Teodoro Llorente: «Proemio»
Poetas franceses del siglo XIX. Traducción en verso castellano por D. Teodoro Llorente, Barcelona, Montaner y Simón, 1906, 5–9.
[5] Admiraba yo más a Víctor Hugo; amaba más a Lamartine. Quería asimilarme la poesía del uno y del otro, y con este objeto, por pura fruición propia, sin ulterior propósito, di en traducir sus versos. ¡Qué horas tan deliciosas, y a veces tan inquietas, huyendo de las gentes, a solas conmigo mismo, pasé ocupado en aquella dificultosa labor! A nadie la daba a entender; temía que la profanasen ojos extraños. […]
[6] Con aquel prólogo salieron a luz mis Poesías selectas de Víctor Hugo, traducidas en verso castellano, en edición modesta y pobre, hecha sin duda de mala gana y por puro compromiso. Tuve, a pesar de ello, un momento de juvenil satisfacción al ver mi libro; a los tres meses renegaba de él. Veía claras y patentes las faltas de mi traducción. Para expresar con exactitud el sentido de la poesía original, descuidé la forma; no brillaban en ella la galanura y la gallardía propias de la versificación castellana. Arrepentíme de haber dado a la estampa obra tan imperfecta. […]
[8] No se me oculta que en España los profesionales de las letras, casi todos los que por gusto las cultivan, y aun muchos de los que a su república pertenecen como meros lectores, conocen la lengua francesa y leen a sus poetas en el texto original. Pero, por mucho que ese círculo se ensanche, siempre quedará fuera de él infinidad de personas, que no son insensibles a los encantos de la poesía, y que solamente vertida al castellano pueden comprender la de allende los Pirineos. A las unas y a las otras dedico este volumen, algo confiado en la indulgencia de las últimas, algo receloso, respecto a las demás, de sus temibles exigencias. Hay prevención contra los que en verso traducimos composiciones poéticas escritas en ajeno idioma. Nos condena de antemano un adagio que nació en Italia y se ha extendido mucho: traduttore, nos dice, traditore. Y en alguna razón se funda esta severidad, pues es sumamente difícil conservar en la traducción rimada, no sólo el pensamiento del poema traducido, sino la forma peculiar, la dicción precisa y el tono propio que el autor le diera. Hay en esta labor aproximaciones más o menos cercanas, dignas de premio, como en la Lotería: conseguir que iguale, en todos conceptos, la versión al original, que sea su reproducción exactísima, es como alcanzar en aquel juego el premio gordo. Uno de nuestros poetas más insignes y de los que fueron más flexibles y fáciles en la expresión, Fray Luis de León, lamentaba la dificultad de este trabajo y la exponía a sus lectores para que no fuesen severos. «De lo que yo compuse, decía, juzgará cada uno a su voluntad; de lo que es traducido, el que quisiere ser juez pruebe primero qué cosa es traducir poesías elegantes de una lengua extraña a la suya, sin añadir ni quitar sentencia, y con guardar cuanto es posible las figuras del original y su donaire, y hacer que hablen en castellano, y no como extranjeras y advenedizas, sino como nacidas en él y naturales. No digo que lo he hecho yo, ni soy tan arrogante; mas helo pretendido hacer, y así lo expreso. Y el que dijere que no lo he alcanzado, haga prueba de sí, y entonces podrá ser que estime mi trabajo más». Lo que Fray Luis de León alegaba en defensa de sus traducciones, bien puedo repetirlo yo, que no vuelo tan alto. […]
[9] Quizás algún lector eche de menos en esta galería de ingenios esclarecidos, otros que también son muy nombrados; pero he de advertir que no todos los versos se prestan a buena traducción rítmica. ¿Cómo trasladar a otro idioma de esa manera (y vaya por ejemplo) las canciones de Béranger, en forma métrica análoga, con su mismo tono y vis popular? Por imposible lo tengo. Otro ejemplo: hay un poeta, recién fallecido en París, que ha figurado entre los primeros de nuestro tiempo, y que para mí es muy simpático por su origen español: José María de Heredia. Sus sonetos son obra de un arte admirable. Pero encerrar el contenido de los catorce alejandrinos del soneto francés en los catorce endecasílabos del soneto castellano, sobre todo si están tan repletos de ideas y de imágenes como los de Heredia, es empresa temeraria; yo no me he atrevido a intentarla.