Ayala 1946

Francisco Ayala: Breve teoría de la traducción, Madrid, Taurus, 1965.

Originalmente en La Nación (Buenos Aires): «Sobre el oficio del traductor» (15 de diciembre de 1946), «Los dos criterios extremos» (29 de diciembre de 1946), «Las obras de pensamiento» (12 de enero de 1947) y «Las obras de creación literaria» (9 de febrero de 1947).

 

[13] De la traducción se ha afirmado con frecuencia que es labor ingrata: exige mucho y procura menguados frutos. Por lo pronto, hace necesario un notable espíritu de abnegación: dotes personales nada comunes, que en muchos casos habilitarían para producir obra original de calidad excelente, han de ponerse a contribución para que la ajena destaque. A esa abnegación podrá empujar en casos concretos el entusiasmo, la devoción, el capricho de un traductor eventual; el profesionalizado carece de estímulos tales. Por si esa disposición abnegada no fuera bastante, debe todavía el traductor aprestarse a cargar con los posibles defectos y yerros del autor traducido, que la opinión pública achacará indefectiblemente a descuido suyo, negligencia, [14] impericia o ignorancia. Quienes no se encuentran en condiciones de cotejar los textos, propenderán, seducidos por el prestigio del nombre extranjero famoso y apoyados en el proverbial precedente de tantas traducciones traicioneras, a imputarle al traductor, no ya las tachas, que, acaso, presente el original, sino aun aquellas otras, presuntas, que sin fundamento pueda antojársele al lector que estropean el texto. Pues al traductor se le escatima el respeto que al autor extranjero es concedido sin pena. Forzoso será confesar que no peca de arbitraria la presunción en su contra: mientras que al autor suele suponérsele escribiendo por vocación, al traductor se le atribuye el móvil de lucro, y, por cierto, de un lucro tan modesto que obliga a cierta ligereza en el trabajo, y la disculpa. Yo, por mi parte, no creo que el estar mal retribuido un trabajo justifique en el caso particular su mala ejecución, aun cuando tampoco pueda negar que, en conjunto, esa circunstancia desanima a los más capaces frente a una labor tan desprovista de otros alicientes. Y, sobre todo, resulta evidente que contribuye a hacer definitivamente ingrata la tarea del traductor. Si la experiencia práctica, que día a día ilumina sus problemas parciales, autoriza a teorizar acerca de la traducción, ha de permitírseme que con moderada amplitud discurra a propósito de ella.

Muchas veces se ha repetido que la traducción es labor exigente e ingrata; con menos frecuencia –pero no con menos razón–, que es labor desesperada. En verdad, la meta de su perfección resulta inasequible, no ya por el común efecto de la [15] deficiencia humana, capaz tan solo de acercarse a aquella en mayor o menor grado, pero nunca de tocarla, sino por una suerte de imposibilidad inherente a la tarea misma de qua se trata. Cuando se declara desesperado el amor del traductor, es advirtiendo que consiste en trasladar un objeto espiritual de una esfera cerrada a otra, en operar una transferencia entre dos mundos sutilmente incomunicables. Pues una obra literaria es una pieza integrada, ya desde la raíz del idioma, dentro de un sistema cultural al que está unida en tan tupido juego de implicaciones que el mero intento de aislarla, segregarla y extraerla del ámbito a que pertenece, para insertarla en otro distinto, comporta –cualquiera que sea la delicadeza y habilidad de la mano que se arriesgue a ello– una desnaturalización que falsea su sentido. La traducción es un escamoteo, un truco ilusionista, un engaño, tanto mayor cuanta más destreza se ponga en ejecutarlo. Una vez cumplida la manipulación, se encuentra uno dueño de cosa muy distinta a aquella otra que se tenía entre los dedos al comienzo. Y esto, tanto si durante su curso se ha perseguido con fanatismo la correspondencia formal, coma si, por el contrario, se ha extremado la sutileza en buscar analogías de significado.

Estas dos intenciones son los polos entre los que oscila toda empresa de traducción, sin que sea posible escapar jamás a su alternativa; y desde que Schleiermacher la enunciara, reducida a teoría, se ha divulgado hasta pasar a lugar común la convicción de que existen solo estas dos contrapuestas maneras de entender y practicar la tarea del traductor: aquella que se propone conducir a los lectores hacia el original traducido, trasladando con [16] la máxima fidelidad su estructura externa, y aquella otra que pretende acomodar el sentido ínsito en dicho original a las modalidades culturales propias del medio idiomático al que se vierte.

Hoy tiende a prevalecer entre nosotros el primero de esos criterios. Se estima, por to general, que siendo como es la traducción un recurso para poner la obra traducida al alcance de quienes ignoran el idioma en que fue escrita, debe buscar la mayor aproximación posible a su contexto, forzando la lengua hasta el límite de su elasticidad. De este modo, será colocado el lector en situación análoga a la de quien esté leyendo un escrito en un idioma ajeno, cuyo acceso se le ha abierto mediante el aprendizaje. Por muy avezado que se encuentre, este lector de textos extranjeros ha de transportar a su lengua materna, conforme los va leyendo, los contenidos verbales que su mirada capta en lengua aprendida. Quizá su conversión o traducción mental alcance, con la mucha práctica, tal automatismo que el sujeto olvide estar leyendo –u oyendo– un lenguaje extraño, pero aunque pase inadvertida a la conciencia, nunca desaparecerá por completo la tensión entre las formas expresivas inmediatas, en cuyo sistema se ha constituido la mente, y las formas mediatas de otro sistema idiomático, adquirido por referencia a aquél y desarrollado sobre su base. Pues bien; la traducción que se esfuerza en trasladar fielmente la estructura externa de la obra traducida ahorra al lector ese aprendizaje de la lengua extraña sin liberarlo por ello del esfuerzo necesario para incorporar sus contenidos, asimilándolos a los modelos mentales propios del sistema idiomático materno. Percibe, sí, el valor significativo de los vocablos y [17] de las conexiones sintácticas en el texto traducido, como los percibe en el original extranjero quien lee una lengua aprendida al realizar su conversión –consciente o automática– a la propia; pero la extrañeza de la estructura mental ajena, Ie obligará en uno como en el otro caso, a una especie de contorsión, tanto mayor cuanto más difiera aquélla de la suya natural. Cuántas veces no se escucha, ante una traducción demasiado ceñida, la protesta contra ese esfuerzo exigido al lector, en la exclamación: ¡Pero esto está en griego en alemán! Las palabras y las frases son, sin duda, castellanas; el estilo, el pensamiento, extranjeros.

Si la finalidad de la traducción es facilitar el contacto con los productos literarios de círculos culturales distintos, parece indudable que este método de practicarla ofrece el mejor instrumento para acercarse a ella –bien que no para aprehenderlos en su integridad– tales cual son, y sin que su auténtica fisonomía quede sacrificada, sin que resulten desfigurados, contrahechos. Esto, digo, parece evidente, y es hoy generalmente aceptado.

Pero no hay que pensar que el otro criterio carezca de secuaces y, sobre todo, de razones en su apoyo. Son, en resumidas cuentas, las que Larra, en uno de sus artículos, aducía diciendo: «que de la diversidad de costumbres nace la diferencia de la expresión de ideas; que lo que en un país y en una lengua es una chanza llena de sal ática, puede llegar a ser en otros una necedad vacía de sentido; que un carácter nuevo en Francia puede ser viejo en España». Es decir, que de una obra lo que interesa traducir es, no tanto su estructura formal, como su sentido, su contenido espiritual. El lenguaje no es un mero sistema de símbolos, cerrado [18] y sostenido en sí mismo, susceptible de ligarse con otro mediante una serie de correspondencias en lo posible exactas; está encarnado en las costumbres; se da y funciona en referencia actual, viva y múltiple, a las realidades sociales. Y así, una obra literaria, lejos de ser un producto desprendido y cabal, pertenece a un conjunto cultural muy rico, todo el cual debe entrar en juego, siquiera implícitamente, para cualquier momento de su interpretación. No bastará pues, con reproducir su estructura formal bajo otros términos verbales y verter a ellos su contenido expreso para que se la estime bien traducida a otro idioma. Por el contrario, la mayor fidelidad aparente puede redundar en infidelidad de sentido. Para restaurar este, respetando la esencia de la creación, será más bien preciso dar a los elementos cardinales de la obra original una nueva organización acorde con las condiciones generales del ambiente cultural a que la traducción se destina… Tal es, en pocas palabras, la nada despreciable argumentación en apoyo de este segundo criterio, que pudiéramos llamar de la versión libre. Quienes lo aplican se conceden un uso más o menos lato de tal libertad, que puede llegar, no contentándose con el cambio en los giros gramaticales y en las alusiones al ambiente, al extremo de introducir o suprimir argumentos, personajes y escenas, reelaborando la obra de pies a cabeza.

La verdad es que, llevados a ultranza, ambos métodos de traducción conducen al absurdo y niegan la traducción misma, cada uno por su lado. Ya esa versión tan libre, que para ella el original sea un mero pretexto o estímulo, utilizado por el traductor a la manera que utiliza el autor los materiales [19] directamente ofrecidos a su experiencia por la realidad, difícilmente podrá ser considerada traducción verdadera: adaptación es el nombre que mejor le conviene. En cuanto a la versión literal, pudiera legar a serlo tanto que nada le quedase de tal traducción. El respeto al texto traducido persuade con frecuencia al escrúpulo de conservar en el nuevo texto aquellos vocablos del original, cifra de conceptos importantes para los que no hay acaso equivalencia en el idioma propio. Incorporarlos a él, bien sea en sus mismos términos, bien sea mediante la preparación de un neologismo, puede por excepción resultar recurso afortunado, pero, muy insistido, se convertiría en el demasiado fácil de eludir las dificultades principales y mayores. Incluso una traducción que se limitara a ofrecer las correspondencias de los vocablos, reproduciendo construcciones y modismos, no debería considerarse todavía admisible –aunque, así y todo, representase ya un progreso notable en comparación con las cosas que a veces se hallan impresas bajo firma de traductor. La razón es que, si a través de la traducción se quiere llevar al lector hacia el original traducido, la reproducción de la estructura formal del lenguaje en que fue escrito su texto con los medios del idioma al que se lo vierte no puede llegar a forzar los límites dc elasticidad de este último, no puede quebrar su sistema.

Ahora bien: dentro de esos límites de este sistema, la traducción solo nos ofrecerá, de una obra, su puntual referencia, no la presencia inmediata de la obra misma; la imagen, no la cosa; no la persona, un retrato. Eso sin contar las deformaciones –no derivadas estas de la técnica idiomática, sino de las diversidades culturales– a que da [20] lugar la diferencia de ambiente, y que el criterio de la versión libre se propone corregir.

El ideal de la traducción resulta, pues, inalcanzable, no por la común incapacidad de los humanos para lograr lo perfecto, sino porque persigue algo que en sí mismo implica una pura imposibilidad; porque consiste en una tarea desesperada: cada obra, cada concreción del espíritu, cada producto cultural, cada cultura, en fin, es en esencia intransferible y única. ¿Cómo, entonces, reconstruirla con otros elementos? En definitiva, los dos criterios –señalados antes– con que esa tarea puede intentarse atacan de modos contrapuestos una y la misma insuperable dificultad: ambos quieren saltar en el vacío que separa a los diversos orbes culturales; uno de ellos, la traducción literal, reduciendo las diferencias técnicas entre los respectivos idiomas –diferencias que, en los rasgos formales del sistema idiomático, reflejan las peculiaridades del círculo cultural al que sirve de instrumento–; el otro, tomando en globo los correspondientes círculos culturales para reproducir la concreción literaria a que se desea dar traslado, en la plenitud de sus relaciones.

Con esto se advierte ya que nos encontramos frente a un problema de amplitud insospechada, cuyo verdadero emplazamiento pertenece al campo de la filosofía de la cultura: es el problema de la creación literaria y, aun mas allá, el problema general del espíritu y sus objetivaciones. Ceder a la invitación que él nos hace para que lo sigamos hasta sus raíces implicaría desviarnos del designio inicial, ceñido a emitir una pequeña teoría de la traducción, y en último término, quizá, renunciar a cumplirlo. A modo de referencia topográfica, que [21] dejamos establecida para señalar el enlace de nuestro tema con el dicho problema, indicaré tan solo que, en un sentido muy sutil, la operación que en manos del traductor aparece como tosca e insatisfactoria artesanía, tenemos que realizarla todos de continuo, aun dentro de un mismo círculo de cultura y de un área idiomática, para la captación de cualquier producto del espíritu, de cualquier obra literaria, de cualquier expresión provista de sentido; al percibir este, hemos de evocar mundo todo de realidades objetivas con el cual está relacionado, lo que es decir: el universo entero. Y ello, desde nuestro momento subjetivo. Dicho en otros términos: tenemos que vivir el espíritu.