Benito Jerónimo Feijoo: «Disuade a un amigo suyo el autor el estudio de la lengua griega y le persuade el de la francesa»
Cartas eruditas y curiosas, Madrid, Joaquín Ibarra, 1760, V, carta XXIII, 396–398.
Hágome la cuenta (que ciertamente no es muy alegre) que habrá en España, por lo menos, hasta tres mil sujetos, de varias clases y estados, que mediante la lectura entienden bastantemente la lengua francesa. Paréceme asimismo que sin temeridad puedo suponer que en estos tres mil habrá treinta o cuarenta capaces de traducir un libro de la lengua francesa a la española. ¡Oh, cuántos pensarán que en este cálculo me estrecho demasiado, siendo muchos los que están persuadidos a que para traducir de lengua a lengua no se necesita más que la inteligencia de una y otra! ¡Qué error! Es necesaria tanta habilidad para traducir bien, que estoy por decir que más fácilmente se hallarán buenos autores originales que buenos traductores.
Mas por mucha habilidad que pida el traducir bien, no es dudable que hay en España sujetos, y no muy pocos, capaces de hacerlo. Si estos, o algunos de ellos, o por arbitrio o por influjo del príncipe y de sus ministros, se dedicasen a esta ocupación, ejerciendo su talento en aquellos libros franceses de quienes hay noticia, que son estimados en Francia y otras naciones, harían dos grandes beneficios a la nuestra. El primero extender acá la mucha y varia erudición contenida en esos libros, que puesta en nuestra lengua, todos los españoles podrían gozarla y no sólo el corto número de los que entienden la francesa. El segundo, que ahorrarían a España el mucho dinero que se transfiere a Francia en la compra de sus libros.
Otra utilidad muy considerable, respectiva a la religión, se seguiría de este tráfico literario. Esto es, que traduciéndose acá los libros que incluyan alguna, aunque pequeña parte, de doctrina perniciosa, aun cuando no la adviertan los mismos traductores (pues supongo que no todos serán teólogos) entre la multitud de los que lean esos libros traducidos habrá un gran número de sujetos [397] capaces de notar los errores envueltos en ellos y ponerlos en la noticia de los magistrados, diputados a preservar de esa pestilencia a los pueblos; lo que acaso, sin la traducción, se retardaría meses y años, porque son pocos acá los teólogos inteligentes de la lengua francesa.
Los españoles, que en sí mismos reconozcan alguna aptitud para convertir el francés en castellano, a la vista tienen dos ejemplos de reciente data, oportunísimos para excitarlos a la imitación en beneficio de su patria: el primero, en la traducción que la ilustre y literata señora doña María Catalina de Caso hizo del excelente Tratado de los estudios, que compuso M. Rollin, obra de suma utilidad, no sólo para hacer más fructuosa y perfecta en su línea la enseñanza de las primeras letras, más también para empezar a imprimir en la juventud, por el ingenioso modo que prescribe el autor para esa enseñanza, el amor de casi todas las virtudes morales y odio de los vicios opuestos. El segundo, en la traducción que hizo el erudito padre Terreros, maestro de matemáticas en el Colegio de Nobles de Madrid, de los ocho tomos del Espectáculo de la naturaleza, la que servirá (la traducción digo) a retener dentro de España una mediana porción de dinero, porque la copia de noticias importantes y amenas, contenidas en aquella obra, movería a que los inteligentes de la lengua francesa y amantes de la buena literatura, lo trasladasen a Francia.
Esta obra del Espectáculo de la naturaleza, que no incluye menos de instrucción moral y teológica que de ciencia física, sirve grandemente a la edificación de los lectores, porque su piadoso autor, el abad Pluche, en la rica colección que presenta de las maravillas de la naturaleza, oportunamente mezcla utilísimas reflexiones, que conducen el espíritu a la admiración y amor del sapientísimo y beneficentísimo Autor de ella.
Pero, señor mío, ya siento muy fatigada la mano y nada menos la cabeza; lo que Vmd. no extrañará [398] luego que sepa (y muy luego lo sabrá) que al tiempo que concluyo esta carta me hallo puntualmente con ochenta y dos años, nueve meses y seis días de edad. Oviedo y julio 14 de 1759.