Antonio Joaquín Rivadeneyra: «Dictamen»
Charles Rollin, Modo de enseñar y estudiar las Bellas Letras, para ilustrar el entendimiento, y rectificar el corazón. Escrito en idioma francés por Mons. Rollin, Rector de la Universidad de París, Profesor de Elocuencia, &c. Traducido al castellano por Dª María Catalina de Caso, quien le dedica a la Reina Nuestra Señora Dª María Bárbara, Madrid, Imprenta del Mercurio, por José de Orga, impresor, 1755, I, 10 pp. sin numerar.
Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 137–139.
[3] Y descendiendo al mérito de la traducción, me obligo ingenuamente a confesar que, a mi corto juicio, debe a Vm. todo el complemento de su perfección: es correcta, simple, clara, exacta y no solo expresiva de toda la nobleza de los pensamientos originales, sino que les da una cierta brillantez y un cierto ornato, con que transmuta a nuestro idioma toda la elegancia y fineza del original. […]
[4] Así mismo sube de punto el genio primoroso de Vm. la traducción de los versos franceses a los castellanos […]. Todo esto no puede acertarse, como pondera elegantemente Madama Dacier en su prefacio sobre la traducción de Homero, si no es por medio de un genio sólido, noble y fecundo; siendo muy difícil que un alma destituida de todas las hermosuras del arte, que a Vm. tanto adornan a vista del original, embriagada de aquellos nobles vapores que ha recibido, se deje arrebatar y transportar tanto de un entusiasmo extranjero, que lo haga propio suyo. Por esto, es menester mucha gracia para traducir bien; y así vemos que entre las muchas traducciones que cada día salen a luz, principalmente del francés al español, muy pocas se han aceptado. Porque comenzadas con la ligereza de una aparente facilidad, no se hacen cargo algunos traductores de que aun en toda la abundancia y riqueza que debemos confesar a nuestro idioma, es muy difícil hacer la traducción de modo que, conservando la fineza y primor de los pensamientos del original y de aquellas expresiones y metáforas que componen todo el ornato del discurso, acierten con la gracia de imprimir en el sutil lienzo de la fantasía todo el aire pomposo que los decora; de modo que sea este [5] dulce Céfiro que los lisonjee y no deshecho huracán que los trastorne.
Consiste a mi juicio esta dificultad, no solo en dar con los términos propios para expresar los sentimientos que le representan, para lo cual son menester los fondos de un caudal grande en todos los términos de un idioma, cuyo erario pide una absoluta posesión y dominio sobre él, sino también en que cada idioma tiene su modo de explicación correspondiente al modo de su concepto, y en que muchas veces es menester, como admiro en la obra que Vm. me remite, que en algunos pasajes no vaya la traducción tan sujeta al original que sea su esclava, ni tan libre que sea su señora. De suerte que hay lugares en un original en que el traductor, al modo de un pintor que copia, llevándole sujeta la idea y el pincel, solo le permiten poner de su casa la diversidad de colores que ofrecen cada uno de los idiomas, regente y regido.
Así Cicerón, que con sus admirables obras llenó la literaria república, no solo no desdeñó la traducción de los oradores griegos, sino que abrió un camino nuevo a los traductores para que, sin ceñirse a una literal versión de palabra por palabra, se expusiese por medio de una equivalente perífrasis toda la fuerza y hermosura de las sentencias. Como lo confiesa él mismo: In quibus non verbum pro verbo necesse habui reddere, sed genus omnium verborum, vimque servavi.
Vm. en esta traducción no solo expone al público el mérito del autor, en cuanto la juventud es deudora a sus sabias reglas, sino también el mérito propio de Vm., en cuanto da unas reglas perfectas a los traductores del modo con que deben conducirse para el acierto. Ciñendo unas veces su traducción y otras alargándola; demostrando Vm. en esta práctica que en cada traductor debe ser libre la explicación en algunos pasajes, con tal de que en ellos se conserve la misma idea del original, pues el explicarse con más o menos extensión depende no solo de la variación o paralaxis de los idiomas, sino también del asunto que se trata y del modo con que cada traductor lo concibe. Sin que por esto pueda yo acomodarme, con licencia de madama Dacier, a la prueba que, como general, establece esta madama, fundando la dificultad de las traducciones en que toda traducción sale más extensa que el original. Veo que esta madama pondera que en varios lugares de Homero tres palabras de este poeta han habido menester tres líneas para su explicación. Veo también que el sabio padre Petau en la traducción que en griego hizo de Cicerón en el tratado de Amicitia, poniendo a su frente aquellos [6] dos versos y medio de Ennio, hubo menester cinco versos enteros para explicarlos. Pero no sucediendo lo mismo en las demás traducciones que del griego debemos al Lamio en su obra Delitiae eruditorum, ni aún en las mismas obras ya referidas del padre Petau y de madama Dacier, no debemos tener esta por regla general en todos los idiomas, en todas las obras y en todos los pasajes, aunque la observemos solamente en algunos, en que hay ciertos pensamientos y expresiones sumamente galanas, agudas, conceptuosas y figuradas en una lengua, que en otra o salen muy frías y lánguidas, o han menester mucho rodeo para dejarles algo de su artificio. O hay ciertas cosas tan raras en algunos idiomas que no se pueden fácilmente traducir a otro, como a cada paso nos enseña la experiencia.