puede expresar. El traductor no es dueño de nada: está obligado a acomodarse a todas las variaciones del autor original con una infinita flexibilidad.

Que se juzgue por la variedad de tonos que se hallan en un mismo asunto y con mayor razón en un mismo género. En un mismo asunto, cuyas partes son concertadas y puestas en una justa armonía, se advierte que el estilo se eleva y se humilla, se suaviza [116] y se fortifica, se cierra o se dilata, sin salir empero de su carácter fundamental. […]

[117] La primera cosa que necesita el traductor es saber de raíz cuál es el genio de las dos lenguas que quiere manejar. Puede saberlo por una especie de sentimiento confuso, que resulta del hábito grande que tenga de una lengua. ¿Y por eso será por ventura inútil aclarar la ruta que debe seguir el sentimiento y suministrarle algunos medios de asegurarse de que no se extravía? […]

[118] La lengua latina, española, francesa e italiana tienen un fondo que es común a todas y propiedades que le son peculiares: estas propiedades son las que constituyen lo que se llama latinismo, hispanismo, galicismo, italianismo. […] [119] y así todas las construcciones que se fundan en el interés o en el objeto del que habla, siempre que no hallen las palabras de la otra lengua ningún estorbo real que las haga tomar otro giro, deben conservarse; y solo en un caso opuesto tendremos necesidad de mudar las construcciones so pena de incurrir en un hispanismo si escribimos en latín, o de un latinismo si en castellano.

De aquí procede que el primer principio en la traducción es que debemos valernos de los giros que están en el autor cuando ambas lenguas se prestan a ello igualmente. […]

[120] La misma regla se puede comprobar con ejemplos sacados de la lengua francesa traducidos a la nuestra. Ambas lenguas tienen un [121] mismo origen, como lo tengo dicho. Si remontamos a los siglos que se acercan más a la formación de estos dialectos del idioma romano, veremos progresivamente su perfecta analogía y semejanza en voces y construcciones. Compárese el lenguaje de nuestras leyes antiguas, de nuestras crónicas con las leyes antiguas de Francia y sus crónicas, y nadie desconocerá su común origen no solo de la latina, sino de la mezcla de vocablos y construcciones que usaron las naciones del norte que se apoderaron de ambos territorios.

La comunicación con los árabes, tudescos, italianos y otras naciones de Europa dieron a la lengua cierto giro y cierta tendencia que la alejaron de la que debía guardar con su matriz. La lengua castellana y la francesa formaron, pues, dos ramificaciones que fueron separándose una de otra ya en razón directa del trato y amistad que tenían entre sí ambas naciones, ya en razón de su antipatía y de la mayor o menor comunicación que tenían con otras, y ya en razón de los progresos o atraso de las ciencias. Esta tendencia en asimilarse las lenguas que tienen un mismo origen, mengua y crece según las razones referidas: y así en este siglo la lengua castellana y francesa deben parecerse mucho más que en el siglo [122] de los Granadas, Cervantes y Leones, sin perder una ni otra nada de su pureza y elegancia.

Parece ocioso el empeñarnos más en extender o amplificar el principio, que hemos sentado antes; deduzcamos, pues, de él las consecuencias que embebe y serán otras tantas reglas del arte de traducir.

I. Que no debe tocarse al orden de las cosas, ya sean hechos, ya sean razonamientos; porque este orden es el mismo en todas las lenguas, y más bien reside en la naturaleza del hombre que en el genio de las naciones.

II. Que también debe conservarse el orden de los conceptos, o a lo menos el de los miembros. Ha habido alguna razón (aunque de mucha finura para conocerse) que ha determinado al autor a preferir una colocación más bien que otra. Quizá puede haber sido la armonía; pero las más veces podrá haber sido la energía.

[123] III. Que se deben conservar los períodos por largos que sean, porque un período no es más que un pensamiento compuesto de otros muchos pensamientos que se enlazan entre sí por sus relaciones intrínsecas. Esta trabazón es la vida de los pensamientos y el objeto principal del que habla. Utens eorum sententiis, et earum figuris.

En un período los diferentes miembros que le componen son como arranques que se corresponden, y cuyas relaciones hacen armonía. Si se cortan las frases, quedan los pensamientos; pero sin las relaciones de principio o de consecuencia, de prueba, de comparación que tenían en el período y que componían su colorido. Hay medios para conciliarlo todo: los períodos aunque suspensos en sus diferentes miembros, tienen sin embargo descansos en que el sentido es casi acabado, que dan al entendimiento el respiro que necesita. […]

[125] Con todo, hay casos en que pueden cortarse las frases demasiado largas; pero entonces las que se desprenden, no están trabadas sino exterior y artificialmente: entonces no son, hablando con propiedad, miembros de períodos.

  1. Que deben conservarse todas las conjunciones. Son como las articulaciones de los miembros. No deben mudarse ni el sentido ni el lugar. Si hay ocasiones en que puedan omitirse, es cuando el espíritu puede pasarse de ellas fácilmente y que, pasando por sí mismo de una frase a otra, la conjunción [126] expresada no haría sino detenerla sin servirla.
  2. Que todos los adverbios deben colocarse al lado de los verbos, antes o después, según lo exijan la armonía o la energía: sobre estos dos principios se regla siempre la colocación entre los latinos.
  3. Que las frases simétricas se trasladen con su simetría o su equivalente. La simetría en la oración es una relación de muchas ideas o de muchas expresiones. La simetría de las expresiones puede consistir en los sonidos, en la cantidad de las sílabas, en la terminación o en la largura de las palabras y en la colocación de los miembros. He aquí una frase de Salustio que tiene todas estas especies de simetría: Animi imperio, corporis servitio magis utimur. El mando es del ánimo, la obediencia del cuerpo.

VII. Que los pensamientos brillantes, a fin de [127] conservar el mismo grado de luz, deben tener poco más o menos la misma extensión en las palabras: de lo contrario, o se empaña o se aumenta su brillo, lo que no es permitido de ningún modo.

VIII. Que es menester conservar las figuras de sentencias, porque los pensamientos son los mismos en todos los espíritus: pueden en todo tener la misma colocación; y así se traducen las preguntas, las sujeciones, las anteocupaciones, etc.

En cuanto a las figuras de palabras tales como las metáforas, las repeticiones, las cadencia de nombres o verbos pueden reemplazarse regularmente por equivalentes. Por ejemplo, Cicerón dice de un decreto de Veres que no era trabali clavo fixum; y nosotros podemos traducirle, que no estaba fijado con un clavo de viga. Si estas figuras no pueden trasladarse o reemplazarse por equivalentes, entonces es menester recurrir a la expresión natural y procurar transferir la figura sobre alguna otra idea que sea susceptible de ella, para que la frase traducida, tomada en su totalidad no pierde nada de la riqueza que tenía en el original.

[128] IX. Que los proverbios o refranes, que son unas máximas populares y que no componen más que una palabra, deben traducirse por otros equivalentes. Como no recaen en cosas cuyo uso se repite frecuentemente en la sociedad, todas las naciones tienen muchos que son comunes y, si no lo son en la expresión, a lo menos lo son en su sentido.

  1. Que toda paráfrase es viciosa. Entonces ya no es traducir, es comentar. Sin embargo cuando no hay otro medio para explicar el sentido, la necesidad sirve de excusa al traductor: a una de las dos lenguas debe echarse la culpa.
  2. Que es menester en fin abandonar enteramente la manera del texto que se traduce cuando el sentido lo exige para la claridad, o el sentimiento para la viveza, o la armonía para el agrado. Esta consecuencia viene a ser un segundo principio, que es como el reverso del primero.

[129] Las ideas pueden, sin cesar de ser las mismas, presentarse bajo diferentes formas, componerse o descomponerse en las palabras de que nos servimos para expresarlas. Pueden presentarse en verbo, en adjetivo, en sustantivo y en adverbio. El traductor tiene estos medios para salir del apuro. Que tome la balanza, que pese las expresiones de una y otra parte, que las ponga en equilibrio de todas maneras; se le perdonarán las metamorfosis, con tal que conserve al pensamiento el mismo cuerpo y la misma vida. No hará sino lo que hace el viajero que por su comodidad da unas veces una pieza de oro por muchas de plata, otras veces muchas piezas de plata por una de oro.

Que se diga en latín aspirante fortuna no se exigirá al traductor que traslade favoreciendo la fortuna: se le permitirá decir con o por el favor de la fortuna, mudando el participio en sustantivo.

Podrá en ocasiones expresarse la significación de un verbo con un adverbio, la de un sustantivo o adjetivo con un verbo, cuyos modos son muy sencillos. Me atrevo a asegurar que no dejarán nunca de producir su efecto, y de abrir al traductor embarazado una salida que busca algunas veces mucho [130] tiempo, e inútilmente cuando no se guía sino por el instinto.

Pero lo que suele poner en más apuro a los traductores es el expresar la viveza del sentimiento. Unas veces es un fuego que abrasa y deslumbra; otras una luz suave que explaya y no fatiga. La viveza corre entonces entre dos excesos, lo flojo y lo bronco: lo uno enerva los pensamientos que desata demasiado; lo otro los sofoca, queriéndolos apretar. Cuando los signos son claros, cuanto menos hay, tanto más vivos son.

Gran parte de la viveza de la oración procede del lugar que las ideas principales ocupan. En cada frase suele haber los puntos de honor: los latinos lo cedían al objeto; y el remate que acaba el sentido, a que sigue una pausa que da tiempo de reflexionar, los latinos lo cedían al verbo. El medio se llena de las cosas más comunes que pueden confundirse sin riesgo y que basta conocer por mayor.

La suspensión sirve mucho a la viveza. Podemos en esto imitar a los latinos. Todos estos medios y otros conducen igualmente para la armonía, cuya mayor parte reside en la claridad y en el calor del discurso. Una frase que presenta con limpieza un sentido [131] hermoso, agrada siempre al oído. Este no se descontenta sino cuando se le ofrecen sones vacíos o muy cargados de ideas o mal surtidos. Aquí no se habla de la armonía que hay en la belleza de los sonidos: el traductor no puede valerse sino de los que le proporciona su lengua.

Hay en todas las lenguas unos modos de hablar que son intraducibles. También hay ciertas cosas anejas al gusto y a las costumbres de las naciones, que no pueden trasladarse, porque chocan la decencia.

Además de estos principios comunes a todo género de obras que se traducen, deben tenerse presentes otros que no convienen sino a especies particulares. Estas pueden reducirse a tres: a la Historia, a las Oraciones y a la Poesía.

 

Historia. Cuando se traduce un historiador no basta aplicarse al genio de la historia, es menester también seguir en cuanto se pueda el genio del autor, sin lo cual todo tiene el resabio de la provincia de donde es el traductor. Salustio es prieto, conciso, siempre elegante, pero de una elegancia que tiene algo de fuerte y vigorosa. Tito Livio es también prieto, es [132] elegante, es vigoroso; pero tiene la misma precisión que Salustio. Sus frases están llenas de proposiciones incidentes que se ligan, que se enlazan y forman períodos más largos, de mayores masas, de ideas que es menester abrazar de una vez. Tácito es sombrío, profundo, alguna vez enigmático, lleno de reflexiones y de filosofía. Su estilo es rico, valiente y nervioso. ¿Qué diferencia si se le compara con el de Quinto Curcio o de Cornelio Nepote? En estos todo se ha escrito para agradar al mismo tiempo que para instruir. ¿Qué diferencia aun si se carea con el de los comentarios de César, en que todo es sencillo y perfecto por solo su sencillez? César es un testigo que depone, Quinto Curcio un retórico ingenioso que pinta, Cornelio Nepote un hombre del mundo que escribe. Tácito y Tito Livio son ambos filósofos, ambos historiadores; pero el primero parece conceder más a la filosofía y el segundo más a la historia. Salustio es un hombre de estado, sin aparato, tiene más nervio que carne: parece que todo le viene natural. Si el traductor no cuida de expresar todos estos caracteres, es más bien parodiar que traducir.

 

[133] Oraciones. La oración debe siempre caminar con dignidad. Debe enderezarse toda a la persuasión. Es menester desenvolver las ideas, darles una cierta extensión susceptible de número y de armonía y capaz de llevar la acción del orador. El traductor debe colocarse en este punto de vista: el oído debe guiarlo en esto más que en otro género, y todas las reglas particulares que arriba se han establecido, deben estar subordinadas a esta. Es menester que en la traducción se oiga el tono sostenido del orador, que se vea el germen de sus gestos y de su acción.

En la historia es menester presentar los hechos con el tono conveniente; en la oración es menester presentar el alma, la vena, la marcha más o menos ardida de alguno que va a persuadir; en la poesía es menester juntar a este fuego los rasgos y las imágenes.

 

Poesía. Yo distingo en ella dos suertes de traducciones: la primera es la que expresa a un autor en una tal perfección que pueda con poca diferencia ocupar su lugar, así como [134] en una pintura una copia hecha por una mano maestra ocupa el lugar del original. La segunda no está hecha para tener lugar de autor. Es casi como una estampa.

Convenimos que la primera especie de traducción es imposible para los poetas, ya se haga el ensayo en verso, ya en prosa. La prosa no puede expresar ni el número, ni la medida, ni la armonía que constituyen las mayores bellezas de la poesía. Y si se intenta la traducción en verso, en el supuesto que se restituya el número, la medida y la armonía, se alteran los pensamientos, las expresiones y el tono. Se traduce muy bien un epigrama de Marcial porque luego que hallamos un verso feliz para expresar la agudeza, corremos libremente sobre los demás.

Pero si se trata de expresar los discursos enteros de Dido, de bajar a los infiernos con Eneas, ¿qué poeta traductor osará prometer expresar todos los rasgos de las pinturas de Virgilio? Pintará monstruos, sombras, sitios horrorosos poco más o menos así como un pintor que hace un mal retrato. Este pinta siempre a un hombre, pero no pinta [135] al hombre que se le pide; el hijo desconoce a su padre y el amigo al amigo. Supongamos que saque las facciones: esto no basta, si no expresa el alma, el aire, la vida, que son el punto de perfección en los cuadros, y consisten las más veces en finuras imperceptibles, en reposos colocados con arte, en ciertos pasajes ligeros, en ciertas anubadas que no se aciertan sino por acaso dos, tres, cuatro versos; pero todo el resto será desfigurado y enteramente desconocido.

No sucede lo mismo en la poesía sobre esta materia: esta tiene muchas ventajas. El pintor copista tiene los mismos colores específicos que el pintor original; no necesita más que ojos inteligentes y una buena mano. Pero aun cuando se supusiera uno y otro al poeta traductor, nada tiene aún adelantado. Las palabras de su lengua se resisten desde luego de todos modos por sus sílabas, por su sonido y por la construcción que exigen. El oído se queja, la rima es caprichosa, la medida es siempre demasiado grande, o demasiado pequeña para el pensamiento; y esto es cierto con respecto a todas las lenguas: solo hay la diferencia del más al menos.

[136] Pero si los poetas no pueden traducirse perfectamente en verso, hay un modo de hacerlo en prosa, a lo menos con alguna ventaja. El tono poético, que hace el principal carácter del verso, puede trasladarse bastante bien, con tal que uno se aplique a tres puntos.

Primero: a expresar las ideas tales cuales son peso por peso si es posible; a lo menos procurar uno acercarse al equivalente. De aquí pende una parte de la fidelidad y exactitud del traductor.

[137] Segundo: dejar las ideas, si se puede, o a lo menos las proposiciones y las frases parciales en sus lugares. Nada obliga absolutamente a un traductor a dislocar las proposiciones. En todas las lenguas se guarda el mismo orden, porque este orden no pende sino de la razón y del entendimiento. De allí nace la generación de las ideas, tal como el autor la produce: seguimos su marcha; corremos, no paramos o descansamos con él.

Tercero: en fin es menester procurar enlazar los pensamientos así como el autor, puntuar como él, expresarlo período por período y no cortar las frases sino cuando él las corta, etc.

Diráse tal vez que este modo de traducir es imposible. De ningún modo. Es imposible expresar siempre una palabra por otra palabra, una voz breve o larga, sonora o sorda, lenta o ligera por otra que tenga el mismo carácter. Es imposible exprimir siempre el mismo fuego, la misma viveza, la misma figura, porque cada lengua tiene sus propiedades. De esto se infiere que es imposible expresarlo todo y, por consiguiente, el dar una traducción que sea igual en todo al original. Pero si por una falsa preocupación se imagina alguno que es imposible dejar las ideas [138] en los lugares y trabarlas como están en el autor, ¿qué restará en una traducción para representar el texto original? El lugar y la trabazón de las ideas no dependen de las lenguas, dependen del entendimiento, del buen sentido y del razonamiento; tienen en castellano como en latín el mismo modo de proceder.

Pero si el entendimiento obedece, la lengua se resistirá; la traducción será dura, seca, fría. Así es tomando la regla en todo su rigor y no separándose nunca de ella; pero yo no la presento sino como el blanco, al que es menester ir por la línea más recta, o la menos curva que sea posible.

 

Proceder que he guardado en esta traducción. Guiado por los principios que he establecido en este discurso sobre la analogía, genio y carácter de las lenguas en general, y de la castellana y francesa en particular, he procurado traducir el Telémaco nombre por nombre, verbo por verbo y partícula por partícula, guardando el mismo orden de los pensamientos siempre que no me lo ha estorbado la armonía y he hallado equivalentes propios o figurados para expresar las voces [139] del original. Raras veces he tenido que apartarme de este método; porque el lenguaje de Fénelon en esta obra inmortal es el de la naturaleza animada de la elocuencia, y adornada de todas las galas y colores de la poesía. La naturaleza es la misma en Francia que en España, si se la viste con el mismo traje.

Confieso que he resucitado algunos versos y nombres antiguos para evitar las perífrases que regularmente quitan la energía. Dos razones he tenido presentes para ello. La primera, que tenemos muchas voces por desusadas o anticuadas, que no lo son. Cuando los que deben hablar bien no usan de ciertas expresiones vivas y enérgicas que tiene la lengua, sino que se valen de rodeos o perífrases para explicar sus pensamientos, entonces no pueden llamarse aquellas desusadas, sino ignoradas de los que hablan. ¡Oh cuán pocos son los que saben perfectamente la lengua y no ignoran infinitas voces que son propias del trato cotidiano de la sociedad!

La segunda razón es que hay muchas voces antiguas en la lengua que son más expresivas que las modernas que se han subrogado en su lugar: y hay otras antiguas cuyo equivalente moderno no existe. En unos y otros casos me ha parecido resucitar las [140] partículas, nombres y verbos que expresan mejor o con más gracia el pensamiento del original, y en defecto he usado de otras nuevas. […]

[141] Una de las obras más dificultosa de traducir y más digna de serlo para enriquecer nuestra lengua de los conocimientos que contiene es la docta, amena, florida y elegante historia natural del Plinio de la Francia; cuya empresa ha desempeñado y desempeña primorosamente su traductor, de suerte que puede servir de modelo en este particular. Los primores y bellezas del original campan y sobresalen visiblemente en la copia, y la lengua castellana ha adquirido unas galas y riquezas que no tenía.

Otra de las traducciones que dan honor a la lengua es la historia de la vida de Marco Tulio Cicerón: su traductor ha realzado todas las bellezas del original y ha agregado otras muchas que ostentan el buen [142] gusto y finura que caracterizan su ciencia en la literatura. Pudiera hablar de otras pocas traducciones buenas y de algunas pasaderas; pero omito señalarlas, porque cualquiera inteligente sabe distinguirlas por comparación.

Si el padre Isla no se hubiera tomado tanta libertad, pudiera colocársele entre los buenos traductores; pero como sus traducciones son más bien una imitación ajustada al método y orden de los originales que copias o traslados, se le puede considerar como semiautor, o semitraductor de las obras que ha romanceado.

De las demás muchedumbre de traducciones de todas clases que brotan cada día de las imprentas, sólo diré que como los más de los traductores se ensayan y no trasladan para enriquecer la lengua ni como poetas ni como oradores, sino para procurarse arbitrios honestos de subvenir a sus urgencias, no es extraño que las copias no se parezcan a los originales y salgan desfiguradas. Pero podían muy bien conciliar ambos extremos, si supieran lo que debe saber un buen traductor.