Blas Molina y Tolosa: «Prólogo del traductor»
Balthasar Gibert, Retórica, o Reglas de la Elocuencia. Por Mr. Gibert, Rector de la Universidad de París, y uno de los catedráticos de Retórica en el Colegio Mazarino. Traducidas del francés al castellano por Don Blas Molina y Tolosa, Presbítero, Madrid, Viuda e Hijo de Marín, 1792, 11 pp. sin numerar.
Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 266–268.
[1] Casi se puede asegurar que ni hay ni (lo que es más) puede haber traducción de una obra enteramente exacta y cabal; esto es, que traslade en el idioma a que se traduce los pensamientos del autor con toda la gracia, propiedad y energía del original. La verdad de esta, que parece arrojada proposición, se hace clara y manifiesta con este símil de las aguas minerales o termales. Cuando se traen de lejos, por más diligencias y cautelas que se pongan, es imposible que dejen de perder, cuando menos una buena parte, si no toda, de aquella virtud especial y propiedad particular que tienen en la fuente; y bebidas a alguna distancia no producen los efectos que causan cuando se toman en el mismo manantial. Este mismo símil puede servir para hacer comprender que la suma dificultad, por no decir imposibilidad absoluta, de traducir bien de una lengua en [2] otra, crece a proporción de la perfección y excelencia de la obra que se traduce. Una obra regular o mediana podrá conservar más fácilmente en la traducción el sentido, la propiedad y todo, o casi todo, lo que tenga de bueno el original: como el agua común y usual se puede transportar a cualquier distancia con un cuidado y cautela ordinaria. Y aun si el traductor posee bien la materia de que se trata y los dos idiomas, del original y de la traducción, quizá sin quitar ni alterar cosa alguna de la substancia y propiedades de la obra, hará que salga más perfecta y adornada; pero aun en este caso ya no es rigurosamente la misma obra. Esto se ve en las traducciones que hizo el célebre P. Francisco de Isla del Compendio de la Historia de España del P. Duchesne, de la Vida del gran Teodosio de Mr. Fléchier, del Año cristiano del P. Croiset y de las Aventuras de Gil Blas de Santillana de Mr. Sage, según la opinión vulgar. En todas estas traducciones, que pueden proponerse por modelo de cuanto puede hacerse en este género, no solo conservó el P. Isla toda la substancia y respectiva perfección del [3] original francés, sino que en cierto modo le añadió gracia, propiedad y energía; de modo que, quien leyere dichas traducciones sin saber que lo son, se persuadirá que son obras originales, sin encontrar expresión que conserve resabio del idiotismo original. Habilidad que se ve en pocos de los innumerables traductores de que ha abundado y abunda este miserable siglo. Pero con las obras sublimes y excelentes el mayor talento e ingenio, cuánto más los comunes y vulgares, no pueden hacer esto. La Ilíada y Odisea de Homero, la Eneida de Virgilio, las Oraciones de Cicerón, por ejemplo, después de tantos siglos, todavía no se han traducido de modo que el que lea las traducciones halle el mismo gusto que halla cuando lee, si sabe, los originales, aunque aquellas estén hechas con la mayor inteligencia y primor que cabe, como la están la de la Odisea por Gonzalo Pérez y la de la Eneida por Velasco, y otros excelentes traductores.
Estoy bien seguro de que cualquier inteligente que coteje la mejor traducción de cualquier obra de las mencionadas u [4] otras semejantes advertirá esta notable diferencia y será del dictamen que llevo insinuado. Y así los que pueden leer los libros en el idioma original en que se escribieron no pueden sacar de las traducciones otro fruto sino el de ver la habilidad y esfuerzos del traductor. Pero como no todos entienden ni deben entender todos los idiomas, por eso ha sido siempre muy útil la traducción de los buenos libros que se han escrito en todas las naciones, especialmente en las que han sobresalido en la cultura de las buenas letras y ciencias; como por medio del tráfico disfruta cada país los frutos o manufacturas de los más remotos y señaladamente de los más abundantes e industriosos. Pero así como es necesaria la elección de las mercancías y el cuidado y modo de conducirlas de fuera para que sean útiles al país adonde se traen, también se había de mirar mucho qué libros se traducen y cómo se traducen, para que no se inundara el público de libros inútiles o perniciosos, o se estorbara el fruto que podían producir los buenos bien traducidos. Que en cuanto a la elección no ha habido [5] siempre el discernimiento que debía haber se echa de ver en que las legítimas potestades han tenido que mandar recoger y suprimir no pocos libros traducidos de idiomas extranjeros. En cuanto a la falta de cuidado o inteligencia de los traductores, no hay más que pasar la vista por algunas y aun muchas de las traducciones que andan en manos de todos. El bien que de ellas pudiera expresarse se disminuye en gran parte con solo el mal que muchas de ellas han causado y causan en la corrupción de nuestra lengua. […] [7] Y multiplicándose en innumerables traducciones estos y otros descuidos que se escapan aun al cuidado más atento y escrupuloso, poco a poco o, antes bien, muy aprisa, se van olvidando las palabras castizas y las frases de nuestra lengua y se introducen las impropias y extranjeras, de que resulta una especie de jerigonza (para decirlo así) que no es ni uno ni otro. […]
[9] A Mr. Gibert solamente le tachan de algún tanto obscuro y confuso en el estilo y de que no se explica con la claridad y gracia que corresponde a la delicadez y finura de sus conceptos y pensamientos. Esta nueva dificultad se ha añadido para su traducción a las otras trascendentes y generales que quedan insinuadas y que hacen casi imposible una absolutamente exacta y cabal. El traductor ha procurado penetrar el pensamiento del autor y explicarlo con los términos más claros y castizos que le ha sido posible. Sin embargo, no duda que se le habrán pasado por alto algunas faltas de propiedad y correspondencia que notarán los que entienden [10] mejor el asunto de la obra y los idiomas del original y la traducción.
Otra dificultad ha habido para que esta traducción fuera tan cabal y exacta como se quisiera, de parte de los ejemplos con que el autor confirma las reglas. Una buena parte de ellos está tomada de los mejores poetas franceses y, especialmente, de Boileau. Y todos saben cuánto se aumenta la dificultad de traducir bien cuando se trata de traducir en verso una obra poética. Y más en este caso, en que muchos de los ejemplos se traen para confirmar las reglas de aquellas figuras retóricas que se llaman de palabra y, por consiguiente, en la traducción no basta conservar precisamente el concepto y pensamiento del original, sino que se debe hacer con palabras en que se halle la misma figura de que se trata. No hubiera sido imposible sacar de nuestros poetas españoles ejemplos igualmente oportunos que los del original. Pero esto pedía más tiempo del que podía emplear el traductor. Menos trabajoso le ha parecido traducir también los ejemplos poéticos con ayuda de buenos amigos, esforzándose a que quedaran en la traducción [11] las mismas figuras que con ellos se confirman. Por tanto, espera que esta obra pueda servir no solo a los que comienzan, sino también a los que ya han andado alguna cosa en la carrera de los estudios de elocuencia, para adquirir un gusto sólido y delicado en esta facultad; puesto que ni es tan seca y descarnada como las que comúnmente se ponen en manos de los principiantes, ni tan cargada y extensa como las de los maestros clásicos, que solo pueden manejar y digerir los que por profesión pasan toda la vida en estos estudios, como nuestro Gibert.