Alea 1798

José Miguel Alea: «El traductor»

Jacques Bernardin de Saint–Pierre, Pablo y Virginia Por Jacobo Bernardino Enrique de Saint Pierre. Traducción castellana, Madrid, Pantaleón Aznar, 1798, i–xxii.

Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 307–309.

 

[I] Habrá como cosa de tres años que hallándome en una ciudad de provincia me regaló un viajero inglés esta obrita, acompañada de un compendio del último viaje del capitán Cook impreso en Londres de orden del Rey con láminas de un buril muy delicado. Esta adquisición fue para mí muy apreciable, por los vivos deseos que tenía de leerla, excitados en gran parte por los encarecidos elogios que me había hecho de ella un amigo mío, recién llegado entonces de Inglaterra, donde la había visto. Inmediatamente que la acabé de leer, concebí la utilidad que podría resultar de su traducción a toda clase de personas; y, en efecto, me dediqué desde luego a este trabajo, sin embargo de que el ejemplar que me había dado el viajero era una traducción bastante literal del original francés, hecha por una dama de Londres. No obstante, como la obra era [II] francesa, no me determiné a publicar mi primera traducción del inglés hasta no cotejarla con su original; a cuyo fin hice las más exquisitas diligencias para adquirir un ejemplar en francés, como en efecto lo logré posteriormente.

Hecho, pues, el cotejo con toda reflexión hallé que la traducción inglesa estaba bastantemente conforme y arreglada al original, a excepción de algunos pasajes particulares que Mr. Saint–Pierre había corregido en las ediciones posteriores al año en que se publicó en Londres la expresada traducción. Por consiguiente, tuve doble complacencia en haber andado remiso en su publicación, logrando con esto perfeccionar mi primer trabajo y hacerlo más digno del público, que es el objeto que debe proponerse todo escritor. Y para complemento de mis deseos en esta parte, di la última mano a la obra, castigándola en varios lugares y poniéndole algunas notas instructivas.[…]

[XII] Una obra de este estilo sencillo y natural, de esta abundancia de expresiones e imágenes vivas y animadas, [XIII] de esta variedad de incidentes y descripciones episódicas tan acomodadas al asunto, pediría un traductor tan dulce, tan fecundo y tan amaestrado en el manejo de la lengua castellana como nuestro Fr. Luis de León. Entonces se vería bien patentemente la riqueza y propiedad de nuestra habla nativa para semejantes asuntos y su excelencia sobre la francesa e inglesa. Aunque no soy tan deslumbrado que presuma de mí lo que con tanta razón pudiera presumirse de Fr. Luis de León y otros autores nuestros que hubieran emprendido este trabajo, me lisonjeo, sin embargo, de haber puesto algún esmero en la elección de voces y modismos castellanos para verter convenientemente los pensamientos del original.

Sé muy bien, según lo he insinuado en otra parte,* que cada [XIV] idioma tiene su índole característica, y que hay frases y expresiones intraducibles a la letra de una lengua en otra, sin destrucción y ruina del verdadero sentido a que se debe aspirar. De aquí el origen de tan pocas traducciones buenas, como de tantos traductores malos. Pero en obsequio de la verdad y de los progresos de nuestra lengua, no puedo disimular que ciertas gentes estén tan ciegas de pasión por el estilo antiguo, que llevando su veneración hasta el extremo de la idolatría, infamen con la nota de poco castizas las palabras que el uso, la variedad de los tiempos, los descubrimientos posteriores, la necesidad y no el capricho, han introducido en nuestro idioma. En todo se deben evitar los extremos: medio tutissimus ibis; y en estas materias, como en todas, la dificultad consiste en atinar con este medio. Algunos hay en el día que afectan una severidad inflexible en repudiar las voces modernas, buscando con [xv] nimiedad las anticuadas, y usando de propósito de rancios arcaísmos, aunque no sean adecuados a la materia, ni convenientes a la fluidez y facilidad que han adquirido las lenguas europeas con los nuevos conocimientos literarios. Otros, por el contrario, ignorantes de su lengua nativa y sin haber hecho nunca un estudio reflexivo y filosófico de su carácter, no solo prefieren las voces extranjeras a las propias, aunque estas sean tanto o quizá más expresivas que aquellas, sino que trastornan hasta el orden de la sintaxis, y aun se empeñan en trasladar literalmente los idiotismos, formando con esto un guirigay o jerigonza ininteligible. He aquí los dos escollos que debe evitar todo escritor en el día.

La máxima segura será no trastornar jamás la construcción o sintaxis de una lengua, ni introducir en ella voces extrañas, cuando las tenga equivalentes y acomodadas; pero ni tampoco oponerse ridícula y [XVI] tenazmente a la admisión de aquellas que el uso, la necesidad y aun la moda califican, en defecto de las naturales. Las lenguas tienen su estado de infancia, de juventud, de virilidad, de vejez y de decrepitud como el hombre; participan de nuestras pasiones, de nuestros conocimientos, y aun de los caprichos que alternativamente reinan de siglo a siglo y de dominación a dominación. La lengua del tiempo de Augusto es muy diferente de la que se hablaba a los principios de la fundación de Roma. Este cotejo se verifica igualmente con las actuales de Europa.

Algunos filósofos han notado que no hay preocupación más perjudicial a los progresos de las ciencias, que la de no admitir voces y expresiones extranjeras, cuando faltan nacionales. El sabio Fénelon en su carta a la Academia Francesa, le aconseja que imite a la nación inglesa en la introducción de los términos [XVII] de cualquier idioma que sean, siempre que contribuyan a facilitar la adquisición de conocimientos científicos. De ahí ha resultado que los ingleses, no menos ambiciosos y exclusivos en el comercio mercantil que en el de las letras, han extendido, con preferencia a las demás naciones, los límites de su imperio político y literario.

Pero dejando aparte este asunto, cuya discusión me distraería de mi objeto en el presente discurso, digo que he procurado huir de los dos extremos igualmente vituperables; esto es, de una pasión ciega al estilo y voces anticuadas (para no parecerme a aquel retratista maniático por la antigüedad, que ridiculiza el difunto D. Tomás de Iriarte en una de sus mejores fábulas literarias)** igualmente que del prurito, demasiado común en el día entre los ignorantes [XVIII] de las bellezas de nuestra lengua, de introducir la sintaxis e idiotismos de las forasteras en los libros [XIX] que debieran ser castellanos y tienen poco o nada de tales. He usado de los participios activos con bastante [xx] frecuencia, porque hacen la elocución más fluida y rápida que los relativos, como los llaman los gramáticos, los cuales debilitan su vigor y fuerza de enlace. Así que, digo a cada paso interesante, renaciente, bramante y otros participios a este tenor, sin recelo de pasar entre los verdaderos inteligentes por innovador, ni temor a la censura de aquellos puristas, por mal nombre, que tienen las cabezas harto desocupadas, para entretenerse en andar a caza de vocablos. El estilo de esta Pastoral, como el mismo Saint Pierre la llama, es poético por la mayor parte, y la versión debe participar de la misma índole y carácter.

[XXI] Hay cosas que traducidas de una lengua a otra se mejoran y otras que, por el contrario, se empeoran. Esto no depende muchas veces de la pericia o impericia del traductor, sino de la naturaleza de los idiomas comparados entre sí. Apenas hay traducción de las regulares en que no se observe este defecto. El que conozca a fondo las leyes de la versión, sabe que un traductor no debe ser ni déspota, ni esclavo del original. Hay un justo medio entre las dos cosas, que guardado con escrupulosidad por un traductor, proporciona a la república literaria, a sus conciudadanos y a la patria, las riquezas y tesoros de los conocimientos útiles, que los sabios de todos tiempos y naciones, han poseído y poseen actualmente.

 

* Vida del Conde de Buffon, nota primera, página 137.

** Como esta fábula intitulada El retrato de golilla, reprende con tanta sencillez y naturalidad el vicio de que aquí se trata, véase a la letra copiada [sigue el texto de la fábula].