Manuel Bueno: «El intercambio en el teatro. Las traducciones»
Originalmente en Heraldo de Madrid (24 de octubre de 1914).
Fuente: Raúl de Toro Santos & Pablo Cancelo López (eds.), Teoría y práctica de la traducción en la prensa periódica española (1900–1965), Soria, Diputación Provincial de Soria, 2008, 68–71 (Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 10).
Ricardo Catarineu, en La Correspondencia de España, y Tomás Borrás, en La Tribuna, se duelen, el primero templadamente y el segundo con acritud, de la privanza de las firmas extrajeras en los carteles de algunos de nuestros teatros. Absuélvanme el ilustre poeta y el cultísimo crítico de no compartir su severo criterio en este caso, considerando, sobre todo, que ha de serme dolo roso el llevarles la contraria. No se me oculta que adopto en este pleito la peor posición. Ellos tienen como espaldar en que apoyarse, aparte su entendimiento y su clarividencia, a toda la juventud que espera asomarse a la escena. Yo no tengo por aliado a nadie, fuera de mi convicción, opuesto al proteccionismo exclusivista en materia de arte. Sentiría, sin embargo, que los jóvenes dramaturgos «non natos» me atribuyeran el propósito de crear derechos prohibitivos para su producción en la aduana del teatro. No es eso. Podría yo atestiguar, por el contrario, que me he esforzado en franquear las puertas de nuestra escena a cuantos escritores se han acercado a mí creyendo, casi siempre erradamente, que mi escaso valimiento podría allanarles obstáculos. Los desengaños en este punto no me han movido a enmienda. Todo escritor que acuda a mí con la ilusión de que pueda serle útil, me tendrá a su lado, para abonar con mi modesta autoridad sus obras, si me pareciesen buenas, o para alentarle a luchar, se le viere extraviado o indefenso. En mi ya dilatada vida de escritor no he tenido que arrepentirme de haber dificultado el acceso de nadie al teatro ni de haber empequeñecido con deliberada mala fe ninguna reputación. Quien privada o públicamente diga lo contrario miente. Ni para los que crean ni para lo que hacen visible con su habilidad personal lo creado, es decir, ni para los autores ni para los artistas, he tenido jamás malevolencias de esas que hacen flaquear una vocación o inspiran dudas sobre la piedad del prójimo. Hasta en mis reparos ha habido en todo instante aquella cortesía y aquel comedimiento de quien aspira a corregir sin lastimar. He sido respetuosísimo con el talento y tolerante con la vanidad: lo cual no me ha librado, ni mucho menos, de calumnias atroces y de venganzas insidiosas y brutales, que han despertado en mí, por lo inmerecidas, más repugnancia que indignación. Ello había de ser inevitable en un país en el que los valores literarios, artísticos y políticos dan, por su misma confusión, una idea de caos. España está pidiendo a gritos una revolución con un metro de sangre en las calles, para que aquí empiece la justicia a hacer valedero su señorío y esa revolución se retrasa…
Pero, en fin, no divaguemos. Ricardo Cantarineu se queja del incremento abusivo que va adquiriendo lo exótico en el teatro, y Tomasito Borrás, más vehemente y más radical, lo que vale tanto como decir más joven, pide la total proscripción de las traducciones de nuestros carteles. Yo disiento de este criterio, por las razones que expondré. En primer lugar, ¿qué se pretende? ¿qué las Empresas renuncien a una posibilidad económica que consideran asequible a expensas del Extranjero? ¿Y con qué derecho? Aun en el supuesto, enteramente fantástico, de que hubiese en España una sobreproducción dramática menospreciada, sería injusto imponérsela a las Empresas. Olvidamos que un empresario es un hombre de negocios que compromete su dinero en la organización de un espectáculo sin recurrir al auxilio de nadie. ¿Qué presión, con visos siquiera de legítima, cabe hacer sobre ese hombre? Todavía si el Estado contribuyera de algún modo a hacer más llevadero el peso de esa industria, estaría parcialmente excusado nuestro veto a las obras extranjeras. Podríamos fundarlo en el hecho de que el Erario público no puede malversarse favoreciendo el incremento del teatro exótico, con menosprecio del nuestro. Nuestra actitud entonces sería despejada. Pero si no ocurre eso. El Estado, por el contrario, no hace sino poner trabas a los espectáculos, gravándolos más de día en día, sin duda para que las Empresas se arruinen.
Con independencia de las razones expuestas, la teoría del proteccionismo en el arte tampoco es admisible. Los pueblos civilizados no pueden ser, en ese respecto, más que librecambistas. El arte no está condicionado por fronteras, ni puede vivir sujeto a un régimen aduanero. No ignoro los reparos que pudiera oponer cualquiera a esta teoría. El primero y más considerable es que no se nos reconoce derecho de reciprocidad. Importamos sin exportar. La literatura exótica nos invade, sin que la nuestra pase los Pirineos. Cierto que algunos novelistas españoles han sido traducidos al francés y que en la escena italiana han logrado hospitalidad dos o tres de nuestros dramaturgos. La desproporción, de todos modos, entre lo que entra y lo que sale es enorme. Hay que convenir en que los mercados literarios extranjeros nos dan un trato injusto. Sobre eso no hay desacuerdo. Nuestra literatura dramática merece más consideración. Es inexplicable, pongo por caso, el que Jacinto Benavente no esté en circulación en la escena francesa y el que ciertas obras de Galdós, como La loca de la casa y El abuelo, no corran traducidas por el mundo. ¿Por qué esa pretensión y ese olvido? Sin duda porque con los productos indígenas de la literatura dramática se dan por satisfechos los públicos de Francia e Italia. Son aquellos pueblos proteccionistas porque el exceso de producción les dicta esa regla de conducta. Aquí sucede precisamente lo contrario. Diversos teatros, como la Comedia, Lara y Cervantes, que cuentan con excelentes compañías, no disponen de obras españolas para la totalidad de la temporada. Se me dirá que eso no es enteramente exacto, puesto que si en alguna rama literaria se manifiesta la fecundia de la raza es en el teatro; pero no es menos cierto que las Empresas no pueden arriesgar sus intereses poniendo en escena todo lo que se le presente. ¿Van a convertirse los empresarios en tutores de los dramaturgos? Eso sería absurdo. Es probable, sin embargo, que las Empresas incurran alguna vez en la injusticia de desdeñar a un autor, incomunicándole arbitrariamente con el público. Se han dado varios casos, y yo sé de algunos; pero esa consideración no merma el derecho de la Empresa a admitir o rechazar lo que la venga en gana.