Goya

José Goya y Muniain: «Al que leyere» (1798)

Aristóteles: El arte poética, Madrid, Espasa–Calpe, 1979, 13–19.

 

[13] Pues que todas las naciones cultas han traducido en su lengua vulgar la Poética de Aristóteles, y los poetas y escritores de todos los tiempos se han esmerado tanto en estudiarla, observarla y aclararla, no se puede dudar sino que este tratado debe de ser verdaderamente precioso y a todas luces estimable. Lo que sienten los inteligentes y juiciosos es que no nos haya llegado entero y con el ser cumplido que le dio su autor. De hecho, quien leyere este libro de la Poética y lo confrontare, así con otras obras del autor como con lo que él mismo ofrece al principio de este tratado y no cumple, sacará por consecuencia que, si bien se debe creer que Aristóteles cumplió lo que prometió y comenzó, nosotros no gozamos si no es un fragmento de la Poética, y ése muy oscuro y truncado. Como, sin embargo, se mira generalmente con tanto respeto la doctrina que en él se asienta y enseña, de ahí proviene que unos han procurado traducir en su lengua nativa eso poco que nos queda; otros aclararlo con notas; ésos lo comentan; aquéllos lo ilustran; quién pone lecciones variantes; [14] quién llena las lagunas o suple los vacíos; algunos corrigen el texto; muchos hacen observaciones sobre él; y cada cual, empezando desde Horacio, prueba sus fuerzas a explicar lo mejor que puede la primera y más sabia de las Poéticas conocidas. No se descuidaron, por cierto, los españoles antiguos en semejante género de estudios; ni muchos de los modernos hasta nuestros días han alzado la mano del trabajo por amor de desplegar y poner en claro los preceptos sólidos del más juicioso de los filósofos.

Pero como sea así que este tratado, no menos por la suma concisión del autor que por los defectos que en su texto se advierten, aun ahora después de tantas manos y tanta diligencia, quede todavía oscuro y en algunas partes inapelable, parece que no se debería calificar por inútil ni condenar por del todo impertinente el nuevo ensayo de traducirlo en castellano, en obsequio de los españoles aficionados a la lengua griega, y en gracia también de los inteligentes en el arte poética.

Para esta nueva traducción castellana he tenido a la vista, y me han ayudado grandemente, las dos que ya teníamos: una de Ordóñez das Seixas, reimpresa el año de 1778, con suplementos, enmiendas y notas de don Casimiro Flórez Conseco; y otra de Vicente Mariner, que se halla manuscrita entre la muchedumbre de sus obras originales que se conservan en esta Real Biblioteca. Se suele citar otra traducción española anterior a éstas, hecha al parecer por Juan Páez de Castro; mas yo no la he visto, si no es que sea la parafrástica que tomó [15] por texto de su ilustración don José Antonio González de Salas. El original griego que he seguido es el de la edición de Glasgua, por Roberto Foulis, año de 1745.

Por noticias que el Excmo. Sr. D. José Nicolás de Azara me había dado de que cierto caballero inglés disponía una edición cumplida de esta Poética con las correcciones y lecciones variantes tomadas de los códices antiguos más célebres de Europa, he aguardado mucho tiempo el ejemplar que S. E. me tenía ofrecido para el caso de publicarse; pero lo habiéndose todavía verificado, puesto que ha cinco años que al nuevo editor se remitieron las variantes que pidió del muy apreciable códice de S. M. en esta Real Biblioteca, ha sido preciso seguir la citada edición de Glasgua, que pasa por una de las más seguras. La división de capítulos va hecha según que me ha parecido más conforme con la mente del autor y naturaleza de la obra.

Se han puesto también notas, pero no más que las precisas, procurando aligerarlas de erudición que no sea escogida, pues como quiera que sería cosa muy fácil amontonarlas y cargarlas de noticias obvias y comunes, todavía, teniendo por cierto que la abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las malas, se estima en algo, he cercenado a las veces notas enteras; que por eso se podrá extrañar el que no las haya donde quizá fuera menester. Por si alguno quisiere carear [16] mi versión con el texto y fallar sobre la fidelidad y mérito de ella en comparación de otras, ha sido preciso imprimir el griego a par del castellano; que el juicio adefesios o a bulto, cual suele de ordinario ser el de muchos, no es muy para temido, ni aun siquiera para respetado. Si en algún tiempo saliese a luz la prometida edición del caballero inglés, y por ella se corrigiesen, supliesen y aclarasen las que hasta ahora corren, no faltarán españoles inteligentes y versados en la lengua griega que mejoren entonces, aclaren y perfeccionen esta versión. La cual, ya se ve, no estará libre de defectos; con sólo que sean menos que en las otras traducciones anteriores, me daré por contento. Tal cual de ellos se debe atribuir a la imprenta; algunos otros a falta de la letra griega, que, siendo la primera que se ha hecho y fundido en España por esta Real Biblioteca, no ha salido de todo en todo cumplida y perfecta.

Por si alguno quisiere todavía mejorar misión y enriquecer las notas, será bien que se valga las exquisitas noticias que sobre muchos puntos dudosos y oscuros dio el erudito Carlos Sigonio en sus controversias con Francisco Robertello, acerca de unas materias tan antiguas como curiosas de esta Poética; y son por ejemplo, la música aulética y citarística, la Poesía gnómica, la llamada de los persas y cíclopes, la fálica, ditirámbica, el Margites de [17] Homero, el Arconte, y otras curiosidades de este género, que tal vez yo no he acertado a ponerlas en claro por no haber tenido noticia de las tales controversias hasta después de acabada la impresión.

Dicho señor Azara ha querido que esta traducción, vista y examinada de su orden en Roma, lleve al frente el retrato de Aristóteles que se hizo para la vida de Cicerón, publicada por S. E. En gracia de los españoles antiguos y modernos, entre quienes jamás han faltado excelentes maestros de poética y poetas muy aventajados, debe decirse y tener por cierto que, sin salir de España, se encuentra cuanto es necesario, no sólo para la inteligencia entera de Aristóteles y Horacio, sino para formar también, si fuese menester, una cumplida, sabia y segura Poética, que en nada conociese ventaja ni a la muy aplaudida del insigne obispo Jerónimo Vida, ni a la tan celebrada de Nicolás Boileau Despréaux, bellamente traducida en castellano por el señor Madramany.

No me parece cerrar este Aviso al lector sin dar respuesta y satisfacer a una pregunta curiosa que casi diariamente oímos hacer a muchos paisanos nuestros, y es: ¿Por qué medios los españoles en el siglo decimosexto, que fue y se apellida con razón el de Oro de la poesía castellana, llegaron a un tal punto de buen gusto, que lo viniesen a poseer y mostrar en todas las buenas letras, no sólo en las poesías de todo género? La respuesta es de don Luis José Velázquez, en sus Orígenes de la [18] poesía castellana: «La tercera edad» (dice) «fue el siglo decimosexto, siglo de Oro de la poesía castellana, siglo en que no podía dejar de florecer la buena poesía, al paso que habían llegado a su aumento las demás buenas letras. Los medios sólidos de que la nación se había valido para alcanzar este buen gusto no podían dejar de producir tan ventajosas consecuencias: se leían y se imitaban, y se traducían los mejores originales de los griegos y latinos; y los grandes maestros del arte, aristóteles y horacio, lo eran asimismo de toda la nación. He, pues, aquí los medios sólidos y únicos para llegar al buen gusto, y he aquí también por qué yo, suscribiendo gustosamente al moderno digno elogiador de Antonio de Lebrija, alentado de su espíritu» (de este, y tomando las palabras de aquél), «me atrevo a pronunciar que la presente falta de gusto y solidez en las letras seguirá sin remedio, mientras no se favorezca por to dos modos el estudio de la lengua y erudición griegas».