Luis Astrana Marín: «Estudio preliminar»
William Shakespeare, Obras completas. Traducción de Luis Astrana Marín, Madrid, Aguilar, 1929, 15–16 y 21–23.
Fuente: Julio–César Santoyo, Teoría y crítica de la traducción: antología, Bellaterra, Universitat Autònoma de Barcelona, 1987, 209–212.
[209] Empresa ardua en verdad es la de verter a un clásico, y más aún a un clásico de la talla gigantesca de Shakespeare.
Nuestro gran Garcilaso de la Vega, en la carta que precede a la versión de El cortesano de Castiglione, hecha por Boscán, decía que, a su parecer, es «tan dificultosa cosa traducir bien un libro como hacerle de nuevo». Y la dificultad subirá de punto si nos atenemos a la estrecha regla que se propuso fray Luis León para traducir conforme a la verdad hebraica el Libro de los Cantares de Salomón: «El que traslada ha de ser fiel y cabal, y si fuese posible, contar las palabras, para dar otras tantas, y no más, de la misma manera, cualidad y condición y variedad de significaciones que las originales tienen, sin limitallas a su propio sonido y parecer, para que los que leyeren la traduccion puedan entender la variedad toda de sentidos a que da ocasion el original si se leyere, y queden libres para escoger de ellos el que mejor les pareciese».
Claro es que jamás podrá decirse de quien traduce a Shakespeare lo que don Juan Ruiz de Alarcón, nuestro incomparable comediógrafo, escribía sobre la versión que de Aquiles Tacio hizo don Diego de Ágreda y Vargas con el título de Los más fieles amantes Levcipe y Clitofonte:
Traducido y traductor
atentamente he mirado,
y a quien la vida aueis dado,
aueys quitado el honor.
Que vuestra ventaja es tal,
que no ha de auer quien arguya
que la traduzion es suya
y vuestro el original.
[210] No es posible llegar a tanto, sobre todo si se considera la diferencia enorme que existe entre las lenguas anglosajonas y neolatinas. Un clásico griego o latino es con frecuencia mucho más fácil que un alemán o inglés. Por nuestra parte, confesamos que nos ha sido más difícil verter a Shakespeare que a Anacreonte. Además, la riqueza del léxico de Shakespeare (par a la de Cervantes y sólo aventajada alguna vez por Quevedo), con sus infinitos retruécanos, anfibologías, conceptos e imágenes raras, agotan los últimos recursos de un idioma. […] ¡Qué error el de los simples traductores de oficio, al pretender expresar el pensamiento de Shakespeare prescindiendo de sus propias palabras! Porque lo que él ha dicho lo ha dicho de la mejor manera, y quitarle su verbo es quitarle su alma. […]
Hay varias opiniones sobre si se debe traducir o no a un poeta en verso. Puede asegurarse que ninguna versión en verso es buena, ni aun la de Jáuregui del Aminta, del Tasso, que tanto ponderaba Cervantes. La razón obedece a que unas veces la métrica y otras la rima impiden permanecer fieles al autor. Circunscribiéndonos a Shakespeare (que en sus obras dramáticas hace mucho uso de la prosa) y particularmente al verso inglés, es imposible verterlo en verso castellano, a consecuencia del exceso de sílabas que poseen las palabras castellanas respecto de las inglesas. Solamente hemos traducido en verso aquellas canciones y pasajes que podían perder intensidad en prosa, como la escena de las brujas en el acto cuarto de Macbeth, y aun en estas ocasiones damos el traslado literal al pie de la página.
Por lo que mira al léxico y estilo, hemos tenido presente las palabras de Jules Derocquigny, profesor de la Universidad de Lila, que al emprender en 1922 su traducción (en elegantes versos franceses) de La tragedia de Macbeth, escribía: «Pour plus de fidélité encore, elle a adopté une diction et une syntaxe légèrement archaïques. Allait–elle habiller à la moderne un auteur du XVIe siècle? Elle n’a pas voulu l’affubler de ce travesti».
Arduos problemas asaltan al traductor que acomete la ardua tarea de verter fielmente un texto como el de Shakespeare, que reputa sagrado. Es la lucha titánica entre reproducir la palabra justa, insustituíble y precisa, y atender a la belleza de la frase castellana, eludiendo todo hiato. Es batallar por la conservación del movimiento y la música del modelo sin alterar la sintaxis, para que las oraciones suenen como propias del lenguaje a que se vierten y no como forasteras.
Y ¿qué hacer cuando se nota alguna excrecencia de la versificación, algún vocablo sobrante, impuesto a Shakespeare por las necesidades de la métrica o de la rima? Hemos optado por no eludirlo, a fin de ofrecer un calco del original.
Empero, si la versión es literal […], es también literaria; y, por tanto, no podíamos proceder ad pedem litterae cerradamente. Ello fuera duro e insufrible. Con razón decía Philarète Chasles, quejándose de las traducciones francesas de Shakespeare que pretendían ser una reproducción absolutamente exacta del original (y cuenta que [211] pecan de todo lo contrario): «Le mot français correspond au mot anglais, la tournure de la phrase est conservée, les idiotismes sont reproduits. Ce travail de manœuvre une fois terminé, relisez Shakespeare. Cherchez ses délicates beautés! Le pathétique est devenu trivial; le sublime n’est plus qu’un pathos absurde. Quelle est la liaison naturelle de ces pensées incohérentes? La traduction littérale est plus trompeuse que l’infidélité; elle prétend être vraie, et elle ment. Elle prétend conserver vivant l’œuvre même, et elle pousse à vos pieds une ossification misérable, un débris».
Philarète Chasles se halla asistido de razón, que parece robustecida por las palabras que dirige Don Quijote (y es sorna del propio Cervantes) a aquel traductor del toscano que encuentra en un establecimiento tipográfico de Barcelona: «¡Cuerpo de tal, y qué adelante está vuesa merced en el toscano idioma! Yo apostaré una buena apuesta que adonde diga en el toscano piace, dice vuesa merced en el castellano place, y adonde diga piú dice más, y el su declara con arriba y el giú con abajo». Y poco después: «el traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución».
Sin embargo, Barbey d’Aurevilly, espíritu agudísimo, pensaba de distinto modo que Philarète Chasles. No quiero dejar de reproducir sus palabras, que en parte comparto. «A notre sens –escribe– il n’y a que le mot à mot de la traduction interlinéaire qui donne l’idée juste de l’œuvre poétique qu’on veut faire juger à ceux–là qui ne savent pas la langue dans laquelle cette œuvre a été pensée. Procédé grossier et barbare disent les académies, mais loyal et le seul que rechercheront toujours les artistes profonds, les vrais connaisseurs, qui savent reconstituer une poésie avec les mots qui l’ont exprimé, comme on imagine l’effet d’ensemble du collier dont on tient les perles défilées dans la main».
Sin duda la virtud del traductor está en un término medio entre lo que asienta Philarète Chasles y lo que propone Barbey.
En cuanto a nosotros, admiradores somos hasta la idolatría de William Shakespeare, pero no sus esclavos; aunque, desde luego, es preferible un traductor literal a un traductor infiel, y antes se peca por esto que por aquello. Más vale que se tengan las perlas sueltas del collar –aun sin intención de hacer el collar–, que éste sea falso.
Seguimos, pues, un método ecléctico.
La reiteración de la voz pasiva, típica en Shakespeare, y el movimiento típico del verso y de la prosa se han conservado hasta donde lo permite nuestro idioma y aun a veces se han rebasado las medidas, a fin de ofrecer la genuina construcción shakespeariana. […]
En las grandes tragedias, que son la corona principesca del dramaturgo […] y en las grandes comedias […] se ha procurado dar a las versiones un sabor clásico, por donde la lengua castellana corra desembarazadamente, con la lisura de estilo que le es propia, con la sonoridad, la tersura, la elegancia, el garbo y la energía habituales en nuestros escritores de los siglos XVI y principios del XVII; empero sin [212] violencias de hipérbaton, sin cacofonías ni vocablos en desuso, que sonarían desapaciblemente en oídos modernos. Aun para imitar el sabor y espíritu de nuestros escritores clásicos, no hay que olvidar las conquistas actuales del estilo. En estos odres viejos echemos vino nuevo, pero echemos vino bueno. […]
La pulidez de estilo de estas obras, que hemos aspirado a que sean modelos de prosa castellana, nos ha costado a veces dos, tres y aun cuatro años de labor.
Una traducción es un estado de alma. No es posible traducir sin identificarse. De otro modo los libros traducidos serían, como apunta don Luis Zapata en su versión del Arte poética de Horacio (1591): «tapicería del revés, que está allí la trama, la materia y las formas, colores y figuras, como madera y piedras por labrar, faltas de lustre y de pulimento».
Tal se nos antojan las traducciones de nuestros antecesores. Fuera de las que lo son del francés–versiones de versiones, y, por tanto, de mérito muy relativo–, las directas carecen de armonía de lenguaje, de cierta unidad de sonido y color y de atmósfera shakespeariana; no son concienzudas, estudiadas ni trabajadas, y los textos adoptados por ellas, sumamente defectuosos. Porque Shakespeare no es, como creen algunos, el autor salvaje, grosero y truculento, el lírico instintivo, incoherente y medio insensato que imaginaron Voltaire y Moratín, sino el más prudente, el más sabio, el más consciente y el más armonioso de los poetas.
En todas las versiones castellanas que conocemos, gran número de frases no resisten la lectura en alta voz. De llevarlas a la escena, perecerían en boca de los actores. Y es preciso reconocer que la fonética de una traducción es casi tan importante como su fidelidad textual. Además, alrededor del sentido literal de la frase primitiva flota un secreto hálito más potente que la vida exterior de las palabras y las imágenes. Y esto es lo que hay que sentir, reproducir y recoger. A veces, detalles infinitamente pequeños reconstituyen el sabor del original.