Vargas Ponce 1793

José de Vargas Ponce: Declamación contra los abusos introducidos en el castellano, presentada y no premiada en la Academia Española, año de 1791. Síguela una disertación sobre la lengua castellana, y la antecede un diálogo que explica el designio de la obra, Madrid, Viuda de Ibarra, 1793.

Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 272–274.

 

[40] Prendió luego en los ánimos el sabor de las traducciones, y las de Pluche y Nollet, y Fleury y Fléchier trabajadas con inteligencia y aplaudidas, alentaron a muchos a ocuparse en otras con menos detención, hasta llegar por violentos grados a ser el traducir un oficio, un comercio, una manía, un furor, una epidemia, y una temeridad y avilantez. Sin la posesión de la lengua nativa, sin conocer la extraña, sin consultar el origen de las dos, sin haber saludado la facultad que sea el asunto, osan en el día torpes traductores amancillar el mérito de los originales por un castellano que de verdad no lo es. Su énfasis, aquella prenda peculiar suya que luce principalmente en usar de metáforas, queda destruida por [41] la llaneza y apagada expresión del francés. Y como la penuria de vocablos de éste le haya obligado a juntar un caudal razonable de frases propias, cortadas a su traza, en cada una que se introduce por las traducciones, se corroe y carcome todo el ensanche del castellano; y este es el golpe mortal sacudido contra él, y el funesto complemento de exterminio de sus solariegas e infanzonadas propiedades.

No hay género de escritos que haya perdonado esta ignorancia y codicia. A los de ciencias exactas, que hubieran logrado acaso alguna indulgencia, atendida la necesidad, siguió tanta novela frívola y pueril, trastocada la fría invención primitiva y el miserable estilo de las traducciones por el ingenio y la elegancia de un Pericles, de una Galatea, de un Argenis, de un Lazarillo, de una Diana, de un escudero Marcos, de una Amarilis, de una Dorotea. Si los ascéticos tan afectuosos y de una dicción tan hechicera se reemplazan por traducciones de aquella estofa, ¡qué mucho que en los oradores sagrados, de que solo abundamos en cultos y en conceptistas, ceben su furia los [42] traductores, ofuscando con el adulterino lenguaje el singular talento y el exquisito método de los franceses! Su triste resulta ha sido desterrarse de nuestros púlpitos el buen castellano, y que sean uno de los manantiales perennes de su corrupción los ministros de la palabra. ¿A qué detenernos en individualizar todas las diferencias, cuando basta decir que solo se escriben y se leen solo semejantes traducciones? Traducida se aprende la política, traducida la filosofía, las antigüedades, las artes y la moral, y para colmo de oprobio y de sonrojo, una traducción es por lo común el libro que se pone a los adolescentes en las manos para que estudien la historia de España.

Apenas alcanza una vida a la lectura reflexiva de nuestros poetas, y con todo no han sido suficientes a impedir la entrada a otras traducciones. ¡Y qué traducciones! No ya cual los Velascos y Rebolledos, y Mesas y Mexías acostumbraban, robando el alma del original, y conservando con empeño todas sus bellezas en una lengua que de buen grado las prohijaba; por el contrario, violentándola a deponer su tono, lucimiento y elevación, y que [43] se sujete al rastrero vuelo, a la mezquina traza, estrechez y miseria de una poesía tan opuesta a la suya, como a la verdadera poesía. Así holláis el idioma, traductores ignorantes, así lo habéis obscurecido y afeado, y es obra vuestra la deplorable deformidad en que yace. […]

[179] Adulterada de estas y de mil maneras más el habla en el trato civil y público, corrió la corrupción a contaminar los libros, medio seguro de pervertir las generaciones venideras; y para ello encontró lindísima oportunidad en la misma constitución humana. El hombre odia el trabajo por naturaleza, y ni aun pensar quiere cuando sabe que otro ha pensado por él. Por eso ha medio siglo que España alimenta sus prensas con pensamientos ajenos, y que se ha vuelto una nación de traductores. Al que le parezca ponderación, presentaremos la Biblioteca Periódica de cuanto se da a luz desde 1784; y en esta menudísima recolección […] se hallará que montando el total de sus artículos a obra de unos 1786 números a toda broza, hay buenos 513 de traducciones. ¿Y oriundos de nuestros talentos? Libros dignos de tal nombre… no quisiéramos decirlo, mas no llegan a la centésima parte; y es notable que cada año van creciendo aquellas y mermando estos, subiendo la traduciomanía a ocuparse en novenas de santos, de que acaso tenemos originales más que todo el cristianismo.

Ni remotamente se sospeche condenamos tarea tan útil, ni que dejamos de conocer y apreciar su gran mérito. Somos de la misma opinión de [180] Garcilaso, cuando dice: Siendo a mi parecer tan dificultosa cosa traducir bien un libro, como hacerle de nuevo. Y nuestro sentir se conforma con el del autor del Diálogo de las lenguas, cuyo pasaje, aunque largo, no amargará a los que saben traducir y quizás podrá desengañar a ruines traductores. «Creo (escribe) más difícil traducir castellano que en otra lengua; porque siendo así que la mayor parte de la gracia y gentileza de la lengua castellana consiste en hablar por metáforas, atándose el que traduce a no poner más que lo que halla escrito en la lengua que traduce, tiene grandísima dificultad en dar al castellano la gracia y lustre que escribiendo de su cabeza le daría». […]

Por eso son tan acreedores al agradecimiento [181] nacional un Clavijo, un Iriarte y algunos otros, a quien por no mentar estamos muy distantes de querer ofender, pues en una era tan deplorable para la lengua, no tan solamente traducen obras importantísimas y necesarias, sino con decencia, propiedad y conocimiento. Y son especialmente muy beneméritos de aquella noble y expresiva lengua los que con un empeño loabilísimo, al paso que muy arduo, llegan hasta dar en sus traducciones dechados de aquel antiguo y verdadero lenguaje castellano, ya casi desterrado aun de los escritos originales. Dos ejemplos recientes podemos presentar (y es justo hacerlo) de semejante hazaña, que por sus circunstancias son todavía de mayor mérito. Tantos años de ausencia en una corte extranjera no han sido parte a que don Nicolás de Azara se olvide de lo bien que supo su idioma; por eso su traducción del inglés de la Vida de Marco Tulio, cuando no la hicieran de toda estima muchas recomendaciones, lo sería como un depósito del genuino castellano. […]

[191] Solo podrá atajarse tamaño infortunio [la desaparición del idioma castellano] si la Academia Española, avocándose el conocimiento y censura de las traducciones, metiéndolas en un crisol y dejando se hagan cenizas cuantos carbones puedan tiznar al idioma que la está confiado, conserva [192] únicamente aquello que merezca su aprobación. Sin tal mesa censoria, no tememos volver a repetirlo, el castellano se perdió para siempre.