José Goya y Muniain: «Prólogo»
Julio César, Los comentarios de Cayo Julio César, traducidos por D. José Goya y Muniain, presbítero, Madrid, Imprenta Real, 1798, I, i–lxi.
Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 322–331.
[IX] No negaré yo, ni pudiera sin faltar a la verdad, decir que hoy no se encuentran en España muchos hombres sabios que sirven de antídoto con su lenguaje puro y obras castizas a la edad, preservándola de la irrupción de las jerigonzas; y que florecen en nuestras Reales Academias y fuera de ellas españoles muy doctos que se esmeran en restituir la lengua a la posesión de su ser y riquezas, facilitando el uso común de aquellos maestros nacionales que más digna y honrosamente la trataron. Esto es notorio; mas también es verdad averiguada que la antigua queja de los buenos españoles que se han citado está en pie todavía según el modo con que se habla y escribe; y que aun sube a punto más alto de eficacia en vista del racional y fecundo sentimiento que muestra el Serenísimo Señor Infante de España Don Gabriel de Borbón, cuando en el prólogo al Salustio [X] dice: «No puede verse sin dolor que se dejen cada día de usar en España muchas palabras propias, enérgicas, sonoras y de una gravedad inimitable; y que se admitan en su lugar otras, que ni por su origen, ni por la analogía, ni por la fuerza, ni por el sonido, ni por el número son recomendables; ni tienen más gracia que la novedad».
Pagado pues yo de razones de tan grande autoridad y animado en el real y esclarecido ejemplo de S. A. en su traducción reciente del Salustio, determiné de hacer prueba y ver si para uso de la noble juventud española podría dar un César en castellano que al romano se le pareciese más que no se le parece algún otro que tiempo ha se tradujo en España. Y si para emprender obra tan dificultosa tuve que luchar primero conmigo, sospechando que fuese temeridad lo que mis deseos me proponían como posible, después de metido en el empeño, toqué con las manos la dificultad y, enseñado ya por la experiencia, la vine a conocer casi insuperable. De suerte que si persona de la mayor autoridad en la República de las Letras y digna de todos mis respetos,* no me hubiera sostenido en medio de mis desconfianzas, levantando mano de la obra, desistiera enteramente de lo comenzado.
No me parece gastar mucho tiempo y palabras en ponderar el mérito y dignidad del arte de traducir; ni hacer ver la suma distancia que hay desde la especulación a la práctica de sus reglas; ni en mostrar [XI] lo mucho que contribuyeron las traducciones bien hechas a enriquecer y hermosear las lenguas vivas. Sobre cada uno de estos puntos triviales hay mucho escrito; y de manera que poco de nuevo ni mejor podría yo añadir, remito a los lectores al cultísimo prólogo de D. Francisco Cubillas Donyague sobre su traducción de la Vida devota de San Francisco de Sales, y al discretísimo de D. Gómez de la Rocha a la versión que hizo de la Filosofía moral del conde Emanuel Tesauro. Léanse también, además del prólogo de Mr. Dacier a los Varones ilustres de Plutarco, dos excelentes piezas que sobre esta materia se han escrito no ha mucho tiempo; a saber: la Memoria de la Academia de las Inscripciones de París, pág. 107 del tomo XII, y la Disertación de Mr. Bitaubé, pág. 454 tomo [en blanco] de la Real Academia de Berlín correspondiente al año de 1779. […]
[xv] Mas si con la elegancia de estos Comentarios quedaron atadas las manos de todo historiador cuerdo y perdida la esperanza de escribir una Historia, que tanto a ellos se aventajase cuanto por su naturaleza le convendría, también es verdad que por la misma razón creció notablemente la dificultad de traducirlos en otra lengua sin menoscabo de su hermosura. Sin embargo, por cuanto el romance castellano, según [XVI] se ha dicho, admite sobre toda lengua vulgar brevedad, concisión, energía de palabras y frases expresivas a par de claras y aseadas, en este lenguaje más que en ningún otro se puede hombre aventurar con esperanzas de salir con la empresa. Y siendo así que los doctos, siguiendo a Cicerón, califican estos escritos por la concisión, sencillez, claridad y aliño, desde luego me propuse a estas virtudes por blanco adonde debría [sic] enderezar todo mi estudio, conservando, en cuanto lo permiten el sentido del autor y el genio de la lengua en que traduzco, brevedad casi igual al original, explicación llana, clara y aseada, sin artificios refinados, que incluyen impropiedad y afectación. Por esta razón he procurado comenzar, proseguir y acabar, atenido al autor en un todo; no desviándome de él ni en los sentimientos ni en la manera de exponerlos; contando y casi pesando las palabras; midiéndolas y considerando el sonido de ellas; para que no solamente digan con claridad lo que se pretende decir, sino también con armonía, naturalidad y dulzura. […]
[XVII] Yo tengo para mí que el explicar a un autor según el ingenio propio de cada uno, nada es menos que traducirlo; porque quien expone glosando, aclara las cosas a medida de las luces que él mismo tiene y sigue la manera suya de explicarse sin estorbo que de fuera le avenga: mas el traductor verdadero, que como tal, no puede apartarse de las leyes de la traducción, se halla forzado a declarar precisamente los pensamientos de otro, y por la misma manera que aquel otro; y así carece de una y otra ventaja, si quiere llegar a ser aquello que hace profesión de ser; es a saber: traductor fiel, puntual y cumplido. Y si hay quien diga que tasada la cosa por este arancel, encierra sujeción en sí misma, no se lo negaré yo, ni se lo negará otro alguno que haya formado concepto cabal de lo que sea traducción; antes bien, le aseguro que una tal sujeción, en la cual entra voluntariamente el traductor, y sin poderse dispensar por ningún recurso, supuesto su empeño, es la piedra de toque de su sufrimiento y una como cadena honrada que lo tiene como aprisionado y le aprieta para que ni pensar pueda ni hablar según la libertad del propio talento. De aquí tuvo su origen aquel principio asentado entre los maestros de esta facultad: que para que el traductor desempeñe su obligación, es menester que enajenado en cierta manera de sí, se revista del autor y le embeba el alma.
[XVIII] Pero si esto no bastase para hacer entender el rigor de esta ley esencial (o llámese sujeción) y cuántos sudores cuesta a quien se somete a ella, yo me remito a la experiencia para demostración de lo que llevo dicho. Lo cual juzgo tan cierta verdad como es cierto que la libertad del propio pensar ha sido para algunos traductores la roca encubierta en que quebró su traducción, y la obra que tiene este nombre, por semejante causa perdió el ser, reducida a explicación libre, glosa o paráfrasi, más que traducción. Así acaeció por testimonio de sus mismos nacionales a los más de los traductores franceses, como luego veremos; y acaecerá también a cualquiera que no teniendo bastante señorío para contener el vuelo libre de su viveza y ardimiento, anivelándolo al fiel de esta ley, sacare de sus quicios la traducción. Yo he procurado evitar este inconveniente, teniendo en menos el ser notado de escrupuloso por quien mira las cosas por la superficie, que no faltar a lo que, según todo verdadero apreciador, se debe a la traducción legítima; que para resumirlo en una palabra es no quitar nada ni añadir.
Y tanto más he debido pugnar por esto en César, cuanto me consideraba obligado más estrechamente por las tres causas siguientes: primera, por estar firmemente persuadido de que, así como llevo dicho, y no de otra manera, se cumple con las leyes de la traducción; la segunda, por reparar que el doctísimo Daniel Huet en su libro De optimo [XIX] genere interpretandi asienta que si bien es indispensable fidelidad semejante en todas las versiones, todavía es más necesaria interpretando a historiadores, «cuyo carácter (dice) así se debe conservar, que aparezca claramente, aun después de la versión; y tan fácil es de desfigurarse, que una pequeña diferencia será bastante a borrarlo enteramente». La otra causa es el ver todo esto cumplidamente practicado por S. A. R. en el Salustio, que «para traducirle con mayor exactitud, procuró seguir no solo la letra, sino también el orden de las palabras y la economía y distribución de los períodos, dividiéndolos como Salustio los divide, en cuanto lo permite el sentido de la oración y el genio del idioma».
He aquí los únicos y verdaderos principios de la traducción: exactitud en interpretar, estudio en seguir el orden de las palabras del original, economía y distribución en los períodos, dividiéndolos como el autor, en cuanto lo permite el sentido de la oración y el genio del idioma en que se traduce. Estas son en suma las reglas del arte de traducir. Mas ¿cuántos sino muy pocos son capaces de practicarlas con puntualidad? Dado que los sabios juzgan y reconocen por ciertos estos principios, son poquísimos los traductores que se atienen a ellos. «El traductor (dice un francés) ha de hacer lo mismo que un dibujante: ponerse delante del modelo, considerarlo atentamente hasta en las partes más pequeñas, tomando después las formas dellas con toda precaución y escrúpulo, para trasladarlas al lienzo. De esta fidelidad tan religiosa nace y depende el carácter propio e individual de la figura que ha de copiar. [xx] Hecho esto, toma los colores, los revuelve con el pincel, mézclalos unos con otros y hace las tintas; y en esta última operación es donde el traductor puede dejar correr la índole de su lengua. Aquí solo es donde puede jugar, si es lícito explicarme así, con su obra; pero siempre debe ser con reserva, tiento y moderación, como si tuviera delante al maestro que le está mirando».** Puedo repetir que este es el arte verdadero de traducir y tanta su exactitud a juicio de los mismos franceses inteligentes. Pero hoy día los traductores con el pretexto de animar, como ellos dicen, la traducción, o hacerla más armoniosa, sonora y brillante, hurtan el cuerpo a la carga, se alivian del trabajo que tomaron sobre sí, y de tal manera ofuscan y anublan a los lectores, que aunque más buscan estos al autor, nunca con él topan, ni lo descubren siquiera.
Bien sé yo que esta sobrada libertad es defendida por sus secuaces con varias doctrinas, que por mal entendidas suelen interpretarlas a su gusto y bella voluntad. Unos se creen cubiertos con aquello de Horacio: Nec verbum verbo curabis reddere, fidus interpres; otros se escudan con el dicho de Cicerón: Non verbum pro verbo necesse habui reddere, sed genus omnium verborum vimque servavi. Este se abroquela [XXI] con la autoridad de S. Jerónimo, que en la carta a Pamaquio intitulada De optimo genere interpretandi llama cacozelia al rigor destemplado y nimiedad escrupulosa en las versiones; aquél se vale de lo que Justo Lipsio escribía a un joven dedicado a traducir: Exorbita igitur; hoc erit rectam in vertendo viam tenere, viam non tenere. Pero valga la verdad; examinemos brevemente lo que sujetos tan sabios como estos que acabamos de citar sentían del arte de traducir. Me parece que Justo Lipsio no aprobaba tanta licencia o libertad como algunos han creído a vista del pasaje alegado. En la epístola 72, centur. 1, hablaba con Juan Moerentorfio, el cual como tradujese algunas obras del mismo Lipsio con tanta sujeción al latín, que salía la versión arcta, adstricta, tenuis, saepe obscura, como allí se lee, aconsejábale el autor mismo que sin tanto rigor en las palabras latinas saliese un tanto cuanto de aquel estrechísimo camino que llevaba y siguiese otro más holgado y espacioso; pero siempre con la debida reserva y circunspección.
De S. Jerónimo no es justo que digamos lo que Rufino: In libello, quem de optimo genere interpretandi intitulavit, praeter tituli annotationem, nihil optimum sed totum pessimum est. Lo que entiendo es que el Santo Doctor sólo reprendía lo que con razón llama cacozelia, esto es, el nimio escrúpulo, la sujeción servil, la supersticiosa y tenaz adhesión a las palabras, sílabas y letras. […] [XXII] El Doctor Santísimo condenaba solamente los traductores que andan a caza de letras, sílabas, puntos y comas; pero quería sin duda que el traductor fiel se sujetase, bien como él mismo se sujetó, a la letra, a las palabras, a las leyes de exactitud y puntualidad legítima, siempre que se pueda hacer sin vicio ni oscuridad. […] Por último, asegura que si no alcanza a explicar de todo en todo el sentido palabra por palabra y usa de algún rodeo o paráfrasi [sic], esto lo hace a más no poder. […] En vista de esto, no comprendo por qué los traductores libres han de hacer a san Jerónimo maestro u aprobante de sus licencias y demasías; dicen que el Santo era de parecer que en lo dogmático se debe seguir la letra; pero en lo profano el sentido. Yo a la verdad no sé dónde [XXIII] se lee este parecer o sentencia de san Jerónimo en palabras tan expresas. Comoquiera que esto sea, yo tengo al Santo Doctor por intérprete fiel, puntual, exacto, en cuanto vio que permitía el sentido del original y el genio de la lengua en que traducía.
Por lo que toca al lugar que se cita de Cicerón, será bastante copiarlo todo entero para ver la mala inteligencia que algunos le dan. […] en sentir de Cicerón, quien sigue únicamente el concepto, le vuelve en otra lengua por palabras no ajustadas por cuenta ni medida, sino equivalentes o acomodadas al conjunto de las del original; ese hace por ventura oficio de orador, o sea de otro cualquiera, mas quien traduce sentencia por sentencia y palabra por palabra, ese tal cumple con la obligación de traductor verdadero. […]
[XXIV] En cuanto a Horacio, parecerá por ventura que sólo él destruye mi opinión. Óigase entero el período y la regla que en él da a los poetas. Va enseñando cómo han de haberse en aquellos asuntos que ya autores antiguos los trataron o preocuparon, y les dice:
Publica materies privati juris erit, si
Nec circa vilem patulumque moraberis orbem;
Nec verbum verbo curabis reddere, fidus Interpres.
En varias traducciones y comentarios que he visto de Horacio, se le entiende como que da reglas a los traductores mandándoles que no traduzcan verbum verbo. Yo dudo que sea ese el verdadero sentido del poeta. Lo que me parece cierto es que en ese pasaje, hablando con los poetas que se ponen a imitar o representar como nuevo u original un argumento que está ya tratado o prevenido por Homero u otro poeta griego, les manda que no hagan de meros traductores, trasladando de suerte que antes sea traducción material, robo o plagio manifiesto, que no imitación artificiosa y lícita; que se aprovechen, sí, de los conceptos y del conjunto de sentencias y palabras y expresen el todo con nueva forma y figura de arte, que parezca haber hecho suyo propio u original aquello que imitan; mas que no lo presenten por el mismo orden, serie y distribución, palabra por palabra, como haría un intérprete fiel, que nada añade de su casa. Luego aquel será intérprete fiel, que siguiendo paso a paso al autor, toma de él las sentencias por el mismo orden, economía y serie que tienen, [xxv] y las traduce con fidelidad verbum verbo. Así entendía yo este pasaje; y parece que también lo entiende del mismo modo D. Tomás de Iriarte, cuando los versos citados los vuelve en castellano como estotros:
De esta suerte el asunto,
Que para todos es un campo abierto,
Será ya tuyo propio; mas te advierto,
No sigas (que esto es fácil) el conjunto,
La serie toda, el giro y digresiones,
Que usa el original que te propones;
Ni a la letra le robes y traduzcas,
Como intérprete fiel que nada inventa.
En resolución, ni Horacio ni otro algún sabio aprobará los traductores logodaidalous, nimia y escrupulosamente serviles, rígidos, materiales y supersticiosos, que se pueden llamar servum pecus; pero todos los cuerdos e inteligentes convendrán en que para ser una traducción legítima, verdadera y cumplida, debe ser literal, exacta, fiel, puntual, en cuanto lo permita el sentido de la oración y el genio de la lengua en que se traduce. Empresa es esta en realidad de verdad muy difícil y negocio muy arduo, según S. Jerónimo; pero bien se podrá creer que han nacido y todavía nacen sujetos*** que tengan fuerzas para salir con ello.
Mas puesto que lo dicho hasta aquí sea incontestable, no me imagino seguro de que los traductores, especialmente franceses, y también los españoles, sus [XXVI] apasionados, no me hagan dos cargos. El uno podrá ser este: por qué razón pretendo yo que los intérpretes hayan de andar tan a una con los autores, que casi sean otros ellos en concebir y explicar los pensamientos. El segundo será por qué afirmo con generalidad que los más de los traductores franceses no han hecho traducción según ley y arte; y que las que ellos llaman versiones son antes explicación libre, glosa o paráfrasi, que no versiones que merezcan este nombre.
Para satisfacción de primer cargo me parece haber ya expuesto algunas razones no despreciables.
[XXVII] Al cargo segundo no se podría dar salida que fuese completa, sino con testimonio de los mismos franceses. […] he aquí el principio asentado entre ellos para hacer sus traducciones: «Pour bien traduire, il faut que l’âme enivrée des heureuses vapeurs qui s’élèvent des sources fécondes (c’est à dire, des auteurs qu’on traduit), se laisse ravir [xxviii] et transporter par cet enthousiasme étranger; qu’elle se le rende propre, et qu’elle produise des expressions et des images très différentes, quoique semblables». Estas palabras las copia Mr. Batteux en el lugar citado [prefacio a su Horacio en francés], riéndose con razón de sus compatriotas, que las dicen en tono de oráculo. Y luego sigue con estotras: «Voilà de grandes paroles. Mais où ira le traducteur dans cette ivresse? À quoi ressemblera sa traduction? à son texte? Je le crois; à peu près comme la statue équestre de Louis XIII ressemble à celle de Henri IV».
En efecto es así, que la demasiada licencia que los traductores se toman para explicar a su modo los autores que traducen, es el escollo donde se han estrellado las más de sus obras. ¡Oh si los traductores quisieran entender esto!, ¡y que la bondad y perfección de las traducciones se mide únicamente por la fidelidad y puntualidad cuidadosa!, ¡qué diferentes serían las versiones!, ¡cómo gustaríamos de oír hablar con sus propios modos, maneras y gracias a los antiguos! El que traduce debe y se empeña en cierta manera en hacer conciudadano a aquel a quien traduce; pues ¿por qué no procurará que el autor ilustre a la nación con aquel aire mismo, gracia, compostura y figura propia con que ennobleció a su patria? Si como afirman los maestros en el arte, el traductor no es sino un mero dibujante o retratador, ¿de dónde le vendrá que al delinear el original, dé más o menos pinceladas, tire más cortas o largas líneas, use de más o menos vivos colores a su puro antojo y sin más regla que la propia fantasía? El tal que así retratase, ¿cumpliría con su oficio?, ¿o habría que esperar cosa [XXIX] buena de su mano? […]
Pero aun cuando los franceses acertaran a sujetarse al arte y sus reglas bien entendidas, queriendo traducir atenidos al autor, sin olvidar el genio de la lengua (pues claro es que se ha de tener mucha cuenta con él) no tienen, o dígase que carecen visiblemente de los recursos que debieran esperar de ella. Tratan, por ejemplo, de poner en francés a Tácito, a Salustio, o bien a Horacio; ya que calan y penetran la sentencia del autor, vuelven los ojos a su lengua para vaciarla en ella, y sucédeles encontrarla dura, terca, inflexible en tanto grado, que se ven precisados o bien a acomodar al autor idiotismos nacionales, o bien a vestirlo de adornos postizos que inventa su imaginación. Quéjanse de esto los mismos franceses. […]
[xxxv] Y volviendo a los Comentarios de César, si quisiéramos examinar las traducciones que de ellos han hecho los franceses, siempre las hallaríamos muy semejantes a las otras de quien hemos hablado. […]
[XXXVI] En vista pues de los testimonios alegados, parece se puede dar por bien sentada la proposición de ser los más de los franceses demasiadamente libres en sus versiones, ya sea esto por falta de arte, o ya sea por defectos de la misma lengua. No creo que se podrá decir otro tanto de las traducciones de los italianos. Según lo que he observado en ellas, se encuentra más exactitud en practicar las reglas de traducir; y no hay duda en que los intérpretes italianos tienen en su lengua la dulzura, copia, blandura y docilidad que se requiere para trasladar o volver en ella cualquier autor, sea griego, sea latino. Sí que a las veces he solido echar de menos en algunas de las traducciones italianas aquella concisión de que blasonan**** como il bel privilegio de su lengua respeto [sic] de las demás, sin exceptuar la latina.
Y para que César en castellano conserve, cuanto cabe en mí, el ser y las calidades del César romano, conformándome al real dechado del Salustio [XXXVII] español,***** me ha parecido que debo usar el romance del siglo decimosexto, que fue sin duda el de oro de la lengua castellana. Pues entonces fue cuando desechadas todas las impropiedades y menguas de la balbuciente y menor de edad, llegó a la varonil y perfecta, sin necesidad de ninguna otra para hacer alarde de su ser cumplido y hermoso; y en aquella edad más que en otra ninguna es proporcionada para representar en sí (como por el traductor no quede) todos los primores y gracias que a su anciana madre pudo comunicar el que más noblemente la supo tratar. […]
[XXXVIII] Y como quiera que algunas voces, frases y maneras parezcan antiguas, siempre serán preferidas por mí a las modernas que no fueren de buen cuño castellano, sin que me detenga la nota de mostrarme singularmente aficionado por la antigüedad. Mas no lo soy tanto que o deseche algún otro adorno sólido y estimable que en nuestros tiempos pueda haber adquirido la lengua, o borre de la memoria el documento que César quería que se trajese siempre en la mente, a saber: «que [XXXIX] se huya como escollo todo vocablo que no sea usado y corriente». […]
[XLIX] Cuanto a la ortografía castellana de esta mi traducción he procurado en lo posible acomodar la escritura a la natural y fácil pronunciación, teniendo presentes dos cosas: una, ver a nuestra Real Academia Española****** tan justa y sabiamente inclinada a la pronunciación simple y suave, que no satisfecha de señalarla por primera y la más atendible regla de todas, aun se da a entender que la establecería por única y universal si hallara medio de abandonar las otras del uso y del origen; la segunda es el saber que Julio [L] César fue […] amante de la pronunciación fácil y en todo correspondiente a la escritura. […]
[LI] He puesto tanto cuidado y estudio como el que voy diciendo en conformar mi traducción con el original, y aun con el genio de César, porque he visto el sumo respeto con que hombres muy sabios han tratado siempre cualquiera parte de sus obras y mérito.
* El Ilmo. Sr. D. Francisco Pérez Bayer, del Consejo de Cámara de S. M., preceptor de los Señores Infantes, Bibliotecario Mayor, en carta desde Aranjuez a 20 de mayo del año pasado de 1785.
** He citado y traducido esta autoridad de Mr. Batteux en su prólogo al Horacio francés, no porque me parece muy adecuada la comparación entre el dibujante y el traductor, sino porque españoles y franceses vean qué puntualidad tan extremada requieren los hombres de sano juicio en las traducciones. Verdad es que en mi dictamen puede, y aun debe, el intérprete tomarse alguna más libertad de la que se concede aquí al pintor mero copiante.
*** Hase dicho esto porque no parece muy fundada la opinión de cierto escritor moderno español, que mostrando celo por la patria y por la lengua, dice así: la lengua está formada; los traductores creo que son los que no han nacido.
**** Raccolta d’Opusculi Scientifici e Filologici, tomo primo, página 472.
***** Dice S. A. R. en el prólogo: «En cuanto al estilo y frase, me he propuesto seguir las huellas de nuestros escritores del siglo XVI, reconocidos generalmente por maestros de la lengua, y evitar con la atención posible las expresiones y vocablos de otros idiomas que muchos usan sin necesidad, no debiendo esto hacerse sino cuando en español no se halla su equivalente, etc.».
****** Véase la última edición año de 1779, desde la pág. 2.