Anónimo: «Carta sobre el abuso de las malas traducciones, y utilidad de reimprimir nuestros buenos autores»
Memorial Literario XII (noviembre de 1787), 517–533.
Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 216–222.
[517] Muy señores míos: Ya que cualquiera tiene derecho a exponer sus reflexiones, buenas o malas, y que Vmds. escuchan con igual benignidad al docto y al ignorante, no tiene en qué pararse mi cortedad para proponer su sentir. Ciertamente no me estuvo bien la especie propuesta en aquella carta del Memorial Literario de agosto último, pág. 547, en que su autor adopta la reimpresión de las obras francesas dentro de nuestra España por un medio eficaz para promover el adelantamiento de la literatura y la economía de nuestro dinero. Perdóneme este literato, que su pensamiento es más perjudicial de lo que se piensa. Por este y por otros abusos que constantemente se siguen, y que entre los que quieren llamarse eruditos se hicieron ya de moda, se va abandonando lo que deberíamos conservar con más pureza, con más empeño y con más estudio. Hablo de la divina lengua castellana.
Una lengua que por voto común de las naciones cultas es un conjunto de todo lo mejor de las muertas y de las vivas: que une la sublimidad de la hebrea, la variedad y llenura de la latina, la riqueza y propiedad [518] de la griega, la dulzura y expresión de la italiana, la exactitud y claridad de la francesa, la vivacidad y sutileza de la inglesa y la seriedad y reposo de la alemana; una lengua cuyo carácter propio es la majestad, el decoro, la grandeza y aquel aire soberano de lo bello, lo gracioso y lo noble; una lengua a quien llama el holandés aguda, eficaz, concisa, propia, grave, rica de proverbios, de sales, de metáforas, anfibologías», en cuya alabanza dice el italiano «que el estilo precioso, simple y juntamente majestuoso de Horacio quizá en ninguno de los lenguajes vivos se puede imitar tan felizmente como en el español, y que es el más perspicaz de todos en la propiedad de las metáforas»; una lengua a quien los mismos franceses, en medio de su mordacidad, dan los realces de «majestuosa, armoniosa, expresiva, proprísima para dar idea de las materias sublimes y cuyas voces son de bella proporción, graves y sonoras»; una lengua con todas estas circunstancias, como es sin disputa la castellana, no debe ser objeto de nuestro olvido, ni es merecedora de que nosotros mismos, por culpa nuestra, la despojemos de tantos primores.*
No vengo a hacer una apología de nuestro [519] idioma, ni tampoco a signar todas las causas de la corrupción que lastimosamente va padeciendo; solo sí quisiera persuadir los daños que en ella nos ocasionan nuestros vecinos, aquellos murmuradores de nuestras costumbres, de nuestras acciones, de nuestras letras, que con el mal influjo de las suyas llegaron a desfigurar en un grado enorme nuestra lengua hasta querer substituir en ella la suya propia.
Esta es sin duda una de las verdaderas causas de los muchos males que está experimentando la nuestra, con el decaimiento de aquella frase y expresión majestuosa que en otro tiempo le era tan propia y que ahora se halla tan abatida por la extranjera. Efectivamente, la inmoderada aplicación al francés nos hace abandonar el principalísimo estudio del castellano y con esta mal entendida máxima vamos a buscar a casa del vecino lo que con tanta copia y propiedad tenemos dentro de nosotros mismos. Nosotros, pues, somos la causa de un mal tan sensible y de la deshonra e injusticia tan grave que estamos haciendo a la nación.
Ambrosio de Morales, verdadero español, lleno de todos los sentimientos de un buen patriota, exclamaba en sus días contra algunos de nuestros naturales a quienes trataba de «ociosos y de necios, y para quien es aun poca pena la injuria de estos apellidos, según lo mucho que pecan en usar vocablos extraños y nuevas maneras [520] de decir, que pocos entienden».**
Vocablos extraños y nuevas maneras de decir son los que suministra la lengua francesa a la española. ¿Cuántas voces ha adoptado esta de aquella como si la copia de la una no fuera bastante para abastecer toda la pobreza de la otra? ¡Qué absurdo que el rico pida al necesitado lo mismo que él le puede dar! Cotéjense todos los diccionarios de ambas lenguas, compárense unos con otros y veremos que nuestro idioma necesita doble volumen para contener sus artículos. Aquella multitud de sinónimos, que con diverso sonido explican en cada uno una misma substancia, tan abundantes en nuestra lengua, pónganse al lado de tantos homónimos, que con una voz, o un mismo eco confunden la explicación de mil esencias, y quedará decidida la claridad y copioso caudal de una respecto de la obscuridad, mezcla y necesidad de los significados de la otra. ¿Pues a qué tanta repetición de voces extranjeras, en medio de las nuestras, y tanto empeño en escoger aquellas para ponerlas en lugar de estas? No nos preocupemos, cuando la razón y la verdad hablan a nuestro favor.
Pero aun es peor aquella expresión, aquella manera de decir llena de galicismos y aquel [521] fastidioso tono declamatorio que tan malamente vemos ensartado entre nuestras frases, tan sonoras, tan llenas, tan expresivas y tan propias. Esta mala parte ha llegado ya a extender sus perniciosas raíces y a confundir los diversos estilos de ambas lenguas en tal disposición que no solamente en el habla vulgar, sino también en lo mismo que se escribe y se produce al público se ven abandonados nuestros modos de decir, disfrazados con expresiones afectadas y envueltos casi siempre entre mil periodos afrancesados, que por poca atención que se ponga se hallarán siempre disonantes en los oídos menos formados.
A poco que se discurra se llegará a conocer que aunque las reglas de la poesía y elocuencia son comunes en razón de los miembros de que constan y recta colocación de sus partes, pero aplicadas a cada idioma, es preciso que se encuentre en ellas una notable diferencia y tanta cuanta se experimenta no solo entre las varias costumbres y caracteres de las naciones, sino también entre aquellos particulares distintivos, que hacen a cada idioma no tener nada de común con el otro.*** Está bien que la retórica, oratoria y arte poética prescriban aquellos preceptos generales [522] que enseñan la composición y disposición o, por decirlo así, la fábrica y distribución de las piezas en sus exordios, proposiciones, invocaciones unidas, catástrofes y tantas otras reglas invariables, que sin duda todas las naciones deben observar, no menos que las observaron unánimemente los oradores y poetas griegos y romanos, pero aquella elección de voces, aquella aplicación de palabras a cada asunto determinado, la dicción, la expresión, la textura de los periodos, la armonía de las cláusulas y, generalmente, el todo del estilo, esto todo se debe estudiar en cada idioma, sin que el extranjero pueda prescribir ley que sea capaz de fijarnos en lo cierto. Por eso decía bien el buen Morales, que la «causa verdadera de no acertar a decir bien, ni diferenciar lo bien dicho en castellano, está principalmente en no aplicarle el arte de la elocuencia en lo que ella enseña a mejorar el habla».****
¿Cómo, pues, podremos familiarizar estas reglas con lo que van a buscar entre los franceses el modo de decir en castellano, teniendo a la vista los maravillosos y sagrados ejemplares de nuestro idioma, en los incomparables Granada, León, Hurtado y Cervantes, por no nombrar más de otros veinte, en quienes brillan a porfía la pureza y arte de bien hablar, que nosotros injustamente despreciamos? No [523] hay sermón, no hay discurso, no hay historia, no hay verso que no se vaya a sacar del francés y que por lo mismo no esté rebosando aquella languidez, aquel poco espíritu, que respecto de nuestro estilo se manifiesta en el suyo,***** y entre tanto abandonamos la imitación de aquellos verdaderos maestros nuestros, que tanto se fatigaron para instruirnos y para verse ahora olvidados, con afrenta suya y nuestra.
Pudiera templar este dolor la esperanza del remedio, pero la dureza y ceguedad con que llevamos adelante nuestro tesón nos puede más bien prometer mayores males y tales que reduzcan poco a poco el primor y elegancia de nuestro idioma a aquella general afectación del otro, y que sepulten insensiblemente nuestro elocuente modo de decir entre unos estilos afeminados y una composición postiza, por decirlo así, de voces peregrinas y desconocidas.
Así llegaron a perecer los mejores idiomas; Grecia perdió el suyo con la transmigración [524] de las familias romanas a su país; el trato y mezcla de los septentrionales corrompieron en un todo el latino; en una palabra, se perdieron las lenguas con los imperios y con el trato común de los extraños. España misma sufrió estas vicisitudes. […]
[526] Estos ejemplos nos ponen delante la lastimosa ruina que amenaza a nuestra lengua con el comercio y trato francés. El gusto de poetizar se aprende de los poetas franceses, los sermones se sacan de sus libros, las reglas de la elocuencia castellana se toman de sus sermones, la amistad y unión en el día entre las dos naciones es mayor que nunca y, en fin, la afición a aquel idioma es tan común, que la ignorancia de ella se considera como una falta culpable y grosera en la educación de cualquier noble.
¿Qué debemos, pues, esperar de esta general estrechez que experimentamos entre los sujetos de ambas naciones? Nuestra actual constitución no nos permite tratar con otros que no sean franceses. Los criados, los lacayos, ayudas de cámara, pajes, peluqueros, sastres, modistas, comerciantes, menestrales, reposteros, confiteros, todos han de ser franceses, y mucho más los amigos y las compañías; y nosotros infelices nos vemos precisados a oír el castellano de la boca de un francés y a retornárselos en aquellos mismos términos y aquel mismo estilo para que nos entiendan. He aquí como nuestro idioma va insensiblemente recibiendo una nueva forma por una multitud de gentes que solo vienen a [527] España a chuparnos lo mejor de ella y dejarnos lo peor.
¿Cuándo se abandonará también en beneficio de nuestra nación y de nuestra lengua la máxima desgraciada y perjudicialísima de entregar un niño, que apenas puede sostener la voz, a un ayo francés, a uno de estos maestros miserables de aquella lengua que, con bien poco conocimiento de ella y mucho menos de la nuestra, se atreven a enseñar al desventurado discípulo un idioma forastero, antes de saber el suyo propio? Ya se ve un niño que no sabe hablar en manos de otro que habla peor que él: no es posible que se arraigue en un modo de decir puro, natural y propio; y lo que sacará de todo vendrá a ser una mezcla y chapurrado intolerable de voces y periodos propios y extraños que le llegan a hacer intratable y, de consiguiente, despreciable entre los que no se dejan llevar de esta común preocupación.
Digo lo mismo de la nimia aplicación a tanto fárrago de libros franceses y folletos inútiles; el que se considera con tal cual aptitud para las letras y se aficiona a su amenidad no va a buscarla a otras fuentes que a los escritores de aquella nación y empezando a saborear su gusto en ellos con varias noticias y conocimientos, no procura apartar los ojos de su lectura, pensando que todo lo debe al estudio de aquellos libros. Una hombre ya de esta constitución es fuerza que [528] cuanto discurra, cuanto escriba y cuanto hable sea francés, y que su estilo todo salga a aquel sonido o eco que le acaba de imprimir semejante lectura; y si quiere violentar toda su naturaleza para apartarse de aquellos resabios, siempre sacará un castellano arrastrado, violento y traido como por maromas al asunto, desnudo por lo mismo de aquella propiedad y naturalidad que tanto se recomienda.
Ahora pues: siendo esto tan común en algunos de nuestros modernos escritores que van a sacar todas sus especies de la erudición y lectura francesa para trasladarlas a un idioma propio, ¿cómo dejarán de derramar en él aquellas frases, aquellas expresiones y aun aquellas mismas voces que acaban de leer y que todavía están retiñendo en sus oídos?******
Y si esto es tan palpable entre los que escriben originalmente, ¿qué sucederá entre aquellos inicuos traductores, enemigos implacables de nuestra lengua y, por desgracia nuestra, los menos extinguibles? El flujo de traducir, y [529] traducir tan mezquinamente como se está viendo, ya se hizo general, porque se ha convertido en un ejercicio o, por mejor decir, un oficio de pane lucrando. Estas que se llaman traducciones y que más bien son unas vilísimas copias que solo se diferencian de sus originales en la mudanza o versión servil del vocablo, que dejan en el mismo lugar que le colocó su autor sin la menor tintura castellana ni colocación que pueda hacerlas capaces de nuestro estilo, estas traducciones, digo, son las que echan a perder nuestro hablar, las que dan nueva forma a nuestro idioma y las que esparcen su infeliz gusto, circulando entre las manos de la multitud que las abraza sin elección y con total abandono de nuestras mejores obras originales. Desengañémonos. Los traductores que merecen llamarse tales son escasísimos, el arte de traducir es poco conocido y, de consiguiente, las obras traducidas (excepto una u otra) son de ningún mérito. El traductor debe poseer a fondo ambos idiomas con igual inteligencia y propiedad, y, al mismo tiempo, debe tener un profundo conocimiento y sólida instrucción del asunto de la obra que traduce para huir de los errores que son tan frecuentes en los que trabajan sobre materias desconocidas. Es menester que no pierda de vista aquel nervio del original, revestirse de los mismos sentimientos del autor, acomodarse a sus ideas, [530] estudiar su genio y su carácter, penetrar hasta su interior, entrar en su corazón a investigar lo que quiso expresar; en una palabra, transformarse en él.******* Quisiera yo preguntar ahora a los traductores de nuestros días si se conocen adornados de todas estas circunstancias y a propósito para poner en ejecución sus empresas temerarias. Bien lo demuestran sus producciones, aquel sentido esclavo de las palabras que vierten aquella locución fría y frase impropia y aquel montón de vocablos, mal digeridos y peor coordinados.
A vista de tantos obstáculos como halla la lengua castellana en la francesa para perfeccionarse o para sostenerse, ¿será posible que no tan solamente mantengamos entre nosotros con indolencia el origen de tantos daños, sino que también procuremos fomentar esta peste contagiosa que nos devora dentro de nuestra propia casa? Así parece del nuevo proyecto estampado en la última carta del Memorial Literario de agosto. No solamente vivimos persuadidos a que el trato continuo con el extranjero, la educación en su lengua, sus maestros, sus libros y nuestras malas traducciones nos hacen eruditos, doctos, elocuentes, [531] persuasivos y de un decir delicado y enérgico, sino que, porfiados en nuestro entusiasmo y preocupación, concebimos nuevos proyectos y buscamos nuevos modos de empozarnos en este abismo de errores de donde jamás saldremos. Tal es la rara idea y extraordinario capricho de hacer reimprimir entre nosotros las obras francesas, como si estas anduvieran escasas y nuestras imprentas estuvieran de sobra.
Verdaderamente estamos ciegos en proponer un proyecto de esta clase, sin hacernos cargo que donde la generalidad y uso común de las obras extranjeras dejan poca libertad a las propias, llegaríamos a términos de buscar en España las obras de Francia y de borrar las nuestras de todo el mundo literario, como culpables e indignas de parecer entre los doctos. Esto sería lo mismo que desarraigar en un todo nuestro idioma de nuestros labios que borrarle de la memoria de los mismos naturales y hacerle padecer un trastorno y olvido universal.
Yo quisiera que me dijese el autor de aquella carta si las imprentas de España se hallan ociosas y si los caudales estarían prontos para proporcionar la reimpresión de tantas obras. Si todo esto fuese así, ni las imprentas deberían ocuparse de un modo tan poco útil e indecoroso, ni era del caso que nuestros propios caudales sirviesen para cortarnos la lengua e imposibilitarnos el uso de hablar. ¡En cuántos objetos de la misma esfera, pero de más utilidad, se pudieran ver empleados [532] con felicidad, con gloria nuestra y acaso con vergüenza de los extraños!******** ¡Cuántas obras abandonadas en los rincones de las bibliotecas, parto de infinitos sabios españoles, ignorados de los extranjeros y aun de nosotros mismos, pudieran ver la luz pública, siendo útil trabajo de nuestros impresores y la verdadera instrucción de nuestros nacionales! Me atrevo a asegurar que si se hubiese adoptado la buena máxima de hacer reimprimir nuestras mejores obras para hacer comunes a todas las que hoy no se hallan sino a costa de las exorbitantes sumas que constituyen toda la ganancia de un librero, nuestra instrucción sería también más común, se extendería mucho más la noticia de nuestra literatura, se taparía la boca al maldiciente Masson y sus partidarios y se harían patentes las innumerables obras de donde nuestros vecinos sacaron mucha parte de sus noticias, los infinitos plagios que ellos venden como producciones originales y los muchos libros enteros que siendo de autores españoles padecieron [533] la injuria de haber sido tenidos por franceses.*********
Conozco que me he distraído en esta especie y que me extendí en el asunto principal. Concluyo, pues, repreguntando al héroe de aquella gente insultadora: ¿qué debe España a Francia? Y responderé, que el lujo, la afectación, la superficialidad, el hurto de lo mejor que tienen, el de nuestro honor literario, el olvido de nuestra integridad, la mudanza de nuestras costumbres, la transformación de nuestro carácter, la corrupción de nuestra lengua y… qué sé yo.
Perdonen Vmds. este leve desahogo del corazón de un patriota que queda siempre obligado servidor de Vm. y B. S. M.
* Masdeu, en el discurso preliminar a su Historia crítica de España, cap. 4, art. 2, núm. 78, cita autores italianos, holandeses y franceses que hacen todos estos elogios de nuestra lengua.
** Morales en el prólogo al Diálogo de la dignidad del hombre por el maestro Oliva.
*** Masdeu, ibidem, viene a ser del mismo pensamiento, cuando dice que «no se puede negar que cada lengua tiene un cierto gusto característico, todo propio y distinto del de las otras».
**** Morales, ibidem.
***** Jamás diré que el estilo de los franceses es lánguido y de poco espíritu entre ellos mismos, antes bien, tiene toda aquella fuerza y decoro que puede experimentar quien lea sus autores. Nosotros gozamos de otro carácter muy distinto, más eficaz, más activo y más grande, y, de consiguiente, nuestro modo de explicarnos debe participar de todas estas cualidades. Por lo mismo, el suyo entre nosotros será lánguido y sin espíritu, como igualmente el nuestro no les presentará a ellos todo aquel descanso y desahogo que desean en su expresión.
****** No se condena aquí la lectura de los buenos libros franceses. Confieso que tienen obras apreciables, pero debemos leerlas con mucha precaución, aprovechándonos de su substancia, sin pararnos en su estilo. Por eso las obras de elocuencia y poesía, que solo nos dan idea de su lengua y de las reglas del arte, creo que deberíamos desecharlas del todo porque su materia no puede instruirnos y el modo de tratarla puede corrompernos. En los de historia y literatura, podemos tomar las puras noticias sin que echemos de ver el modo con que se nos comunican.
******* El Reverendísimo Sarmiento se quejó antes que yo de los pésimos traductores en su Demostración del Teatro crítico, tomo I, discurso 18, § 24, núm. 687. Allí se pueden ver las calidades de un buen traductor.
******** En caso de abrazarse el sistema del autor de la carta sería más conveniente que las obras francesas de pura historia y de los demás ramos de literatura, ciencia, &c. que no sean de elocuencia y poesía, fuesen traducidas por personas que juntasen todas las circunstancias de buenos traductores, examinados y aprobados a este fin, o bien por sociedades de literatos destinados por la Academia a un objeto tan laudable. Acaso se purificaría nuestra lengua con este cuidado, sin perjuicio de las buenas noticias de los originales.
********* Bien conocido es el hurto de Mr. Lesage y se pudieran añadir otros muchos novelistas; no se conocen menos los de Corneille y Molière, sus principales dramáticos; de Scarron ellos mismos dicen que «toutes les siennes sont des pièces espagnoles», y que las piezas de Lope de Vega «ont été fort utiles à plusieurs de nos poètes français»; y, por último, conociendo la verdad manifiesta y echándose con la carga ya confiesan que «la mode de ce temps était de piller les poètes espagnols» (Nouveau dictionnaire historique, art. Scarron y Vega).