Alcalá Galiano

Álvaro Alcalá Galiano: «La originalidad y el plagio»

ABC (13 de octubre de 1928), 1.

Fuente: Raúl de Toro Santos & Pablo Cancelo López (eds.), Teoría y práctica de la traducción en la prensa periódica española (19001965). Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 10 (2008), 33–36.

«Hay cierta crítica menuda que hace mucha gracia al público envidioso, que es muy fácil de ejercer, y por cuya virtud, o, mejor diré, por cuyo vicio puede probarse, al menos en apariencia, que Garcilaso y Fray Luis de León fueron unos plagiarios y además unos ignorantes, que no sabían sintaxis, ni prosodia, ni nada, y que tenía orejas de asno, como el rey Midas». Conste, antes de que ningún pedante o erudito avinagrado se abalance sobre mi prosa exclamando, ¡plagio!, que la frase es de D. Juan Valera al hablar del escritor americano Juan Montalvo. La he releído con deleite pensando en su oportuna aplicación a ciertos sesudos varones que, a falta de inventiva se entretienen, meticulosamente, en copiar lo que han copiado los demás. Sí: lo que dice D. Juan Valera es de palpitante actualidad, y bien debieran meditarlo esos devoradores de libros, cuyo apodo es en francés rat de bibliotéque, y en inglés, book–worm. Siempre me han divertido los cazadores de plagios, sudando tinta cuando no vinagre, en laboriosa busca de sus investigaciones acusadoras, como me divierte la paciencia del pescador de caña que se pasa horas y horas en espera del codiciado pez. A mí al menos se me antoja que aunque el pez sea grande, no vale la pena de perder tanto tiempo en pescarlo. Y remontándome a la esfera de las letras, lo mismo diré de los buscadores y de los descubridores de plagios; que pierden también el tiempo si, por señalar entre varias joyas literarias una piedra falsa o de dudosa procedencia, creen restarle todo brillo a los demás tesoros que ha legado un autor a la posteridad. No creo que las fundadas acusaciones de plagio caídas, en tiempos recientes, sobre Stendhal a causa de lo mucho que saqueó a otros en su Historia de la pintura en Italia y demás obras, haya restado un solo admirador al inmortal autor de El rojo y el negro, cuyos prosélitos, al contrario, van aumentando cada día. Ni que El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, inspirado, como quieren sus censores, en La Peau de Chagrin, de Balzac, haya impedido que esa obra no sólo fuera tradu cida a casi todos los idiomas, sino clasificada entre las obras maestras. Y, en fin, añadiré que la absoluta semejanza de una Sonata, de Valle Inclán, con una parte de las Memorias de Casanova, (semejanza comprobada a dos columnas), disminuye en nada la justa admiración a que es acreedor este poeta de la prosa castellana. Aunque el vulgo crea otra cosa y se figure, respecto a un escritor, que la acusación comprobada o no de plagio basta para convertir el oro de ley en moneda falsa, puede afirmarse que no cambia por eso el fallo de la posteridad. No sabemos de ningún gran escritor que, a causa de los hallazgos posteriores de plagios en su obra, haya sido sacado del panteón de inmortales y arrojado a la fosa común del olvido. Pero por si acaso no bastara mi escasa autoridad personal para afirmarlo (cada día me siento más modesto y menos inclinado hacia el dogmatismo pontificial de nuestros genios, sabios y super hombres), me ampararé bajo la prestigiosa autoridad de D. Juan Valera. En el tomo XXIV de sus «obras completas», el erudito escritor (erudito sin acritud, ni énfasis, ni pedantería) diserta con aguda observación y loable imparcialidad sobre «La originalidad y el plagio». Valera toma como punto de partida unos artículos publicados en El Globo, acusando de plagiario a Campoamor. Según los terribles reveladores, Campoamor ha plagiado unas cien frases, sentencias o pensamientos, al propio Víctor Hugo. El hecho es indudable. Las citas son exactas. Acosado, al fin, Campoamor confiesa su culpa. Inútil decir el regocijo de los envidiosos y el rumor de asombro y desencanto que parte de la inmensa legión de sus admiradores. ¿No es esto el descrédito, tras de la gloria? Mas apenas se despeja el ambiente de pasión, sale a la palestra D. Juan Valera con su suave sonrisa de hombre comprensivo. Ante todo, declara que si tercia en el debate, ni pretende confundir a los acusadores de Campoamor, ni lavar a éste del delito de plagio. Valera, sin embargo, afirma que si bien Campoamor ha plagiado a Víctor Hugo cosas que no valían la pena de plagiarse, no disminuye en su concepto ni un ápice, por eso, la admiración que profesa a Campoamor.

Y adelantándose a las protestas y censuras que pueden atraerle semejante afirmación, añade además lo siguiente:

Primero. Que no hay autor notable de quien con un poco de trabajo y diligencia no se puedan sacar más centenares de frases o sentencias copiadas de otros autores que de los que de las obras de Campoamor han sacado Vázquez y Nakens;

y

Segundo. Que lo difícil, lo casi imposible, es sacar de un autor, por original que sea, por raro y peregrino que se muestre en pensamientos, estilo y lenguaje, cien pensamientos o cien frases que tengan una verdadera y completa originalidad.

Claro está que Valera, al decir esto no se propone demostrar que el plagio sea loable, ni que deba extenderse el ejemplo en la república de las letras. Lo que sí dice y apoya con mil razones es que si la acusación de plagio bastara para descalificar a un escritor, mal parados iban a salir los más grandes genios de la literatura universal. Y para probarlo cita ejemplos, de los cuales resulta que también nuestro Góngora copió a Virgilio, que a su vez copió a Teócrito. Que Garcilaso ha copiado sin reparos a Virgilio, y que Fray Luis de León imitó a Platón, a San Agustín, a Horacio y a Cicerón, aunque Valera le excusa humorísticamente, diciendo: «Eso sí, él tenía muy buen gusto y no imitaba o copiaba sino lo muy bueno». Sigue en la lista Herrera. Después, viene Espronceda, verdadero expoliador de lord Byron, y también André Chénier. Podía haber añadido Valera a la lista de ilustres plagiarios a Corneille, a La Fontaine, a la Rochefoucauld, a Chateaubriand y qué sé yo a cuantos autores más, acusados de lo mismo; pero sin duda no lo hizo por no convertir su ensayo en un catálogo. Bastaría el nombre de Shakespeare (citado por Valera) para recordar que se puede ser el menos escrupuloso de los plagiarios, refundidores y adaptadores, y al propio tiempo el más grande de los poetas y dramaturgos universales. Recuerda a este propósito Valera el caso típico de Chaucer: «Chaucer –dice– tomó también de todas partes: saqueó a Guido de Colonna, a Dares, a Ovidio, a Estacio, a Bocaccio, a Petrarca y a los poetas provenzales. Su influencia, en cambio, fue grandísima en la posterior literatura inglesa, etc.» Tampoco sale mejor librado el Dante, de quien Valera reproduce los juicios de Ozanam, sin que esto dismimuya el genio que resplandece en la Divina Comedia. De Ariosto dice que «copió, tomó de todas partes para escribir Orlando». Y sale a la defensa de Milton, asegurando que «la acusación de Lauder contra Milton, tildándole de plagiario, no menoscaba a mi ver, la gloria del Homero británico». D. Juan Valera, con estos y otros ejemplos, en su admirable ensayo demuestra, una vez más, que todas las acusaciones de plagios de que está llena la historia literaria, si bien han logrado desahogar el rencor de ciertos detractores, en nada disminuyeron la gloria de los grandes literatos. Así es, en efecto.

¿Qué más nos da que un autor ilustre haya copiado o se haya inspirado en otro, si aún queda en su bagaje literario mucho de original? Nada, pero de los plagios seguirán alimentándose los buitres que acuden ahí donde hay muertos consagrados, y toda acusación de plagio servirá siempre a reanimar el maldiciente coro de las ranas.