Francisco Patricio de Berguizas: «Prólogo»
Píndaro, Obras poéticas de Píndaro en metro castellano con el texto griego y notas críticas por Don Francisco Patricio de Berguizas, Presbítero, Bibliotecario de S. M., Madrid, Imprenta Real, 1798, v–xx.
Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 309–311.
[VI] La traducción presente fue producción prematura del anhelo y ansia con que en edad menos madura y ocupada me entregué a la lectura y observación de los autores latinos, griegos y hebreos. Siguiendo la máxima de Tulio, ejercitaba el estilo traduciendo de unos y otros lo que más hería y avivaba mi curiosidad y gusto, o era más conforme y análogo a mi genio. Así me [VII] hallé insensiblemente con la traducción hecha de los Profetas menores, los trenos de Jeremías, varios cánticos y salmos, oraciones de S. Basilio y S. Juan Crisóstomo, de Tulio y Demóstenes; las odas de Píndaro, varias de Horacio, &c. Nunca pensé en dar al público unos escritos no trabajados con semejante designio, sino para mi privado estudio y entretenimiento; contenidos por lo mismo en esquelas muy confusas y en otros borradores de esta especie, apenas inteligibles hoy a mí mismo que los escribí. Habiéndome arrebatado algunos retazos de ellos y publicádolos anónimos, me hicieron ver contra toda mi esperanza haber debido a personas inteligentes estimación y elogios públicos, que yo reputo seguramente excesivos y superiores a su mérito. Tal es sin embargo el amor propio, que esta casualidad favorable me despertó del estado de irresolución e indiferencia, y me movió a dejar poner en [VIII] limpio las Olímpicas, completar el discurso que las precede, y las notas que las ilustran y explican. Quisiera haber corregido y limado la traducción, especialmente en los lugares en que la fatua adhesión al consonante endureció el verso, enervó el lenguaje, debilitó la energía, &c. Mas no he tenido tiempo ni paciencia para ello. Dedicado a obras más serias y ocupaciones más graves, me parecía inútil pérdida de tiempo el empleado en refundir versos malos, o en forjar otros de nuevo, que en vez de mejorar empeorasen quizá lo ya trabajado bien o mal. No por eso he omitido el rever y corregir lo principal, de modo que quede cosa alguna en mi juicio absurda ni disonante.
Cuando emprendí esta traducción, como era entonces mi ocupación principal, dediqué el mayor esmero a trasladar del griego al castellano las gracias y bellezas del original, y conservarlas [IX] literalmente siempre que lo permitía la diferente índole de los dos idiomas, y cuando no, substituyendo otras semejantes; ejecutándolo con solicitud cuidadosa no solo en los pensamientos, las figuras, las imágenes, las oraciones y cláusulas inversas, las frases cortadas, las sentencias sueltas, las transiones [sic por transiciones] prontas e inesperadas, las comparaciones suspensas, las alegorías frecuentes, las metáforas atrevidas, los epítetos aglomerados, el estilo rápido, el lenguaje lírico, el dialecto poético; sino aun en las enérgicas y armoniosas onomatopeyas, o expresiones imitativas, esforzándome a conservar en lo posible hasta la armonía y los sonidos de las palabras originales. No digo que lo haya conseguido, sino que lo he intentado. […]
[x] En el lenguaje castellano me propuse seguir a mi parecer un moderado y justo medio entre el purismo rígido y el galicismo laxo. Por una parte es terquedad y pertinacia no admitir ni adoptar las frases y palabras que generalmente usan las gentes sabias y cultas, aunque no las conociesen los Leones y Granadas. Y por otra [XI] es suma negligencia e inconsideración dejar perdidas y olvidadas por falta de estudio y de lectura gran número de locuciones elegantes y expresivas de que abunda nuestro copioso y rico idioma, e introducir en él multitud de voces y construcciones peregrinas, sin reflexión ni madurez, sin necesidad ni fundamento. En medio de esto no me tengo por inculpable ni por exento de manchas y defectos. Sería una vana presunción. […]
[XIII] No presumo de haber seguido los altos vuelos de Píndaro, ni haber hecho una traducción perfecta, ni una obra capaz de satisfacer el exquisito y delicado gusto de los verdaderos sabios. Estoy muy distante de presumir tanto de mis fuerzas débiles. Mas tampoco dudo se persuadirán que en las obras arduas de esta naturaleza aun los conatos son loables, y los descuidos y defectos dignos de alguna indulgencia. Tanto más que después del célebre Fr. Luis de León, inmortal honor de nuestras Musas, que nos dejó traducida la primera Olímpica, soy yo el primero (de que tengo noticia) que se haya atrevido a poner en verso castellano todas las Odas pindáricas, cuya difícil ejecución comprueba la citada única Olímpica traducida por León, harto débil comparada con otras excelentes traducciones suyas. Si en la de Píndaro decayó la perfección de quien sabía hacerlas con tan maestra mano, [XIV] no será extraño esto en la mía tan inferior por todos los títulos a la maestría sublime de aquel sabio traductor. A los que sin atender a estas oportunas reflexiones hicieren demasiado desprecio de mis conatos, les rogaré se sirvan hacer la prueba de traducir la oda más pequeña, o una sola estrofa de Píndaro. Después de esta tentativa me queda alguna esperanza de que tal vez miren estos débiles esfuerzos con menos desagrado. En los demás autores han allanado el camino y facilitado la inteligencia las multiplicadas traducciones. En la mía apenas he tenido modelo que imitar ni maestro que seguir, no ya en nuestra nación, mas ni aun en las extrañas. Esto mismo puede hacerla acreedora a que se miren los yerros e imperfecciones con ánimo benigno e indulgente.