Araquistáin 1925

Luis Araquistáin: «Aduanas al arte»

La Voz, 11 de febrero de 1925, 1.

 

La Sociedad de Autores Españoles acordó recientemente fijar una tarifa para las obras extranjeras que se representen en España. Es el proteccionismo llevado a los dominios de la producción intelectual. Los inconvenientes de esta reforma tal vez excedan a las ventajas. Por de pronto, es posible que los demás países la califiquen de ilegal y reclamen su anulación, considerando que vulnera convenios internacionales vigentes. Desde luego parece que contradice el espíritu y aun la letra del Tratado de Berna sobre propiedad literaria y artística, suscrito por España.

Dice el artículo 2º de ese Convenio: «Los autores pertenecientes a uno de los países de la Unión, o sus derechohabientes, gozarán en las otras naciones, para sus obras, ya estén o no publicadas en una de ellas, de los derechos que las leyes respectivas conceden actualmente, o concederán en lo venidero, a sus nacionales». Artículo 6°: «Las traducciones lícitas están protegidas como obras originales». Artículo 15: «Se entiende que los países de la Unión se reservan respectivamente el derecho de estipular separadamente entre ellos arreglos particulares, siempre que estos arreglos concedan a los autores o a sus derechohabientes derechos más extensos que los concedidos para la Unión, o que contengan otras estipulaciones que no se opongan en nada al presente Convenio». Está claro en lo transcrito el principio de igualdad o de recíproca mejoría que se establece para los miembros de la Unión, que protege los derechos de los autores sobre sus obras literarias y artísticas. Pero el acuerdo de la Sociedad de Autores Españoles pugna con esa equidad del Tratado de Berna y protege a los nacionales en detrimento de los extranjeros pertenecientes a la Unión. No sería extraño que éstos, en nombre de un Tratado a que está adherida España, pidiesen la nulidad de ese acuerdo, que viola un Convenio internacional.

Podrá argüirse que la Sociedad de Autores es un organismo privado, no oficial, y que es muy dueña de prestar sus servicios de administración en las condiciones que le convenga estipular. Indiscutible. Pero supongamos que los autores extranjeros, o, en su nombre, sus traductores o representantes, deciden, con el mismo derecho, rechazar esas condiciones desiguales y administrarse directamente por sí mismos o por medio de otra Sociedad. ¿Qué haría la de Autores españoles? ¿Respetar esa decisión? Sería lo justo. ¿Perseguirla mediante la coacción, amenazando a las compañías teatrales con retirarles su repertorio de obras españolas si consentían en representar obras extranjeras no administradas por la Sociedad de Autores? Esto equivaldría a querer impedir de hecho que se cumpliese libremente el Convenio de Berna. Pero ninguna organización, por muy privada que sea, tiene derecho, en la práctica, a entorpecer el cumplimiento de un Tratado internacional a que están adheridos los gobiernos del país.

Esa es la parte legal del asunto. En otro orden de consideraciones, el acuerdo de la Sociedad de Autores, aun suponiendo que prevaleciera, pugna también contra los derechos más puros del arte, universal por naturaleza. ¿En qué perjudican al teatro español las traducciones del teatro extranjero? No todo lo que se traduce, ciertamente, es de primer orden; pero en general está por encima del nivel medio de la producción indígena, y sólo por eso lo acepta el público, sobreponiéndose a su exotismo, a la novedad de sus temas y de su técnica. En rigor, no necesita el público español de ningún proteccionismo contra el teatro extranjero, pues es quizá el público más conservador de lo propio y el más hostil a lo extraño de todos los de Europa. En ningún país se traduce proporcionalmente tan poco como en España. Casi todo el teatro europeo moderno, que llena los escenarios de París y Roma, de Londres y Berlín, de Viena y de Moscú, permanece inédito para los españoles. A esto se debe, sin duda, que aquí pasen por obras maestras vulgares comedias y torpes melodramas, sin técnica ni espíritu, tan del gusto de nuestras primeras actrices y de nuestro público, pero que en cualquiera otra capital europea apenas se las juzgaría como obras de arte.

Justamente de lo que adolece el teatro español contemporáneo es de que se traduce demasiado poco, sobre todo de lo bueno, y por eso no se renueva la sensibilidad del público, ni sienten la espuela de la emulación los autores, ni los cómicos, dominados por miedo insuperable a todo lo que se sale de los clichés tradicionales, se atreven a encarnar las grandes creaciones de la dramaturgia universal, y si alguna vez se aventuran a hacerlo pronto recogen velas, bajo las espontáneas admoniciones de la taquilla o la impuesta dictadura del abono. No hay espíritu de lucha, y el aplauso y el lucro de hoy se estiman en más que toda la gloria artística de mañana. No han dañado las traducciones a los dos o tres autores actuales cuya obra tiene algún acento europeo. Al contrario, el conocimiento del teatro extranjero realza lo que en ellos haya de universalidad y perduración. Sólo puede ser nocivo para los que, más atentos a una producción de cantidad que de calidad, aspiran al acaparamiento de todos los escenarios españoles, y para los que, en vez de traducir franca y honradamente, prefieren «inspirarse» en obras extranjeras, casi siempre sin decirlo y, naturalmente, sin hacer partícipes de los derechos a los inspiradores. Tratárase de fomentar desinteresadamente el arte nacional, y, aun siendo erróneo el procedimiento, merecía respeto. Pero no es el arte, sino una industria lo que se defiende –una industria que precisamente se ejerce contra el verdadero arte dramático–, y esto hace que el acuerdo de la Sociedad de Autores, sobre ser dudosa su legitimidad jurídica, sea también artísticamente poco plausible.

Queda por señalar otro aspecto. Si los signatarios del Convenio de Berna no obligan a revocar ese acuerdo, vendrán las represalias contra el arte español en el Extranjero. Constantemente se representa nuestro teatro clásico, para enaltecimiento de la nación, en gran número de países europeos. Pero si nosotros perseguimos el teatro extranjero en España no habrá que sorprenderse de que los extranjeros, en justa reciprocidad, destierren el nuestro de sus escenarios. Esto podrá ser indiferente a la Sociedad de Autores, pero no puede serlo para cuantos ven en nuestra cultura histórica uno de los pocos títulos de respeto y admiración con que contamos en el mundo. Y piénsese lo que ocurriría si este sistema de aduana intelectual que ha acordado establecer la Sociedad de Autores nos lo aplican los extranjeros, a su vez, no sólo a nuestro teatro clásico, sino también a nuestros pintores, escultores, músicos, escritores y hombres de ciencia modernos. Sin contar que con el mismo derecho todos estos productores intelectuales nuestros podrían organizarse y gravar con tarifas aduaneras el libro científico, la novela, el cuadro, la música que nos vengan de fuera. ¡Eso nos faltaba para acabar de civilizarnos: una muralla de la China para detener en nuestras fronteras la cultura de otros pueblos, y otra muralla para que los extranjeros cerrasen el paso a la nuestra! El aislamiento sería muy espléndido, pero nada envidiable. Cuando la Sociedad de Autores piense o palpe las consecuencias de su acuerdo, ella será la primera en apresurarse a revocarlo. Después de todo, no escasean tanto en ella los hombres inteligentes y sensibles.