Cadalso 1796

José Cadalso: Cartas marruecas del coronel Don José Cadalso, Madrid, Imprenta de Sancha, 1793

Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 235–237.

 

[120] Carta XLIX. Gazel a Ben–Beley

¿Quién creyera que la lengua tenida universalmente por la más hermosa de todas las vivas dos siglos ha, sea hoy una de las menos apreciables? Tal es la priesa que se han dado a echarla a perder los españoles. El abuso de su flexibilidad, digámoslo así, la poca [121] economía en figuras y frases de muchos autores del siglo pasado y la esclavitud de los traductores del presente a sus originales, han despojado este idioma de sus naturales hermosuras, cuales eran laconismo, abundancia y energía. Los franceses han hermoseado el suyo al paso que los españoles lo han desfigurado. Un párrafo de Montesquieu y otros coetáneos tiene tal abundancia de las tres hermosuras referidas, que no parecían caber en el idioma francés; y siendo anteriores con un siglo y algo más los autores que han escrito en buen castellano, los españoles del día parecen haber hecho asunto formal de humillar el lenguaje de sus padres. Los traductores e imitadores de los extranjeros son los que más han lucido en esta empresa. Como no saben su propia lengua, porque no se sirven tomar el trabajo de estudiarla, cuando se hallan con alguna hermosura en algún original francés, italiano o inglés, amontonan galicismos, italianismos y anglicismos, con lo cual consiguen todo lo siguiente:

1.º Defraudan el original de su verdadero mérito, pues no dan la verdadera idea de él en la traducción. 2.º Añaden al castellano mil frases impertinentes. 3.º Lisonjean al extranjero haciéndole creer que la lengua española es subalterna a las otras. 4.º Alucinan a muchos jóvenes españoles, disuadiéndoles del indispensable estudio de su lengua natal.

Sobre estos particulares suele decirme Nuño: «Algunas veces me puse a traducir, cuando muchacho, varios trozos de literatura extranjera; porque así como algunas naciones no tuvieron a menos el traducir nuestras obras en los siglos en que estas lo merecían, así debemos nosotros portarnos con ellas en lo actual. El método que seguí fue este: [122] leía un párrafo del original con todo cuidado; procuraba tomarle el sentido preciso; lo meditaba mucho en mi mente y luego me preguntaba yo a mí mismo: si yo hubiese de poner en castellano la idea que me ha producido este especie que he leído, ¿cómo lo haría? Después recapacitaba si algún autor antiguo español había dicho cosa que se le pareciese; si se me figuraba que sí, iba a leerlo y tomaba todo lo que me parecía análogo a lo que deseaba. Esta familiaridad con los españoles del siglo XVI y algunos del XVII me sacó de muchos apuros, y sin esta ayuda, es formalmente imposible el salir de ellos, a no cometer los vicios de estilo que son tan comunes.

Más te diré. Creyendo la transmigración de las artes tan firmemente como cree la de las almas cualquiera buen pitagorista, he creído ver en el castellano y latín de Luis Vives, Alonso Matamoros, Pedro Ciruelo, Francisco Sánchez llamado el Brocense, Hurtado de Mendoza, Ercilla, fray Luis de Granada, fray Luis de León, Garcilaso, Argensola, Herrera, Álava, Cervantes y otros, las semillas que tan felizmente han cultivado los franceses de la mitad última del siglo pasado, de que tanto fruto han sacado los del actual. […] [ Y en [123] fin, concluyo que, bien entendido y practicado nuestro idioma, según lo han manejado los maestros arriba citados, no necesitamos echarlo a perder en la traducción de lo que se escribe bueno o malo en lo restante de Europa; y a la verdad, prescindiendo de lo que han adelantado en física y matemática, por lo demás no hacen absoluta falta las traducciones».

Esto suele decir Nuño cuando habla seriamente en este punto.

 

Carta L. Gazel a Ben–Beley

El uso fácil de la imprenta, el mucho comercio, las alianzas entre los príncipes y otros motivos han hecho comunes a toda la Europa las producciones de cada reino de ellas. No obstante, lo que más ha unido a los sabios europeos de diferentes países es el número de traducciones de unas lenguas en otras; pero no creas que esta comodidad sea tan grande como te figuras desde luego. En las ciencias positivas, no dudo que lo sea, porque las voces y frases para tratarlas en todos los países son casi las propias, distinguiéndose estas muy poco en la sintaxis y aquellas solo en la terminación, o tal vez en la pronunciación de las terminaciones; pero en las materias puramente de moralidad, crítica, historia o pasatiempo, suele haber mil yerros en las traducciones por las varias índoles de cada idioma. Una frase, al parecer la misma, suele ser en la realidad muy diferente, porque en una lengua es sublime, en otra es baja y en otra media. De aquí viene que no solo no se da el verdadero sentido que tiene en una, si le traduce exactamente, sino que el mismo [124] traductor no la entiende y, por consiguiente, da a su nación una siniestra idea del autor extranjero, siguiendo a tanto exceso alguna vez este daño, que se dejan de traducir muchas cosas buenas porque suenan mal a quien emprendiera de buena gana la traducción si le sonasen bien; como si le acompañaran las cosas necesarias para este ingrato trabajo, cuales son a saber: su lengua, la extraña, la materia y las costumbres también de ambas naciones. De aquí nace la imposibilidad positiva de traducirse algunas obras. El poema burlesco de los ingleses titulado Hudibras no puede pasarse a lengua alguna del continente de Europa. Por lo mismo, nunca pasarán los Pirineos las letrillas satíricas de Góngora, y por lo propio muchas comedias de Molière jamás gustarán sino en Francia, aunque sean todas composiciones perfectas en sus líneas.

Esto, que parece desgracia, lo he mirado siempre como fortuna. Basta que los hombres sepan participarse los frutos que sacan de las ciencias y artes útiles, sin que también se comuniquen sus extravagancias. La nobleza francesa tiene cierta especie de vanidad: exprésela el cómico censor en la comedia Le Glorieux, sin que esta necedad se comunique a la nobleza española; porque esta, que es por lo menos tan vana como la otra, se halla muy bien reprehendida del mismo vicio a su modo, en la ejecutoria del drama intitulado El dómine Lucas, sin que se pegue igual locura a la francesa. Hartas ridiculeces tiene cada nación sin copiar las extrañas. La imperfección en que se hallan aún hoy las facultades beneméritas de la sociedad humana prueba que necesitan del esfuerzo unido de todas las naciones que conocen la utilidad de la cultura.